Cuando estudiaba con los seminaristas el libro del Génesis, siempre aprovechaba para reflexionar con ellos sobre la naturaleza de la bondad. Sabemos que en el principio, Dios llamó todas las cosas a la existencia y habiéndolo hecho, observó todo lo que había creado y, dice el texto, vio que era bueno; y al final de todo vio que era muy bueno. Todo lo que Dios hace es bueno. Toda la realidad y todos los seres humanos forman parte de esa creación. He aquí una pregunta para ustedes: ¿Cual fue la primera cosa de la que dijo Dios que “no era buena?” ¿La recuerdan? ¿Cuál fue la primera cosa que Dios describe como “no buena?” Si, tienen razón. Después de que Dios llamó a todas las cosas a la existencia, dijo que “no era bueno” para el primer ser humano creado, el hecho de estar solo, y por ello Dios le da una compañera. La idea fundamental no es simplemente la complementariedad del hombre y de la mujer, sino la necesidad para el hombre de ser un ser social. Nos necesitamos unos a otros para ser completos. No es bueno para nosotros, el estar sin otros seres humanos en nuestras vidas. No somos un todo. La mejor reflexión sobre mí mismo, es la otra persona, que me muestra lo mejor y lo peor de mí mismo. En el otro reconozco mis faltas y mis capacidades y esto es bueno, es algo que nos ayuda. Estamos hechos para vivir en comunidad.
Recuerden el salmo 133—es el salmo que más me gusta para hablar de la sencillez de la vida comunitaria:
¡Qué bueno y agradable es que los hermanos convivan unidos!
Es cómo el óleo perfumado sobre la cabeza, que desciende por la barba
-la barba de Aarón- hasta el borde de sus vestiduras.
Es cómo el rocío del Hermón, que cae sobre las montañas de Sión.
Allí el Señor da su bendición, la vida para siempre. (Salmo 133)
El salmista insiste que pertenecer a una comunidad de hermanas y depender mutuamente es bueno y agradable. Utiliza la imagen de un buen perfume echado sobre la cabeza y la de un rocío abundante que empapa la tierra. La vida comunitaria es una bendición.
La comunidad humana es un don de Dios y las comunidades religiosas están llamadas a ser signo del Reino de Dios, en el cual todos los seres humanos son acogidos y se sienten como en casa. ¡Anticipamos el gozo y la fraternidad del Cielo!
La Iglesia ha reflexionado a menudo sobre el valor de la comunidad y la importancia de la vida en común para las personas consagradas. Dos documentos “La vida fraterna en comunidad” (1994), y el DIA “Dejémonos transformar por el Espíritu”(Documento Inter-Asambleas 2009-2015) pueden ayudarnos a examinar la naturaleza de la vida en comunidad.
Voy a dividir mi charla en torno a las tres imágenes tradicionales de la vida consagrada: la Trinidad, Jesús y los Discípulos, y la comunidad en Pentecostés, a la luz de las Escrituras y de las orientaciones del DIA 2009-2015.
1. La Trinidad y el amor mutuo
La mejor representación de una vida vivida en la unidad es la Trinidad. La enseñanza de la Iglesia nos invita una y otra vez a fijarnos en su unidad y su amor absoluto. En el corazón mismo de Dios se da esta íntima comunión de personas unidas por el amor, y ésta es la primera imagen de la vida cristiana.
La igualdad de personas, la finalidad común y el compartir de la naturaleza divina única caracterizan al Dios trino y ofrecen la imagen más profunda de la vida cristiana en comunidad. Esta llamada a vivir juntos para hacer uno por un amor mutuo se encuentra en el centro de la vida consagrada, es un verdadero desafío para los que escogen vivirla. La vida consagrada: “(manifiesta) de modo particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana…”(Vita Consecrata 14). Reflexionar sobre la naturaleza de la Trinidad, nos invita a pensar sobre algunos puntos esenciales de la vida comunitaria: la igualdad, la unidad y el amor.
Igualdad de los miembros
En la Trinidad, las tres personas divinas son iguales. No es una mayor o más importante que la otra. Todas comparten la misma vida y poder divinos. En nuestra comunidad también tenemos que tener este sentido de igualdad de todas las Hermanas. Algunas, están llamadas a ejercer de cuando en cuando, funciones específicas de responsabilidad, pero esto siempre de manera temporal y asumiendo estas funciones cómo un servicio. Las Hermanas Sirvientes, ayudan en el gobierno a nivel local y este mismo espíritu de servicio se expande a nivel provincial y general. Cualquiera que sea nuestra misión particular, somos todas iguales en comunidad; hay que respetar a las Hermanas mayores, comprensión a las Hermanas jóvenes, o depender de las Hermanas más competentes. Nuestros orígenes, culturas, lenguas diferentes contribuyen a la riqueza de nuestra vida en común, y no deben separarnos unas de las otras. Este sentido de la igualdad caracteriza la forma en que nos respetamos y deseamos ser respetados.
“Hace mucho tiempo que llevo deseando y serla para mí un gran consuelo que nuestras hermanas hubieran llegado a tal extremo de respeto entre sí que la gente de fuera no pudiese conocer nunca cuál de las hermanas es la hermana sirviente”. (St. Vicente de Paul. Consejo del 19 de junio 1647, Documentos p. 766)
Todas somos Hijas de la Caridad que nos ayudamos mutuamente a llevar a cabo nuestra misión común.
Unidas por un mismo propósito
Nuestro Dios Trinitario actúa en unidad para llevar a cabo el único compromiso al que cada una de las Personas Divinas contribuye por entero. Del mismo modo, nosotras trabajamos por un mismo objetivo. En las Constituciones está escrito, que el centro de nuestra vida se encuentra en nuestras consagración a Dios en la Compañía para el servicio de los pobres. Cada Hermana contribuyendo según sus posibilidades, sin tener en cuenta lo importante o insignificante que pueda parecer. Trabajamos juntas, vivimos juntas y oramos juntas, estamos unidas por un mismo carisma y un estilo de vida comunitario. Lo que una sola no puede hacer, lo realizáis unidas, ayudándoos de palabra y de obra. Al valorar lo que cada una aporta, damos importancia a lo que hacemos juntas, asumiendo la responsabilidad de nuestras decisiones, orientaciones y sacrificios comunitarios.
“Revitalizar a todos los niveles, la participación y la corresponsabilidad que favorecen una actitud permanente de discernimiento, con miras a la toma de decisiones”. (DIA, p.22)
Avanzaremos juntas a través de nuestro compartir y nuestra aceptación de una misión evangélica comunitaria.
Unidas por un mutuo amor
Al igual que la Trinidad, estamos unidas por un amor mutuo. En el discurso teológico sobre el Misterio de la Trinidad, el Espíritu Santo es el espíritu de amor, que une al Padre y al Hijo en un amor trino. No es sólo una finalidad común la que nos une sino el amor mutuo que nos tenemos. El Documento Inter-Asambleas anima a “construir comunidades donde se vivan relaciones de confianza y afecto” (p. 11). En comunidad, aprendemos a vivir juntos y a aceptar los dones y los límites de los demás. El afecto fraterno nos permite contar con nuestras Hermanas y tener cuidado de ellas con amor en la enfermedad, en los logros, los fracasos. Nuestro amor fraterno hace nuestra vida y nuestra misión posibles y fecundas.
“El alejamiento del cuerpo no impide la presencia del espíritu entre las personas que el Señor ha unido con el lazo de su santo amor que es cada vez más fuerte a medida que va creciendo.. Es ese mismo amor el que las ha hecho escuchar suavemente la llamada al lugar al que se dirigen” (Santa Luisa de Marillac, Correspondencia y Escritos. C. 692 “A mi querida Sor Carcireux,” 15 de septiembre de 1659).
Resumen
La importancia que la comunidad tiene para la Iglesia y para todos los que se han consagrado a la vida religiosa, queda ilustrada por el carácter comunitario de la Trinidad: tres Personas Divinas compartiendo una misma naturaleza divina. El equilibrio perfecto y entre iguales, que se da en nuestro Dios Trinitario, es un modelo para nosotros de cómo debe ser vivida la vida comunitaria. Cada persona tiene que sentirse valorada, respetada y tratada como parte integral de un todo. En DIA lo describe así: “Ahondar en nuestra pertenencia a la Compañía y hacernos responsables de la Compañía del Futuro” (p 15). En el Catecismo de la Iglesia, encontraremos una cita extraordinaria de S. Gregorio de Nacianceno, hablando de la teología del misterio trinitario a los catecúmenos de Constantinopla
“Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje […] Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero[…] Dios los Tres considerados en conjunto […] No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo..”.(CCC,256).
El ejemplo de la Trinidad nos anima fuertemente a vivir en comunión.
2. Jesús y los discípulos
Nos podemos imaginar a Jesús, con su variopinto grupo de seguidores, andando por los caminos de Galilea y visitando los poblados, mientras charlaban, discutían y reflexionaban juntos. Son escenas sencillas que sin duda alguna nos atraen y nos presenta de una manera particular la vida consagrada y sus desafíos.
Identifico tres: vivir con un grupo heterogéneo; aprender unos de los otros; y afrontar las dificultades.
Vivir en un grupo heterogéneo
La lista de los nombres de los discípulos nos ofrece algunas pistas sobre su diversidad: lugares o diferentes profesiones, algunos eran de la misma familia. Unos son simples pescadores, otros ejercían oficios que requerían una cierta educación. Se daban también claras diferencias en cuanto a su orientación política: la colaboración de Mateo con las autoridades romanas, como colector de impuestos, seguro que supuso un problema para Simón, el miembro del partido de los Celotes. Algunos tenían sus raíces en el mundo greco-judío, mientras que otros provenían de ambientes hebreo-judíos. Jesús llamó a todos estos hombres para que lo siguieran. Y tuvieron que aprender a vivir juntos.
Lo diferentes que eran sus personalidades aparecieron en algunos momentos: La impetuosidad y el interés de Pedro por corregir a Jesús, así como su deseo de defenderlo. Nos imaginamos la fuerza de su personalidad. Tomás se le presenta cómo alguien que necesita una prueba tangible para creer en el acontecer de la post-Resurrección. Felipe le expresa a Jesús la necesidad de ver al Padre; se supone que al Discípulo Amado se le adjudica una intimidad especial con Jesús y Santiago y Juan aspiran estar a la derecha y a la izquierda de Jesús en el reino. Judas, claro está, pone en duda la ocurrencia de usar un perfume caro para lavar los pies de Jesús y termina traicionándole. Los discípulos son decididamente un grupo muy variopinto. Jesús aprende a tratarlos, a animarlos y a sacar lo mejor de cada uno de ellos. Jesús no llama a un único tipo de personas concreto para que le sigan, sino a cada uno según es, con sus propias limitaciones y capacidades.
Es una llamada a reconocer la diversidad en nuestras comunidades, los dones y los límites de las Hermanas: “Acoger a cada una de nuestras hermanas con una mirada de fe y a aceptar las diferencias cómo una riqueza” (DIA, 21)
Aprender a valorar los dones de las demás y a descubrir la manera en que pueden ser utilizados para el bien común es algo muy importante. Estamos invitados a llevar a cabo este ministerio de animar a las demás para que hagan uso de los dones que han recibido. (La figura de Bernabé en el Nuevo Testamento nos recuerda esta importante función dentro de la comunidad). A veces, sólo con nuestro impulso, podrá una Hermana encontrar y ejercer sus dones. Ser esta clase de persona es un verdadero regalo para la comunidad, para cada una de las Hermanas y para la Iglesia.
Aprender unos de los otros
El mejor modo de conocerse a uno mismo es a través de los demás. Cuando descubro una debilidad en otra persona, entonces puedo empezar a plantearme si existe también en mí mismo y a ver las diferentes maneras en que se puede estar manifestando. Cuando veo en el otro una cualidad, puedo empezar a verla en mí también –si me esfuerzo realmente y lo deseo-. El otro me enseña quién soy y quién puedo llegar a ser. Es una de las ventajas de la vida comunitaria.
“Hay que preparar desde el principio para ser constructores y no sólo miembros de la comunidad, para ser responsables los unos del crecimiento de los otros, como también para estar abiertos y disponibles a recibir cada uno el don del otro, siendo capaces de ayudar y de ser ayudados, de sustituir y de ser sustituidos” (VFEC 24).
Uno se admira al ver lo mucho que aprendieron de Jesús los discípulos. Le preguntaron sobre la oración y Jesús les enseñó el “Padre Nuestro”; en otras ocasiones le preguntaron sobre tal o tal cosa: tantas ocasiones que tuvieron para aprender de Jesús, pero a menudo, sólo comprendieron las explicaciones y enseñanzas de Jesús, con la ayuda del Espíritu Santo. ¡Es normal! nosotros también, comprendemos bien después de haber pasado un cierto tiempo.
Los discípulos sin duda ninguna, también aprendieron mucho unos de los otros. Nos podemos imaginar el tipo de conversaciones que tuvieron lugar entre ellos, cuando reflexionaban sobre alguna de las cosas que hizo y que enseñó Jesús. El Nuevo Testamento nos dice que dieron vueltas a lo que pudo haber significado lo de la “resurrección de los muertos”; que se sorprendieron al decirles Jesús que era difícil para un rico entrar en el reino de los cielos; que discutieron entre ellos para ver quién era el más grande; que se enfadaron cuando Santiago y Juan quisieron conseguir sitios especiales en el Reino junto a Jesús. Cuando Jesús pregunta a los discípulos que quién dice la gente que es él y quién creen ellos que es él, Pedro responde; los otros discípulos posiblemente lo oyeron y aprendieron.
Para nosotros, ocurre lo mismo si nos dejamos interpelar por las cuestiones y las lecciones que aprendemos de los demás. Es en una comunidad de diálogo y de compartir que aprendemos de los demás. Las experiencias de los demás son ocasiones para aprender: sus éxitos, sus errores, sus progresos…
“Intensificar la calidad de nuestros intercambios comunitarios, especialmente la reflexión apostólica, en un clima de escucha mutua y de diálogo” (DIA p. 21).
Santa Luisa comprendió todo esto y lo recomendó a sus Hermanas:
“Anímense unas a otras y que los buenos ejemplos que mutuamente se den, hagan más que podrían hacerlo las palabras”. (Santa Luisa de Marillac, Correspondencia y escritos C. 467 (L 402 “A las hermanas de Angers, septiembre 1654)
“Renuévense, pues, mis queridas Hermanas, en su primer fervor y empiecen por el verdadero deseo de agradar a Dios, recordando que Él las ha conducido, por su Providencia, al lugar en que se encuentran y las ha unido juntas para que se ayuden mutuamente en su perfección” (Santa Luisa de Marillac, Correspondencia y escritos C. 115 A las Hermanas de Angers, p. 117-119)
Los discípulos aprendieron de Jesús y unos de otros; tenía que ocurrir lo mismo entre nosotros, deberíamos animarnos a compartir nuestra vida y nuestras vivencias. Al hacernos preguntas, al escuchar las respuestas, al compartir nuestras opiniones, ensanchamos nuestra propia experiencia y contribuimos al crecimiento muto. Esto es realmente un bien inmenso para la vida comunitaria.
Afrontar las dificultades
Es también al superar las dificultades que los discípulos también aprendieron alguna cosa, al confirmar, en cierta manera, esta verdad limitada de Nietzsche: “lo que no nos mata nos hace más fuertes”. Cuando Pedro camina sobre el agua y luego al desviar su mirada de Jesús se empieza a hundir, seguro que aprendió algo. Cuando Santiago y Juan le piden a Jesús que mande bajar fuego del cielo para destruir la ciudad que les estaba rechazando y Jesús se niega, ellos sacan una lección. Cuando Jesús echa a los mercaderes del templo y eso causa algunos disturbios entre los jefes judíos, los discípulos aprenden algo. Cuando los discípulos arrancan el grano en sábado y Jesús trabaja en sábado, cuando Jesús toca a los “impuros” y habla a la mujer extranjera, cuando come con los cobradores de impuestos, cuando lava los pies de los discípulos, cuando les pide que alimenten a la multitud hambrienta…
Estas experiencias que surgen de desacuerdos y malentendidos, y de las que ellos aprenden. Al releer estos acontecimientos, los discípulos van conociendo a Jesús y se van conociendo a ellos mismos y a los demás.
Podría seguir, pero díganme: ¿serían capaces de hacer una lista con algunos de los momentos difíciles entre Jesús y los discípulos de los que ustedes hayan aprendido algo? En realidad, veo que no es complicado pensar en un situación difícil de la que se saque alguna lección, ni el haber aprendido algo importante que no venga de una situación complicada. ¿No deberíamos acaso poner a la cruz en el centro de todo esto… “no hay amor más grande”?
¿Y qué decir de nosotros? ¿Aprendemos de las situaciones difíciles que atravesamos en comunidad? ¿Nos ayudan a madurar y a ser más condescendientes y compasivos, más comprensivos? ¿Nos enseñan cosas sobre la misericordia, el perdón y sobre nuestra propia debilidad? El Documento Inter-Asambleas les urge a:
“Afrontad, con valentía y verdad, los desafíos de la vida comunitaria, principalmente con la ayuda de la reconciliación” (DIA, 21)
Las dificultades en nuestra vida apostólica ¿les hacen más cercanas a los pobres a los que sirven y a las situaciones a las que tienen que enfrentarse cada día? La experiencia de comunidad de los discípulos con Jesús es una rica fuente de educación para nosotros.
4. La comunidad cristiana en Pentecostés
El relato de la primera comunidad el día de Pentecostés, es el tercer ejemplo del que con frecuencia se sirven los documentos de la Iglesia, para describir el estilo de una comunidad cristiana. Recuerden que Jesús había sido resucitado de los muertos y había ascendido al Padre. La comunidad cristiana, incluida María, se encontraba reunida esperando el don del Espíritu Santo, que vendría a llenarlos con la luz de la gracia y la inhabitación de Dios.
Retengamos tres situaciones que puedan dinamizarnos: una comunidad llena del Espíritu, una comunidad eclesial y una comunidad para la misión.
Una comunidad llena del Espíritu Santo
La comunidad, reunida el día de Pentecostés, recibe el don del Espíritu Santo:
“Antes de ser una construcción humana, la comunidad religiosa tiene su origen en el amor de Dios difundido en los corazones por medio del Espíritu, y por él se construye como una verdadera familia unida en el nombre del Señor” (FLIC 8).
Jesús le había prometido a la Iglesia este don, por medio de sus discípulos: “Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 16-17, 26).
Jesús les dice a sus discípulos que el Espíritu les explicará todo lo que él les ha dicho. Una comunidad llena del Espíritu Santo es ser una comunidad que está siempre abierta y deseosa de nuevas posibilidades, de nuevas formas de expresar y vivir el mensaje evangélico. ¡Qué dicha y emoción el ser una comunidad que vive del Espíritu y responde a sus inspiraciones! Una comunidad abierta a este Espíritu transformador sabe de sus limitaciones, de su necesidad de ayuda. Al igual que los primeros cristianos esperaron este don del Espíritu, así tenemos que esperarlo nosotros también. El DIA lo expresa así ya desde su mismo título: “Dejémonos transformar por el Espíritu, fuente de profecía y esperanza”.
Sabemos cuáles son los dones que nos trae el Espíritu: ciencia, sabiduría, inteligencia, fortaleza, consejo, piedad y temor del Señor. La necesidad que tiene una comunidad, y especialmente una comunidad cristiana, de estos dones es clara. Ellos construyen y sostienen un grupo comprometido a la hora de vivir juntos los valores cristianos. El Espíritu capacita a la comunidad para que tome las decisiones adecuadas y sea fiel a su carisma. También ayuda a los miembros de la comunidad a desear las enseñanzas de Jesús y a ponerlas más radicalmente en práctica, en su vivir de cada día.
Una comunidad eclesial
Nos reunimos cómo Iglesia. Escuchen lo que va a caracterizar a la primera comunidad cristiana llena del Espíritu de Dios:
“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,32-35).
Este texto subraya el lugar del compartir y de la preocupación de unos por otros en la comunidad cristiana. Sus miembros han interiorizado tan bien el sentido de la comunidad que la necesidad de cualquiera de ellos se vivía como algo que afectaba a todos los demás. Esta imagen simboliza nuestras comunidades: compartir generosamente nuestras pertenencias y no poseer recursos especiales únicamente en bien nuestro, excluyendo así las necesidades legítimas de los demás. Esto se contrapone al deseo, muy común en la actualidad, de protegerse a uno mismo frente a la incertidumbre del futuro. Nosotros afrontamos el futuro como comunidad, con la intención de proveernos para él con lo que haga falta, pero juntos.
Esta comunidad eclesial está también descrita en los Hechos de los Apóstoles en estas asombrosas líneas: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunidad, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2,42). Estos cuatro elementos que favorecen y fortalecen la vida de la Iglesia están también presentes en nuestras Constituciones y en el Documento Inter-Asambleas. Permítanme que nos fijemos de forma especial en el tercero elemento: la fracción del pan expresión utilizada por los primeros cristianos para hablar de la Eucaristía.
Desde el principio, el carácter de la comunidad fue definido por el modo cómo ésta se reunía para la Eucaristía: a quién se invitaba y a quién se excluía, cómo se acogía a Jesús y cómo se le rezaba. A lo largo de la historia, la Iglesia ha profundizado mucho la teología y la práctica de la Eucaristía. Actualmente hablamos de ella cómo de la “fuente y cumbre” de nuestra vida cristiana. Eso es lo que debe ser para cada uno de nosotros y para nuestras comunidades. Ha de ser el lugar en el que celebramos nuestra unidad y nuestra igualdad, el lugar en el que sentimos hambre de Dios y en el que esta hambre nos es saciada.
“La venida del Espíritu Santo, el don por excelencia concedido a los creyentes, realice la unidad querida por Cristo. Comunicado a los discípulos reunidos en el cenáculo con María, el mismo Espíritu dio visibilidad a la Iglesia, que desde el primer momento se caracteriza como fraternidad y comunión en la unidad de un solo corazón y de una sola alma”(cf Hch 4, 32) (FLIC 9).
Una comunidad para la Misión
En Pentecostés, después de haber recibido el don del Espíritu, los primeros cristianos fueron enviados en misión: comenzaron a hablar en diferentes lenguas, es el comienzo de la proclamación del Evangelio.
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”(Hch 2, 1-4).
Muchos de los documentos de la Iglesia afirman que una comunidad religiosa es una comunidad para la misión. Por ejemplo, en “La Vida Fraterna en Comunidad” (1994) leemos:
“Recuerden que la misión apostólica está confiada en primer lugar a la comunidad y que esto con frecuencia lleva consigo también la gestión de obras propias del instituto. La dedicación a ese apostolado comunitario hace que la persona consagrada madure y la lleva a crecer en su peculiar camino de santidad”. (VFEC 40d)
Los religiosos y las religiosas son enviados a servir a los demás. La Compañía de las Hijas de la Caridad es apostólica por naturaleza. En el Documento Inter-Asambleas se dice que “testigos de la caridad de Cristo con vuestros servicios, vuestras vidas y vuestra proximidad de vida con los pobres” (DIA 13). Al pronunciar los votos, las Hijas de la Caridad, se entregan “por entero y en comunidad al servicio de Cristo en los pobres” (C. 7a). Siempre y en todo lugar, es la caridad puesta en práctica la que define el carácter y sentido de nuestro carisma.
Conclusión
Como seres humanos, estamos creados para vivir juntos, en comunidad. Es el contexto de la Eucaristía. La Iglesia invita a las comunidades cristianas y a las comunidades Trinidad, símbolo de unidad y de diversidad. La primera comunidad cristiana llamada a compartir y actuar al servicio de los demás. Las comunidades se reúnen por medio de un amor mutuo, que tiende hacia el amor divino y abraza el amor humano. El Espíritu santo juega un papel importante en el desarrollo de las comunidades, el apoyo mutuo y el crecimiento de las personas. La vida consagrada se ve reforzada y renovada por las personas que juntas la abrazan. El documento Vita Consecrata nos enseña que:
“Para las personas consagradas, que se han hecho « un corazón solo y una sola alma » (Hch 4, 32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rm 5, 5), resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio» (VC 42)
Los que responden a la vocación religiosa deben responder a muchos desafíos para vivir la vida comunitaria, pero igualmente reciben muchos beneficios. Oremos para que el Espíritu que nos reúne en comunidad nos de el deseo y la disponibilidad para vivir bien esta vida comunitaria y aportar un apoyo a las Hermanas con las que vivimos, así como a los pobres a quienes servimos.






