Introducción
Los fundamentos espirituales y teológicos de la «vida en común» radican en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo. En ella se fundamenta asimismo la Iglesia. La comunidad, en efecto, es una «ecclesiola» o «iglesia pequeña»; un «miembro compacto» («un corazón y un alma sola», Hch 4, 32) del Cuerpo Místico de Cristo, en el que la Cabeza, que es el mismo Cristo, impone amorosamente orden, gobierno e intercomunión a todos sus componentes. El Concilio Vaticano II hablará, en efecto, en estos mismos términos, los que recogerá en sus «declaraciones» la Asamblea General de la C.M. del año 1986: «Todos en la presencia de Dios, por su unión mutua entre sí y con los superiores jerárquicos el Papa, el Superior General, los obispos, el Visitador y demás superiores, dan testimonio fehaciente de la Unidad de Cristo y del Misterio de la Iglesia, Unum Corpus, Unus Spiritus in Christo («un Cuerpo y un solo Espíritu en Cristo»)». Cada uno de los miembros de la comunidad, en comunión con todos los superiores jerárquicos, es efectivamente signo de la «misteriosa presencia de Cristo» en medio de la comunidad y en el mundo : «reunidos en su Nombre» (Mt 18, 20; cf. PC., 15).
I. La jerarquía en la Iglesia (su razón de ser y su fin)
(«Jerarquía» del griego «hieros» y «arkhia»: «gobierno sagrado»). «Como el Padre me envió así os envío yo a vosotros» (Jn 22, 1). Aquí radica la autoridad jerárquica en la Iglesia fundada por Jesucristo, en cada estamento eclesial constitutivo de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, como lo son las órdenes religiosas, la congregaciones e institutos religiosos. Su fuerza y explicación están y radican en la «Misión de Cristo», Cabeza de este Cuerpo visible; «el Enviado del Padre». Habrá que decir que no toda la Iglesia es «jerarquía», pero casi toda ella está organizada y a la vez constituida «jerárquicamente» (cf. S. M° Alonso, La vida consagrada, Madrid, 1973, p. 223). Sólo desde esta constitución jerárquica (L. G., 3) podrá entenderse el sentido y contenido de los vocablos «jerarquía», «autoridad-superior», «obediencia-responsabilidad», «comunión-comunicación», etc. en la Iglesia de hoy, a la vez que en institutos y congregaciones religiosas.
La misión de la autoridad en la Iglesia y en las comunidades (jerarquía-superiores) sólo puede concebirse como una tarea de «servicio» evangélico (L. G., 13, 24 y 28), tal como la entendía y exigía San Vicente de Paúl en infinidad de textos (cf. vocablos superiores, hermana sirviente). El término «servicio», como el de «sierva», tan vicenciano, explica bien a las claras, que «diakonia» evangélica no es sino un «servicio humilde de amor». Modelo y la regla para la doble Compañía, repetirá San Vicente, es Cristo, que «no vino a ser servido sino a servir» (Mt 10, 45). Toda «jerarquía» y «superioridad» en la concepción da la comunidad vicenciana, que no es sino la evangélica, se sabe en todo momento «a disposición» de los que más necesidad tienen de «ser servidos», los pobres. «El que quiera ser primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (Mt 20, 27). (El Papa, supremo grado en la «jerarquía» de la Iglesia, se autodefine, por ello, «siervo de los siervos de Dios». Invirtiendo los conceptos (primero-último, amo-siervo), los pobres, en bella paradoja vicenciana, serán para sus Hijas de la Caridad y Misioneros, «amos y señores» de este «servicio-diaconía». Los pobres son «los primeros» en esta nueva jerarquía de valores. Decía a este respecto Pablo VI: «El ejercicio de la autoridad, en cualquier grado de escala jerárquica, se entiende totalmente penetrado de la conciencia de ser servicio evangélico, ministerio de verdad y caridad» (Ecclesiam Suam, 44). El apostolado de «gobierno» es un servicio desinteresado, no una ocasión de medro personal o para disponer de otros en provecho propio o de los propios, como vemos que tantas veces sucede. San Vicente recalca mucho este carácter evangélico de «servicio», referido a cualquier cargo jerárquico de «gobierno». «Esa palabra «ancilla» (título adoptado por la Stma. Virgen en la Encarnación) quiere decir «sierva»; lo cual me ha hecho pensar, mis queridas hermanas, que, en adelante, en vez de llamar a las Hermanas superioras con ese nombre de superioras no utilizaremos más que la expresión de «hermana sirviente» ¿Qué os parece?, les dijo nuestro queridísimo Padre a algunas de las hermanas. Y su proposición fue aceptada» (IX, 81). Y este otro texto no menos hermoso y significativo, contra aquellos que ambicionan cargos para «medrar»: «Fijaos, un hombre con mucho juicio y mucha humildad es capaz de gobernar bien, y yo tengo la experiencia de que los que tienen el espíritu contrario a esto y ambicionan los cargos nunca han hecho nada que valga la pena» (XI, 361). La meditación continua del Evangelio demostró bien pronto a San Vicente que la autoridad es en verdad un servicio, sea cual fuere este grado de autoridad en el escalafón jerárquico. «Ejercer la autoridad en medio de los hermanos es lo mismo que servirles, a ejemplo de Aquel que dio su vida por la redención de muchos» (ET 24).
El súbdito profeso, al obedecer a la jerarquía-autoridad, «se anonada» en Cristo, de igual manera que Cristo «obediente al Padre». No olvidemos, sin embargo, el orden horizontal de una «comunidad corresponsable», a la luz de la reforma conciliar, concepto en gran manera ya desarrollado por San Vicente (cf. numerosos textos en superiores: «consulta y corresponsabilidad comunitarias»). «La autoridad jerarquizada surge en la comunidad y de la comunidad para la comunidad» (cf. L. Gutiérrez Vega, Renovación doctrinal n, 227). «En esta tarea de nuestra misión, decía Pío Xkl a los Superiores Generales el 11 de febrero de 1958, Nos os dejamos algo de nuestra suprema jurisdicción, bien sea directamente por el Código de Derecho Canónico, bien por medio de la aprobación de vuestras Reglas y Estatutos».
II. Obediencia y sumisión
Obediencia y sumisión no son vocablos sinónimos, ya que la obediencia tiene directamente como objeto a Dios, «presente» en los distintos superiores jerárquicos legítimamente instituidos (como entendía San Vicente: «ver a Dios en los superiores»). Solo Él, dirán los teólogos, es digno de toda obediencia, pues solo Él es digno de un don tan radical de la persona humana, como es la obediencia (Renovationis Causam, 2). La sumisión por el contrario, dice relación inmediata a la ley, a la autoridad, a la persona; es decir, a las mediaciones temporales. A través de esta sumisión (inculcada por San Vicente en muchos casos, como veremos, ante la voluntad de los Sres. Obispos, incluso ante la autoridad del Rey, etc.), que nunca tiene sentido ni meta en sí misma, se obedece también a Dios, posiblemente con más mérito por la dificultad que con frecuencia implica. «Y sobre la objeción que se me podría hacer de que no hemos de tener misiones en la ciudades episcopales (dice al P. J. Dehorgny, superior de Roma), he respondido que la sumisión que les debemos a nuestros señores prelados no nos permite dispensarnos de esas misiones, cuando ellos nos piden que las hagamos» (IV, 375). La sumisión se justifica así y será necesaria desde una sociedad en orden y en justicia en aras del bien común. Cristo, por otra parte, vive en obediencia perfecta al Padre «que lo ha enviado» y en sumisión a los deberes y al ordenamiento social: «…y les estaba sometido» fLc 2, 51); «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12, 17). Textos tan de continuo citados por San Vicente para recomendar tanto la obediencia como la sumisión.
Dios, en efecto, demuestra su voluntad a los hombres sirviéndose frecuentemente de medios o «signos». Entre estos «signos», como más inequívoco, está la jerarquía, sea ésta eclesial o civil-temporal, llamada ordinariamente «autoridad». Ella es «vox Dei» voz y voluntad de Dios. La jerarquía no es así objeto formal de la obediencia, aunque se entienda incluso subordinada u ordenada a otro objeto formal superior, como pueden ser el orden, la justicia, etc. La jerarquía, legítimamente instituida, es un intérprete cualificado y un transmisor eficaz de la Voluntad de Dios, a la que sí se obedece: «Vivimos en el espíritu de los servidores del Evangelio en relación con nuestros señores los Obispos», confesaba el Santo Fundador a Santa F. Chantal, que le pedía noticias de la Congregación (1, 550). Dios, sobre todo, manifestaba su voluntad a través del Papa, según veía siempre claro San Vicente: «Gracias a Dios, no queremos más que lo que Él quiere y, sabiendo que su voluntad se nos manifiesta en la de nuestro Santo Padre el Papa, seguiremos estando tranquilamente sometidos a las intenciones de Su Santidad» (VIII, 141). Es la fe, tantas veces mencionada por San Vicente en este punto, la que coloca al súbdito en inmediatez formal con Dios. La fe facilita este encuentro del súbdito con Dios por medio de los superiores en cualquiera de los niveles jerárquicos.
El Papa, los Sres. Obispos, los Superiores de la Comunidad, el Rey, etc. son, por todo lo ya dicho, «lugartenientes de Dios» o sus «vicarios» (cf superiores). La relación cristocéntrica es el factor primordial y básico que convierte a la jerarquía o autoridad eclesiástica en algo distinto de cualquier otra autoridad (cf. L. G. 21).
Dios presente en la Iglesia y en su jerarquía. Pero es el Espíritu Santo el que de manera más palpable, tal como había prometido Cristo antes de su Ascensión, la gobierna y guía por la vorágine de los tiempos, cosa que le negaba al Santo uno de tantos herejes con los que de continuo se topaba; contento el Santo de haberlo convertido a la verdad, se desahogaba así ante la Comunidad: «¡Qué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres!» (X1, 730).
III. Categorías jerárquicas
La jerarquía ocupa en el Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia, el lugar más preeminente, con el Papa como Vicario del mismo Cristo a la cabeza. Después del Papa, «nuestros Señores los Obispos», como tan respetuosamente acostumbraba decir San Vicente. Y con los obispos y con el Papa, como colaboradores incondicionales los sacerdotes «¿Qué cosa hay en el mundo más grande que el estado eclesiástico? No pueden compararse con los reinos ni los principados…» (X1, 704). Toda autoridad jerárquica en la Iglesia ha sido establecida, sentirá San Vicente con el Apóstol San Pablo, no para destruir sino para edificar: «conforme al poder que me otorgó el Señor para edificar y no destruir» (2 Cor 13, 10). La C.M. beneficiaria en su medida de esta solicitud jerárquica, señala en sus Constituciones más detalladamente este interés y fin del ejercicio de la autoridad jerárquica en cada uno de sus grados (C. 101; 123, 2; 129, 2; 135).
a) Veneración y obediencia al Papa
San Vicente de Paúl demuestra de continuo, de manera muy familiar y exquisita a la vez, su amor y confianza en el Papa, del que suele decir que «es un santo varón». Le llama asimismo, en expresión evangélica, «la Roca, sobre la que se cimenta la Iglesia frente a los embites de la herejía» (logró la firma de 85 obispos franceses para que el Papa, «autoridad suprema de su grey» (XI, 692) condenara el jansenismo (IV, 173-178). Su amor al Vicario de Cristo, como también le llama, no es sólo por devoción y fe, sino también reacción lógica frente a los ataques contra el Papa y la unidad de la Iglesia por parte de los protestantes. San Vicente, como todos los auténticos reformadores católicos postconciliares (Trento), opta desde el principio por una postura de apoyo y defensa de la Jerarquía, comenzando por exigirse y exigir a todos, sobre todo a su doble Fundación, amor, respeto, fe y obediencia al Papa (cf. sobre todo, las RC. CM.): «Si la Iglesia se encuentra en un concilio universal, canónicamente reunido, como aquel (Trento), y si el Espíritu Santo guía a la misma Iglesia, como no cabe dudar, ¿por qué no habrá de seguir la luz de ese Espíritu, que declara cómo hay que comportarse en estas ocasiones dudosas, esto es, recurriendo al Sumo Pontífice?» (1V, 174). Ante el Papa, como ante los Obispos sus «señores», San Vicente se siente «muy humilde y obediente servidor», dispuesto siempre a oír su voz y aceptar sus decisiones, tanto a nivel personal como a nivel comunitario.
El Papa es, por otra parte, el primer responsable de «la misión universal» de la Iglesia: «Únicamente su Santidad tiene en la tierra poder para enviar a todos los eclesiásticos por todo el mundo para gloria de Dios y salvación de las almas, y porque todos los eclesiásticos tienen obligación de obedecerle en esto, y, según este principio, que me parece digno de crédito, le he ofrecido a su Divina Majestad nuestra pobre Compañía para ir a donde su Santidad ordene», confiesa a Luis Lebretón en carta (II, 45). El sentir con la Iglesia lleva a San Vicente de continuo a desear comunicar con su Cabeza visible, el Papa, sus sentimientos en favor de la salvación de los pobres: «Es preciso que haga entender que el pobre pueblo se condena por no saber las cosas necesarias para la salvación y no confesarse. Si su Santidad supiera esta necesidad, no tendría descanso hasta hacer todo lo posible para poner remedio a ello; y que ha sido el conocimiento que de esto se ha tenido lo que ha hecho erigir la Compañía para poner remedio de alguna manera a ello; que, para hacerlo, hay que vivir en congregación…» (1, 116-117). San Vicente, lleno del celo por la salvación de la pobre gente del campo y deseoso del remedio eficaz por él ideado ya en marcha, no duda, a través de encomiendas repetidas al P. F. Du Coudray, superior en Roma, hacerle sabedor al Papa de esta gravedad, a fin de ver aprobada su Congregación de la Misión lo antes posible (fecha de la carta, julio 1631; Urbano VIII, por la «Bulla Salvatoris Nostri», la aprobará el 12 de enero de 1633).
Las RC. de la C.M., en su Cap. V, 1, «sobre la Obediencia», dictan a los misioneros, en síntesis, el contenido y objeto del voto de obediencia, más extensa y emotivamente explicado por el Santo en la famosa conferencia del 19. 12. 1959: «La Regla empieza por nuestro Santo Padre, el Papa; él es el padre común de todos los cristianos, la cabeza de la Iglesia, vicario de Jesucristo, el sucesor de San Pedro; le debemos obediencia todos los que estarnos en el mundo para instruir a los pueblos en la obediencia que deben tener, lo mismo que nosotros, a este pastor universal de nuestras almas. A nosotros nos toca darles ejemplo…» (XI, 692). Y añadirá, tan piadosamente: «Debemos, pues, mirarlo en Nuestro Señor, y a Nuestro Señor en él».
De «obediencia misionera» se puede hablar, al mencionar una vez más la sumisión incondicional de San Vicente al Papa, en orden a que los miembros de su Congregación de la Misión puedan ser por él enviados a cualquier lugar del mundo: «Esos enviados serán siempre, en relación con su Santidad, como los siervos del Evangelio con sus amos, que cuando les dice: «id allá» están obligados a ir; «venid acá», tienen que venir; «haced esto, están obligados a hacerlo» (II, 45). Recordará asimismo el santo que el Papa delega esta incumbencia del «envío» misionero en la Congregación de Propaganda Fide, a la que de igual modo obedece él y desea que obedezcan sus Misioneros: «Los monseñores de la Congregación de Propaganda Fide nos enviaron las facultades necesarias y alabaron a la Compañía por su celo. Esta Congregación es la que tiene el poder de enviar a dichas misiones, ya que el Papa, que es el único que tiene poder de enviar por todo el mundo, le ha concedido esta facultad y este encargo… Ella es la que nos ha enviado a nosotros» (XI, 297).
b) Obediencia y comunión con «los señores obispos»
En la Iglesia son los obispos, en comunión con el Papa, quienes, por institución divina, encarnan y representan la estructura jerárquica de la misma (LG 18-27): «También les debemos obediencia a los señores obispos. Según algunos, ellos participan de la autoridad del Papa; según otros, tienen la autoridad del mismo Cristo. Nosotros los sacerdotes les hemos prometido obediencia cuando recibimos el sacerdocio, no sólo a ellos y a sus sucesores, sino también a los prelados en cuyas diócesis tengamos que vivir y trabajar… Siempre he sentido gran devoción en obedecer sus órdenes. En efecto, estamos sometidos a ellos y dependemos de ellos en lo que se refiere a las misiones, para predicar en ellas, catequizar, confesar y administrar sacramentos…» (X1, 692). A los obispos, en efecto, incumbe la «auctoritas» en la Iglesia: el poder aprobar un instituto, el permiso para la instalación en la diócesis de una comunidad, la «cura animarum» (misiones, etc.), la atención y docilidad al magisterio de la Jerarquía: «La Providencia de Dios ha inspirado a la Congregación esta intención… de ser, no obstante, del clero secular y permanecer en la obediencia debida a nuestros señores los Obispos como los más humildes sacerdotes de sus diócesis en cuanto al empleo» (III, 224).
Al P. Du Coudray, encargado en Roma de gestionar la aprobación de la Congregación, le volverá a puntualizar más en detalle el carácter y fin de la Congregación, así como la relación con los Sres. Obispos: «Que para hacerlo –la salvación del pobre pueblo que se condena por ignorancia– hay que vivir en comunidad y observar cinco cosas fundamentales de este proyecto: 1º. dejar a los Obispos la facultad de enviar misioneros a la parte de sus diócesis que les plazca; 2° que estos sacerdotes estén sometidos a los párrocos de los sitios a donde vayan a hacer la misión…; 3° que no tomen nada de esas pobres gentes, sino que vivan a sus expensas; 4º que no prediquen ni catequicen ni confiesen en las ciudades donde haya arzobispado, obispado…; 5° que el superior de la compañía tenga la dirección de la misma; y que estas cinco máximas tienen que ser como fundamentales de esta Congregación» (I, 177). Así, insistentemente, expresaba San Vicente su intención de «comunión con el episcopado» universal, bajo la autoridad suprema y amorosa del Papa, Vicario de Cristo, ya que la Iglesia es sólo una y católica o universal, aunque presente en multitud de diócesis: «Nuestra vocación consiste en ir no a una parroquia ni sólo a una diócesis sino por toda la tierra» (XI, 553).
IV. Pecularidad fundacional de la C.M.
San Vicente solía decir de su Congregación, con humor e intención profunda: «Somos de la religión de San Pedro» (es decir, «congregación diocesana», en íntima relación de servicio con los Obispos y el clero diocesano «en orden a la evangelización de la pobre gente del campo»: «Vivimos en el espíritu de los servidores del Evangelio en relación con nuestros sres. los Obispos…», decía en carta explicativa del carácter de la C.M. a Sta. Juana. Fremiot de Chantal (1, 550).
«¡Qué gran consuelo, repetía, estar en la orden de san Pedro! Tenemos las mismas ventajas las mismas gracias que los religiosos «(sin ser religiosos) (XI, 646). Y poco después en la misma conferencia, en torno a los votos y el carácter peculiar de su Congregación afirmaba con regocijo interior: «Pido a la Compañía que agradezca a Dios el encontrarnos en este estado de la religión de San Pedro o, mejor dicho, de Jesucristo» (ib.). Hablando de la «secularidad» de la Congregación escribía al P. Portad: «La providencia de Dios ha inspirado a la Congregación esta santa invención de ponernos en un estado donde tenemos lo bueno del estado religioso por los votos simples y ser, no obstante, del clero secular y permanecer en la obediencia debida a nuestros señores los Obispos como los más humildes sacerdotes de su diócesis» (III, 224).
La Congregación fue fundada, en efecto y providencialmente, para el inmediato servicio a la Iglesia, pero más inmediatamente a las diócesis («misionar a la pobre gente del campo» RC. CM. 1, 1). Pero ello, salvando siempre la problemática que no sólo hoy sino también en tiempos de San Vicente se presentaba de inmediato, frente a la autonomía o exención de gobierno en lo que a régimen interior se refiere: ninguna otra dependencia que no sea la del Papa y la del Superior General de la Congregación. Tuvo el Santo que vencer muchas dificultades hasta lograr la exención de los Obispos del lugar en todo, excepto en lo referente a las «misiones y en cuanto a ellas concierne» (Bula «Salvatoris nostri», 1633). Algunos Obispos llegaron a poner serias dificultades al Santo en orden a conceder las letras dimisorias para la ordenación de los nuestros, apelando a Trento. La problemática surgió también a la hora de salvaguardar el carisma propio y no digamos el carácter comunitario de la Congregación. San Vicente, a pesar de las dificultades, nunca recusó esta «auctoritas» de los Obispos, a la hora de aceptar condiciones y presentar permisos para la aprobación de sus obras, la erección de sus comunidades y la práctica de las misiones al pueblo. Los textos que se podrían traer al respecto son numerosos.
Un instituto religioso, la Congregación de la Misión o la Compañía de las Hijas de la Caridad, ¿pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia? No. Tiene, sin embargo, como cualquier congregación sin más, su identidad específica y su personalidad dentro de la Iglesia-Institución (cf. LG., 43-44). La vida consagrada o religiosa es un valor eclesial y pertenece intrínsecamente a la estructura carismática de la Iglesia, lo que la hace eclesial. Estructura jerárquica y vida religiosa son radicalmente distintas, pero esencialmente complementarias en la plenitud de un Misterio de Santidad y de Vida y de un Ministerio de Evangelización (M. R., I0).
Conclusión
Sólo el amor o la «caridad de Cristo que nos urge» más que los cánones o las mismas estructuras de comunión, llegará a dar a las relaciones, por otra parte necesarias, entre jerarquía y congregaciones o institutos religiosos la subsidiariedad, comunión y coordinación necesarias para hacer eficaz la Buena Nueva de Cristo: «El Señor me envió a evangelizar a los pobres» (Lc 4, 18).
Bibliografía
Reglas comunes de la Congregación de la Misión.- Reglas comunes de las Hijas de la Caridad.- Constituciones y Estatutos de la Congregación de la Misión, 1984.- Constituciones y Estatutos de la Compañía de las Hijas de la Caridad, 1983.-J. Md Román, San Vicente de Paúl. 1. Biografía, BAC, Madrid, 1992.- A. Orcajo y M. Pérez Flores, San Vicente de Paul. 11. Espiritualidad y escritos, BAC. Madrid, 1992.- Anales de la C.M. y de las HH, de la CC., varios números. .- Concilio Vaticano II: Documentos.- Mutuae Relationes (documento postconciliar: criterios pastorales sobre las relaciones entre Obispos y Congregaciones Religiosas).