Espiritualidad vicenciana: Martirio

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Carmen Urrizburu, H.C. · Año publicación original: 1995.

1º.- Concepto de martirio.- 2º - El martirio en la vocación cristiana.- 3º - Clases de martirio.- 4º - Carisma de la caridad y martirio.- 5º.- Martirio y nuevas vocaciones.


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1. Concepto de martirio

Juan Gabriel Perboyre

Juan Gabriel Perboyre

En la espiritualidad vicenciana, mártir es aque­lla persona a quien es arrebatada la vida y ella la entrega libremente, movida por la imitación de Je­sucristo, como consecuencia de anunciar el Rei­no de Dios con obras (Caridad) o con palabras (Misión).

No aparece una visión sistemática del con­cepto «martirio». Vicente de Paúl va expresando sus convicciones en momentos concretos y oca­sionales con motivo de algún acontecimiento que recuerda los primeros mártires de la Iglesia, an­te la noticia de la muerte violenta, a manos de los enemigos de la fe, dé alguna persona conocida, y en momentos cruciales de la vida de las dos Compañías por él fundadas.

Lo original de su aportación al contenido del martirio es considerar como tal la muerte sufrida en el ejercicio de la Caridad, sirviendo a los más pobres o anunciándoles la Buena Noticia.

2. El martirio en la vocación cristiana

Vicente de Paúl evoca repetidas veces los pri­meros tiempos de la Iglesia, cuando el martirio era frecuente y habitual (IX, 1089; XI, 259. 262. 292. 716). Él mismo conoció a personas que die­ron su vida en testimonio de Cristo. Cualquier época histórica conoce mártires porque el marti­rio es algo constitutivo de la vida cristiana.

La vocación propia del cristiano es hacer de la vida un seguimiento de Jesucristo. El segui­miento promueve la imitación que por la pre­sencia activa del Espíritu, lejos de ser una copia mecánica y exterior, consiste en reproducir sus gestos, sus sentimientos, sus actitudes profun­das ante el mundo, la sociedad, las personas, las cosas, y ante las realidades conflictivas tan fre­cuentes en la vida ordinaria. Por consiguiente ha­brá que reproducir también su muerte que se de­cidió, precisamente, en medio de una de esas realidades conflictivas. Él fue el primer mártir que marcó el camino a quienes le habían de seguir. Ser cristiano es seguir a Cristo haciendo lo que Él hizo en la tierra; y esta elección incluye la op­ción de dar la vida con El y como Él por el bien de los hombres. «¿Puede haber algo más razo­nable que dar nuestra vida por Aquél que entre­gó tan libremente la suya por todos nosotros? Si nuestro Señor nos ama hasta el punto de morir por nosotros, ¿por qué no vamos a desear tener esta misma disposición de él, para morir efecti­vamente, si se presenta la ocasión?» (XI, 259).

Pero aun siendo constitutivo de la vida cris­tiana, el martirio es una gracia que no merecemos, y que pone de manifiesto la acción de Dios en el hombre y su amor por él, reforzando el valor testimonial de la entrega (IV, 19; XI, 215. 258s). En este sentido, como cualquier realidad de fe, en­tra de lleno en el campo del misterio. «Tiene que haber algo muy grande, incomprensible al en­tendimiento humano en las cruces y en los su­frimientos, ya que Dios suele pagar el servicio que se le hace con aflicciones, persecuciones, cárceles y martirio, a fin de elevar a un alto gra­do de perfección y de gloria a los que se entre­gan perfectamente a su servicio» (XI, 99).

El martirio es fuente de felicidad y de gozo indecible, en donde se verifica la octava biena­venturanza de Mateo: «Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad» (Mt. 5, 10-12). Quie­nes mueren mártires, así lo testifican y contagian ese mismo gozo a su alrededor (II, 156s; IX, 1087; XI, 98. 290).

El martirio conduce a la plena y definitiva unión con Cristo, objetivo de toda vida cristiana. Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo, pro­duciéndose una comunión de vida que ha de ser realizada en el transcurso de la existencia. Así, «vi­vimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo y hemos de morir en Jesucristo por la vida de Je­sucristo; nuestra vida tiene que estar oculta en Je­sucristo y llena de Jesucristo, ya que para morir como Jesucristo hay que vivir como Jesucristo» (1, 320). En el martirio confluyen dos posturas bien definidas. Por un lado, una actitud activa y libre de quien «se entrega»; y por otro, una realidad pasiva, «ser condenado». Al ser un momento de­cisivo de la vida humana, no se admiten regate­os, pero tampoco imprudencias ni supervaloración de las propias fuerzas. Por eso, Vicente de Paúl aconseja a un Misionero «cuide bien su pobre vi­da; conténtese con ir gastándola poco a poco en el amor divino; no es suya sino del autor de la vi­da, por cuyo amor tiene usted que conservarla hasta que se la pida, a no ser que se presente la ocasión de darla, como ese buen sacerdote de ochenta años de edad, que acaban de martirizar en Inglaterra con un suplicio cruel» (II, 1565).

Ante la llamada de Cristo que invita al cristia­no a vivir con Él y como Él, el martirio puede ser la consecuencia última del seguimiento. Pe­ro la muerte de Cristo fue, precisamente, la con­secuencia de su vida; por eso, la vida toda del seguidor de Jesús aparece como iluminada y comprometida desde esta perspectiva de la en­trega, por amor, hasta la muerte. Su estilo de vi­da se tiñe de sencillezTM, huyendo de los aplausos, las alabanzas, la fama, la comodidad, con atracti­vo por la humildad y la pobreza, fuerte y vigo­roso ante la burla, la persecución y la misma muer­te (I, 320; III, 584).

Por todo ello, Vicente de Paúl exclama admi­rado cuando se entera del martirio de un joven ma­llorquín en Argel: «¡Eso es ser cristiano! Ése es el coraje que tenemos que tener para sufrir y pa­ra morir, si es preciso, por Jesucristo» (XI, 215).

3. Clases de martirio

En sintonía con la mentalidad de la Iglesia, Vi­cente de Paúl da al martirio un contenido amplio. Él mismo nos dice que hay varias clases de mar­tirio (XI, 99s).

Está en primer lugar el martirio por la fe. Es el martirio por excelencia. Consiste en sufrir la muerte por el nombre de Cristo como conse­cuencia de la fe y la adhesión a Él. El mártir en­trega su vida confesando el nombre de Jesús y expresándole un amor inmenso. Muere a manos de los enemigos de la fe que le someten a crue­les suplicios. En todas las épocas de la Historia se ha dado este tipo de martirio. En vida del señor Vicente sabemos que tuvo noticia de al menos cuatro personas que murieron de este modo (I1, 158s; IV, 326; XI, 99. 213-216).

Hay un segundo tipo de martirio. La muerte de aquél que entrega su vida defendiendo la vir­tud, como Juan Bautista, o la de aquél que ha gas­tado su vida en el ejercicio de esa virtud. Cuan­do en la vida de un cristiano brillan los valores evangélicos y las actitudes de las bienaventu­ranzas, propias del seguidor de Jesús, y se asu­men todas las consecuencias que se derivan de esa opción, entonces se puede decir que se es mártir, porque viviendo de ese modo, Dios apa­rece como el único Absoluto, preferido a cual­quier otra realidad de este mundo. De ahí que perseverar en la propia vocación, viviendo en ra­dicalidad todas sus exigencias es ser mártir.

4. Carisma de la caridad y martirio

A los dos tipos anteriores Vicente de Paúl aña­de otra clase de martirio que es peculiar en la es­piritualidad de las dos Compañías por él fundadas. El motivo de la muerte ya no es defender la fe, ni la moral, sino la disposición de abrazar todas las ocasiones de servir a Jesucristo en los más pobres, aunque para ello haya que poner la pro­pia vida en peligro.

La opción de vida de cualquier discípulo de Vi­cente de Paúl es el Amor, la Caridad. Amor apa­sionado a Jesucristo y a los pobres. Amor afec­tivo y efectivo. También fue el amor la orientación de vida de Jesús, que pasó por el mundo ha­ciendo el bien. Su programa queda expresado en el texto de Lucas: «Id y contad a Juan lo que ha­béis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia» (Lc 7, 22).

En esta vocación de Caridad, el martirio es también consecuencia lógica, ya que es el acto de amor a Dios más grande que pueda hacerse y que jamás se haya hecho (IX, 1089).

La cercanía de vida a los pobres coloca al vi­cenciano en una situación en la que libremente quiere mantenerse por amor y a imitación de Je­sucristo, y exige un estilo de vida que, en sí mis­mo, resulta en muchos momentos crítico. El Se­ñor Vicente lo expresa simbólicamente de este modo: «Muchas veces vemos que existe peligro manifiesto, que hay que morir, que los enemigos están emboscados en el lugar mismo donde nos arrojarán inmediatamente, aunque se esté casi se­guro de morir» (IX, 243).

Y ciertamente, las Hijas de la Caridad se en­cuentran frecuentemente en situaciones en las que, permaneciendo al servicio de los pobres, se exponen a que su vida corra peligro. El tipo de tra­bajo, duro e intenso, prestando los servicios más bajos; los lugares a donde son enviadas, donde puede haber guerra, hambre, falta de higiene, epidemias, etc… son motivo para que la muerte las pueda encontrar «con las armas en la mano». Y por tanto son mártires. «¿Qué vais a hacer?, dice Vicente de Paúl a las Hermanas que van a Calais. Vais al martirio, si Dios quiere disponer de vosotras. En cuanto a vuestra querida Hermana, estoy seguro de que actualmente recibe la re­compensa de los mártires, y vosotras tendréis la misma recompensa, si tenéis la dicha de morir con las armas en la mano. ¡Qué dicha para vosotras!» (IX, 1089).

Los Misioneros dedican su vida al anuncio de la Buena Noticia a los pobres. Su estilo de vida es apostólico. Se han consagrado por entero a Dios y desean que Jesucristo, su Hijo, sea co­nocido y servido igualmente por todas las nacio­nes de la tierra. Están resueltos a trabajar y a morir por ellas como Él lo hizo (VII, 285s). Les mueve el Amor. De la Caridad es de donde bro­ta el deseo de la salvación de los pueblos y para ello se ponen en camino aceptando situaciones difíciles y acudiendo a lugares en donde muchos peligros acechan la vida. Porque aman, pueden exponer su vida para llevar el Evangelio a cualquier rincón del mundo. «La salvación de las personas es un beneficio tan grande que merece cualquier esfuerzo, a cualquier precio que sea. No importa que muramos antes con tal de que muramos con las armas en la mano. Seremos entonces más fe­lices y la Compañía no será por ello más pobre ya que, «sanguis martyrum, semen est christia­norum»» (XI, 290; cf. II, 277s; VII, 285s; XI, 298. 362). Todo Misionero ha de estar dispuesto a trabajar y a morir por las personas como lo hizo Cristo. Y los que viven así son mártires.

Existe un espíritu de martirio que anima a quie­nes han recibido el carisma de la Caridad. Consiste en la capacidad de exponer la vida, con alegría, por la gloria de Dios y la salvación del prójimo. Es la disposición para permanecer en medio del peligro, prefiriendo exponerse a la muerte antes que de­jar de asistir a los pobres (cf. IV, 19s. 124; II, 277s; XI, 99. 258s). Este espíritu es una gracia que hay que pedir a Dios y que todas las Hijas de la Cari­dad y los Misioneros deberíaritener.

En el origen de las dos Compañías se dieron ejemplos magníficos de Padres y Hermanas ani­mados de este espíritu. La primera fue Margari­ta Naseau y la siguieron muchas más. Momen­tos decisivos en que se manifestó fue el envío de Padres a Madagascar, a donde pocos llegaron porque en el camino morían y eran reemplazados por otros, que voluntariamente, se ofrecían para sustituirles en la Misión; y la fundación de Hijas de la Caridad en Calais para cuidar a los soldados heridos. Murieron algunas por el agotamiento y el contagio, y al instante, muchas, empezando por la más antigua, se presentaron para ocupar su lugar. Otros muchos ejemplos pueden apare­cer en los que queda evidente la opción por el amor ya que si tantas personas por una pequeña ganancia, por una recompensa temporal, por un poco de honor exponen su vida, con cuanta ma­yor razón la tendrán que exponer quienes se de­dican a servir a Jesucristo en los pobres, a llevar por toda la tierra el Evangelio de Jesucristo (cf. XI, 259. 362).

El espíritu de martirio acompaña al carisma de la Caridad. No se produce fruto sin dar la pro­pia vida. Amar es darse sin escatimar, hasta de­saparecer si es necesario. Y una muerte así no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de donación de sí mismo. Sólo quien no teme a la muerte puede entregarse hasta el fin. llevando su vida a su completo éxito. Este espí­ritu de martirio va acompañado del espíritu de prudencia (IV, 19s).

5. Martirio y nuevas vocaciones

Como en el comienzo de la Iglesia, en cualquier momento histórico puede aparecer la duda de si no se debilitará la Compañía con la muerte de las per­sonas de este modo. La convicción de Vicente de Paúl es firme y rotunda. «Por uno que reciba el martirio vendrán otros muchos; su sangre será co­mo una semilla que dará fruto, y un fruto abun­dante. La sangre de nuestras Hermanas hará que vengan otras muchas y merecerá que Dios les con­ceda a las que quedan la gracia de santificarse» (cf. IX, 1089; XI, 262. 290. 292). Esta afirmación ha si­do confirmada en todas las épocas y países.

Bibliografía

Mártir, en Nuevo diccionario de Espiritualidad, Pau­linas, Madrid 1983, p. 869-880.- E. ANCILLI, en Diccionario de espiitualidad, Herder, Barcelona 1987, II, 554-562.- K. RAHNER-H. VORGIRIMLER, en Petit dictionnaire de Théologie catholique. Ed. du Seuil, Paris, 1970, p. 274-275.

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