El Venerable Francisco Clet (1748-1820)

Francisco Javier Fernández ChentoFrancisco Régis CletLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: M. Demimuid · Año publicación original: 1893 · Fuente: Anales españoles, 1899.

Extracto de la Vida del Venerable Clet, por M. Demimuid, Doctor en Letras, 1893; en casa de Roudelet, librero, rue de l'Abbaye, 13, París.


Tiempo de lectura estimado:

Nacimiento. Estudios.

regis clet 6Juan Francisco Regis Clet, nacido en Grenoble en Agosto de 1748, era el décimo de sus quince hermanos, tres de los cuales se consagraron a Dios abrazando la vida religiosa. Este solo hecho es un gran elogio de esta familia patriarcal, é indica bastantemente la atmósfera cristiana de que estuvo rodeado en su juventud Juan Francisco Regis Clet.

Las turbulencias que afligieron a Francia al terminar el último siglo nos han impedido recoger los pormenores de la adolescencia de este Venerable siervo de Dios: a lo que parece estudió Humanidades en el Seminario Menor de San Martín de Miséré, prosiguiendo los cursos de Teología en el Seminario Mayor de Grenoble, dirigido por los Padres del Oratorio. Sus estudios debieron de ser profundos y fundamentales, pues tenía entre sus contemporáneos fama de buen humanista, señaladamente de latinista perfecto. La lectura de las cartas que de él se conservan, muchas de las cuales están en latín, son de esto una prueba inequívoca.

Emulación santa. El V. Clet, novicio, presbítero, profesor y superior

Juan Francisco tenía hacía ya quince años una hermana en la Sagrada y esclarecida Orden del Carmelo, y además uno de sus hermanos acababa de profesar en la Cartuja de Valbonne. Así que, movido de tales ejemplos, se sintió in­clinado a abrazar la vida religiosa, atraído por el deseo de conseguir la perfección. Como entre las varias religiones sintiese especial afecto hacia la Congregación de la Misión, fundada por San Vicente de Paúl, el día 6 de Marzo 1767, llamó a la puerta de la casa de los Lazaristas de Lyon: Y en aquella misma casa hizo santamente su noviciado, emitió sus santos votos, acabó sus estudios y recibió las sagradas Órdenes.

Al poco tiempo fue destinado al Seminario Mayor de Annecy, para profesor de Teología moral, en cuyo cargo permaneció quince años.

El siguiente detalle dará una idea de cuánto estimaban a su sabio profesor y la opinión que de él tenían los discípu­los. Su ciencia era tan profunda, de tanta extensión, sus res­puestas a los numerosos casos de conciencia que se le pro­ponían tan prontas y tan seguras, las autoridades que ale­gaba tan decisivas, que se le llamaba con el sobrenombre de biblioteca ambulante.

En 1788 la Provincia de Lyon, en la que gozaba de gran fama de piedad, de prudencia y de sabiduría, le nom­bró diputado para la Asamblea general de su Congrega­ción, que debía celebrarse en París, para la elección de Su­perior General. Aunque era el más joven de esta Asamblea, atrajo sobre sí las miradas de los demás miembros de ella; los de la Casa de París, no menos que los diputados de las diversas Provincias, quedaron prendados de su maduro juicio, de su modestia y de las demás virtudes; de modo que el nuevo Superior General, haciendo grande aprecio del mérito del Sr. Clet, resolvió confiarle la dirección del Seminario interno o Noviciado de San Lázaro, considerán­dole más apto que cualquier otro para inspirar el espíritu de San Vicente en los jóvenes seminaristas de la Congre­gación. Manifestóle su designio, y el fervoroso Misionero, que no sabía otra cosa que obedecer, se sometió a la vo­luntad divina, a pesar de la repugnancia que en esto le in­fundía su humildad.

No se equivocaron en la elección, justificando bien el se­ñor Clet las esperanzas que había hecho concebir. Des­empeñó su nuevo oficio con tan felices resultados, que aumentaba de día en día la estima y veneración en que sus compañeros le tenían, cuando de repente estalló la revolu­ción, siendo sus primeros actos de violencia la dispersión de las comunidades religiosas. En tan tristes circunstancias, el piadoso Misionero, cuyo corazón no suspiraba sino por la gloria de Dios y la salvación de las almas, creyó llegado el momento oportuno para poner en ejecución un designio del cual le parecía depender su santificación y felicidad eterna.

Incidente inesperado. Partida para la China

Mucho tiempo hacía que sus miradas y aspiraciones se dirigían hacia la China, con el único deseo de trabajar en la conversión de los infieles, añadiéndose a esto para el Sr. Clet el huir de los puestos honoríficos y el sepultarse en un ministerio laborioso y humilde. Hasta entonces sus su­periores habían rehusado condescender a sus deseos. No obstante, allí era precisamente donde Dios le quería, y cuando llegó la hora de la Providencia sus deseos se cum­plieron de la manera más inesperada.

En el mes de Marzo de 1791 se trataba de enviar a China un Sacerdote y dos Diáconos: éstos se hallaban en París; mas aquél, impedido por circunstancias imprevistas, no había llegado aún, cuando inesperadamente se recibió urgente aviso de Lorient acerca de la próxima salida del navío que debía conducir los tres Misioneros. El Sr. Clet no dejó escapar una ocasión tan favorable; preséntase de nuevo a los superiores, ofrécese a partir en lugar de aquel que se esperaba, siendo su ofrecimiento esta vez aceptado.

En el colmo de su alegría, al comunicar esta noticia a su hermana mayor, el celoso Misionero se expresaba en estos términos, con fecha lo de Marzo 1791:

«Ya, por fin, llegó la hora de ser oídos mis deseos; estoy lleno de contento. La Providencia me destina a ir a trabajar por la salvación de los infieles; parto inmediatamente para la China con otros dos de mis compañeros, gozosos como yo de tan dichosa suerte. A-Dios, mi amada hermana, si no nos volvemos a ver en este mundo, será mayor nuestro gozo al vernos de nuevo en el Cielo

Esta nueva fue portadora de la desolación para aquella familia, que, aunque tan cristiana como era, no podía resol­verse a dejar partir uno de sus hijos sin hacer todas las tentativas posibles para hacerle cambiar de resolución, di­rigiéndole para esto cartas las más tiernas y expresivas del grande amor que le tenían.

El generoso Misionero permaneció invencible, según vemos en las líneas siguientes escritas a su hermana:

«Aprovecho la noche que precede a mi partida para res­ponder a tu tierna carta. No me vuelvo atrás de la resolu­ción que he tomado, pues me parece seguir en ella los de­signios de la divina Providencia sobre mí. Esto no quiere decir que la naturaleza deje de reclamar sus derechos y que mi expatriación no me haga experimentar alguna sensibili­dad. Mas Dios lo quiere; he aquí mi divisa; tú misma no has querido jamás otra. ¿Y no se será para ti una gran sa­tisfacción el pensar que uno de tus hermanos está desti­nado al ministerio apostólico? Esto es, además, para mí una señal más cierta y segura de mi predestinación».

El Sr. Clet se embarcó el 2 de Abril. Al saludar por úl­tima vez las costas de Francia, su corazón estaba muy conmovido; no obstante, ofreció este sacrificio con toda la efusión de su ánimo.

Primeras pruebas

Llegado a Macao, habiéndose disfrazado, penetró en el interior de la China, dirigiéndose hacia el Kiang-Si, cris­tiandad que le había sido designada.

Su primera ocupación fue el estudio del chino; las singu­laridades de esta lengua, la edad avanzada del Misionero, y si se le ha de dar crédito a él, su memoria ingrata, le ha­cían muy penoso este trabajo.— «La lengua china es muy enrevesada»— escribía a su hermano el cartujo. Por fin, a fuerza de perseverancia consiguió saber lo suficiente del chino para ejercer su ministerio, oír confesiones y dar útiles consejos a los cristianos. Pero nunca llegó a hablarlo y a escribir de una manera que le satisficiese, siendo para él una cruz no pequeña en todos los momentos de su vida.

Otras muchas pruebas vinieron a fecundizar su ministe­rio; su temperamento sufrió mucho hasta aclimatarse, que le costó largo tiempo, visitándole la enfermedad más de una vez, experimentando muchas privaciones; no obstante, nada de esto fue bastante para resfriar su gran celo por las almas; y aunque su humildad le hacía decir que apenas ha­cía cosa de provecho, sus trabajos en Kiang-Si fueron en gran manera bendecidos, pues pasado casi un año en tan desventajosas condiciones, se convirtieron muchos infieles, y los cristianos, que habían estado abandonados durante cinco años, volvieron a una vida fervorosa, siendo incalcula­ble el bien que hizo por este tiempo.

Sus trabajos apostólicos

Por indicación de sus superiores dejó el Kiang-Si para ir a ejercer su ministerio apostólico a Hou-Pe. El campo descubierto a su celo era inmenso, pero los obreros en muy pequeño número; por consiguiente, era preciso hacer viajes con frecuencia de diez, veinte, treinta y aun algunas veces de cincuenta leguas desde su residencia para adminis­trar los Santos Sacramentos, a costa de mil fatigas y a pesar de la intemperie de las estaciones.

Dos compañeros europeos, que compartían tan penoso trabajo con el Sr. Clet, sucumbieron con tan laborioso em­pleo en menos de un año, y el Venerable permaneció solo durante cinco años encargado de la dirección de cerca de diez mil cristianos, diseminados en una extensión de dos­cientas leguas.

A su dolorosa situación vinieron a añadirse los peligros y temores continuos de la guerra de los chinos rebeldes. Le faltaron los recursos, lo cual sentía mucho por sus po­bres; en cuanto a él, abandonado a la Providencia y sin ningún cuidado de su persona, no manifestaba inquietud alguna, ni solicitud ni el menor tedio.

Desde 1799 a 1804 tres Misioneros chinos, ya ancianos y medio enfermos, aumentaron sus solicitudes y cuidados, lejos de serle de alivio en su trabajo. Solamente en 1810 tuvo el consuelo de ver llegar un nuevo compañero, el Sr. Dumazel, socorro muy estimado, pero corto para una Misión tan laboriosa y de tanta extensión.

Sus virtudes. Superior humilde, pero firme

Por espacio de treinta años se consagró el siervo de Dios a tan penoso ministerio: cuando volvía de sus más largos viajes, se le veía con frecuencia descansar, confe­sando nueve o diez horas por día. Aunque ya pasaba de sexagenario no había perdido nada del ardor de la juven­tud, viéndose sus compañeros precisamente obligados a representarle que tenía necesidad de tratarse con más mi­ramiento.

Su vida era sencilla y austera, conforme con la vida de los pobres, acomodándose su gran espíritu de mortificación al régimen más diverso; su única queja era encontrar en todas partes, según le parecía, las cosas bien arregladas y en abundancia. Solía hacer sus largos viajes por escabrosas montañas a pie; su espíritu de pobreza, la austeridad en su manera de vivir eran la edificación de todos sus com­pañeros.

Sin embargo, el Sr. Clet estaba muy lejos de pensar que su conducta y su celo fuesen dignos de algún elogio; con­siderábase como un siervo inútil, y temía que su poca virtud fuese el obstáculo que la obra de Dios encontrase en sus misiones. «Como mi piedad es muy ordinaria y común— decía, — mi ministerio no produce otros efectos que los comunes y ordinarios».

Sus superiores no juzgaban así. Desde el año 1804 pu­sieron en sus manos la autoridad inmediata sobre los Mi­sioneros que trabajaban con él, a la sazón muy pocos en número.

Muchas veces su humildad le hizo pedir con instancia que le quitasen aquel cargo. «Yo tengo—decía—gran re­pugnancia por la superioridad, que se me ha obligado a aceptar a pesar de mi incapacidad bien conocida.»

El Sr. Clet no por esto dejaba de cumplir, según decían todos, con el ideal del superior: vivía «cordial y sencilla­mente» con los Misioneros, tratándoles, no como a subor­dinados, sino como a iguales y a hermanos. a la dulzura y a una perfecta humildad de corazón solía juntar una firmeza que da a entender un juicio sano recto y maduro. Siempre comedido y circunspecto, se mantenía inflexible en la resolución que una vez había tomado, después de haberlo considerado atentamente, consultado y aun tratado con Dios en la oración.

Sus cartas son admirables por la prudencia y sabiduría que en ellas manifiesta; veinte años después decía de él el B. Gabriel Perboyre que era como el oráculo de sus com­pañeros.

La pesada carga de Superior, las pruebas de todo gé­nero, las privaciones y las largas fatigas que se le añadían, no eran bastante para hacer perder al Venerable Clet su serenidad, conservando, con el vigor y la actividad de su espíritu, una dulce sonrisa que a todos le hacía amable.

Persecución. Prisión del siervo de Dios

Como quiera que las pruebas, lejos de debilitar su valor le hacían progresar más en la virtud, Dios parece se com­placía en dispensárselas con abundancia.

Dos años antes de su muerte perdió al Sr. Dumazel, celoso compañero asociado a sus trabajos ocho años hacía. Él mismo era entonces víctima de agudos dolores, tenién­dole impedido una llaga que le sobrevino en una pierna; estado por cierto muy contrario a su celosa actividad, y que no desapareció hasta después de año y medio, poco antes de estallar la tormenta que le había de llevar de prisión en prisión para hacer de él un mártir.

Esta temible persecución se desencadenó en Mayo de 1818, siendo la provincia en que ejercía su ministerio el Sr. Clet una de las primeras en sufrirla: así que nuestro Misionero vióse por de pronto obligado a huir.

En seguida se puso su cabeza al precio de 1.000 taéls (7.500 fr.). Este venerable anciano, rendido de pasar conti­nuamente de un lugar a otro, de ocultarse en los bosques o en los huecos de los peñascos, afligido, sobre todo, por no poder trabajar tanto como deseara por la salud de las almas, refugióse en la provincia de Ho-Nan. Apenas quedó libre de las manos de sus perseguidores y del peligro con­tinuo de caer en ellas, no dejó de encargarse de la admi­nistración de aquel distrito.

Pero la perfidia y la codicia de un mal cristiano, que ya había vendido al Sr. Chen, Lazarísta chino, no le permitió gozar de su nuevo retiro largo tiempo.

El 16 de Junio de 1819, fiesta de la Santísima Trinidad, cuando volvía de ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa en las inmediaciones de Nau-Yang-Fou, fue asaltada de re­pente la casa en que se hallaba, por los satélites. Viendo que no podía huir, se presentó a ellos con la calma y sere­nidad que le eran habituales. Cargado de cadenas el siervo de Dios, como también los cristianos que le habían dado asilo, fue conducido a la capital de Ho-Nan.

En la cárcel. Interrogatorios. Tormentos

En Ho-Nan fue puesto en prisión, no escaseándole entre­tanto los malos tratamientos; uno de los mayores era el tener toda la noche una de sus piernas amarrada a un cepo; en muchos encuentros recibió treinta golpes con una suela de cuero grueso, que le desgarraban la carne del cuerpo y le ensangrentaban sus vestidos; más de una vez hubo de per­manecer tres y cuatro horas con las rodillas desnudas sobre cadenas de hierro. En una dé estas circunstancias, levan­tando la cabeza, dijo al mandarín: » Hermano mío, ahora tú me juzgas a mí, mas dentro de poco tiempo mi Señor te juzgará a ti por sí mismo».

Estas palabras le valieron al Venerable ser tratado con más crueldad y el recibir buen número de golpes. Lo que sucedió poco después hizo conocer la verdad de su pre­dicción.

De Ho-Nan el santo anciano fue trasladado, después de cinco semanas de prisión, a la cárcel de Hou-Pe; este viaje de ciento cuarenta leguas lo hizo llevando grillos en los pies, esposas en las manos y cadenas al cuello, conducido como uno de los mayores criminales en una especie de jaula, no teniendo en el tránsito otro asilo que las prisiones que en­contraban, siendo en ellas tratado de la manera más indig­na. No obstante esto, conservaba habitualmente su vista alegre, tenía siempre la sonrisa en los labios, sin dejar escapar la menor queja. El viaje debilitó mucho sus fuerzas; pero al llegar, tuvo el gran consuelo de hallar allí en la misma prisión al Sr. Chen con otros dos cristianos, que go­zaban de cierta libertad relativa y eran tratados con más humanidad.

El Venerable tuvo que presentarse muchas veces al tri­bunal de los mandarines. Iba con las manos atadas, los pies cargados de grillos, y cargado con la cauque, instrumento de suplicio formado de dos pesadas piezas de madera que estaban atadas una a otra, el cual solían poner al cuello del paciente. En uno de estos interrogatorios, cuando los man­darines querían castigar al Sr. Chen, el Venerable Clet ex­cusaba a su compañero y se ofrecía él mismo a recibir los golpes, causando con su conducta la admiración de los pa­ganos. Después de los interrogatorios, cuando volvía a la prisión, no se ocupaba sino de sus amados cristianos, cauti­vos juntamente con él; los confesaba y les administraba la sagrada Comunión, sirviéndose de un compañero chino que vivía oculto en las cercanías.

Martirio

El valeroso anciano preveía perfectamente el resultado de todas estas persecuciones; esperando de día en día el de­creto imperial que le condenaría a muerte, hallábase pre­parado, confesábase todos los días y comulgaba con fre­cuencia.

Por fin el decreto llegó, cuyo contenido era como sigue: «El europeo Licou (este era el nombre chino del Sr. Clet), habiendo engañado a muchos predicando el Evangelio, debe ser fijado en una cruz y morir agarrotado.»

Á la llegada de los satélites, que iban a entregarle a los verdugos, el Venerable se presentó como en aire de triun­fo y bendijo por última vez a los cristianos, que derrama­ban lágrimas al verle partir para el lugar del suplicio.

Habíase levantado en aquel lugar un madero en forma de cruz. Con el consentimiento de los mandarines el señor Clet se arrodilló para orar brevemente, y luego se levantó, diciendo a los verdugos: «Atadme ya», y ellos lo ejecuta­ron presto, atándole al madero. Dos cuerdas que pendían de su cuello sirvieron para atar sus manos por detrás y para apretar un pie contra otro. a pesar del dinero pro­metido a los ejecutores que estaban encargados de hacerle morir, para que hiciesen sufrir lo menos posible al Sr. Clet, su vida no terminó con el primer golpe, y fue preciso re­petirlo hasta dos veces, de modo que hubo de experimen­tar por dos momentos seguidos los horrores de la muerte. En este afrentoso tormento conquistó el mártir, radiante y como iluminado por una luz celestial, su preciosa palma el 18 de Febrero de 1820.

Reliquias

Sus preciosos restos fueron sepultados en la vertiente de la Montaña Roja, donde veinte años después del recono­cimiento canónico que les hizo declarar Venerables, otro mártir de la familia de San Vicente de Paúl, Juan Gabriel Perboyre, fue enterrado al lado del Sr. Clet.

Muy poco tiempo después de haber sido declarados Ve­nerables, los restos de los dos mártires fueron trasladados a la capilla de los Presbíteros de la Congregación de la Mi­sión de París, calle de Sévres, 95. La Iglesia acaba de glo­rificar los de Juan Gabriel. Procuremos con nuestras ora­ciones se acerque el día en que el Venerable Clet vuelva a juntarse en los altares con su bienaventurado compañero.

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