Los tiempos actuales
No era todo en la Iglesia teología académica por un lado y vida «espiritual», enclaustrada o no, por otro. Ni era ninguna de las dos la realidad más importante en la vida de la Iglesia, aunque a veces ellas mismas dieran la impresión de que pensaran serlo. Lo importante seguía siendo, como desde el principio, el trabajo de evangelización-redención-liberación del mundo; con más precisión, la evangelización-redención-liberación de los pobres del mundo, su gran mayoría. Esto se veía sobre todo en el enorme esfuerzo misionero desarrollado por el conjunto de las fuerzas de la Iglesia en países remotos donde pululaban las muchedumbres oprimidas, analfabetas, enfermas, de vida corta. Se veía, por ejemplo, en África, donde diez años antes de que comenzara el siglo XX existía aún la esclavitud. Contra ella escribió León XIII una carta breve y vehemente en la que animaba a los misioneros a redoblar sus esfuerzos en la propagación de la luz del evangelio, «pues una vez que la hayan recibido —los habitantes de África— se sacudirán el yugo de la esclavitud humana, pues donde la fe ha enseñado a los hombres a guardar la justicia y a tener en consideración la dignidad humana, allí no puede haber esclavitud». En esta última frase, tan tradicional en su contenido y en su formulación, se encuentra expresado todo lo que busca y persigue y quiere decir la teología de la liberación.
Poco tiempo, menos de seis meses, le costó al mismo León XIII descubrir, si es que no lo había descubierto mucho antes, que también en Europa se podían encontrar muchedumbres, que de hecho constituían la mayor parte de la sociedad, a las que el capitalismo había reducido a una situación cercana a la esclavitud (prope servile iugum), causada por la «inhumanidad de los empresarios y la codicia de los competidores». Y aunque la terrible situación venía siendo tratada por «gentes doctas, en reuniones de sabios, asociaciones populares, leyes y decisiones de los gobernantes», León XIII se creyó obligado a contribuir a dar luz al tenebroso tema movido por la preocupación de «la salvación común», «tal como lo piden la verdad y la justicia».
La encíclica Rerum Novarum está en el comienzo de una larga serie de documentos procedentes de Roma que han venido a constituir lo que se conoce como Doctrina Social de la Iglesia, serie aún no cerrada y que, por otro lado, tampoco contiene ni de lejos todo lo que de doctrina social han sido capaces de extraer del evangelio a lo largo de los siglos la sensibilidad cristiana y el pensar teológico; ni tampoco todo lo que esa sensibilidad y ese pensar son capaces de extraer de una mirada a la necesidad que tiene el mundo de hoy de ser evangelizado y redimido. De hecho, la teología de liberación —la muestra más reciente y sólida de lo que puede producir auténtica sensibilidad cristiana y riguroso pensar teológico cuando aúnan esfuerzos—, aunque motivada en parte y puesta en marcha por una atmósfera eclesial fuertemente inspirada por la doctrina social anterior, nació y creció algo distanciada de esa doctrina, mostrando ciertas reticencias ante ella. Por ejemplo, se le reprochaba a la doctrina social su excesiva orientación europea, para ser precisos, su excesiva preocupación por los países industrializados; objeción que era justa para los primeros documentos, pero que dejó de serlo a partir de la encíclica Mater et magistra de Juan XXIII en 1961.
Había otras objeciones, algunas de mayor hondura, y durante años pareció, o así tal vez se lo creían algunos teólogos de la liberación, que su propia teología podía prescindir de la doctrina social por encontrar a ésta insuficiente en sus planteamientos, blanda en las soluciones, y fácilmente manipulable por los ideólogos de los países y de las clases dominantes. Hoy empiezan a verse las cosas con más serenidad. Y mientras desde la alta sede de Roma ha venido a reconocerse, a pesar de ciertas reticencias, la necesidad de una verdadera teología de la liberación, los teólogos que la hacen empiezan a señalar los puntos de convergencia entre la doctrina social y su propia teología, y a reconocer la influencia de la primera en la segunda, y aun de ésta en aquélla».
Status quaestionis
Sería pretencioso, y además históricamente falso, considerar a san Vicente de Paúl una especie de teólogo de la liberación avant la lettre, y, si no eso, al menos algo así como un precursor, aunque mediato y lejano, de lo que hoy se llama teología de la liberación. Para empezar, aunque bachiller en teología y licenciado en derecho canónico, nunca pretendió san Vicente ser un teólogo, ni lo fue en el sentido profesional de la palabra. En cuestiones de teología se fiaba más de las opiniones de teólogos competentes, a los que consultaba con frecuencia, que de sus propias luces y de su propia competencia teológica. Es cierto que con la perspectiva que nos proporcionan hoy los instrumentos analíticos de la teología de la liberación algunos aspectos de la práctica caritativa de san Vicente se podrían calificar como praxis liberadora en sentido estricto. Sin embargo, aun esos aspectos parciales brotaban de presupuestos teológicos diferentes en parte de los de la teología de la liberación. Por otro lado, aunque de lo mucho que habló y que escribió se puede intentar —se ha intentado repetidas veces y con acierto—diseñar algo parecido a un pensamiento sistemático, él nunca se preocupó por construir un corpus teórico-teológico que reflejara de manera sistemática las raíces de su praxis o que le sirviera de inspiración. Una praxis liberadora puede ser intentada y vivida en cualquier siglo por cualquier cristiano convencido; para hacer teología, de la liberación o de cualquier otra clase, hace falta ser teólogo.
Pero aún hay más. Toda posible pretensión de influencia de la praxis vicenciana en la teología de la liberación se estrellaría ante el hecho de que ésta, aunque firmemente anclada en la tradición, se presenta como una construcción teológica que quiere replantear todos los temas teológicos desde una perspectiva nueva. Toda su novedad está implícita y encerrada en la palabra liberación. No es sólo que este término, aun recogiendo los aspectos esenciales del término tradicional «redención», aporte a él contenidos hasta cierto punto nuevos, «modernos», desarrollos extensos y destacados que el término tradicional dejaba tal vez en la penumbra. Aunque, por ser una teología joven y en desarrollo, no ha habido aún tiempo ni perspectiva para llevarlo a cabo —a pesar de algunos intentos sistemáticos por hacerlo— la teología de la liberación pretende estudiar todos los temas de la teología desde la ratio formalis de la liberación. Para consolidar lo nuevo de esa perspectiva la teología de la liberación no ha necesitado, aunque tal vez le hubiera venido bien, la ayuda de san Vicente de Paúl.
Sin embargo los planteamientos novedosos de la teología de la liberación están resultando ser útiles para una relectura teológica del pasado; de hechos históricos importantes, tales como la conquista y la evangelización de las Américas, así como de figuras históricas relevantes, tal Bartolomé de las Casas, de teólogos como san Agustín, y de santos y fundadores como san Francisco de Asís y aun de san Ignacio de Loyola: «Esa nueva realidad (el clamor de los pobres) invita a salir de un mundo familiar y conocido, y lleva a muchos a releer la propia tradición espiritual y reencontrar vitalmente sus fuentes»
De manera que aunque se excluya por inexistente la relación histórica entre espíritu vicenciano y teología de la liberación aún podría plantearse el estudio de una relación en la dirección opuesta. Vista desde la perspectiva propia de la teología de la liberación, ¿qué es lo que permanece como más significativo en lo que llamamos espiritualidad vicenciana?, ¿qué elementos de ésta resultan ser de alguna manera precursores, si no históricamente sí conceptualmente, de aspectos que parecen ser originales de la teología de la liberación? En fin, ¿puede el conjunto de la espiritualidad vicenciana ser útilmente releído y reinterpretado, para vivirlo y comprenderlo hoy, a la luz de la perspectiva propia de la teología de la liberación?
Parecería a priori que la respuesta a esta última pregunta debería ser netamente afirmativa. Y hasta se podría anticipar ya que la relectura y reinterpretación no iban a ofrecer dificultades mayores. Pues ambas, teología de la liberación y espiritualidad vicenciana, centran la obra de la redención en la redención histórica de los pobres, ambas privilegian en la obra de la redención la actuación del Jesucristo histórico. Hay otras coincidencias importantes, pero esas dos parecen ser las fundamentales.
La teología de la liberación es, como toda teología importante, una elaboración teórica que brota de y trata de sistematizar una experiencia espiritual previa: «La grandeza y la verdad del agustinismo bonaventuriano o escotista está enteramente en la experiencia espiritual de san Francisco…; la grandeza y la verdad del molinismo están en la experiencia espiritual de los Ejercicios de san Ignacio. No se penetra en un sistema —teológico— por la coherencia lógica de su construcción o por la verosimilitud de sus conclusiones; se le encuentra desde su nacimiento a través de la intuición fundamental sobre la que se ha orientado nuestra vida espiritual»14. La teología de la liberación nació como un intento de sistematizar y dar hondura teológica a la praxis liberadora de multitud de comunidades cristianas, de laicos, obispos, sacerdotes y religiosos/as que vivían esa praxis como una forma de seguimiento de Jesucristo motivada por la postración moral, cultural, económica, social de las muchedumbres, por el «clamor de los pobres» de Iberoamérica.
Supuestos y aceptados por la fe el horizonte prehistórico (creación, caída) y el posthistórico (glorificación final), la teología de la liberación centra su interés en el plano de la historia. ¿Qué exige hoy del creyente la promesa de redención consecuente a la caída, mientras se espera la gracia de la redención total? La respuesta, reducida a su contenido esencial, es la misma que ha motivado la marcha de la fe cristiana desde sus orígenes: el seguimiento de Jesucristo, pues El vino al mundo para llevar a cabo el cumplimiento de la promesa y reunir un pueblo santo y glorificado. Seguimiento de Jesucristo es, pues, seguimiento del Jesús histórico, «imitación» de su proceder, de sus preferencias, de sus sentimientos, asimilación de su «espíritu» y de su modo de obrar. Es la cosa más sencilla del mundo extraer del evangelio la idea de que, aunque su designio de redención alcanza todos los hombres, El manifestó de hecho una neta preferencia por los pobres, vivió entre ellos, vivió para ellos, fue privado de la vida por poderes mundanos, políticos, económicos y religiosos, que ocupaban un lugar social de privilegio basado en la dominación sobre muchedumbres sometidas y empobrecidas.
Esta experiencia evangélica fundamental recibe ahora un relieve especial ante el hecho masivo de la pobreza de multitudes inmensas en todos los continentes; y aún con más fuerza ante la conciencia, creciente en esas mismas multitudes, de que la pobreza generalizada no es un producto de la naturaleza (o de la providencia, como se pudo pensar en épocas pasadas), y, por tanto, inevitable, sino de la historia, es decir de acciones humanas voluntarias, y, por tanto, corregible. El origen próximo de esa conciencia en la cultura occidental se encuentra en los pensadores de la Ilustración, en los economistas ingleses del período clásico, en particular en Adam Smith; su expansión posterior y su popularización se debe a las ideas y a la acción de Marx y de sus numerosos seguidores. Pero no hay en ella nada que no pueda aceptar una conciencia cristiana auténtica. Es más: el verdadero origen de la idea se encuentra en el Génesis y nunca desapareció del todo de la conciencia cristiana. Desde siempre sabía ésta que el mandamiento de dominar la tierra hacía al hombre responsable único de lo que hiciera en ella y con ella. Y además, ¿para qué había de venir Cristo al mundo y servir de ejemplo y modelo si la sociedad del hombre no era mejorable por la acción del hombre? Para informar al hombre sobre la justicia final hubiera bastado un anuncio celestial tal como el del Sinaí. Pero para mostrarle al hombre cómo se trabaja por la justicia y por el amor verdadero pie a tierra y día tras día hacía falta que la Justicia se hiciera hombre y se encarnase.
Pero si no la conciencia, sí podía, y debía, la teología cristiana aprender de los nietos de la Ilustración, de la ciencia social moderna, cuáles son los instrumentos para conocer la realidad social y cómo hay que usarlos para mejorarla. Ni una cosa ni otra se las enseña la fe. Esto es algo que Dios ha dejado a la «industria humana». Existe ciertamente el peligro de que el teólogo, encandilado por la fuerza persuasoria de la ciencia, acabe en «científico» (o en marxista) y deje de ser teólogo. También en el siglo XIII pululaban por las callejuelas medievales de París gentes que se creían profesionales de la teología cristiana y no eran en realidad nada más que entusiastas aristotélicos. Hubo gentes importantes y entendidas que confundieron al gran Tomás de Aquino con uno de ellos. Pero prevaleció a la larga la verdad histórica y cristiana, y su teología ha inspirado a millones de creyentes durante siglos. Si la teología ha de tener algún sentido para el creyente y para el no creyente, no puede dejar de usar como instrumentos analíticos para conocer la realidad histórica los que le proporcionan la ciencia y la cultura de su tiempo, aun a sabiendas de que también esos instrumentos ofrecen sus riesgos y que son mejorables y corregibles.
La teología de la liberación brota, se advirtió arriba, de una praxis cristiana «espontánea» (en buena teología: inspirada por el Espíritu Santo), y se orienta a su vez a una praxis consciente y orientada. Esto segundo la distingue sobre todo, además de otros aspectos importantes, de otras teologías, también algunas recientes, de cuño más bien teológico y «contemplativo», tales, por ejemplo, las teologías de la esperanza.
Una última palabra. A pesar de las muchas críticas que teólogos de la liberación han dirigido al pensar excesivamente teórico de las varias teologías nacidas en países avanzados, ninguno de ellos pretende que la teología de la liberación sea una teología obligatoria para la fe, como si hoy sólo se pudiera ser teólogo, o simplemente creyente, si se aceptan los postulados de la teología de la liberación. No pretenden tal cosa, pero sí insisten en que la teología de la liberación ilumina mejor que ninguna otra teología los problemas de conexión y relaciones mutuas entre la fe y la vida en este tiempo. No parece que estén equivocados al insistir en esto. Lo corroboraría además el testimonio explícitamente aprobatorio de numerosos teólogos de primera fila de los países con más sólida tradición teológica.
Jaime Corera CM
La Milagrosa 1994