EL SUPERIOR GENERAL DE LA C.M. y DE LAS HH. DE LA C.: INTUICIÓN E INSTITUCIÓN (II)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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  1. UNA SINGULAR INSTITUCIÓN

Aun cuando pueda parecer frágil la primera forma jurídica que adoptó la Compañía de las Hijas de la Caridad, su evolución fue cristalizando en una singular pero sólida institución, que no acaba­ría de encontrar su forma definitiva hasta mediados del siglo XX, cuando fue reconocida la exención de la Compañía y cuando fue englobada entre las Sociedades de Vida Apostólica tras el nuevo Código de Derecho Canónico. A los Fundadores les llevó unos años el dar forma a su intuición. La Iglesia tardaría más de 300 años en encontrar la fórmula adecuada. Podemos ver paso a paso el recorrido de ese proceso.

1.- Los Decretos de aprobación del Arzobispo de París (1646 y 1655)

1.1. El Decreto de aprobación de 1646

Sabemos por el testimonio de san Vicente que en 1646 las pri­meras Hermanas. además de servir en distintas cofradías de las parroquias de Paris, trabajaba con los enfermos del Hôtel-Dieu con los niños expósitos  y con los presos. Y había otras hermanas en el hospital de Antiers, en Richelieu, en Saint-Germanin-en-Laye. en Sedán y en el hospital de San Dionisio. Estiman, según esto, san Vicente y santa Luisa que las Hermanas tienen ya una experiencia suficiente y que conviene dotarlas de un Estatuto que las distinga de las Damas de la ridad y les facilite su forma de vida y servicio.

Optaron entonces los Fundadores por pedir al arzobispo de París la aprobación escrita de vivir en comunidad. Conocemos las dos peti­ciones que san Vicente dirigió al arzobispo en 1645 y en 1646. Ambas son iguales salvo la omisión en la segunda de los elogios a las hermanas y sus trabajos que san Vicente había hecho en la primera.

Después de subrayar que la nueva Cofradía es una de las obras que el Arzobispo ha confiado a la Congregación de la Misión, y des­pués de dejar constancia de que la cuestión económica estaba ase­gurada, san Vicente expresa el deseo de dar mayor movilidad v efi­cacia a las hermanas en su servicio y pide al arzobispo tenga a bien erigir a este grupo de jóvenes y viudas en «Cofradía de la Caridad de siervas de los pobres enfermos de las parroquias”.

El Arzobispo coadjutor, Juan Francisco Pablo de Gondi, firmó la aprobación el 20 de noviembre de 1646, dando a la Cofradía el nombre de «Siervas de los pobres de la Caridad’. El Arzobispo deja claro que se pretende un mejor servicio a los pobres, una mejor formación de las Hermanas y una mayor movilidad de las mismas. Se apunta ya desde ahora (sobre todo en la súplica firmada por san Vicente) la relación estrecha entre la Congregación de la Misión y la nueva Cofradía. Se refrenda esta fórmula jurídica por ser la figu­ra canónica menos comprometida en la legislación vigente sobre las asociaciones femeninas y la que menos sospechas despertaba. Queda claramente determinada la dependencia perpetua de la Cofradía del Arzobispo de París y de sus sucesores. Y se confía la dirección a Vicente de Raúl mientras viva.

Con toda probabilidad, san Vicente comunicaría la aprobación episcopal a santa Luisa. A las hermanas se la presentó seis meses más tarde, en la conferencia del 30 de mayo de 1647: «Hasta ahora no habéis sido un cuerpo separado de las Cofradías de las Señoras de la Caridad y, ahora, hijas mías, Dios quiere que seáis un cuerpo especial… con sus propios ejercicios y sus funciones particula­res».

Esta aprobación del arzobispo de París aportó indiscutibles valores positivos. En lo canónico se consiguió lo que se pretendía: la fundación de una nueva Cofradía, con personalidad jurídica en el ámbito diocesano y autónoma de las Cofradías de la Caridad. Pero santa Luisa encontró algunas dificultades que le turbaron mucho. En el documentó se omitía el título de «Hijas de la Caridad», que ya se usaba en el Reglamento. Pero, sobre todo, le asustaba la dependen­cia perpetua de los Arzobispos de París: ¿no podría perjudicar en el futuro esta dependencia a la Cofradía, ya que daba la posibilidad de salir de la dirección del Superior de la Misión? Con vehemencia, le escribe a san Vicente: «¿No será necesario que nos den a su caridad como director perpetuo en esta fundación? … En nombre de Dios, padre, no permita que se cuele lo más mínimo que pueda dar pie para que se salga la Compañía de la dirección que Dios le ha dado; esté seguro de que entonces dejaría de ser lo que ahora es y que los pobres enfermos se quedarían sin socorrer: y creo que entonces ya no se cumpliría la voluntad de Dios sobre nosotros.

La propia reina Ana de Austria, tan próxima a san Vicente, debía de ser de ese mismo parecer que santa Luisa, ya que en 1647 dirige una súplica al Papa pidiéndole que «nombre como directores perpetuos de la Cofradía o sociedad de sirvientas de los pobres de la Caridad al Superior General de la Congregación de la Misión y a sus sucesores en el mismo cargo». Aparte de los problemas crí­ticos que este documento suscita en los entendidos y a los que se refiere el P. Meyer en su obra, cabe decir que la súplica no fue escuchada.

Pero sucedió entre tanto un hecho extraño. Según la legislación vigente en Francia, se requería el placet regio y la aceptación del Parlamento para la ejecución de las disposiciones eclesiales. Si las Letras reales estaban preparadas a finales de 1646, las del Parlamento no. Y ocurrió lo inexplicable: que la aprobación arzobis­pal y el reglamento del 1646 se perdieron a raíz de la muerte del procurador real, Blas Méliand, y de su secretario. La búsqueda de esa documentación no dio fruto. ¿Se traspapelaron los documentos de acuerdo con la versión oficial, o hubo interés por parte de santa Luisa en que se perdieran? Sea lo que fuere, el hecho es que se tuvo que comenzar de nuevo con el proceso de aprobación.

1.2. El decreto de aprobación de 1655

Nueve años tardó en alcanzarse el nuevo decreto de aproba­ción, que fue firmado por el cardenal de Retz y arzobispo de París el 18 de enero de 1655 en Roma, lugar donde se encontraba debido a las intrigas políticas del momento. Sin duda que en este tiempo, san Vicente aprovechó la ocasión para cambiar lo que santa Luisa deseaba que cambiara.

De hecho. en este segundo decreto se insiste en la relación entre la nueva Cfradía y la Congregación. Se explica abundante­mente la razón de esta nueva aprobación, es decir, el extravío de los documentos. Y se establece que los Superiores Generales de la Congregación, sucesores de san Vicente, sean siempre los Directores futuros de la nueva Cofradía. Se mantiene, no obstante, que «dicho cofradía o sociedad esté y siga estando perpetuamente bajo nuestra autoridad y dependencia y la de nuestros sucesores arzobispos de París».

Las reacciones a esta segunda aprobación fueron positivas por parte de los Fundadores, especialmente de santa Luisa, que había conseguido buena parte de lo que quería. El Reglamento anejo al Decreto suprime toda mención de eclesiástico alguno designado por el arzobispo para la dirección de la Cofradía. Sus atribuciones pasan a manos del superior general, consagrando así la autonomía interna de la comunidad. Las disposiciones de 1655 sobre la dirección de las Hijas de la Caridad quedan, en definitiva, resumidas en dos princi­pios: la suprema jurisdicción del obispo, que el decreto confirma: y la dirección efectiva e inmediata del superior de la misión que los reglamentos determinan. La evolución posterior de la Cofradía lleva­rá consigo la eliminación del primer principio a favor del segundo.

Algunas hermanas, sin embargo, no estaban conformes con parte del decreto. No les agradaba concretamente el nombre de cofradía, probablemente porque era muy distinta la realidad que la de quienes eran simples miembros de una cofradía. Y así se lo hace saber santa Luisa a san Vicente en carta del 7 de agos­to de 1655: «Ia mayor parte de las hermanas sentirán repugnancia par esa palabra de cofradía sin más». En otra carta ya citada, santa Luisa defendía, sin embargo, ese término y planteaba explíci­tamente el tema de la secularidad de la Compañía, usando este mismo vocablo. La sensibilidad de ambos Fundadores por defen­der la «secularidad» de la Compañía nació, pues, en los mismos orí­genes y se ha mantenido así hasta nuestros días. Y no se trata tanto, como advierte el P. Flores, de una cuestión jurídica cuanto socioló­gica, es decir, cómo las Hijas de la Caridad deben estar presentes en el mundo de hoy».

La aprobación definitiva por parte del Arzobispo se completó con la llamada «Acta de establecimiento de la Compañía”, fechada el 8 de Agosto de 1655. Las hermanas aceptaron oficial y comunitariamente la Cofradía tal como la había aprobado el Arzobispo y se lo había explicado san Vicente. Las que sabían escribir firmaron de su puño y letra: las otras trazaron unos signos junto a los cuales otra Hermana escribió sus nombres. Estaban presentes 40 Hermanas con santa Luisa al frente. Después de la firma de san Vicente, se escri­bieron los nombres de las Hermanas ausentes. En total, sumaban 90 Hermanas. Con la firma de esa Acta se puede decir que se crea entre los Fundadores y las hermanas unos vínculos jurídicos que daban firmeza a los vínculos espirituales, comunitarios y apostólicos que va tenían.

Desde el aspecto jurídico es muy interesante conocer los Estatutos aprobados también por el Arzobispo de París. Se trata del primer cuerpo normativo eclesial de la Compañía y su conteni­do va a durar sustancialmente hasta las Constituciones de 1954. En relación con la forma de gobierno, queda establecido que por mayoría de votos, cada tres años, en el día de Pentecostés, en pre­sencia del Superior General de la Congregación de la Misión o de un sacerdote de la misma al que él delega, las Hermanas elegirán a la Superiora y a tres oficiales, que constituirán su Consejo. Esa Superiora es la responsable del gobierno de la Cofradía junto con el Superior General o con el que haya sido delegado por él. Sin entrar en más detalles, sí que se puede concluir que la influencia de estos Estatutos en toda la legislación posterior de la Compañía y en la conformación de tradiciones ha sido decisiva prácticamente hasta hoy.

  1. LA APROBACIÓN PONTIFICIA DE 1668

La aprobación episcopal de Las Hijas de la Caridad no satisfa­cía a los Fundadores del todo. Sabían, por una parte, que lo que es aprobado por un obispo puede ser revisado y revocado por otro. Y estaban convencidos, por otra parte, de la vocación universal de la Compañía, por lo que necesitaban la aprobación pontificia. Es por eso por lo que en septiembre de 1659, san Vicente anuncia por carta al P. Jolly, superior de la casa de Roma, el envío de la documenta­ción necesaria para una eventual aprobación pontificia: «Le enviaré el reglamento de las Hijas de la Caridad y la aprobación que el señor Cardenal Arzobispo de Retz hizo del mismo en Roma,  una copia de las cartas patentes y de su registro por el Parlamento, a fin de ver cómo hay que disponer la aprobación”. Los Fundadores murieron al año siguiente sin haber conseguido esa aprobación.

Es en tiempo del P. Almeras como Superior General (1661-1672) y de Sor Maturina Guérin como Superiora (1667-1673) cuando se alcanza la aprobación. El cardenal Louis de Vendôme  había sido enviado a París en calidad de “legado a latere” para sostener al Delfín como padrino en nombre del Papa Clemente IX. Se le habían dado, además, amplias facultades para resolver algunas cuestiones de disciplina dentro de las Órdenes religiosas. A él se dirigen Sor Maturina y sus Consejeras para que, en nombre del Sumo Pontífice, les otorgue estas peticiones: que la Compañía sea aprobada o confirmada por su Santidad con los Estatutos y Reglamentos que actualmente tiene, poniéndola así bajo la protección de la Santa sede; que el Superior General de la Congregación de la Misión sea el Director o Superior General de la Compañía, porque el Superior General y los Sacerdotes de la Misión han infun­dido, desde los orígenes de la Compañía el espíritu de la vocación y mediante ellos se podrá progresar en él y perfeccionarlo en el futu­ro; y que el Superior General de la Congregación de la Misión pueda añadir a los Estatutos y Reglamentos las normas que conside­re convenientes para la buena marcha de la Compañía en el futuro.

El 8 de junio de 1668 firmaba el cardenal Vendóme la aproba­ción de la Compañía y sus Estatutos. En la aprobación se respon­día a las dos primeras peticiones de las Hermanas: que la Compañía fuera aprobada, y que el Superior General de la Misión fuera tam­bién Superior General de las Hijas de la Caridad. Sin embargo, no se dijo nada sobre la tercera petición: que el Superior General pudiera dar normas complementarias a las establecidas. Se guardó proba­blemente este silencio para obviar el problema siempre difícil de las relaciones entre la jurisdicción de los Superiores y la de los Obispos. De hecho, a lo largo de la historia, y hasta 1946, surgieron en ese campo frecuentes colisiones entre la autoridad del Superior General y la de los Obispos.

En cualquier caso, con esta aprobación pontificia la Compañía de las _Hijas de la Caridad logró la configuración canónica que ha conservado hasta la actualidad. Por eso, más que el decreto de 1668, son los acontecimientos posteriores los que aclaran retrospectiva­mente el alcance de lo aprobado: los Superiores Generales de la Misión dirigen a las Hijas de la Caridad en pacífica posesión de su poder; falta una reivindicación seria de su autoridad por parte de los arzobispos de Paris; y la actitud de la Santa Sede ante los conflictos con los Obispos confirma una vez tras otra la autoridad de los Superiores Generales.

El P. Meyer subraya en este contexto que, cotejando el estatuto jurídico de las Hijas de la Caridad con el derecho de las comunida­des de mujeres sin votos que fue poniendo progresivamente a punto la jurisprudencia de la Sagrada Congregación de Religiosos, saltará a la vista su originalidad y su precocidad, y proveerá un nuevo ele­mento para explicar su carácter privilegiado.

Podemos concluir diciendo que jurídicamente las Hijas de la Caridad dejaron de ser una cofradía de derecho diocesano para pasar a ser una Congregación o Compañía de derecho pontificio. Llegados a este punto, el P. Flores describe canónicamente a la Compañía corno «una Congregación de mujeres, dedicada al servicio de los pobres, secular, de derecho pontificio, de vida fraterna en común, con sus propias normas y bajo la autoridad del Superior General de la Congregación de la Misión y de la Superiora General, legítima­mente elegida por los miembros de la misma Congregación«.

 

  1. EVOLUCIÓN POSTERIOR HASTA LA CONCESION DE LA EXENCIÓN

3.1. Evolución de la jurisprudencia en relación a la vida consagrada

Aun cuando se mantenían oficialmente en la Iglesia las disposiciones de “Circa Pastoralis” de san Pío V, la forma de vida religiosa sin claustro ni votos solemnes se iba abriendo paso en la Iglesia y gozaba del favor de los fieles por sus muchos beneficios. Muy poco a poco se irá avanzando también, desde la tolerancia de esas instituciones, hacia una nueva legislación más favorable.

Corresponde al gran canonista Benedicto XIV, en su célebre constitución «Quamvis iusto” del 30 de abril de 1749, el mérito de dar comienzo a lo que será una nueva legislación. Referida la constitución a las «Damas Inglesas» de Mary Ward (l15-l645) muestra la tolerancia oficial de una congregación con un estilo de vida más amplio que el de las monjas; y establece «con autoridad pontificia» una superiora general cuya competencia se extiende a un grupo de casas por encima de las fronteras diocesanas, si bien esa superiora estará sujeta a la jurisdicción de los ordinarios respectivos.

Al mostrarse tolerante para con una congregación de hermanas sin clausura, Benedicto XIV mitiga la prohibición de «Circa Pastoralis» y abre oficialmente la vía a una floración de institutos femeninos especializados en las obras de educación y de caridad. De todos modos. mientras la «Quamvis iusto» trazaba para el Instituto de Mary Ward un cuadro jurídico más positivo pero aún muy imperfecto. las Hijas de la Caridad seguían gozando de la uni­dad de gobierno en la figura del Superior y la Superiora General, que ejercían ese gobierno efectivo de la Compañía sin intervención de los obispos. La discreción con que atravesaron este momento favoreció el mantenimiento de su «status» privilegiado.

La multiplicación de Institutos de votos simples y su difusión por numerosas diócesis a lo largo del siglo XIX provocó un delicado problema canónico: ¿cómo armonizar el gobierno general del instituto con la jurisdicción de los distintos obispos donde se iba instalando? Después de muchas experiencias y disposiciones canó­nicas, la constitución «Conditae a Christo» de León XIII, del 8 de diciembre de 1900, sintetizará todo ese largo recorrido y jurispru­dencia y determinará las relaciones de los ordinarios con las Congregaciones de votos simples.

Interesa destacar que se reconoce la autoridad del superior general sobre todas las casas del Instituto por encima de las fronte­ras diocesanas. El régimen interno del Instituto corresponde al Superior General con su Consejo, de manera que los obispos no pueden entrar en lo sucesivo en ese campo. Pero se dejan todavía bajo la jurisdicción de los ordinarios algunos puntos corno el exa­men de los novicios, la presidencia de los capítulos generales, la autorización para fundar en su diócesis, la jurisdicción en materia litúrgica, etc.

Vista esta lenta evolución del tipo canónico de congregación moderna, hay que destacar cómo la Compañía de las Hijas de la Caridad siguió su curso al margen del derecho basándose en sus propios estatutos. En una época en que la Santa Sede está buscando el derecho de las congregaciones y apuntando su estructura canóni­ca para salvaguardar su unidad pese a estar difundidas por diversas diócesis, las Hijas de la Caridad disponen ya de una sólida organi­zación con ese esquema, lo cual destaca aún más la intuición de los Fundadores.

3.2. Controversias sobre la autoridad del Superior General

Pese a la discreción con que la Compañía sorteó las circunstan­cias históricas y canónicas que afectaron a las Congregaciones. La cuestión de la jurisdicción de los ordinarios sobre las Hijas de la Caridad se suscitó en varias ocasiones.

El asunto se planteó en Francia a raíz de la Revolución y los acontecimientos posteriores. En 1792 era suprimida la Compañía, que se vuelve a restablecer en 1800 bajo la dirección de la

cuestión de la jurisdicción de los ordinarios sobre las Hijas de la Caridad se suscitó en varias ocasiones.

El asunto se planteó en Francia a raíz de la Revolución y los acontecimientos posteriores. En 1792 era suprimida la Compañía, que se vuelve a restablecer en 1800 bajo la dirección de la Madre Deleau por su considerable utilidad social. Cuando en 1804, restau­rada la Congregación de la Misión en Francia’, el Vicario General, P. Brunet, regresa a París, recibe del Papa la entera dirección de las Hijas de la Caridad, «pues al cargo de Superior General, dice el Breve pontificio, va adjunto el cuidado y gobierno de las Hijas de la Caridad donde quiera se erijan o estén erigidas’. Pero en 1809 pretende Napoleón y algunos de los «vicarios mayores» de París que las Hijas de la Caridad queden bajo la jurisdicción del arzobispo. Se opone la gran mayoría de las Hermanas con la Madre Beaudouin y el nuevo Vicario General de la Congregación, P. Hanon, que será encarcelado. A la caída del Emperador, el P. Hanon es liberado (13 de abril de 1814) y trabaja por la unidad. Mientras, la Santa Sede nombra Visitador Apostólico de las Hijas de la Caridad al P. D’Astros, vicario general de París, con la misión de devolver la Compañía a su estado anterior de orden y unidad y confirmando los derechos del P. Hanon. Al final, la autoridad del Superior General de la Misión sobre la Compañía de las Hijas de la Caridad salió robustecida gracias a la intervención de la Santa Sede.

El problema se plantea a continuación en España. Influido por distintas personalidades de su Corte, y especialmente por el Arzobispo de Toledo y el Patriarca de las Indias, Fernando VII consigue del Papa Pío VII la Bula «Misericordiae Studium» el 26 de marzo de 1816. En ella se establece que el Noviciado de las Hijas de la Caridad y las hermanas que salgan de él, así como las casas que fundaren, estarán bajo la jurisdicción del arzobispo de Toledo, de manera que ya no se dará más dependencia ni en lo espiritual ni en lo temporal de los clérigos de la Congregación. Unas nuevas Constituciones regirán a las Hermanas. El cisma estaba planteado, pero lo cierto es que afectará por muy poco tiempo al Real Noviciado, a Reus y al Hospital de Incurables. El resto de las casas españolas permanecerán fieles al superior de la Misión.

Ante tan escasos resultados, Fernando VII pide al Papa que devuelva a las Hijas de la Caridad al régimen primitivo. Y Pío VII accede a esta nueva súplica del rey publicando la Bula «Postquam superiori» el 22 de abril de 1818: «Nos… ponemos íntegra y perpe­tuamente a todas y cada una de las hijas de la caridad, su compa­ñía y casas en el Reino de España, bajo la total superioridad, juris­dicción, obediencia y dependencia de la llamada congregación de sacerdotes seculares de la misión de San Vicente de Paúl …» Cinco meses más tarde, la Bula «Quae nobis» mandaba que las Hermanas se rigieran por las antiguas Reglas del Fundador. La lectura posi­tiva de toda esta lamentable situación es que la Santa Sede viene a reconocer la exención de las Hijas de la Caridad de España con res­pecto a los Obispos, aun cuando no se utilice ese término. Una exen­ción, por otra parte, que puede deducirse para el resto de la Compañía.

Además de las dos situaciones referidas, a lo largo del siglo XIX fueron varios los obispos deseosos de intervenir en la cuestión de la jurisdicción sobre las Hijas de la Caridad: el de Agen, Santiago de Chile, San Francisco, etc. Se llega incluso a presentar el asunto al Vaticano I, de manera que el futuro cardenal Manning pidió al Papa que las Hijas de la Caridad fueran consideradas como religio­sas, mientras que algunos obispos proponían que fueran sustraídas a la autoridad del Superior General para someterlas a la de ellos. La proposición no fue estudiada, aunque ello dio lugar a que el P. Etienne enviara un «Memorial relativo a las Hijas de la Caridad» con toda la argumentación requerida. La respuesta de la Santa Sede fue siempre la de mantener el «statu quo» y confirmar la jurisdicción del Superior General de la Congregación sobre las Hijas de la Caridad.

Lo llamativo de todo este proceso es que durante siglo y medio (1668-1816), la Compañía se desarrolló sobre la base de sus primi­tivos estatutos. Y cuando aparecen los conflictos o empieza a des­arrollarse el derecho de las Congregaciones, la Santa Sede adopta una clara postura de preocupación por salvaguardar la peculiar natu­raleza de la Compañía y de prudente espera de una clarificación general. Ello permitía prever que futuras decisiones de la Sagrada Congregación de Religiosos habrían de ser favorables a la adapta­ción jurídica de la Compañía a las nuevas categorías del Derecho Canónico.

3.3. El reconocimiento pontificio de la exención

Es en el siglo XX cuando se llega por fin a delimitar canónica­mente la situación de las Hijas de la Caridad en la Iglesia, aunque no sin diversas dificultades. El Código de Derecho de 1917 no resolvió el problema. Algunos Obispos, creyeron tener derecho a visitar canónicamente a las comunidades de Hijas de la Caridad. Pero éstas se opusieron alegando estar exentas de tales visitas. Ante la consulta hecha a Roma por el arzobispo de Colonia, la Congregación de Religiosos entendió que había llegado el momento de resolver esta cuestión de una vez para siempre y mandó hacer un estudio a un grupo de peritos. Se le invita también a dar su opi­nión al P. Edouard Robert, entonces vicario general al frente de la Congregación de la Misión y de la Compañía (1939-1947), que envía a Roma una memoria con los puntos esenciales contenidos en memorias anteriores.

La respuesta de la Sagrada Congregación se produce en la sesión del 15 de junio de 1946 y dice que, si bien consta que el Superior General de las Hijas de la Caridad tiene jurisdicción sobre ellas, no consta que los Obispos no la tengan. Afirma a la vez que se ha de pedir al Papa que conceda la exención. En audiencia al Cardenal Prefecto de la Congregación el 12 de agosto de 1946, Pío XII accede al favor de la exención en el grado más amplio posible dentro del Código de 1917. El Cardenal Lavitrano firma el decreto de exención el 17 de octubre de 194646, exactamente trescientos años después del primer decreto de aprobación de la Compañía por parte del arzobispo de Paris.

Precisamente, en la respuesta cuarta del propio Decreto se esta­blecía que «conviene que cuanto antes las Constituciones de las Hijas de la Caridad se sometan a la Sagrada Congregación». Ya la promulgación del Código de Derecho de 1917 llevaba consigo la obligación de acomodar todos los derechos propios a los nuevos cánones. La Compañía entraba en el título XVII del Libro II del Código, que se refiere a las Sociedades de Vida común sin votos, por lo que le era necesaria la acomodación. Pero los Superiores no parecían tener prisa en hacer ese trabajo y quizá por eso aprovecha la ocasión ahora el Decreto para urgirlo.

El Vicario General, P. Robert, comienza la tarea a principios de 1947. El trabajo es lento porque los Superiores tienen miedo a perder aspectos de la secularidad y parte del poder central mantenido hasta el momento. Con todo, se culmina el trabajo y las Constituciones son aprobadas por el Cardenal Valeri, Prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, el 1 de junio de 1954. Al pro­mulgarlas el 27 de septiembre de ese mismo año, el P Slattery, Superior General entonces, reconocía que se habían introducido en ellas algunas adiciones y cambios, pero que no alteraban la estruc­tura esencial de la Compañía. Estas primeras Constituciones reco­gen en el número 1 del capítulo primero la exención como elemen­to propio de la Compañía. Aparecerá en adelante subrayada en las otras Constituciones aprobadas (1983 y 2004).

Santiago Azcárate Gorri, cm

CEME, 2015

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