La teología de la liberación, sospechosa de herejía
Pero había en este caso objeciones de peso contra el cambio de lenguaje. Alguna, de poco peso, podría proceder de quien tal vez se sintiera incómodo ante cualquier cambio de lenguaje porque, como quien cambia de lengua, teme pasar por la desagradable experiencia de renunciar a la seguridad de lo conocido y aventurarse en la inseguridad de lo desconocido. Podría temer además, y esto con razón, que el nuevo lenguaje introdujera en su ya bien definido universo mental connotaciones nuevas, y por lo mismo no aceptables. Podría temer, incluso, y esto sin razón, que las connotaciones nuevas traicionarían el contenido original del lenguaje antiguo. Lo traicionarían, en efecto, si éste no se hubiera desgastado previamente y no hubiera perdido por desgaste histórico lo que le pertenecía por derecho como contenido propio desde un principio.
Pero había objeciones de más peso. Así como hubo tiempos atrás quien había objetado contra la aplicación al depósito de la fe de términos y conceptos aristotélicos por parte de santo Tomás y había objetado que al hacerlo el santo había desfigurado ese depósito, también ahora se objetaba que el nuevo término ocultaba bajo mano una desfiguración de la fe fuertemente inspirada no ya por el pensar de un pagano pre-cristiano (y por ello ¿se suponía tal vez? inocente o al menos neutro) como lo era Aristóteles, sino por el pensar de un nada inocente ni neutro pagano post-cristiano (y post-judío) que respondía al nombre de Karl Marx.
No estaba del todo descaminada la objeción. No había usado él mismo en sus escritos la palabra «liberación», pero sí había brotado de sus ideas el uso de la palabra entre sus seguidores y simpatizantes para expresar precisamente la liberación terrenal que la palabra teológica «redención» había ido olvidando por el camino a lo largo de los últimos siglos. O sea, el movimiento que este hombre inspiró había asumido como tarea central y única algo que los cristianos —que lo habían tenido como tarea central, aunque no única— parecían en su conjunto haber olvidado, o al menos no parecían tener muy en cuenta. De manera que la objeción parecía, prima facie, justa. Parecía, pero no lo era. Poco importaba de qué hereje o de qué herejía había tomado el teólogo sus ideas si esas ideas eran cristianas y ortodoxas mucho antes de que las publicara a los cuatro vientos el hereje.
Y aún podía tomar una forma más drástica esta objeción. Pues resultaba que, en este caso, no se trataba simplemente de un hereje equivocado por exagerar una verdad y excluir otras, como suelen hacerlo los herejes. Se trataba de un hombre para quien, aunque bautizado, ni Dios ni Jesucristo ni salvación eterna significaban nada. Esas cosas podrían ser, a lo más —lo había aprendido leyendo a Feuerbach siendo joven— proyecciones imaginarias de la fantasía creadora del hombre y de su hambre ilusoria de perfección absoluta. Para sustituir esa ilusión, sustituyendo esa «ilusión», había Karl Marx creado su pensamiento y su movimiento de redención-liberación exclusivamente terrenal e histórica. Siendo esto así, el teólogo —si hubiere alguno— que al tomar de Marx la idea de la liberación terrenal la encerrara a la vez en su estrecha visión antropológica, se descalificaba a sí mismo como teólogo y aun como hombre de fe. La objeción valía, en consecuencia, sólo contra el teólogo que, al hablar de liberación olvidaba o ponía entre paréntesis como irrelevante la fe heredada de sus padres en la liberación eterna.
Los precursores
Muchas veces se ha notado que hacia el siglo XIV, e incluso antes, comenzó a operarse una separación entre vida espiritual y pensar teológico que resultó ser muy nociva para ambos. La vida espiritual, escasa en inspiración teológica, se manifestó posteriormente con demasiada frecuencia en formas pobres de contenido y, en casos, desviadas y aun heréticas. Por otra parte, raro fue el teólogo, hasta ayer mismo, que, a la vez que un brillante sistema de pensamiento, pudiera ofrecer el ejemplo de una vida espiritual canonizada o canonizable, cual sí fue el caso de numerosos teólogos en siglos anteriores.
Pero aún hubo otra separación más dolorosa: el pensar teológico se había ido desvinculando de su imprescindible base bíblica. Este proceso había comenzado mucho antes del siglo XIV con Pedro Lombardo, y tomó su forma extrema en los libros de texto en uso en facultades teológicas y seminarios hasta mediados del siglo XX. En esos libros, la Escritura —frases muy seleccionadas de la Escritura, para ser precisos— se usaba a lo más como argumento añadido de prueba de la verdad de una tesis que en realidad se probaba con argumentos de tipo racional. Pero no era en manera alguna la Escritura la raíz y la sustancia del argumento teológico. Estas se encontraban más bien en las definiciones dogmáticas y en las opiniones autorizadas de teólogos anteriores reconocidos.
Desvinculada de su raíz bíblica en buena parte, la teología sistemática corría el riesgo —en el que cayó de bruces— de dejar a un lado aspectos fundamentales de la revelación que no habían sido objeto de definición dogmática previa o de opinión teológica común. ¿En qué escuela de teología se podía encontrar —como no fuera en una versión espiritualizada y deshistorizada— un estudio del contenido teológico de la fundamental experiencia del Exodo? ¿Qué teólogo se preocupó por estudiar sistemáticamente el contenido histórico-terreno de la redención? ¿A qué teólogo se le ocurría presentar como clave, programa y propósito de la encarnación del Verbo lo que el mismo Verbo encarnado presenta como clave y programa de su encarnación: «El Señor me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres»? (Lc 4,18).
No es que la conciencia de este programa, aunque ausente en buena medida de las preocupaciones de los profesionales de la teología, estuviera ausente también de la conciencia de la Iglesia en su conjunto. Ahí estaban, en cualquier biblioteca bien abastecida, los escritos de los grandes Padres de la Iglesia que atestiguaban a la vez un conocimiento profundo de la Biblia, de toda ella, una alta competencia teológica, una experiencia profunda de vida espiritual y, con todo ello, la conciencia refleja de que la redención de Cristo se había de manifestar también en el trabajo activo y la protesta en favor de las muchedumbres pobres de Constantinopla y de Alejandría: Basilio, los dos Gregorios, los dos Cirilos, el de Jerusalén (»Alguno dirá: ¿Cómo puedo huir del fuego, cómo podré entrar en el reino de los cielos? Dice el Señor: Tuve hambre y me disteis de comer»2 y el de Alejandría, Crisóstomo, Agustín…
Ni se perdió en los siglos posteriores tal conciencia. Pero para encontrarla hubiera sido casi inútil acudir a las escuelas de alta teología, ocupadas en otros menesteres más refinados e importantes. Se encontraba viva en multitud de hombres y mujeres de toda clase social, en santos canonizados y por canonizar, en la actividad caritativa de cofradías populares y gremiales, en la idea original de algunas órdenes religiosas y en la práctica de muchos de sus miembros, en reformadores, algunos oficialmente heterodoxos, en múltiples instituciones benéficas, en reyes, nobles y gobernantes excepcionales, aunque no raros. Se podría encontrar incluso en la visión cristianizada de la organización feudal, a pesar de que ésta había sido en buena parte depredadora en su origen histórico y lo fue siempre en la práctica de muchos de entre los que se beneficiaban de ella:
«Dios no ha puesto a los señores sólo para que cobren tributos de sus súbditos, sino para que les administren justicia, mantengan la religión y les enseñen a amar a Dios»’.
Esto dejó escrito en pleno siglo XVII —como testimonio de la formulación legitimadora del feudalismo aceptada al menos en teoría por todo el mundo cristiano desde, hacía casi mil años— un hombre como Vicente de Paúl, de ninguna manera teólogo profesional, pero sí uno de los mejores testigos en tiempos postmedievales del antiguo espíritu evangélico que veía un aspecto central de la misión de Jesucristo en la redención terrena de los pobres.
Existía, siempre existió —cómo podía dejar de existir en un mundo cristiano— la conciencia. Existía también —nunca dejó de hacerlo, a pesar de épocas casi estériles, tal el siglo XVIII— la teología. Pero iban las dos casi paralelas, cada una por su lado. Había ciertamente algún punto de contacto. Pero lo que para el hombre de caridad y de acción era el alma de su fe, se reducía en los libros del teólogo al contenido de un pequeño apartado en el secundario, de ninguna manera central en la visión del teólogo, tratado de las virtudes; de la virtud de la caridad hacia el prójimo, para ser precisos. Tampoco los catecismos populares, destilación ad captum populi de la teología académica, se olvidaban del tema. Hablaban, ciertamente, de las obras de misericordia, pero las colocaban entre las varias cosas que debía además hacer el cristiano una vez aseguradas otras cosas mucho más importantes.
No es que no hubiera cosas más importantes. Las había, sin duda; lo aseguraba la palabra de Dios: el cielo nuevo y la tierra nueva donde no habrá muerte, ni llanto, ni lamentos, ni fatigas; la ciudad santa, morada de Dios con los hombres (Ap 21,1-4), donde el hombre será semejante a Dios porque lo verá cara a cara, tal cual es (1 Jn 3,2). Eso había sido siempre lo más importante, a ello llevaban creación, éxodo, encarnación, redención. No podía dejar de ser lo más importante sin que la totalidad de la revelación cayera en la banalidad del mito cósmico, poético, hermoso y vacío.
Pero la importancia de lo anunciado como promesa final no debía convertir lo transitorio y temporal (dar de comer al hambriento…) en poco importante, ni siquiera en secundario. Por de pronto el mismo Señor había establecido para siempre una conexión indestructible entre dar de comer al hambriento y la vida eterna junto al Padre (Mt 25,34-35). La realidad de lo que se esperaba en manera alguna privaba de densidad a lo que había que hacer mientras se vivía en esperanza, sino que lo hacía más denso y necesario. En efecto, esto segundo era prueba, raíz y garantía de lo primero. El hombre, para ser capaz de llegar a ver a Dios cara a cara, tenía antes que ser hombre. De manera que asegurar esto era no sólo tan importante como lo otro, sino además su precondición necesaria.
Si se quiere ser justo hay que advertir que nunca faltaron teólogos que lo vieran así. Ante la inesperada novedad de las muchedumbres emergentes de las Indias, explotadas sin muchos escrúpulos por colonizadores blancos y cristianos bajo el pretexto interesa do de su «pobreza humana» aparente, aún más, de su dudosa humanidad, algunos proclamaron —tal hizo Salmerón en Trento— Ia capacidad de salvación de los indios basada en el reconocimiento nada ambiguo de la igualdad de sus derechos con los demás hombres y la posesión indudable de alma racional. Esto había que de cirio contra otros teólogos, tal Juan Maior, que justificaban conquista y explotación porque las costumbres salvajes y corrompidas de los indios los hacían por naturaleza esclavos y destinados a ser dominados por los verdaderos hombres, los cristianos blancos.
Pero —advierte Francisco de Vitoria— «ni por la autoridad de Papa pueden los príncipes cristianos castigarlos por sus pecados contra naturaleza».
Esto lo podía decir un teólogo que, pues atribuía a los india los atributos de una humanidad plena, tales como racionalidad responsabilidad moral, podía a la vez afirmar de ellos que «no se excusan de pecado mortal si, rogados y animados a escuchar a quienes les hablan de manera pacífica de la —verdadera— religión, no los escuchan». Pero aunque no los escuchen, y por ello pequen «no es lícito hacerles la guerra ni despojarles de sus bienes».
Había antes que asegurar que eran verdaderos hombres para que se pudiera también decir de ellos que podían ser redimidos y salva dos. Sólo así, supuesta y garantizada su humanidad, «tienen los cristianos el derecho de predicar y anunciar el evangelio en las tierras de los indios». Con todo lo cual se establecía el principio de que una humanidad plenamente reconocida y autónoma venía a ser e sustrato y condición necesaria para que se diera la obra de la redención; ésta, a su vez, —lo venía diciendo la fe cristiana desde sus comienzos—, se manifiesta en una mayor plenitud de humanidad (Jn. 3,15-16; 6,58; 8,36; 10,10). Todo esto era lo mismo que reconocer que la redención se basa en la liberación plena del hombre y a su vez, la produce y la lleva a mayor plenitud. Con razón la llamada teología de la liberación ha visto en el actuar y en el pensar de hombres inspirados por una teología de ese estilo como la de Vitoria, tal un Bartolomé de las Casas, un anticipo de su propio actuar y pensar.
Jaime Corera CM
La Milagrosa 1994