El papel del Estado

Francisco Javier Fernández ChentoDoctrina Social de la IglesiaLeave a Comment

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Author: Varios autores · Year of first publication: 2000.
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I. Autoridad temporal

178. «Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país» (PT, n. 46). Se llama «autoridad» la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia. Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación» (Rom 13, 1–2). El deber de obediencia impone a todos la obligación de dar a la autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su mérito, de gratitud y de benevolencia a las personas que la ejercen. La más antigua oración de la Iglesia por la autoridad política tiene como autor a san Clemente Romano: «Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio» (San Clemente de Roma, Ad Cor, n. 61). (CIC, nn. 1897–1900)

179. Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos. Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común—concebido dinámicamente—según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes. (Gaudium et Spes, n. 74)

180.Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente. Es un aviso del mismo Dios: «Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended: aprended, vosotros, los que domináis los confines de la tierra. Aplicad al oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestra sobras y escudriñará vuestros pensamientos» (Sap 6, 2–4). (Pacem in Terris, n. 83)

181. La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una «fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido» (GS, n. 74). «La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia» (Santo Tomás de Aquino, STh, I–II, 93, 3, ad 2). (CIC, n. 1902)

II. La regla de la ley

182. El Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia. Para que ésta se pueda desarrollar, se precisa la educación cívica así como la promoción del orden público y de la paz en la convivencia civil. En efecto, «no hay una democracia verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la Iglesia preste mayor atención a la formación de la conciencia, prepare dirigentes sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la educación ética, la observancia de la ley y de los derechos humanos y emplee un mayor esfuerzo en la formación ética de la clase política. (Ecclesia in America, n. 56)

183. La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: «El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir…. Y como ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que … la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación en la autoridad de Dios» (Pío XII, Mensaje por radio en la Víspera de Navidad, 1944). (Pacem in Terris, n. 44)

184.El momento histórico actual hace urgente el reforzamiento de los instrumentos jurídicos adecuados para la promoción de la libertad de conciencia también en el campo político y social. A este respecto, el desarrollo gradual y constante de un régimen legal reconocido internacionalmente podrá constituir una de las bases más seguras en favor de la paz y del justo progreso de la humanidad. Al mismo tiempo, es esencial que se tomen iniciativas paralelas, a nivel nacional y regional, con el fin de asegurar que todas las personas, donde sea que se encuentren, estén protegidas por unas normas legales reconocidas en el ámbito internacional. (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1991, n. 6)

185. El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: «En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia» (Santo Tomás de Aquino, STh, I– II, 93, 3, ad 2). (Pacem in Terris, n. 51)

186. León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo normal de las actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables. Por esto, en un pasaje de la Rerum Novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres poderes—legislativo, ejecutivo y judicial—lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia. Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres. (Centesimus Annus, n. 44)

187. Es necesario recalcar, además, que ningún grupo social, por ejemplo un partido, tiene derecho a usurpar el papel de único guía porque ello supone la destrucción de la verdadera subjetividad de la sociedad y de las personas-ciudadanos, como ocurre en todo totalitarismo. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 15)

III. El papel del Gobierno

188. Sin embargo, si ese estructura jurídica y política fuese de brindar las ventajas esperadas, los oficiales públicos tienen que esforzarse para enfrentar las problemas que surgen, de una manera que conforme tanto a la complejidad de la situación y el ejercicio propio de su función. Esto requiere que, dentro de los condiciones constantemente en cambio, los legisladores nunca se olvidan las normas de la moralidad o provisiones constitucionales o el bien común. Mas aun, los autoridades ejecutivos tienen que coordinar los actividades de la sociedad con discreción con pleno entendimiento de al ley y desuse de consideración cuidoso de las circunstancias los cortes tienen que administrar la justicia imparcialmente y sin dejarse llevar por parcialidades o presión. El orden bueno de la sociedad también demanda que los ciudadanos individuales y organizaciones intermediarios deben ser protegidos con eficacia por la ley en cualquier momento que ellos tiene derechos para ejercitar o obligaciones por ser cumplidas. (Pacem in Terris, n. 69)

189.Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria, formulado por Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno:

«Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos» (QA, n. 23). (Mater et Magistra, n. 53)

190. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental—así como su urgencia singular—en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados. (Veritatis Splendor, n. 101)

IV. Iglesia y Estado

191. La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos por medio de leyes justas y otros medios aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes; y la misma sociedad goce así de los bienes de justicia y de paz que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su voluntad. (Dignitatis Humanae, n. 6)

V. Formas de gobierno

192. Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, «la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos» (GS, n. 74). La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto. (CIC, n. 1901)

193. A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo, el cual, en la forma marxista-leninista, considera que algunos hombres, en virtud de un conocimiento más profundo de las leyes de desarrollo de la sociedad, por una particular situación de clase o por contacto con las fuentes más profundas de la conciencia colectiva, están exentos del error y pueden, por tanto, arrogarse el ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que añadir que el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para que se afirme en su egoísmo. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que cree poder realizar en la historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico. El Estado totalitario tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la familia, las comunidades religiosas y las mismas personas. Defendiendo la propia libertad, la Iglesia defiende la persona, que debe obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hech 5, 29); defiende la familia, las diversas organizaciones sociales y las naciones, realidades todas que gozan de un propio ámbito de autonomía y soberanía. (Centesimus Annus, nn. 44–45)

194. En realidad, para determinar cuál haya de ser la estructura política de un país o el procedimiento apto para el ejercicio de las funciones públicas es necesario tener muy en cuenta la situación actual y las circunstancias de cada pueblo; situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de las épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del hombre una organización de la convivencia compuesta por las tres clases de magistraturas que mejor respondan a la triple función principal de la autoridad pública; porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa pública quedan definidas en términos jurídicos. Tal estructura política ofrece, sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el ejercicio de sus derechos como en el cumplimiento de sus deberes. (Pacem in Terris, n. 68)

195.Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales. (Gaudium et Spes, n. 75)

196.Y, al hablar de la reforma de las instituciones, se nos viene al pensamiento especialmente el Estado, no porque haya de esperarse de él la solución de todos los problemas, sino porque, a causa del vicio por Nos indicado del «individualismo», las cosas habían llegado a un extremo tal que, postrada o destruída casi por completo aquella exuberante y en otros tiempos evolucionada vida social por medio de asociaciones de la más diversa índole, habían quedado casi solos frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño perjuicio del Estado mismo, que, perdida la forma del régimen social y teniendo que soportar todas las cargas sobrellevadas antes por las extinguidas corporaciones, se veía oprimido por un sinfín de atenciones diversas. (Quadragesimo Anno, n. 78)

VI. Democracia

197. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad. (Centesimus Annus, n. 46)

198. La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece en este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado. (Centesimus Annus, n. 47)

199. En realidad, la democracia no puede mitificarse, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. (Evangelium Vitae, n. 70)

200. Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 14, 3–4; Ap 18, 2–3, 9–24). Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo—la primera entre ellas el marxismo—existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última—que guíe y oriente la acción política—entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (CA, n. 46). Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral—que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad-ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo. (Veritatis Splendor, n. 101)

201. Sólo el respeto a la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz. En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.

No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida…. (Evangelium Vitae, n. 101)

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