La base mística: Jesucristo, modelo de seguimiento en la opción por los pobres
La opción por los pobres es la forma privilegiada
del seguimiento de Jesucristo que se propone
a todos los cristianos.
Privilegiada: pues él mismo definió el propósito
fundamental de su vida terrena-histórica
(de la encarnación del Verbo) como dedicación
a anunciar la Buena Noticia a los pobres.
El abundante trabajo exegético, explicación, interpretación bíblica de los últimos cien años, ha conseguido hacer de dominio común un principio hermenéutico seguro para entender mejor los relatos evangélicos. Escritos como fueron años después de la resurrección, los escritores no pudieron, ni lo intentaron, evitar el proyectar sobre los hechos históricos su visión de fe en el Resucitado. No son, pues, los evangelios, ni pretenden serlo, meras biografías históricas. Los hechos históricos que se narran de Jesús de Nazaret, hijo de María, que había muerto crucificado siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, están vistos e interpretados desde la fe post-pascual de los evangelistas. No quiere esto decir que los evangelistas desfiguren partidariamente los hechos del Jesús pre-pascual. Todo lo contrario. A través de su clave interpretativa, de su fe, fueron capaces de dar con el verdadero sentido profundo de esos hechos. Sólo después de la resurrección fueron capaces de comprender el sentido de una vida que mientras la veían desarrollarse ante sus ojos no entendieron o entendían muy mal, hecho del que aparecen abundantes muestras en los mismos evangelios y del que Jesús mismo se les quejó repetidamente.
Un breve ejemplo ilustrará con claridad lo que se quiere decir Marcos comienza su relato así: «Comienzo de la buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios». Un mero cronista testigo de los hechos o historiador hubiera escrito: «Comienzo de la vida de Jesús», y luego hubiera procedido a narrar los hechos históricos pertinentes hasta el momento de la sepultura. Pero Marcos no es un cronista o historiador, sino un creyente que sólo después de la resurrección ha comprendido que la vida de Jesús de Nazaret ha resultado ser la verdaderamente Buena Noticia que Israel llevaba esperando tantos siglos Ha comprendido también que Jesús era el Ungido, por lo que su verdadero nombre es Jesucristo, y no Jesús a secas. Este ungido es por fin y en primer lugar, Hijo de Dios. Pero todo esto ha venido a saberlo Marcos, como decíamos, sólo después de la resurrección y sólo por la fe. No puede dejar de proyectar su visión de fe soba los hechos históricos de la vida de Jesús, cuando trata de describírnosla en su evangelio, si quiere transmitir no sólo meros hechos sino el sentido profundo de la vida humana de su protagonista.
Tanto la teología de la liberación como san Vicente de Paúl privilegian en sus perspectivas propias al Jesús histórico, al Jesús pre-pascual, y se centran en él. Es cierto que esto es legítimo sólo porque su fe les asegura que también, o que ya, el Jesús pre-pascual era Hijo de Dios. Esto quiere decir que sólo supuesta una opción firme de fe tiene sentido legítimo el tratar de conocer y de imitar a Jesús de Nazaret. No sólo legítimo: obligatorio, pues el Jesús terreno histórico, que es Hijo de Dios y no sólo un ejemplar admirable de ser humano, señala al hombre no un buen camino de humanidad, como lo podría proponer por ejemplo Sócrates, sino el único camino posible para hacerse hombre en plenitud, como él lo era y llegar a Dios. Por lo demás, ¿cómo podría nadie encontrar un modelo de vida para este mundo en un Jesús post-pascual resucitad y glorificado a la derecha del Padre?
Y así, el Jesús que propone san Vicente en las Reglas Comunes a sus misioneros es un Jesús plenamente pre-pascual, que practica toda clase de virtudes, enseña, trabaja por el reino de Dios cumple la voluntad del Padre, es manso y humildes, vive en común con los apóstoles, vive en pobreza, castidad y obediencia, para luchar contra el adversario del reino, asiste a los enfermos, atrae a las muchedumbres con la modestia de su porte y de su presencia, enseña a los apóstoles a amarse unos a otros les dice y les muestra cómo tratar con escribas, fariseos y notables cuando sean llevados a sus sinagogas y tribunales, ora y enseña a orar, se retira a la soledad del desierto, es contado entre los malhechores, practica una vida austera, padece y muere; en fin, el Jesús que «todo lo hizo bien». En cuanto a las hijas de la caridad, les dice sumariamente: «Para ser verdadera hija de la caridad hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra».
Podía Vicente de Paúl haberse quedado para sí mismo con el alto modelo del Verbo encarnado abismado en la adoración del Padre que proponía Berulle a sus seguidores. Pero no quiso, o más bien no se lo permitió la naturaleza de su vocación personal. Para dedicarse a evangelizar a los pobres era sin duda un modelo mucho más adecuado el Jesús de Nazaret, el que recorre los campos de Galilea anunciando la venida a la tierra del reino de Dios, y trabajando y dando su vida por traerlo.
Los hechos y dichos de Jesús apuntan a una liberación «integral», como se dice hoy; integral y definitiva, en que el reinado de Dios sobre los hombres no estará oscurecido por ningún otro poder humano o diabólico. Apuntan a ese reino total y lo anticipan. Pero mientras que su mera presencia y con su vida terrena inaugura ya, en el tiempo histórico, los comienzos del reino total, su palabra eficaz y sus obras van poniendo signos, no insignificantes porque sean históricos y temporales, del reinado de Dios ya en la tierra. Todo el que acepta su palabra y su modelo de vida se integra en una misión histórica que comenzó con él y se prolongará, mientras haya creyentes, hasta el fin de la historia. Liberaciones parciales, pero importantes, del pecado personal y social, de la ignorancia, de hambre, de la opresión civil y religiosa, de la enfermedad, de la muerte.
La teología de la liberación es, por ser cristiana, una teología de la liberación integral, aunque ponga el énfasis en sus manifestaciones históricas. Se centra, por tanto, en el estudio de los aspectos históricos de la liberación total anunciada por Cristo. Las consecuencias de una visión de fe en Cristo en el seno de la historia: he ahí el verdadero «objeto formal» de la teología de la liberación.
Es bien sabido que también a san Vicente le preocupaba la salvación eterna (la liberación total e integral) de los pobres. Recuérdese su preocupación por la ignorancia que éstos mostraban de los misterios de la Trinidad y Encarnación, cuyo conocimiento había sido considerado durante siglos por muchos teólogos, santo Tomás entre ellos, como necesario necessitate medii para conseguir la vida eterna. Aunque él sabía que la falta de unanimidad entre los teólogos hacía que esa opinión fuera altamente probable pero no según del todo, Vicente de Paúl no quería jugar, por así decirlo, con la suerte eterna de los pobres. Quería asegurarla con todos los me dios que estuvieran a su alcance. Los temarios de misiones que usaban sus misioneros incluían instrucciones detalladas sobre ambos misterios básicos de la fe cristiana. El mismo, anciano ya y achacoso, dedicaba el tiempo que podía a instruir sobre ellos, pacientemente y en lenguaje sencillo e inteligible, a los ancianos del asilo del Nombre de Jesús.
Todo esto es cierto y sabido, y no es, por otro lado, algo que hay que atribuir a la mentalidad católica de aquel tiempo, como si hoy ya no tuviera sentido o no fuera lo más importante el que también a los pobres se les anuncie y explique la sustancia y esencia de la fe cristiana: la Trinidad, un Dios que es una familia de amor y de igualdad de tres personas; y la Encarnación, un Dios que se hace hombre por amor a los hombres para introducirlos en la vida de la familia divina. Habría que recordar a este propósito, como suelen hacerlo los teólogos de la liberación, la conocida respuesta, aparentemente paradógica, pero profunda y certera, del patriarca de Moscú a la pregunta de cuál era el programa social de su iglesia: el programa social de la iglesia es la Santísima Trinidad.
Eso era lo fundamental en tiempo de san Vicente y sigue siéndolo hoy, el horizonte imprescriptible de toda liberación parcial histórica. Se han dado en la Iglesia, y se dan, sensibilidades y actitudes que, fascinadas por la belleza de la liberación total y final, han puesto muy en segundo plano o han considerado como irrelevantes las liberaciones parciales y limitadas del tiempo histórico, olvidando la aguda observación de san Agustín sobre la petición del padrenuestro «venga a nosotros tu reino»: el reino de Dios definitivo vendrá ciertamente, lo queramos o no. No es eso lo que hay que pedir; lo que Dios dice que le pidamos es que nos dé el deseo de que el reino de Dios se vaya implantando en este mundo, cosa que El no hará más que «con el esfuerzo de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente».
Ni san Vicente ni la teología de la liberación han caído en la trampa espiritualista y desencarnada. El anuncio de la liberación integral y la fe en él sólo serán creíbles si, como sucedió en la vida terrena de Jesús, se ven signos concretos y terrenos de liberación de los pobres ya ahora. El anuncio de la Buena Noticia a los pobres y la liberación de sus pobrezas es el signo infalible de que el reino de Dios, aunque provisionalmente, «ya está entre vosotros». El seguidor de Jesucristo tiene también como primera obligación dedicar su vida terrena a multiplicar esos signos de liberación de los pobres en la historia del mundo. Esa sería una de las maneras de definir lo esencial de la «espiritualidad» de san Vicente. El no sabe mostrar la firmeza de su fe en la liberación integral propia y de los pobres más que dedicando su vida, en imitación del Cristo histórico, a la liberación terrena de los pobres. No hizo otra cosa desde su conversión en 1617 hasta su muerte en 1660. Pues su dedicación a la liberación de los pobres brota y se alimenta de su fe en Cristo; es más: pues sólo en el pobre es capaz de descubrir el rostro de Cristo («dad la vuelta a la medalla, y veréis por la luz de la fe que el Hijo de Dios nos es representado por los pobres»), hay que reconocer que la experiencia liberadora que se transparenta en la vida de san Vicente es una experiencia no sólo de fe sino netamente mística. En los pobres descubrió él el rostro doloroso de Cristo, el rostro histórico y pre-pascual. El rostro glorificado se le mostrará cara a cara al final de su propia vida.
A pesar de su preocupación por la ignorancia de los pobres acerca de misterios revelados fundamentales, él tenía pocas dudas de que «entre los pobres se encuentra la verdadera religión, una fe viva». Lo sabía de primera mano por su prolongado contacto con miles de ellos. Pero ya en los primeros años de su dedicación a trabajar por ellos había aprendido de su último maestro espiritual, el doctor teólogo André Duval, que:
«los pobres nos disputarán algún día el paraíso y nos lo arrebatarán, porque existe una gran diferencia entre su manera de amar a Dios y la nuestra. Su amor se manifiesta en el sufrimiento, en las humillaciones, en el trabajo y en la con formidad con la voluntad de Dios. Y el nuestro, si es que tenemos alguno, ¿en qué se da a conocer?
Esto se lo decía a sí mismo y lo decía a los miembros de la congregación que él había fundado para trabajar «sólo por los pobres»; se lo decía también en términos parecidos a sus hijas de la caridad, la seguridad de cuya salvación final dependería de las oraciones de los pobres en favor de ellas:
«Los pobres asistidos por ella dirán al buen Dios: Esta es la que nos asistió por tu amor; ésta es la que nos enseñó a conocerte; ésta es la que mostró tu bondad a través de Ia suya».
No son sólo, pues, los pobres imagen viva de Cristo; son los portadores de la salvación incluso para los que trabajan por ellos. En ellos ha querido el Salvador poner el locus theologicus primero para la salvación de la humanidad entera. Pues son de hecho —siempre lo han sido— la parte más numerosa de la humanidad y las víctimas de las grandes construcciones históricas de la humanidad, su liberación real es precondición necesaria para la liberación de toda la humanidad. Esta no conseguirá su liberación mientras no se consiga la liberación de los pobres. Hay que empezar el trabajo de redención del mundo por ahí, por los pobres, como lo hizo Jesucristo. La medida de la liberación-redención de la humanidad en un momento histórico dado —por ejemplo, en el actual— es la medida de la liberación que hayan conseguido los pobres en ese mismo momento histórico. El grado de falta de liberación de los pobres da la medida exacta del pecado del mundo aún existente y del pecado de los que en él habitan.
De los ricos no se puede esperar la salvación general de la humanidad, pues «no piensan de ordinario más que en honores y riquezas» 28. No dice estas palabras ningún crítico ácrata ni ningún revolucionario. Lo dijo un santo canonizado que conocía muy bien a los ricos y a los poderosos. Pero tampoco hace falta ser santo para emitir juicios tan tajantes, aunque sin duda el ser santo ayuda, pues el santo se inspira en el evangelio, y éste tiene juicios aún más tajantes. No hace falta ser santo; basta ser un hombre con una visión no enturbiada del todo por los privilegios sociales de la clase a que se pertenece o de la cómoda situación social en que se vive. Tal es el caso, por ejemplo, de Max Weber, burgués por nacimiento, por educación, por profesión y por pertenencia de clase, poco dado a practicar las por otra parte no muy drásticas exigencias de su protestantismo luterano, pero suficientemente objetivo en sus análisis para que se haya podido escribir de él que «es el científico social más grande de este siglo», y que escribe:
«Las clases con altos privilegios sociales y económicos se verán escasamente inclinadas a desarrollar la idea de salvación. Más bien asignarán a la religión como función principal la de dar legitimidad a su propia situación en el mundo. Este fenómeno está enraizado en ciertas necesidades psicológicas. Cuando el hombre afortunado compara su posición con la del desafortunado, no se contenta con el hecho de su felicidad, sino que quiere algo más, a saber: el derecho a ser feliz, la conciencia de que se merece su buena suerte, en contraste con el infeliz que también sin duda se ha ganado a pulso su desgracia. La experiencia de cada día prueba que existe una necesidad sicológica de asegurarse que uno se merece su fortuna, y que es legítima, consista ésta en éxito político, situación económica más alta, o cualquier otra cosa parecida. Lo que las clases privilegiadas esperan de la religión, si es que esperan algo, es esta seguridad sicológica de legitimación».
Visto lo cual, al Salvador del mundo, y a cualquiera que como san Vicente le quiera imitar, no le queda más remedio que empezar la hercúlea (divina, más bien) obra de salvación del mundo por las clases más bajas, por los pobres.
Jaime Corera CM
La Milagrosa 1994