El signo de estos tiempos (VII)

Mitxel OlabuénagaFormación Cristiana, Formación VicencianaLeave a Comment

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La base teológica: la necesidad de la acción reflexiva

La indeterminación de contenidos concretos

históricos propia de la revelación obliga

a los creyentes a animar su acción liberadora

con el pensar reflexivo-teológico. Sin éste la acción

liberadora correría el riesgo de transcurrir fuera

de los límites señalados por la revelación,

y aun de proceder en contra de su espíritu.

Si la revelación proveyera por sí misma al creyente de conteni­dos históricos específicos, éste se creería con razón dispensado de pensar. Le bastaría con aceptar, tal como hace la actitud de fe con los contenidos propios de la revelación. Abraham, padre de todos los creyentes, acepta la orden de Yahvé y se pone en marcha «sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). Pero el acomodarse a las condiciones cambiantes de la marcha hacia la tierra prometida y el tomar las decisiones pertinentes en cada momento lo dejó Yahvé a la indus­tria de Abraham.

La fe por sí misma no incluye una teología, ni la necesita. Pero el creyente, ser reflexivo, sí la necesita, hecho reconocido por los estudiosos como presente ya en la redacción de los más antiguos documentos cristianos, algunas epístolas de san Pablo y los cuatro evangelios. Las diferencias de perspectivas teológicas entre éstos bro­taron, como señalan los expertos, del intento de dar, desde la unici­dad del mensaje de Jesús, respuestas reflexivas variadas a las situa­ciones históricamente diversas de diferentes comunidades cristianas.

La aceptación de la fe supone, por supuesto, alguna reflexión pues el creyente es un ser racional y no renuncia a su racionalidad reflexiva cuando acepta la fe. La teología es una reflexión de segur do grado, por así decirlo. Recae sobre y elabora noéticamente un práctica previa, práctica que brota de la fe que quiere expresarse en la acción. A la reflexión sobre esta acción se le llama teología.

Ya se notó arriba que la teología de la liberación nació por Ia necesidad de proveer de un marco teológico sólido a la práctica liberadora «espontánea» de numerosas comunidades cristianas. No era la de éstas, por supuesto, una práctica «ciega» e irreflexiva. La mayor parte de ellas alimentaban su acción con la lectura comunitaria de la Biblia en la que esperaban encontrar no respuestas a los problemas concretos, pero sí una inspiración orientadora para los problemas concretos. Se trataba de una exégesis y de una teología aunque auténticas, elementales, suficientes tal vez para legitimar acciones concretas, pero cortas para dar a esas acciones perspectiva de grandes alcances y para integrarlas con plena ortodoxia en Ia secular tradición teológica.

Estas dos funciones cayeron, como no podían menos, en mano de teólogos profesionales, que desde el comienzo mismo vieron con claridad la labor que se podía esperar de ellos: respetando lo que de «nuevo» parecían ofrecer esas prácticas, tratar de integrarlas, para probar su legitimidad y darles hondura, en la tradición histórica del pensar teológico y del actuar de la Iglesia.

No se puede descubrir nada propiamente nuevo en el contenido de la revelación. Lo que tal vez parezca nuevo (por ej.: los dos últimos dogmas marianos) se explica suficientemente, y legítimamente, con los principios proporcionados siglos ha por Vicente de Lerins y desarrollados con detalle por la posterior teoría teológica de la evolución homogénea del dogma. Pero sí pueden encontrarse, y se encuentran, fe y teología con realidades históricas nuevas a las que deben encontrar una respuesta, pues toda la historia encierra en sí misma un potencial de salvación (o de condenación) que fe y teología deben desvelar. Cuando el hecho histórico es suficientemente novedoso (la historia no tiene ningún respeto por el nihil novum sub sole, por eso precisamente es historia), las respuesta de fe y teología, aunque se ciñan fielmente a los postulados de revelación y tradición, presentarán también un carácter novedoso que a algunos les parecerá no ya una evolución homogénea de la tradición, sino una traición a ella. Esto le ha sucedido a la teología de la liberación, aunque ésta no intenta más que buscar fórmula reflexivas basadas en la fe tradicional para responder a un hecho histórico nuevo y masivo: la protesta de las muchedumbres pobres ante la injusticia, y el clamor universal por un mundo más justo que el actual.

¿Responde este clamor a los planes de Dios? ¿Puede Dios mirar con indiferencia el hecho brutal de que el bienestar de una mino­ría de la humanidad coexista con, y casi siempre se sustente sobre, la pobreza de la mayoría y sobre la pobreza extrema de tantos mi­llones de seres humanos?

No es nuevo, ni de lejos, el hecho de la pobreza masiva, y a él ha intentado dar la fe una respuesta desde los tiempos mismos del evangelio, y, basándose en el evangelio, un hombre como Vi­cente de Paúl. Lo nuevo en la historia es lo que se ha dado en califi­car muy adecuadamente como «el clamor de los pobres»: la con­ciencia refleja que tienen las muchedumbres de su situación de po­breza y la protesta contra ella, y en muchos casos la rebelión social y aun la rebelión armada. ¿Cómo reaccionan ante este hecho los creyentes en el Dios de Jesucristo? A esta pregunta pretende dar una respuesta la teología de la liberación.

Hay dos hechos característicos de la Edad Moderna nacidos en los tiempos de la Ilustración que, desde su origen en la cultura oc­cidental, han ido infiltrándose en otras culturas hasta venir a ser hoy patrimonio universal de la humanidad: la voluntad (de indudables raíces cristianas) de dominar la naturaleza y la historia mediante el saber y la técnica; la rebelión, primero personal y luego social, contra toda opresión del hombre por el hombre o por las estructuras so­ciales creadas por él. Ambos hechos vinieron a confluir y tomaron la forma de una crisis política violenta en la Revolución Francesa. A partir de ella la clase burguesa se consideró portadora histórica de ambas tendencias, hasta hoy mismo.

Pronto surgió un rival competidor que, aceptando los dos he­chos como incuestionables, pretendía encarnarlos en la historia re­chazando explícitamente la forma burguesa de hacerlo: el pensa­miento y la acción socialistas, en particular en la forma de socialis­mo marxista. Agotada hoy, por lo que parece, la validez de este último en los trágicos experimentos basados en él, y puesta en cues­tión en todas partes, por otro lado, la solución burguesa-capitalista aparentemente vencedora, el pensamiento occidental con raíces en la Ilustración se encuentra hoy literalmente sin norte y desconcer­tado. ¿Qué es lo que ha fallado, cómo pudo fallar un proyecto que parecía tan sólido y tan hermoso?

La burguesía hablaba, o eso al menos pretendía, en nombre de la humanidad; pero hizo la revolución en beneficio propio. El marxismo hablaba en nombre del proletariado industrial; de su acción esperaba que viniera la salvación universal. Pero el proletariado industrial era (y sigue siéndolo) una fracción relativamente pequen, en el conjunto de la humanidad. Conseguida su «salvación» histórica (alto nivel de vida de los trabajadores cualificados en los países desarrollados), él mismo, en connivencia con la burguesía capitalista, cierra el paso a la liberación de las muchedumbres pobres campesinado y subproletariado urbano. Ni uno ni otro entraban en los cálculos de Marx y, ni que decir tiene, en los de la burguesía Pero la humanidad no se salva mientras viva en condiciones de inhumanidad buena parte de la misma.

Pero aún hay algo más grave. Su agnosticismo personal no impidió a Durkheim descubrir y proclamar que la religión está siempre en la raíz del hecho social, de la existencia de toda sociedad. Pensadores ilustrados, desde Comte, han estado siempre persuadidos y aún lo están, de que eso era verdad para sociedades pre-ilustradas pero que la religión es un dato superado e innecesario para las cultas sociedades modernas. No sólo innecesario, sino molesto. La religión no haría más que difuminar con ideas místicas irracionales la sobria calidad de la mente racional ilustrada.

Pero si Durkheim tenía razón resultaría que sin religión no puede funcionar la sociedad hotentote, pero tampoco la sueca. Es más ninguna de las dos será, sin religión, una verdadera sociedad, sino a lo más un conglomerado heterogéneo de intereses encontrados malamente mantenidos bajo control por la fuerza del Estado, de su burocracia, de su aparato jurídico y de su policía, por no decir de su ejército.

El teólogo de la liberación no cae en el error ilustrado de descartar la religión en el análisis y en la acción social. Todo está visto en su pensar teórico-práctico en el horizonte no ya simplemente de la religión sino específicamente de la fe cristiana. La aplicación del pensar teológico a las acciones liberadoras impide que éstas se queden en acciones esporádicas, espontáneas y, en casos, violentas, sin continuidad y nacidas más del resentimiento que de la verdadera sed de justicia para todos. Al confrontar las experiencias con los grupos liberadores con las reservas de la experiencia histórica de la Iglesia, y al integrarla en ella a la luz del proyecto evangélico del reino de Dios, la teología impide que el grupo liberador se convierta en secta.

La teología, reflexión crítica a la luz de la revelación, ayuda a establecer las conexiones entre la lucha histórica por una sociedad justa y el horizonte del reino, y a no confundir las conquistas histó­ricas de una, por importantes que sean, con el carácter definitivo y absoluto del otro. ¿Cuál es el papel de la fe en una vida com­prometida en la lucha contra la injusticia y en cualquier pro­yecto histórico liberador? La reflexión teológica se impone co­mo necesaria para intentar dar una respuesta a esa pregunta fundamental.

Para responder adecuadamente, el pensar teológico debe cono­cer y tener en cuenta lo que algún teólogo ha denominado «el hoy kairológico»: los resultados de los estudios hermenéuticos y exegéticos que intentan desentrañar el contenido invariable de la revela­ción desde el punto de vista del hombre de hoy. También «el hoy cronológico», la realidad social de hoy tal como intentan describir­la las ciencias sociales. Ni exégesis moderna ni ciencia social pro­porcionan, por supuesto, conclusiones y resultados totalmente se­guros, obligatorios e irreformables. Pero menos segura, obligatoria e irreformable es aún una lectura fundamentalista, literal y arcai­zante de la Biblia, y un creerse en conocimiento seguro de la compleja realidad social sin tomarse la molestia de estudiarla con esfuerzo y con detalle, tal como intentan hacerlo las ciencias sociales.

A todo esto hay que añadir la opción previa de toda auténtica acción o teología de talante liberador: su locus theologicus propio e irrenunciable, ya se dijo, es el lugar social del pobre, como lo fue en la acción histórica redentora de Cristo mismo. La perspectiva teo­lógica evitará que la acción liberadora desemboque en una ideolo­gía social más; la insistencia en su proyección social evitará que la fe se limite a funcionar, como lo ha hecho tantas veces en la histo­ria, como opio religioso del pueblo.

La teología tradicional ha planteado siempre —cómo no iba a hacerlo si quería ser teología cristiana— el problema de la libera­ción. Lo ha hecho además en un nivel más radical y profundo: la liberación del pecado personal. Pero incluso teólogos con sensibi­lidad histórica, tal en particular un san Agustín, no han tenido en cuenta el contexto histórico del pecado personal, sus raíces y sus condicionantes históricos. Aún menos han tenido en cuenta la exis­tencia del pecado estructural (excepto en el concepto poco defini­do en sus perfiles de «pecado del mundo»; ver 1 Jn 2,16). Sólo en documentos recientes del papa Juan Pablo II se ha dado al pecado estructural carta pública de reconocimiento en el lenguaje católico.

Pero que hacía falta un tal concepto teológico para conocer así poder atacar un condicionante muy importante de múltiples pecados personales, incluso para hacer posible la liberación de ello lo ha probado hasta la saciedad la historia de la humanidad pecadora hasta el día de hoy.

El condicionamiento del comportamiento personal por parte de los mecanismos sociales es un tema que ciertamente nunca ha estado ausente del todo de la conciencia común (por ej. la influencia del ambiente familiar en la formación del carácter moral; entre los moralistas, la influencia de las «ocasiones» en la decisión moral personal, las circunstancias que disminuyen o aumentan la responsabilidad, etc.). Pero el que se pueda tener hoy una conciencia refleja y sistemática de ello se debe a la moderna ciencia social; por ejemplo, a Marx desde una perspectiva histórico-social en el tema no de los comportamientos colectivos, a Freud desde una perspectiva sicológica en el terreno del comportamiento individual. A falta de tales teorizaciones modernas, la predicación moral en su conjunto no podía menos que apelar a un voluntarismo desencarnado, desconexionado de condicionamientos históricos y sociales.

Hacía muy bien dadas las limitaciones de su saber, pues el ser humano, por condicionado que esté en su obrar de cada día, tiene siempre a su disposición, excepto en casos patológicos extremos el último recurso de su voluntad para intentar salir de los atolladeros en que le han metido la sociedad y la historia. La fe cristiana aunque da la primacía al obrar de Dios (como causa prima), siempre ha mantenido contra una larga serie de herejes y heresiarcas la realidad y la relativa autonomía, ante Dios y ante el mundo, de la voluntad individual humana.

Autonomía, sí; pero relativa. El campo de acción de la voluntad individual es siempre un campo fuertemente relacionado y «orientado» por la historia anterior, social y personal, por la historia y sociedad presente y aun por las previsiones probables o posibles (utopía) de futuro. Pero el conocimiento sistemático de este campo es fruto de la ciencia social moderna.

No se le puede reprochar a san Vicente, como a veces se hace el que careciera de ese conocimiento. A pesar de esa carencia, Ia acción y el pensar de Vicente de Paúl suponen en su tiempo un gran avance en la práctica histórica de la caridad de la Iglesia. Basándose en los mismos fundamentos «ideológicos» (los valores evangélicos) que la práctica tradicional, san Vicente introdujo en esa historia aspectos novedosos tales como:

  • comprensión de situaciones globales o generales de pobre­za, y no ya sólo individuales (clase campesina, refugiados de guerra como problema generalizado, enfermos pobres y sus condiciones sociales de asistencia, o más bien de caren­cia de ella);
  • sistemas organizados de beneficencia;
  • movilización de grupos sociales de acción (damas, clero, cam­pesinas: hijas de la caridad);
  • administración racional y cuidadosa de los recursos;
  • asistencia graduada según los grados de necesidad; uso de medios «modernos» de propaganda, como la imprenta.

Y aunque no faltan en sus dichos y en sus hechos atisbos e in­tuiciones del condicionamiento social de la pobreza, de sus causas históricas y sociales, y aun políticas, sería exigirle demasiada ge­nialidad el que tuviera de, ello una conciencia tan clara como es posible y accesible al hombre de hoy.

Ha sido Paul Ricoeur quien ha llamado la atención sobre las con­secuencias que plantea a la caridad el ensanchamiento de perspec­tivas operado en las sociedades modernas, el paso de las «relacio­nes cortas» implícitas en la palabra «prójimo» a las «relaciones lar­gas» que conlleva el concepto de socius, de conciudadano. La pequeñez y la rigidez de las estructuras sociales de convivencia hasta el fin del Antiguo Régimen (feudalismo) han dado paso en la reali­dad social y en la conciencia general a una amplitud de carácter global de las relaciones actuales de convivencia que llevan a mu­chos a sentirse ante todo ciudadanos del mundo.

Ni que decir tiene que este hecho nuevo encaja perfectamente con la conciencia universalista propia de la Iglesia católica desde su mismo origen (Mt 28,19). Oportunamente advirtió en su día el padre Chenu que una verdadera caridad cristiana, sin olvidar las relaciones cortas, debe caminar también hoy por esas relaciones lar­gas. No hay duda de que si viviera hoy san Vicente tendría con­ciencia de ello, y de manera muy aguda, pues ya dio de esa conciencia muestras abundantes en su propio tiempo. De manera que el seguidor moderno de san Vicente de Paúl se quedaría corto a lo que puede aprender de su maestro no añadiera lo que se puede  aprender con facilidad de la ciencia y la sensibilidad modernas

Y también lo que puede aprender de la teología moderna. Y se notó arriba que san Vicente nunca fue, ni pretendió serlo, un teólogo profesional. Pero, aunque siempre se mostró cauto ante las novedades teológicas, y advirtió a sus misioneros que también lo fueran, estuvo suficientemente al día en sus lecturas teológicas para saber desenvolverse sin peligro en la maraña de la controversia teológica suscitada por el jansenismo y para señalar con precisión sus puntos débiles.

Jaime Corera CM

La Milagrosa 1994

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