Cité Soleil es como la barriada de la película ‘Ciudad de Dios’ de Fernando Meirelles, la trepidante cinta que muestra la miseria y la delincuencia de una de las favelas de Río de Janeiro. Allá donde la vida no vale ni un real y la venganza a tiros es moneda de cambio. Cité Soleil es esa favela trasladada a Puerto Príncipe. Pocos que no sean de allí osan entrar. Es terreno vedado si no quieres que te atraquen y te metan un tiro a las primeras de cambio.
Tres mil de los cerca de 320.000 habitantes de la barriada murieron en el seísmo y unos 15.000 resultaron heridos. La ayuda humanitaria, sin embargo, tardó casi dos semanas en llegar. Fue un despliegue casi de zona de guerra. Helicópteros estadounidenses sobrevolando las chabolas, soldados apostados en los tejados y en los vehículos militares. Y todo, para repartir sacos de arroz.
Tras el terremoto, cerca de 4.000 presos que vieron como los muros de la cárcel se venían abajo y lograron huir volvieron en su mayoría a Cité Soleil, uno de las barrios más pobres del mundo, donde el crimen organizado y el tráfico de drogas funciona por bandas criminales, responsables de que cada día se atiendan allí hasta tres heridos de bala.
Las únicas trabajadoras sociales que durante los últimos treinta años han vivido allí, han curado las heridas de los hijos de los pobres y delincuentes, les han dado comida y educación, han sido las Hijas de la Caridad, entre ellas una española, Sor Pilar.
Respeto reverencial
El respeto que les profesan los vecinos de los chamizos de aquel lugar infesto de basura es reverencial. «Nos avisaban cuando iba a ver problemas; nos decían: Hermanas, métanse en casa que vamos a empezar a disparar», recuerda Sor Pilar, que muchas veces ha acudido a trabajar en la legación que las hermanas tienen allí además de en Silve La Plane. Dice la hermana que incluso alguna vez han parado tiroteos para dejarlas pasar y que las propias bandas vigilaban que nadie se atreviera a desvalijar los pocos medicamentos que almacenaban en el dispensario. Su grado de ascendencia era tal que hasta se permitía darles consejos. «Recuerdo que un día le dije a uno de ellos ‘¿Pero cuándo ‘váis a dejar de dar tiros por ahí?’; él me respondió ‘Es que no tenemos nada que comer'».
Por muy míseros que sea su concepto de lo que vale la vida, los delincuentes de Cité Soleil parecen los primeros en darse cuenta de lo que hacen estas hermanas, así como muchos misioneros y voluntarios repartidos por todo el país, muchos de los cuales dan todo a cambio de nada y están orgullosos de su trabajo. Años después, no dudarían en coger el mismo camino. «Llevo ya aquí 27 años; cuando vuelvo a Pamplona mi familia me dice que me quede, que ya hecho mucho aquí; yo siempre les respondo lo mismo; aquí tenéis toda la ayuda que queráis, no os falta de nada; allí no tienen ni para comer», asevera Sor Pilar en un relato que te congela la sangre. «Y merece mucho la pena», remacha.
Años de trabajo
Tres de los miembros del grupo se quedan ahora allí para instalar otra tienda militar de campaña en Los Cayos, a seis horas en coche de Leogane. Y otros muchos cooperantes españoles permanecerán allí durante meses, como Bomberos Unidos Sin Fronteras, que da asistencia médica y potabiliza agua en varios puntos del país. A muchos se les ha quedado y se les quedará grabado a sangre y fuego los ojos de la miseria, como a Anika Coll, de los Bomberos de la Comunidad de Madrid, que cuando volvió a Madrid pidió a MRS que ayudara al padre de un niño pequeño al que consiguieron salvar de entre los escombros y que perdió a otro de sus hijos.
Quedan años de trabajo en Haití, que vuelve a partir de cero como en 1808, cuando se declaró la primera república independiente negra del mundo. El gobierno corrupto es el mayor obstáculo que tienen los cerca de nueve millones de personas uno de ellos sin hogar tras el seísmo- que viven en el país. La ayuda económica que está llegando al pueblo haitiano es mayúscula, pero deberá ser auditada por la Comunidad Internacional, que tampoco debe excederse en su paternalismo.
«Nosotros somos lo que tenemos que levantar esto», me decía orgulloso hace varios días un abogado de Puerto Príncipe. Pues eso. Enseñarles a pescar y no darles un pez como muchas veces se ha hecho hasta ahora en esta isla africana pérdida en el Cáribe donde sólo existe una verdad absoluta: la fe.