La base histórica: buscar el reino de Dios y su justicia
La promesa divina de liberación escatológica, objeto de la esperanza creyente, debe estimular al seguidor de Jesucristo a trabajar con todas sus fuerzas por establecer signos de liberación en este mundo, en el tiempo de la historia.
Parecería en buena lógica que si la salvación escatológica final es objeto de promesa por parte de Dios y, por tanto, pura gracia, no merecería la pena y sería esfuerzo perdido molestarse en trabajar por alcanzar la promesa, pues se da gratis, ni tampoco merecería la pena el trabajar por poner en este mundo signos de la promesa venidera, pues va a venir de todos modos. Esta conclusión, que parece obvia, se ha sacado con frecuencia a lo largo de la historia de la fe por muchos partidarios de teologías de carácter predestinacionista: algunos seguidores de Calvino, de Jansenio, y se dio incluso en la primera generación cristiana (cfr. 2 Tes 2,1; -3,10-11). En efecto: si la salvación viene de Dios y se da por gracia, lo que el hombre pueda hacer tratando de conseguirla para sí o para otros parecería a primera vista no tener importancia alguna.
Pero la tradición ortodoxa siempre ha ido en este punto, como en tantos otros, en contra de la lógica fácil del hereje, y ha mantenido a la vez los dos extremos aparentemente contradictorios: la salvación final es gracia, pero no se da más que cuando se trabaja por ella. Puede también la piedad fundada en la tradición ortodoxa desviarse por caminos más que un poco farisaicos y llegar a creer que su salvación va a ser premio debido y merecido a sus esfuerzos; salvación debida estrictamente al mérito, y grado de salvación debido al gran de mérito, en perfecta correspondencia matemática, como si Dios pagara sus denarios en la media exacta de las horas invertidas y la intensidad del trabajo. El verdadero creyente espera de Dios la salvación final como gracia estricta y, a la vez, procura por ello mismo vivir como si ya estuviera salvado; y además da su mano, o su vida, a su hermano para que también éste llegue a ser salvado.
Ambos elementos, intentar vivir como salvado y ayudar a salvar, brotan de la naturaleza misma de la salvación escatológica. Esta es, a la vez, modelo para la vida terrena (reino de paz, de verdad, de justicia y de amor) y mandato: el mandamiento del amor intenta establecer ya en este mundo un ensayo o anticipo de la vida bienaventurada. El juicio de Dios sobre el mundo Un 12,31) viene precisamente porque éste rechaza establecer este modelo de vida en la historia (Mt 25,41-42; Ap., sobre todo caps. 18 y 19).
Ya se dijo que lo mismo la teología de la liberación que san Vicente, que creen y esperan en la salvación escatológica, privilegian y ponen el acento en la salvación-liberación terrena de los pobres. La historia sería en su visión, como lo es tan claramente en la del Apocalipsis, mucho más que un mero escenario de ensayo de la salvación escatológica. La visión de una y otro se centra, en suma, en el esfuerzo por trabajar por el reinado de Dios ya en este mundo. Ambos, teología y santo, saben muy bien por la fe que los signos históricos, aunque temporales por ser históricos, no son en manera alguna banales o deleznables (1 Cor 15,58), ni siquiera propiamente provisionales, pues llevan dentro de sí un núcleo de vida eterna anticipada (1 Cor 3,10-15; 2 Ped 3,13; Ap 21,1).
La historia de la salvación en Cristo parte de la promesa («exaltó a los humildes, a los hambrientos colmó de bienes», Lc 1,52-53; «dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios», 6,20), y se consuma en su cumplimiento escatológico. Ambos extremos, promesa y cumplimiento, son obra exclusiva de Dios, pura gracia. Entre ambos extremos se encuentra el tiempo histórico, el escenario de la acción del hombre. Este es el tiempo que Dios ha dejado a la «industria humana», según la expresión de san Juan de la Cruz.
Dios no ha dejado al hombre solo para la construcción del reino en el tiempo. El Hijo, hecho carne en la historia, y Palabra que anuncia la promesa en nombre del Padre, muestra con el ejemplo de su vida y con sus palabras el camino que hay que seguir para la humanización total, para la divinización de la humanidad. El Espíritu Santo apoya con su fuerza el dinamismo propio del hombre y garantiza con su inspiración que el conjunto de los creyentes en la promesa no se extraviarán por los vericuetos de la historia siguiendo caminos falsos de cumplimiento. Tampoco le ha dejado a solas con sus propios recursos. El mandato del amor (plenitud de la Ley y síntesis de los profetas) es el recurso supremo, no de invención humana (pues «Dios es amor»), para ayudar al hombre a trabajar en el tiempo de la historia mientras se espera la plenitud final de la vida. El mandato es, pues, la forma que toma la promesa para el tiempo intrahistórico y dirige al hombre hacia su cumplimiento.
Ahora bien, los perfiles del tiempo intrahistórico no se encuentran definidos ni en el evangelio ni en el resto de la revelación escrita. Sólo se dan en ella «signos» que hay que saber interpretar, muestras del dedo de Dios, del actuar del Espíritu en el mundo. La construcción (aunque sea parcial y «provisional») del reinado de Dios en el mundo se deja al poder creador del hombre, a su dinamismo propio, a su «industria», sobre la base de los imperativos del Señor.
- Dios Padre es el autor de la promesa y de su cumplimiento final
- Dios Hijo (encarnado en la historia) anuncia el mandato, pone «signos» de su cumplimiento, se presenta como el «camino»-modelo
- Dios Espíritu Santo impulsa e inspira; garantiza la rectitud del camino (infalibilidad).
- Mandato-imperativos: «como yo os he amado», dar de comer al hambriento, expulsar demonios, perdonar, perdonar pecados, fraternidad no adorar el oro, mandar como quien sirve, desprendimiento, cruz.
- Ni el Padre ni el Espíritu Santo intervienen visiblemente ni en el comienzo ni en el desarrollo de la historia. Permanecen, por así decir lo, discretamente al margen de ella. Sí interviene el Hijo (encarnado) como hombre perfecto y cabal (san Pablo, concilio de Calcedonia). Es esta intervención histórica la que sirve de paradigma y fuente de inspiración lo mismo a san Vicente que a la teología de la libe ración.
Jesús pide al hombre que le escuche y que cambie de corazón (conversión), pero deja en sus manos el escoger los medios adecuados para dirigir la historia y cambiar el mundo según el corazón de Dios. El mandato no es un programa sino una fuerza dinámica. No tiene un contenido explícito para encontrar las soluciones divinas a cada momento histórico. El contenido lo tiene que proveer el hombre con su acción inspirada por el Espíritu Santo), bajo la orientación del mandato y de los imperativos del Señor. En suma: lo que Dios espera del hombre es que, en seguimiento de Jesucristo, actúe en el mundo para establecer en él signos de su reinado. La naturaleza de estos signos será cambiante, como cambiantes la sucesión de los tiempos históricos. Al hombre le toca discernirlos y ponerse a trabajar para encarnarlos en su propio tiempo histórico.
El hombre, el creyente, tiene que actuar: «Se nos dice que buscar el reino de Dios». «Buscar quiere decir que trabajemos incesantemente por el reino de Dios, que no nos quedemos en un estado cómodo y pasivo preocupados por tener nuestra vida interior bien ordenada y olvidemos dedicarnos a lo exterior. Buscad buscad: eso pide preocupación, eso pide acción». El reino de Dios no viene sin el esfuerzo humano por hacer que venga al mundo El que trabaja por el reino de Dios no debe, por supuesto, olvida el esfuerzo por que Dios reine en él mismo, pues «san Agustín confiesa que mientras lo buscaba fuera de sí mismo nunca lo llegó a encontrar». Pero «no basta el conseguir que Dios reine en nosotros; debemos además desear y trabajar para que el reino de Dios se extienda a todo el mundo, que Dios reine en todos los hombres, que sea glorificado en el tiempo en la eternidad. Eso es lo que tenemos que hacer: desear la propagación del reino de Dios y trabajar por ella»
El mismo, Vicente de Paúl, fue un ejemplo soberano de acción y de trabajo por establecer en su mundo y en su historia signos de la presencia del reinado de Dios. No hay duda de que fue esa la idea que presidió desde 1617 su prodigiosa y multiforme actividad, orientada siempre a hacer terrena la presencia del reino de Dios en la redención de los pobres. En ellos pensaba y por ellos desarrollaba cada día una exigente jornada de trabajo de entre doce y catorce horas, y en casos aún más. Sólo a ellos iba orientado el trabajo de todas las instituciones de que fue fundador: cofradías parroquiales de caridad, Congregación de la Misión, hijas de la caridad, damas de la caridad, incluso su participación, forzada pues se la impusieron, en el Consejo de Conciencia, institución típica del Antiguo Régimen con competencias ostensiblemente religioso-eclesiásticas, pero extrañamente imbricadas con intereses políticos y partidistas, se limitó conscientemente a intervenciones en que estaba en juego sólo el estado religioso y el de los pobres».
Esta dedicación absorbente y exigente encontraba la base justa en su visión teológica fundamental: la visión de un Dios que trabaja desde toda la eternidad ad intra en el abismo de su vida trinitaria, y que se desborda ad extra en el trabajo humano y la actividad incesante de la naturaleza:
«Dios trabaja continuamente, ha trabajado continuamente y trabajará. Trabaja desde toda la eternidad dentro de sí mismo por la generación eterna de su Hijo, a quien nunca deja de engendrar. El amor entre el Padre y el Hijo ha producido eternamente al Espíritu Santo, por el que han sido, son y serán distribuidas todas las gracias a los hombres. Dios trabaja además fuera de sí mismo, en la producción y conservación de este gran universo, en los movimientos del cielo… y en todo este orden tan hermoso que contemplamos en la naturaleza, y que se vería destruido y volvería a la nada si Dios no pusiera sin cesar su mano en él. Además de este trabajo general trabaja con cada uno en particular. Trabaja con el artesano en su taller, con la mujer en los trabajos de casa, con la hormiga, con la abeja, incesantemente y sin parar jamás ¿Y por qué trabaja? Por el hombre, sólo por el hombre, por conservarle la vida y por remediar todas sus necesidades. Pue bien, si un Dios, soberano de todo el mundo, no ha estado ni un solo momento sin trabajar desde que el mundo es mundo, ¿no es razonable que nosotros, criaturas suyas, trabajemos con el sudor de nuestra frente?»
El trabajo de Dios en la historia no es visible, es objeto de fe. He aquí, en estas antiguas palabras de san Vicente, un ejemplo soberano de cómo la fe no debe ser excusa para evadirse del trabajo en el mundo y en la historia. Si se la entiende bien, se convierte la fe precisamente en un insuperable estímulo para dedicarse con perseverancia a un tal trabajo, como lo hace Dios.
Por no ser teólogo profesional, san Vicente nunca se planteó explícitamente el problema que hoy tanto preocupa a los teólogos el general, y no sólo a los teólogos de la liberación: el problema de las relaciones entre liberación-redención histórica y liberación fina escatológica. Hay en este problema difícil algunos puntos fundamentales de consenso. Por ejemplo, se admite explícitamente (así por ej., Moltmann) que el cumplimiento final de la promesa ofrece una «plusvalía», un exceso por encima de toda posible realización histórica, por cabal que ésta sea, pues el carácter «inagotable» de Dios de la promesa garantiza un cumplimiento final mucho más pleno de lo que pueda el hombre no sólo hacer sino ni siquiera soñar. Deus semper maior.
Pero, como se observaba arriba, este «exceso» no convierte en banales las parciales y contingentes realizaciones históricas. Por de pronto, en ellas toma cuerpo y se hace carne histórica, se va configurando visiblemente, en la paz, en la solidaridad, en la fraternidad, el contenido de la liberación final. Pero, y en esto también se da consenso, el reino de Dios no se identifica con ninguna construcción histórica por perfecta que ésta aparezca. Pretender esto último, cualquier identificación, sería un caso de craso reduccionismo: la obra soberana y plena de Dios se reduciría a lo que el hombre es capaz de hacer, aun con la ayuda de Dios, en la tierra.
Los mismos teólogos de la liberación han advertido desde el comienzo los peligros de lo que alguno de ellos ha calificado como la tentación de «regionalizar» el sentido total del reino, tentación de la que no se vio libre ni el mismo Señor en su vida terrena: la tentación de confundir liberación total, por ejemplo, con abundancia económica (Mt 4,3-4), con poder político (Lc 4,5-8), con fáciles actuaciones milagreras (1 Cor 1,22) —las «maravillas» de la técnica, por ejemplo (Mt 4,5-7)—, que se constituyen en ídolos y sustituyen a Dios. Nadie, ni el político, ni el sabio, ni siquiera el santo, debe identificar lo que él hace o se cree capaz de hacer con lo que Dios promete y es capaz de hacer.
Si el mismo Cristo no se vio libre de una tal tentación tampoco se van a ver libres de ella los santos; ni tampoco un santo seguidor del Señor como Vicente de Paúl. El 24 de julio de 1655 hablaba en la oración de la mañana a sus misioneros. Tenía 75 años de edad; le faltaban aún, aunque él no lo sabía, cinco años para morir. Desde los 37 años había tomado una «opción por los pobres» a la que sería fiel hasta su muerte a los 80. Había dedicado ya casi cuarenta años a vivir esa opción, y había además servido de inspiración para vivir una opción parecida a cientos de sacerdotes, gentes de alta, media y baja calidad social, campesinas hijas de la caridad. Ni su admirable y constante dedicación a mejorar la suerte de los pobres, ni la de sus gentes, había conseguido hacerlo. Veinte años de guerras internacionales y dos guerras civiles, las dos Frondas, habían empeorado la situación general del campesinado y habían producido la muerte prematura y violenta de miles de ellos. El tono patético en que hablaba a sus hombres brotaba de su profunda compasión por los sufrimientos de los campesinos:
«Guerra por todas partes, miseria por todas partes… Hace veinte años que sufren la guerra; si siembran, no están seguros de que podrán cosechar; pasan los ejércitos que lo saquean y lo roban todo; lo que no han robado los soldados se lo quitan y se lo llevan los alguaciles. Después de todo esto, ¿qué pueden hacer? No les queda más que morir».
Lo que equivalía a admitir en público el fracaso de su «opción»: todos sus esfuerzos por mejorar la condición material, y también la espiritual, de los pobres parecían haber desembocado en la miseria y en la muerte prematura y sin sentido. Sin embargo, ¿no le había encomendado Dios mismo a los 37 años esa opción por los pobres como señal inequívoca de la presencia del reino de Dios?
¿Qué hay, pues, del reino de Dios, qué hay incluso de Dios mismo, si la opción se ha mostrado históricamente ineficaz y fracasada? En un momento de confusión se le escapó de los labios esta frase desconcertante, testimonio evidente de su profunda decepción: «Si hay una verdadera religión…» lo («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», había exclamado su mismo Maestro y Señor en un momento de desconcierto parecido).
Ahí estaba la tentación (en ambos casos): la de confundir el éxito del propio proyecto vital, de la propia opción, con la implantación del reino de Dios en este mundo. Pero la tentación es muy otra cosa que la caída:
“¿Qué he dicho, infeliz de mí? ¡Si hay una verdadera religión…! Dios me perdone».
El verdadero creyente nunca acaba por confundir, aunque se vea tentado a ello, el éxito histórico de sus esfuerzos y de sus proyectos con «lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9).
No es sólo que ninguna liberación histórica (social, política, económica, cultural…) se deba identificar con el proyecto final de Dios, aunque lo prepare y lo anticipe en la historia y aunque se deba emprender en virtud del mandato de Dios mismo. Es que, además, hay una dimensión de la liberación, que es por cierto la dimensión fundamental, totalmente inaccesible al poder del hombre (excepto a través del ministerio apostólico delegado por Dios: Jn 20,23): la liberación del pecado. De la rebelión contra el plan de Dios que todo pecado supone y lleva en sus entrañas sólo Dios puede en verdad liberar.
Pues se puede dar con facilidad —y se da, qué duda cabe— el caso del hombre (o de la sociedad) culto, económicamente suficiente, social y políticamente emancipado, que se ve a sí mismo como término del progreso evolutivo histórico y modelo para los que aún no han llegado a él, que sigue sin embargo esclavizado por sus egoísmos, y aterrorizado —aunque tal vez lo disimule— por la seguridad de la muerte, por la destrucción segura de su hermoso castillo de naipes. Verdugo y, a la vez, víctima de sí mismo. De esa esclavitud, y de cualquier otra producida por el pecado personal, sólo Dios puede liberar. Ante la importancia de esa liberación básica las otras liberaciones parciales son, aunque muy interesantes y nada despreciables, plenamente secundarias.
Pero, aunque secundarias, importantes, y exigidas además por el mandato. Pues, personalmente pecador o inocente, el hombre puede encontrarse sometido a múltiples opresiones de un pecado estructural del que tal vez no sea culpable, sino sólo víctima, y de las que el Dios de Jesucristo quiere que nos veamos libres, pues las estructuras de pecado son precisamente las que ponen trabas al reino de Dios en este mundo. De manera que centrarse sólo en la liberación del pecado personal y dar poca importancia, o tal vez ninguna, a trabajar por la liberación del pecado estructural es una tentación espiritualista de la que no siempre se ha visto libre la fe cristiana. La teología de la liberación ha insistido con toda fuerza, y con razón, en ello.
También san Vicente conoció en la Iglesia de su tiempo la fuerza de esa tentación, aunque él nunca cayó en ella ni se vio tentado a hacerlo. Es más, la rechazó explícitamente e hizo esfuerzos porque las gentes animadas por él vieran las trampas que una tal actitud ponía al paso de una fe verdadera. El era, y quería que sus gentes lo fueran, hombre de oración, un verdadero hombre de espíritu, pero en manera alguna un hombre de visión o de vida espiritualista. Conocía de sobra el peligro esterilizante de toda espiritualidad desencarnada y desgajada de la historia:
«Hay muchos que, preocupados por tener el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se quedan en ellos; pero cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran contentos con los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración; hablan casi como los ángeles. Pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de instruir a los pobres, de ir a buscar la oveja perdida, todo se viene abajo y les fallan los ánimos. No, no nos engañemos. Totum opus nostrum in operatione consistit. En este siglo hay muchos que parecen virtuosos, y que sin duda lo son, pero que se dan a una vida tranquila y blanda, y n a una devoción esforzada y sólida. La Iglesia es como una gran mies que necesita obreros, pero obreros que trabajen».
Jaime Corera CM
La Milagrosa 1994