El día 2 de abril se extinguía la vida de nuestro muy estimado P. Abdón Civit, a los sesenta y ocho años de edad y cincuenta y uno de vocación, como se extingue una lamparilla, mansa y suavemente, al faltarle el aceite que la sostiene; porque su vida no fue una antorcha brillante por sus vivos resplandores, sino humilde mariposa, constante siempre en gastarse por amor a Dios, en un ambiente lleno de sencillez y silencio. Su pasar ha sido casi inadvertido como el rozar de una leve pluma por la mísera tierra.
Tiempo había que todos presentíamos su fin próximo, aunque él parecía bien administrar las escasas reservas de su vitalidad física para levantarse de sus frecuentes recaídas. Y vino un día en que la enfermedad pudo más que él, y entró a mansalva en su abatido y delicado cuerpo para desmoronarlo en breve plazo. El enfermo requería cuidados asiduos, y nuestros buenos Hermanos, en turnos impuestos por la caridad, una noche tras otra le prestaban los servicios oportunos. Hasta que se pensó, para bien de todos y principalmente para comodidad del paciente, en internarlo en la Casa de Salud «Fundación Alba», donde las buenas Hijas de la. Caridad le prodigaron todos los cuidados necesarios, no pudiendo empero cerrar el paso a la muerte, que se presentó inexorable a los quince días.
El entierro de nuestro malogrado hermano revistió una nota de piadosa poesía al discurrir por los sombreados jardines las largas hileras de los niños y convalecientes uniformados de la Casa de nuestras Hermanas y de los miembros de la Comunidad de la Casa de Barcelona, presididos por el señor Visitador, que acompañaron a su última morada a quien procuróse siempre soledad y aislamiento.
En la Conferencia que se tuvo a los pocos días sobre sus buenos ejemplos, afirmóse con verdad que no brillaron en nuestro amado P. Civit grandes cualidades, pero sí pequeñas vir-tudes. Eso es precisamente lo que nos interesa y lo que debemos recoger los que quedamos.
Es cierto que para el mundo son las hazañas y extraordinarias proezas, la vida ostentosa y deslumbrante lo que se busca, lo que se alaba y lo que se computa y pondera al morir. No así a los ojos de Dios, a los ojos de la fe. Afortunadamente para nosotros sabemos apreciar bien y premiar los sacrificios que supone la regularidad, el fiel cumplimiento del deber practicado sin exhibición ni alarde, sin apenas perci-birse, aquellas amables y sencillas disposiciones que San Francisco de Sales llama «pequeñas virtudes», las cuales deben caracterizar la vida del Misionero, llevando, como nos dice San Pablo, una vida escondida con Cristo en Dios.
Eso fue toda la vida de nuestro inolvidable P. Civit: Una vida humilde, un conjunto de humildes violetas, que se mantienen ocultas y sólo se presiente su presencia por su fragante aroma: rasgos sencillos pero encantadores, reproduciendo sin ruido al Divino Maestro que tenía por Modelo Pertransiit benefaciendo.
Amor a la vocación. — Tenía muy grabadas en el alma aquellas palabras del Apóstol San Pablo: Obsecro vos ut digne ambuletis vocatione qua vocati estis (Ephes, IV, D. «Es Dios quien me ha llamado, decía con San Vicente, y quien desde la eternidad me tiene destinado para Misionero. No debo buscar, pues, ni esperar descanso, contento y bendición en otra parte que en la Congregación; pues es aquí donde Dios me quiere. Amaré, pues, siempre mi vocación, esta vocación que me hace semejante a Jesucristo, pudiendo exclamar como Él : Evangelizare pauperibus misit me.»
Sabía muy bien nuestro P. Civit que amar es entregarse enteramente a Dios y a Dios sólo ; luego, por precepto de Dios y de la manera y en la medida que Dios quiere, es entregarse al prójimo. Por el amor aspiraba, pues, constantemente a unir su voluntad a la de Dios; y por el amor ardía en deseos del bien de las almas. No se arredró nunca por dificultad alguna, que las pasó, como todos, en el camino de su perseverancia. Puso su mano evangélicamente al arado,, y lo empujó en línea recta delante de sí, a pesar del calor y del frío ; a través del pedregal y de la tempestad. Supo reprimir siempre la connatural inclinación a mirar atrás, y por eso venció toda vacilación.
Su gran amor a la vocación le llevó a estudiarla, a conocer su historia, a edificarse con los ejemplos de sus antepasados, a interesarse por la buena marcha de la Provincia y por el resultado de las misiones y otros ministerios. Se alegraba tan, to como si él mismo los hubiera realizado.
Preocupación de santidad. – La tuvo, yo creo que habitualmente y sin intermisión. «Señor, se decía con frecuencia, me estoy preocupando de lo que debo valer ante tus ojos; me inquieto por el progreso de todas las virtudes que me son propias, que forman el espíritu de mi santa vocación. Me -pregunto con ansiedad si avanzo y en qué medida, o si vuelvo atrás y cuánto; si no salgo del atolladero de mis debilidades, y desde cuándo…» Su primera y más constante preocupación fue ésta: ver de conservar el cuidado continuo de no dejar perder nada del don de Dios, sin fatigar, no obstante, su alma con inquietudes infundadas, impropias de quien confía y descansa en el Señor ; pero también sin convivir con deseos enfermizos, sin adaptarse nunca a un estado de enervamiento o de indolencia, que fácilmente se acomoda a todo, aun a lo mediocre y malo. Quería y buscaba con solicitud diaria comprobaciones de fidelidad en sus exámenes, y de resultados palpables de progresos en sus confesiones. Fallaron sus planes a veces, pero no falló nunca la santa ilusión que le llevaba a nuevas industrias de cooperación a la gracia para lograr el más colmado remate a aquella idea que le asediaba desde su Seminario: Propriae perfectioni studere.
Fidelidad a los Santos Votos. — Vivió siempre atento a la grave obligación de conciencia que le imponían los sagrados compromisos que un día contrajera al entregarse a la Congregación. Conocía muy bien y sabía defender las diversas imposiciones de la Pobreza, Castidad y Obediencia, a las cuales se sujetaba con escrupulosidad.
Puedo afirmar que me llamó no pocas veces la atención la delicadeza con que administró los bienes de la Comunidad en los largos años que cuidó de la procura de Figueras y de Bar-celona. Sin ser tacaño, evitaba con todo cuidado los gastos menos necesarios y superfluos. Para los ordinarios sabía atenerse con rigor al espíritu de la Congregación, a las buenas costumbres, y, sobre todo, al criterio de su Superior, gastando lo razonable y tendiendo a una prudente economía.
Los bienes personales no le dieron ocasión de faltar al voto, porque supo ceñirse a las mociones de desprendimiento y de dependencia constante de la autoridad. Evitaba siempre lo superfluo y gastaba lo menos que podía de lo suyo para poder ayudar así más a los pobres. Se ha sabido después de su muerte que socorría a varias familias simultánea y habitualmente. Para sí era un verdadero pobre, en vestidos, en comida, en gustos, en objetos particulares, contentándose con el régimen común y ordinario; pero era espléndido y dadivoso con los necesitados, sobre todo vergonzantes, y para con las vocaciones pobres. Si algún dinero tenía recogido era con la in-tención, que dejó bien explícita, de que se dedicase a los niños pobres de la Escuela Apostólica de Bellpuig. Su misma preocupación de recoger y coleccionar objetos de distintas especies obedecía a la idea de que alguna vez serían útiles. Ese amor a la pobreza y a los pobres se manifestaba también en la asiduidad con que procuraba presidir la Conferencia de San Vicente, de Señoras, que se reúne en nuestra Casa central. Sólo por verdadera imposibilidad dejaba de asistir a ella, y entonces daba el dinero que debía echarse en la bolsa de la colecta de los pobres al Padre que le suplía.
En la castidad, la delicadeza de nuestro buen P. Civit fue extremada, por ser también más extensa, más rigurosa en cierto modo, la obligación y mayores los peligros de claudicación. Diríase que siempre tenía ante los ojos aquella sentencia del Espíritu Santo: Qui amat periculum, in illa peribit (Eccli., III, 27). Y así se le vio siempre eludir los ardides del demonio, tratando con sumo cuidado y precaución a personas de diferente sexo, siendo irreprochable en su correspondencia, en sus visitas, en sus atenciones. Supo siempre armarse con el dominio de sus sentidos, amando siempre la templanza como nos aconsejan tan prudentemente las Reglas Comunes. Conoció muy bien la predilección de nuestro Santo Fundador sobre esta virtud angélica, y ardía como él en deseos de poseerla ; por eso decía «que se sentía rigurosamente obligado a guardar una continencia perfecta de cuerpo, de espíritu y de corazón; vedándose todo pensamiento, toda palabra, toda acción que pudiera atentar a esta virtud angelical y obligándose a cortar las ocasiones que podían poner en peligro tan precioso tesoro ; como también a emplear los medios que se consideran necesarios para conservarlo. No retrocedió nunca su generosidad ante el ancho campo de abnegación que ese ideal abrió en su alma durante su juventud y durante su edad madura; abnegación que por profesión había abrazado y que todos los días ponía bajo el amparo de la Santísima Virgen.
Obediencia. — Si prestó servicio con ejemplaridad nuestro cohermano a la pobreza y a la castidad, podría decirse que se dejó cautivar por la obediencia. Sus maneras aquí fueron siempre idénticas, haciendo invariablemente a Dios el sacrificio de lo más íntimo, de lo más amado, cual es el libre albedrío, el propio juicio, la propia voluntad. Se colocó desde los albores de su vocación espontáneamente bajo el yugo de la obediencia, aceptando de antemano unos superiores que le eran desconocidos, obligándose a obedecerles cuantas veces le mandasen con intención de imponerle una verdadera obligación de conciencia, y respetando en la realidad a cuantos luego fuéronsele presentando como representantes de Dios, Nunca echó en olvido aquella norma de obediencia perfecta de nuestro Santo Padre: Ipsos in Domino et Domino in ipsis attendentes, exacte obediemus. Y por esto supo estar bien con todos sus Superiores, a pesar de que, lo oí de sus mismos labios, algunos fueron para con él algo desabridos o menos atentos, poco complacientes o imperfectos. «Con la gracia de Dios, me decía en cierta ocasión, he sabido superar siempre las dificultades en la obediencia, entendiendo debía obedecer en todo momento con puntualidad, alegría y perse-verancia; no sólo en lo que se me mandaba, sino también en lo que se deseaba de mí o se me rogaba.» No se excusaba ni dificultaba al superior sus órdenes, como tampoco rehuía la ocasión de obedecer. Si estando fuera de casa se le ofrecía alguna cosa para lo cual necesitase permiso, no lo presumía sino que lo solicitaba aunque fuese por teléfono.
Vida de piedad. — Entendió la piedad y procuró practicarla. Tuvo aquella disposición sincera del alma con la cual estamos prontos a hacer y sufrir sin excepción ni reserva aquello que sea del gusto de Dios. Íntimamente dependiente del Señor, se dejó gobernar por su espíritu, permaneció unido a Dios en su interior, siempre atento a escucharle. Puedo asegurar que con la mejor voluntad se resistía a la vida de los sentidos, a la imaginación y a las pasiones; no sólo en las cosas malas y pecaminosas, sino aun en las meramente indiferentes. No era amiga de curiosear ni derramado al exterior, sino más bien inclinado a encerrarse para cumplir con el «Cartujo en Casa», de San Vicente.
Su porte exterior y sus palabras revelaban en él que estaba penetrado habitualmente de la presencia de Dios, no precisamente porque estuviera pensando siempre en Él, lo cual es imposible ahora, sino porque le estaba unido con el corazón. Perteneció al número de los animosos que se esfuerzan por desarrollar algunos elementos indispensables de la vida de piedad, a saber: fue hombre de oración ; tenía Bus delicias en acudir a ella con puntualidad, y la hacía con edificación. No se buscó a sí mismo en nada que perteneciese al servicio de Dios. Tenía la íntima convicción de que nada podía por sí mismo, pero con el auxilio de Dios lo podía todo. Muchas veces comentaba: «no puede uno confiar en sus resoluciones y buenos propósitos, sino solamente en la gracia y bondad divinas»; y aunque cayese repetidas veces, no se acobardaba sino que tendía amorosamente las manos a Dios, rogándole que le levantase y se compadeciese de su debilidad.
Las manifestaciones externas de su piedad eran múltiples. Entre todas descuellan el culto a la Humanidad Santísima de Jesucristo en la Eucaristía y la devoción a la Santísima Virgen. Estos dos amores eran la órbita en que se movía su piedad, que dicho sea de paso era ilustrada, como lo corrobora aquel justo criterio de subordinar lo secundario a lo principal, la devoción privada al culto oficial de la Iglesia.
La Sagrada. Eucaristía, Sacrificio y Sacramento, fue el fundamento, el todo de la piedad de nuestro amado biografiado. Se le veía prepararse largamente para la santa Misa, que celebraba con edificación todos los días, pronunciando las palabras con claridad y unción, y ciñéndose escrupulosamente a todas las prescripciones de la sagrada Liturgia. «Debo comulgar, decía, porque no sabría estarme sin recibir al Señor diariamente.» En su penosa enfermedad llegó a perder el apetito, pero mantuvo siempre viva el hambre del Pan divino. Postrado como estaba en su lecho del dolor, sin casi poderse sostener, le vimos levantarse y con grandes trabajos acercarse solito a la sagrada Mesa. Se ha hecho resaltar que siendo capellán de la Casa de las Hijas de la Caridad «La Granja», distinguióle siempre una rigurosa fidelidad en cumplir su co-metido, presentándose a celebrar aun en lo más riguroso del invierno y cuando sus piernas no le podían ya casi sostener. Nos llamó mucho la atención y hasta nos conmovió en uno de sus últimos ataques, cuando al administrársele el Santo Viático se le ofreció solamente la mitad de la sagrada Forma para que más fácilmente pudiese ingerirla, y con la expresión de su rostro, ya que no podía hacerlo de palabra, demostró su descontento, por lo cual a continuación se le dio la segunda mitad. Cuando se bailaba ante Jesús Sacramentado su recogimiento y modestia eran más que ordinarios, infundiendo veneración como la que inspira un alma que vive habitualmente en una región superior ; es que tenía muy alta idea del
Sacramento del Amor de todo un Dios, quien se dignó quedarse entre los hombres y permanecer con ellos hasta la consumación de los siglos,
Tuvo también particular devoción a la Santísima Virgen María. Constan sus sentimientos filiales sobre el particular y existen públicas manifestaciones de la misma. «María nos ama, decía esta Virgen benditísima tiene puesta su voluntad en nosotros y cifra todo su empeño en salvarnos; y por eso anhela tan ardientemente protegernos. La opinión de los Santos no es infundada: jamás se ha oído decir que ninguno haya sido desechado por Ella; su oficio es procurar nuestra defensa contra el demonio y su blasón es conseguirlo.» «Cada uno de mis días, exclamaba con San Vicente, está marcado con el sello de la protección de aquella Señora que se complace en ser Madre nuestra con tal que nosotros queramos ser hijos suyos.» Bien penetrado de esta convicción, no es extraño que deseando como deseaba aventajarse en la virtud y ‘asegurar la salvación de su alma, se consagrase constante-mente al servicio de María y acudiese a su amparo y protección en sus necesidades y peligros.
He mencionado anteriormente que perdió el habla para todo lo que fuese raciocinar en los últimos días de su enfermedad. Pues bien, me place observar en apoyo de sus senti-mientos, de su amor filial a la Virgen, que siempre repetía y cantaba oraciones a la Madre del Cielo; la invocaba fervorosamente cuando advertía daban las horas, y besaba con fervor su Medalla.
Toda su vida está marcada con demostraciones de afecto a la Reina del Cielo, ya con su puntualidad en asistir cada sábado a la Misa Sabatina, participando en el canto, entonando muchas veces el Introito Salve sancta Parens, con su voz tenue pero fervorosa ; ya con el rezo del santo Rosario, que a menudo se le veía en sus manos, particularmente al discurrir por la Sacristía en los momentos de espera para los distintos servicios de la iglesia ; ya con el celo en propagar la Medalla Milagrosa, imponiéndola siempre que se presentaba la ocasión, y hablando de ella a cuantos la desconocían ; ya también preparando el Septenario de la Virgen Dolorosa, que procuraba se celebrase con la mayor solemnidad, invitando cariñosamente a los fieles a que se inscribieran en la Archicofradía de la Dolorosa, establecida en nuestra Iglesia, y de la cual era entusiasta Director.
Nos parece oportuno completar estas notas edificantes del buen P. Civit con un fragmento de la carta que el Rdo. señor don Abdón Saragossa, compatricio del biografiado, escribía al señor Visitador dándole su sentido pésame: «Su fortaleza cristiana y sacerdotal manifestóse en los días turbulentos del dominio rojo, sufriendo resignadamente por amor de Dios todas las privaciones y malos tratos en las cárceles de Montjuich y Modelo. No rehuyó el martirio cuando, a la pregunta respecto de su condición social, respondía valientemente: soy sacerdote! Convivimos los dos por espacio de unos seis o siete meses en el Hospital de Valls y en la misma celda. Era puntualísimo en todo y principalmente por la mañana en levantarse de la cama. Me admiraba verle como apenas sonaban las cinco, hora oficial (adelantada con 120 minutos), que representaban las tres, despedía como una explosión las mantas que le cubrían y arrojándose al suelo lo besaba, se persignaba y juntitas las manos rezaba sus oraciones. Era humilde e ingenuo, me contaba sus faltas y transgresiones, aun los castigos que había recibido, con gran naturalidad, reconociendo toda la culpa y responsabilidad que podía tener…
«No creo, termina el señor Saragossa, haberle dicho, Padre, nada nuevo, porque todo esto y mucho más sabrán ustedes… Sirvan estas líneas de humilde expresión del homenaje que rindo a su memoria encomendándole a Dios, y pidiéndole que desde el Cielo interceda por mí, pobrecito pecador.»
Sírvannos, digo yo, estos hermosos ejemplos de poderoso estímulo. Concédanos el Señor el anhelo de imitación, diría, la noble pretensión, de igualarlos y de superarlos, si cabe. Sea nuestro vivir el que corresponde a nuestro santo estado. Vivamos conscientes de que nuestros ejemplos deben ser luz para los demás. Tomemos bien en serio los trascendentales deberes que un día abrazamos voluntariamente, y nos acercaremos al término de nuestra existencia con un aumento creciente de méritos, de gracia y de gloria.
JAIME ROCA, C. M.Visitador
Barcelona, Fiesta del B. Joaquín Gabriel Perboyre de 1948.
El P. Abdón Civit Franqués (1880-1947)







