Capítulo primero: Desde Selgua a París, pasando por Madrid.
Los primeros quince años en torno a un triángulo.
Los primeros quince años, si bien son decisivos en la historia de un hombre suelen ser los que menos historia tienen. Selgua, Monzón y Barbastro son los vértices del triángulo en torno del cual giraron estos primeros quince años del P. Maller. En Selgua en efecto, se crió en Monzón se educó, y en Barbastro, le nació y se le perfiló la vocación misionera.
El 4 de septiembre de 1817 venía al mundo el P. Maller de padres cristianos y piadosos, recibiendo en el bautismo los nombres de Joaquín Mariano. En un ambiente de costumbres patriarcales creció y recibió de sus padres las primeras lecciones de la vida cristiana, al tiempo que en las escuelas del pueblo aprendía las primeras letras. A los diez años se trasladó al cercano pueblo de Monzón para cursar las Humanidades en el colegio que allí tenían los Escolapios, hospedándose en casa de unos familiares. En las fiestas principales y en vacaciones se trasladaba a la casa paterna en donde seguía recibiendo los ejemplos y las lecciones que de buen cristiano, le daba su padre.
Siendo ya mayorcito le llevaba consigo a Barbastro a confesarse, y a hacer los ejercicios espirituales con los Padres Paúles que allí regían el Seminario Conciliar por esta época. La casa que allí tenían, además de Seminario, era casa de misiones y de ejercicios, acudiendo a hacerlos y .a confesarse en su hermosa y amplia iglesia casi todos los habitantes de Barbado y de los pueblos de la comarca. Era, pues, aquella casa un emporio del saber y un faro de vida cristiana, cuyo influjo llegaba más allá de las orillas del Cinca y hasta los valles del Pirineo. Allí empezó el joven Joaquín a conocer las obras de San Vicente de Paúl y con ellos los primeros indicios de su vocación misionera. En unos ejercicios tomó su decisión, siendo todavía de quince años. Por esta época un joven de la región había solicitado su ingreso en la Congregación, y por un azar de la Providencia, la respuesta de admisión fue a parar al candidato de Selgua, el cual, ni corto ni perezoso, después de un viaje de quince días en galera, se presentó en Madrid, sin tener todavía la edad reglamentaria; más viendo el Padre Roca su piedad y desparpajo y los buenos informes que traía, le admitió en el Seminario interno o noviciado.
En la calle del Barquillo.
Cinco años hacía que los misioneros paúles habían traslado a Madrid desde Barcelona, su Casa Central y la habían instalado en la calle del Barquillo, no lejos de donde hoy está el Ministerio del Ejército. Regían los destinos de la Provincia y de la Casa, respectivamente, los PP. Roca y Codina, más tarde éste último, Obispo de Canarias. En esta Casa vestía el Padre Maller la sotana de misionero el 23 de junio de 1833 siendo connovicio de Miguel Domenech, más tarde Obispo de Pittsburg y los Allegany, en Estados Unidos; Ramón Pascual, más tarde gran misionero en México; Francisco Amaya, futuro y célebre misionero en el Líbano y algunos otros. Era entonces Director de novicios el P José Antonio Borja, que durante muchos años fue para los jóvenes seminaristas un ejemplo vivo y literal de todas las Reglas y hasta su extrema vejez embalsamó a la Provincia española con su sencillez, humildad, obediencia y espíritu interior. En esta escuela se penetró y empapó el P. Maller del verdadero espíritu misionero, de la más estricta regularidad y del espíritu interior con que luego durante casi sesenta años fue iluminando a toda la Congregación a través de naciones y continentes, a donde le llevó el espíritu de Dios.
Desterrados y acogidos en tierra extraña.
Cuando el Padre Maller terminaba su primer año de noviciado, estalló el cólera en Madrid, y el P. Codina, con fecha del 9 de julio ofreció la casa y el servicio de los misioneros para alojamiento de los soldados atacados. Es posible que esta generosidad de los Hijos de San Vicente les ahorrara el ser envueltos en la horrenda «matanza de los frailes»; ocurrida el 24 del mismo año, organizada a ciencia y paciencia del «prudente y moderado masón durmiente Martínez de la Rosa, por la masonería, que mangoneaba entre bastidores, el masón inglés Jorge Guillermo Williers, embajador de Su Graciosa Majestad británica al compás de las consignas y planes del también masón Avinareta el célebre héroe de Pío Baroja, su glorificador, astuto e imaginativo organizador de la revoluciones decimonónicas. Después del degüello la sangre se iba corriendo a otras ciudades españolas y se hacía imprudente el mantener por más tiempo en Madrid a novicios y estudiantes, y el P. Codina dio órdenes para que en dos grupos se trasladaban a nuestra Casa de Guisona, que por ser ciudad fronteriza, constituía un trampolín para en caso de necesidad saltar a Francia y refugiarse en algunas Casas que en el Mediodía francés tenían los Paúles del vecino país.
Para este viaje habían sido preparados espiritualmente por el P. Borja, como lo indica, el P. Maller en la biografía que de este gran misionero escribió: «El 10 de julio de 1834, que era jueves, salió a paseo por la mañana, como de costumbre, con los seminaristas. En todo el paseo no habló sino de la caridad fraterna y del mutuo sufrimiento; parecía que no podía pensar en otra cosa. Los seminaristas extrañaban que tanto insistiese en esto; pero de vuelta a casa supieron ,el motivo y novedad que había. Por la tarde, reunidos de nuevo los seminaristas, como para ir de paseo, el Sr. Borja les anunció que los Superiores habían decidido que al día siguiente, a mediodía, partiesen para Barcelona, no por Zaragoza, sino por Valencia, y aquella misma tarde se sacaron pasaportes, como entonces se exigían.
Como en aquella época no había ferrocarriles, ni aún diligencias por aquella vía, el viaje hasta Valencia había de hacerse en galeras aceleradas, que recorrían unas diez leguas por día, y nuestro buen maestro de novicios consideraba necesario prevenir contra el espíritu de división y de discordia a los cinco novicios que iban a estar solos, sin nadie que los gobernase por espacio de tantos días»1
El P. Maller con su grupo avanzó por tierras de Albacete, Valencia, Tortosa y Reus, hasta Guisona. Por cierto que en Tortosa fueron detenidos unos cuatro meses a causa del cólera, alojándose en el Hospital dirigido por las Hijas de la Caridad, que los trataron y atendieron con maternal solicitud. Cosa parecida les ocurrió en Reus, donde hubieron de detenerse unos días, alojándose en la casa que allí tenía entonces la Congregación. Llegados a Guisona, se reorganizaron los ejercicios del Noviciado y los estudios de Filosofía y Teología hasta el verano de 1835. El novicio Joaquín Maller no pudo hacer los votos al terminar los dos años de prueba por no tener cumplidos los dieciocho años que marcan las Constituciones, teniendo que aplazarlos hasta el 5 de septiembre, ya en territorio francés. El ambiente se enrarecía también en Guisona, pues hasta allí llegaba la marea revolucionaria después de salpicar de sangre a Zaragoza, Reus, Málaga, Barcelona y otros lugares de la Península. Celebrada la fiesta de San Vicente el P. Armengol, profesor de los estudiantes, recibió la orden de pasar con ellos la frontera a través de la República de Andorra, en donde celebraron en paz y calma la fiesta del Apóstol Santiago. No la celebraron así los Paúles de Barcelona, que más confiados que los de Madrid, habían permanecido allí hasta ese día. En la noche de Santiago sufrieron un asedio en toda regla y al cabo de seis horas, muerto uno de ellos y rota toda resistencia, se fueron escapando uno tras otro, no sin ser luego reconocidos, perseguidos y acosados por las turbas y, por fin, encerrados durante quince días en el castillo de Montjuich con amarguras y agonías de muerte. Libertados de un modo providencial, «por caminos excusados y casi intransitables, bajo el excesivo calor de agosto y con gravísimo peligro de caer en manos de los revolucionarios», se encaminaron unos a sus casas y los más hacia la frontera, logrando llegar casi todos: a Carcasona los sacerdotes y a Montolieu los estudiantes, siendo fraternalmente recibidos por los misioneros franceses. El grupo de Guisona, después de unos días de descanso en Andorra, en donde el párroco los alojó y trató con caridad cristiana, les había precedido con varias semanas de anticipación.
Desde París, el P. Juan Bautista Nozo dio órdenes para que los estudiantes de Filosofía se quedaran en Montolieu, mientras que 1os teólogos habían de avanzar hasta la capital francesa para seguir allí los cursos de Teología. El joven Maller quedó en Montolieu, donde hizo loe votos, y terminada la Filosofía bajo el magisterio del P. Armengol, avanzó hasta París con sus compañeros, siendo recibidos con cálida efusión, tanto por sus colegas franceses como por los españoles que les habían precedido. El teólogo Maller, si siempre se distinguió por su piedad, no se distinguió menos por su talento, como lo prueba el haber sido elegido en todos los años para sostener o defender en actos públicos las tesis de Teología que se acostumbran durante los cursos teológicos. Entre los profesores figuraban en primera línea los españoles Ecarrá, Cerda y Santasusana, que seguían en sus explicaciones los sólidos métodos con que la Teología se enseña en España. En este ambiente, mutuamente edificados y estimulados franceses y españoles, brillaron en él de un modo notable su singular piedad, la modestia, que siempre le distinguió, y las más bellas cualidades de talento y de claridad de ideas. Llamaba la atención de todos sus condiscípulos aquella aplicación constante a la ciencia de Dios, aquella precisión con que explicaba sus conceptos al dar la lección en las clases y al defender las conclusiones impugnadas en loe actos literarios y aquella rectitud y solidez de juicio de que después dio pruebas en las cuestiones y negocios más arduos y complicados.2