El valor del catecismo en san Vicente de Paúl (VIII)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: .
Tiempo de lectura estimado:

3.1. ALGUNAS LUCES EN LA ENSEÑANZA DEL CATECISMO

Comencemos por las luces, que existieron, y que conviene reconocer. En primer lugar, conviene señalar que el concilio de Trento y el impulso misionero y catequético que originó en el seno del pueblo cristiano católico supuso un extraordinario renacimiento espiritual que nos hace evocar otras etapas glorio­sas de la historia en la Iglesia135. Las misiones y el catecismo sir­vieron para atajar la ignorancia religiosa de los católicos de los siglos XVI y XVII. Fueron muchos los que trabajaron en esa dirección. De entre ellos, nosotros destacamos a Vicente de Paúl, pues «debe ponérsele entre los protagonistas máximos del des­pertar moral y religioso del período postridentino».

Algunas luces más en aquellos tiempos tan problemáticos y difíciles, saturados de confrontaciones políticas y religiosas, fue­ron las misiones populares y la enseñanza de la doctrina cristia­na o catecismo. José María Román, historiador, nos ofrece este balance sobre las misiones en tiempo de Vicente de Paúl:

«Tomada en su conjunto, y al margen de anécdotas fáciles, la acción misional del siglo XVII resultó mucho menos efímera de lo que sus críti­cos daban a entender. Una parte muy considerable del campo francés fue transformada en profundidad. Las misiones cambiaron costumbres, disi­paron abusos, arraigaron la fe, purificaron el sentimiento religioso, educa­ron al pueblo.

Un historiador contemporáneo ha escrito que «los estudios socioló­gicos llevados a cabo en nuestros días han demostrado que han perma­necido cristianas en la Francia del siglo XX aquellas zonas en que hace más de trescientos años trabajaron con más intensidad los misioneros, y que aquellas tierras donde no penetraron son las regiones tristemente célebres, señaladas de rojo por el canónigo Boulard en su célebre mapa de la práctica religiosa en la Francia de nuestra época». No puede ren­dirse más exacto homenaje a las misiones del siglo XVII y a los admi­rables hombres que tan acertadamente las condujeron. Uno de estos hombres, el más ilustre de todos, fue Vicente de Paúl».

La acción misionera ofreció frutos buenos y, parece ser, dura­deros; al menos han llegado a los umbrales de nuestro tiempo, de nuestra época. Llegó a cambiar el rostro del catolicismo. Llevó a profundizar en el modo de ser cristiano y consiguió que los cris­tianos lo vivieran de una manera nueva y, con respecto a los siglos anteriores, más sincera y auténtica. Las misiones populares transformaron los corazones de las personas, desarraigaron cos­tumbres y abusos negativos, fortalecieron la fe, educaron al pueblo, purificaron el sentimiento religioso. Y la prueba de todo esto que decimos la encontramos en que, en pleno siglo XX, la fe seguía arraigada en aquellas tierras en que habían trabajado los misioneros y, en cambio, había desaparecido en las que no habí­an estado misionando. Vicente de Paúl, y otros buenos espíri­tus como él en Francia, en España, en Italia y en otras muchas partes, fueron capaces de transformar el cristianismo anquilosado recibido en una religión viva, ilustrada y operante.

Las misiones, pues, incidieron en la vida de las gentes. Incidie­ron, sustancialmente, en dos aspectos, el de la reconciliación y el de la caridad. Se reconciliaron familias entre sí y pueblos entre sí. El odio entre personas fue depuesto. Se perdonaron homicidios y muertes por venganza. Se subsanaron uniones ilegítimas y escándalos. Estas reconciliaciones no fueron meramente superfi­ciales y pasajeras, se realizaron, incluso, ante notario. El segun­do pilar de la obra misionera fue la caridad. Los misioneros vicencianos tenían la obligación de establecer, al final de las misiones dadas, las cofradías de la caridad. Éstas configuraron un nuevo rostro de la Iglesia. Las caridades y el catecismo lleva­ron a pensar en la creación de algunas escuelas para educar a los niños. Las caridades mostraron el rostro de la compasión y de la misericordia, el verdadero rostro de los cristianos, el rostro más auténtico de Dios. Hicieron posible un nuevo contacto con los pobres y, cómo no, con el Dios de los pobres. Los catecismos, del signo que fueran, promocionaron una nueva forma de educar y de vivir la fe. Hasta ese momento, la educación de la fe se había tenido en el seno de las familias y se realizaba oralmente. Desde la aparición de los catecismos «la transmisión de la fe pasa por el libro y se verificará en las conciencias individ­uales». Un buen botón de muestra de todo esto nos lo muestra el mismo Vicente de Paúl al contar a los suyos su experiencia con el hugonote, al comienzo de sus años fecundos. El hugo­note objetaba que el Espíritu Santo no podía estar guiando a la Iglesia católica porque ésta abandonaba la instrucción religiosa y el ejercicio de la predicación en los campos, y dejaba a los campesinos sumidos en la ignorancia y en la superstición. Pero, viendo el trabajo que estaban realizando aquellos misioneros, tanto en la predicación como en la enseñanza del catecismo y en la atención caritativa, terminó confesando: «Ahora es cuando he visto que el Espíritu Santo guía a la Iglesia romana, ya que se preocupa de la instrucción y la salvación de estos aldeanos». Y, añade, «Estoy dispuesto a entrar en ella, cuando quiera usted recibirme». Un ejemplo, un testimonio, sí, pero entre otros muchos que podríamos traer a colación.

Así pues, las misiones y el catecismo tuvieron como objeti­vos prioritarios evangelizar e instruir a los pobres y, a su vez, desarrollar la caridad organizada entre esos mismos pobres»’. Evangelizar e instruir a los pobres fue la gran apuesta de Vicen­te de Paúl, su proyecto prioritario. Engloba, pues, anuncio, enseñanza y atención material a los necesitados. Era, para él, la mejor manera de «hacer efectivo el evangelio». La catequesis será uno de sus métodos preferidos para instruir a las gentes, y el ejercicio de la caridad su colofón. La catequesis debería llevar a la celebración sacramental, principalmente de la confesión y de la eucaristía; las misiones, a renovar las parroquias y, la caridad, a ser expresión de un amor afectivo y efectivo tanto para con Dios como para con los hermanos. Y, gracias al «pequeño méto­do», la predicación y el catecismo ofrecieron sus mejores frutos, la conversión de las gentes, la reconciliación de los enfrentados, la atención y salvación de los enfermos, pobres y menesterosos.

CEME

Santiago Barquín

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *