El signo de estos tiempos (XI)

Mitxel OlabuénagaFormación Cristiana, Formación VicencianaLeave a Comment

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Liberación de los pobres y «arquitectura» de la Iglesia

La verdadera opción por los pobres como manifestación preferencial de la misión universal de la Iglesia afectará profundamente a la visión tradicional de sus estructuras y de sus instituciones fundamentales: teología, ministerio, vida religiosa, vida laical.

La expresión «arquitectura de la Iglesia» es del teólogo domini­co padre Chenu:

«Verdaderamente es un signo de los tiempos mesiánicos el que dos tercios de la humanidad pasen del estado de de­pendencia y deshumanización a la libertad del alma y del cuer­po. ¿Cómo tamaño acontecimiento no pondría en cuestión cierta arquitectura de la Iglesia y, con ella, la teología, con­ciencia refleja y crítica de su compromiso?

El padre Chenu, anciano ya al escribir estas líneas, tenía detrás de sí una larga y brillante carrera de teólogo escritor y profesor, formador de teólogos. Confiesa que sigue manteniendo la idea de su juventud de la teología como ciencia, aprendida de santo Tomás de Aquino. Pero en edad ya avanzada ha aprendido a colocar

«en posición primera y previa una teología que emana, antes que de cualquier conceptualización científica, de la fe vívida del pueblo de Dios, cuya praxis histórica forma parte de la inteligencia de la fe».

Su larga y sólida trayectoria anterior de teólogo científico a Ia manera clásica no le ha impedido, todo lo contrario, abrir su inteligencia a la novedad de perspectiva que ofrecen los planteamientos de la teología de la liberación:

«Entre los teólogos que me acompañaron y me iluminaron en este itinerario, coloco en un importante lugar al padre (Gustavo) Gutiérrez, cuya teología de la liberación es un ejemplo eminente de esta teología nueva».

En la misma obra, Gonzalo Faus, otro teólogo «convertido» a la nueva perspectiva teológica, señala agudamente que mientras en Europa el Jesús histórico, problema crucial de la teología actual, es objeto de investigación científica, para la teología de la liberación es criterio de seguimiento, y plantea por tanto la necesidad de conversión. La primera postura afecta sólo a la inteligibilidad racional de la fe; la segunda, cambia la vida misma del teólogo.

La «arquitectura» de la Iglesia incluye otros elementos básicos en su estructura que también quedarán afectados profundamente por la nueva perspectiva. Por ejemplo, el sacerdocio.

Aunque se admita sin reserva el carácter eterno (Hb 6,20; 7,28 del sacerdocio cristiano, no se pueden cerrar los ojos ante el hecho de que la figura del sacerdote, la visión social que se tiene del sacerdocio, y la que puede tener el sacerdote de sí mismo, ha sufrido modificaciones muy profundas en las diversas épocas de la historia. El «modelo ideal» (en el sentido de Max Weber) del sacerdote católico se ha mantenido sin variaciones mayores desde Trento hasta el concilio Vaticano II. Pero ya a los cien años de Trento, un hombre como Vicente de Paúl, formador de sacerdotes sobre ese modelo intentó introducir en él variaciones importantes que sólo hoy, y no sin resistencias, empiezan a aparecer como legítimas en la conciencia común de la Iglesia. La «novedad» de su visión aparece con toda claridad en este texto impresionante, totalmente sorprendente pan su tiempo, e incluso —en la visión que sigue teniendo mucha gente de la Iglesia y de fuera de ella— para el nuestro:

«Los sacerdotes de este tiempo tienen un gran motivo para temer los juicios de Dios… y El les imputará la causa de los castigos que envía, porque no se oponen como deben a las plagas como… la guerra, el hambre y las herejías».

Ni siquiera el documento del Vaticano II sobre los presbíteros, Presbyterorum ordinis, va tan lejos.

No había sido previsto en absoluto por Trento el que el sacerdo­te debiera dedicarse, como aspecto importante de su sacerdocio, a oponerse a la guerra; ni se había previsto que, aunque debía ser caritativo con los pobres 6, se dedicara sistemáticamente, como san Vicente mismo lo hizo y lo esperaba de sus sacerdotes, a luchar contra el hambre. Sólo en el terreno de las «herejías», en la defensa de la ortodoxia, se le reconocía el deber de una dedicación como propia de su profesión, aunque incluso esta función se reservaba como competencia propia a los obispos.

De los decretos de Trento se desprende una figura del sacerdote altamente clerical y cultual, que san Vicente aceptó sin reservas; pero añadió a ella aspectos que no tienen nada de clericales ni de cultuales. El mismo fue un caso de clérigo convertido a misionero (dimensión que tampoco aparece en Trento), y misionero además dedicado exclusivamente a la liberación espiritual y material de los pobres. No parecería exagerado añadir que su imagen del sacer­docio está aún pendiente de asimilación por buena parte de la Igle­sia misma, incluyendo buena parte del sacerdocio católico, y por buena parte también de los miembros de las instituciones funda­das por él, sin excluir su propia Congregación de la Misión.

Tal vez haya sido en el mundo de la vida religiosa profesa donde el impacto de la opción por los pobres ha tenido repercusiones más hondas en estos últimos años. Los cambios han sido evidentes no sólo en los modos tradicionales de vida sino en multitud de actitu­des mentales que parecían consustanciales a la forma religiosa de vivir la fe cristiana. Pero ha afectado también al concepto central de la vida religiosa vista como estado de perfección dentro de la Iglesia, concepto que no incluía referencia alguna, ni explícita ni implícita (como no fuera en el sentido muy general de que el religioso, por ser cristiano, tiene también, por supuesto, que amar a prójimo y compadecerse del pobre), a la dedicación, preferencia o no, de la propia vida a la redención de los pobres.

Esto último no estaba presente como elemento esencial de si espiritualidad en ninguno de los fundadores de las grandes órdenes religiosas, ni tampoco de los muy recientes institutos seculares desde san Benito a Escrivá de Balaguer. Muchas de ellas fueron ciertamente fundadas con vistas a una dedicación al trabajo evangelizador (evangelizador, sobre todo en el terreno de la enseñanza de la sanidad; en casos, de los pobres: san Juan de Dios, san Juan Bautista de la Salle, Dom Bosco…), trabajo al que también contribuían de una manera indirecta, y en ocasiones muy directa, incluso las más estrictas órdenes contemplativas. Pero todas ellas se han tenido que plantear hoy la gran pregunta: ¿cómo afecta al concepto central de la vida religiosa la idea, que pertenece ahora a la enseñanza oficial de la Iglesia, de que «no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres?»

Aunque la vida religiosa siga siendo, según definición canónica actual (C.I.C. 607,1), «signo de la vida futura» (futuri saeculi signum, «sacrificio ofrecido a Dios» (sacrificium Deo oblatum), «culto a Dios en la caridad» (Dei cultus in caritate), no puede, ni quiere, deje en segundo plano el hecho, que para el mismo Dios es fundamental, de que debe dar culto a un Dios que ama con preferencia los pobres.

Todo esto ha producido un impacto profundo en la vida religiosa actual y ha orientado a muchos de sus miembros a una relectura de su espíritu primitivo.

«Todo el mundo espiritual religioso, a menudo enclaustrado en pequeños problemas, se rompe ante los graves problemas del pueblo y la naturalidad con que éste soporta hambre, frío, estrechez, incomodidades, y la inseguridad de toda su vida. Los religiosos insertos, lejos de sentirse satisfechos de sí mismos o salvadores de los pobres… se sienten interrogados por la sabiduría popular… Es un hecho que la vida religiosa que se va adentrando en este mundo (el de los pobres) poco a poco se va transformando y se va dejando evangelizar… y empieza a redescubrir los orígenes carismáticos de su congregación… La vida religiosa ha descubierto vivencialmente que el pobre constituye una mediación privilegiada para el encuentro con Dios».

Pero este es un hecho rigurosamente nuevo en la historia de las órdenes religiosas. No se podía haber previsto un tal cambio de pers­pectiva hace tan sólo cuarenta años, mucho menos en el siglo XVII. San Vicente se encontró con que su propia opción por los pobres no se podía haber vivido dentro de las estructuras y esquemas men­tales que definían la vida religiosa de aquel tiempo. Para vivir su propia vocación no sólo no necesitaba tales estructuras y esquemas sino que hubiera encontrado en ellos dificultades imposibles de su­perar. No es que fuera éste el motivo único que le llevó a evitar cuidadosamente el carácter religioso para sus misioneros y para sus hijas de la caridad. Su trabajo con los laicos, hombres y mujeres, le hizo ver con evidencia que para decidirse a dedicar la propia vida y la propia fe a la salvación de los pobres, no hacía falta, aunque tal vez ayudara, ningún tipo de consagración especial. Bastaba con la consagración bautismal.

Aparte del caso del conde de Rougemont, del que se habló en otro capítulo, y del de santa Luisa de Marillac, que nunca tuvo en la Iglesia otro status que el de laicidad, decenas de hijas de la cari­dad mostraron a san Vicente cómo era posible dedicar enteramen­te la vida y la fe al fatigoso trabajo de liberación corporal y espiri­tual de los pobres sin otra base que la del bautismo. La misma santa Luisa, formadora de todas ellas, describe escuetamente el status eclesial-teológico de la vida de las hijas de la caridad de esta manera:

«¿No conoce usted jóvenes que tengan el deseo de entre­garse en la Compañía (de las hijas de la caridad) al servicio de Nuestro Señor en la persona de los pobres? Hacen falta espíritus bien hechos que deseen la perfección de los verda­deros cristianos, que quieran morir a ellas mismas por la mor­tificación y por la renuncia que hicieron en el bautismo, para que reine en ellas el espíritu de Jesucristo y les dé la perseve­rancia en esta forma de vida que es totalmente espiritual».

Pero hubo otros muchos casos además del de las hijas de la ca­ridad. El hecho de que algunas de éstas tuvieran votos (aunque fueran éstos, y lo sigan siendo hoy, de estricto carácter personal y privado) y la evolución posterior de su Compañía haya podido oscurecer la naturaleza netamente secular y laica de su vocación. En otros muchos laicos, hombres y mujeres, casados o no, inspirados por san Vicente, esa naturaleza aparece con toda nitidez. Las obligaciones propias de su estado (matrimonio, trabajo) podían poner trabas prácticas a una dedicación a los pobres a tiempo completo. Pero no había nada en su propia visión que pusiera trabas o límites teóricos de ninguna clase. El bautizado, que es por ello discípulo de Jesucristo, debe dedicarse en imitación de Cristo a la redención los pobres. No hace falta para ello añadir nada a lo que ya está pidiendo la fe recibida en el bautismo.

Tampoco debería poner trabas o límites la posición social. San Vicente intentó aplicar, con grados variados de éxito, el mismo principio a gentes de todos los estamentos, desde la reina a la más humilde mujer campesina. Las beneficiarias privilegiadas de su inspiración fueron de hecho en su mayor parte señoras de alta y media burguesía, las damas de la caridad del Hotel-Dieu.

Es evidente en su enseñanza que Vicente de Paúl no espera de ellas que fueran simplemente unas caritativas «damas de beneficencia» que ayudan a sus pobres favoritos con ayudas ocasionales. Aunque no lo consiguiera de todas ellas, él aspiraba, y las anima a ello, a dedicar la vida propia, y no ya sólo una pequeña parte de su fortuna, a trabajar por los pobres. En un momento crítico en las pérdidas sufridas por causa de la guerra civil habían afectado fuertemente incluso a las fortunas de los más poderosos, la asociación de damas estuvo a punto de abandonar la asistencia a los niños sin padres que ellas mismas habían mantenido con mucha dedicación de tiempo y de dinero. San Vicente les habló con una gran vehemencia. Les admitió expresamente que las pérdidas sufridas parecerían justificar el abandono de la empresa. Para que no lo hicieran apeló a las mismas palabras que la carta a los Hebreos (12,4) usa para animar a los cristianos perseguidos a no abandonar su fe en Jesucristo: «¿Habéis resistido hasta la sangre?»

Pero hay un aspecto en su enseñanza a las damas aún más importante, que se refiere a la «arquitectura» de la Iglesia de su tiempo: el papel que corresponde por derecho a las mujeres en la Iglesia. Por derecho y por tradición desde los mismos orígenes, tradición interrumpida en la historia posterior de la Iglesia misma:

«Desde hace alrededor de ochocientos años las mujeres no han tenido una función pública en la Iglesia. Había en tiem­pos antiguos las llamadas diaconisas. Pero hacia el tiempo de Carlomagno, por alguna decisión secreta de la Providencia, eso dejó de existir, y se privó a las mujeres de toda función. Pero he aquí que la misma Providencia se dirige ahora a al­gunas de vosotras para suplir lo que faltaba a los enfermos pobres».

Ni san Francisco de Sales, en cuya Introducción a la vida devota había aprendido san Vicente que la llamada a la santidad es univer­sal y no está limitada a sacerdotes y religiosos, va tan lejos como san Vicente en la visión del lugar que compete al laico (a la mujer laica, en este caso) en la Iglesia. Después de la profunda revisión del papel de los seglares en la misión de la Iglesia llevada a cabo por el concilio Vaticano II, las ideas de san Vicente no llamarían hoy excesivamente la atención. Pero de haber sido conocidas, la hubieran llamado poderosamente en su tiempo.

Añadamos el aspecto que se desprende de las ideas de san Vi­cente y que interesa expresamente al contenido de esta tesis: la de­dicación a la liberación de los pobres por parte de los laicos no puede dejar de afectar a la «arquitectura» excesivamente clerical de una Iglesia que ahora se define a sí misma como Iglesia de los po­bres. Lo sustancial de la misión de la Iglesia, que parecía en el pa­sado algo reservado a los miembros de la Iglesia dotados de carác­ter clerical, es ahora visto (y así lo veía san Vicente) como algo que puede, y debe, hacer cualquier cristiano bautizado.

Jaime Corera CM

La Milagrosa 1994

 

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