El Cristo de las Hijas de la Caridad (II)

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Capítulo 2: La encarnación del Hijo de Dios

Designio eterno de Dios sobre el hombre

Muchos teólogos, al construir una cristología, prefieren comenzar desde abajo, desde Jesús prepascual, el hombre que nació, vivió y murió en Palestina bajo el Imperio romano. A la pregunta ¿quién es Jesús? responden exa­minando primordialmente a Jesús como a un hombre y analizan qué conciencia tenía de sí mismo, quién se creía ser y quién se decía ser. Les preocupa conocer los títulos que se atribuía este hijo de María, para concluir que era el Me­sías anunciado por los profetas, el Cristo, el Verbo encarnado. Es una cristología ascendente, de abajo a arriba. El Cristo histórico, Jesús de Nazaret, es lo primero que se piensa y se ama, y no la unión hipostática.

Así lo expone la Constitución conciliar Gaudium et Spes en los números del 14 al 17 de acuerdo con la mentalidad moderna de la grandeza, la libertad y la superioridad del hombre sobre toda la creación, capaz de realizar traba­jos, increíbles en otros tiempos. Pero en el siglo XVII el hombre se sentía impotente y acudía a Dios para que supliera su impotencia; le era ha­bitual acudir al designio divino para explicar in­finidad de fenómenos y situaciones repletas de misterios para los que no encontraban explica­ción. La Providencia divina era el agente de muchas realidades que los hombres no podían comprender. La sociedad estaba estructurada en capas sociales que los nobles procuraban ha­cerlas inamovibles defendiendo que estaban de­terminadas por Dios. El calvinismo de los hugonotes con el sentido rigorista de la predes­tinación, y el pesimismo agustiniano sobre la na­turaleza humana, todavía fuerte en muchos círculos de la Iglesia y usurpado por los jansenistas, no hicieron sino sistematizar con exageración el sentimiento corriente en la sociedad acerca del designio divino.

Santa Luisa de Marillac es hija de su tiempo y parte de la Trinidad, desde arriba, para explicar muchas situaciones de su vida. Es frecuente en ella acudir al seno de la divinidad y descubrir el designio eterno de Dios. Su mariología tiene su arranque en el designio eterno sobre María y no en el hecho de ser Madre de Dios.

Al sentir la marginación y el sufrimiento quiso saber por qué le había tocado a ella vivir aquella vida que le venía dada, y descubrió que todo sucedía como si Dios tuviera casi determi­nado desde la eternidad que era su voluntad que fuese a Él a través de la cruz y ésta no la abandonó desde su mismo nacimiento, ni la dejó nunca, durante todos sus años, sin ocasión de sufrimiento. Contem­pla el decreto divino en el seno de la Trinidad antes de nacer el tiempo, y se ve indigna de que Dios quisiera tener algún designio sobre ella. Ante la grandeza divina se siente obligada a co­laborar para que «se cumpla enteramente en ella» el decreto eterno de Dios.

Se introduce en la divinidad y descubre que Dios es el único ser que existe por sí mismo y que todos los demás seres son una participación del Ser divino, todos han sido creados, no de la nada, sino de Él, pues «el ser único y verdadero de Dios es la esencia de todos los demás seres que su bondad ha creado, ya que todos los tiem­pos dependen de su eternidad. Con este principio ya puede dar una respuesta al interrogante de su existencia. La primera vez que sepamos dio una respuesta fue en los Ejercicios de Adviento de 1628. Es una respuesta sencilla: “Dios no ha tenido otro plan, al crear nuestras almas tan relevantes por encima de todas las criaturas, que el de ser su único y eterno poseedor”.  Pero tanto le impresionó esta respuesta que juzgó que era un motivo para amar a Dios mayor que el mismo beneficio de la creación. Y así, pretendiendo responder al porqué de su vida, ha colocado la base de su reflexión: ha venido a la existencia para unirse con Dios. Todavía no ha necesitado a Jesucristo.

De su vida pasa a toda la creación con una pregunta semejante: ¿Cuál es el plan que tuvo Dios en la creación? La respuesta camina a la par de su existencia: “La Trinidad santa en la unidad de su esencia me ha creado para Él solo, y amándome desde toda la eternidad, ha visto que y no podía ser ni subsistir fuera de Él, que siendo mi principio y mi único origen, quiere ser también mi fin, habiendo creado todas las criaturas para que me sirvan de medios para llegar a Él, como los canales que conducen las aguas a la fuente. Y a eso Origen-fuente es a donde ella tiene que volver. La creación entera tiene el sentido de llevarla a unirse con Dios. Este convencimiento la empuja a «honrar y amar las criaturas a causa del designio de Dios en la creación». Es una idea pensada detenidamente, pues la escribió al margen. Tampoco, hasta ahora, ha necesitado a Je­sucristo.

Asentadas las bases de su pensamiento, ya es incapaz de avanzar desentendida de Cristo. La unión del hombre con Dios nunca será per­fecta, al estar el hombre separado por la infini­tud de Dios inaccesible, pero la unión se hace asequible si Dios se une al hombre. Y Dios in­venta este medio del todo admirable de hacer a Dios hombre y al hombre Dios, por medio de la Encar­nación del Verbo, y encontrar en cada «alma la impresión de Jesucristo».

Este descubrimiento la impresionó de tal manera que se preguntó a sí misma que si ya era de Dios porque su ser era una participación del cínico Ser increado, por la creación y por la conservación que era el sostén de su ser y corno una creación continua, ¿qué pretendía hacer entonces con el pensamiento de entregarse a Dios? Y responde sin titubeos: «Este poder de poseerme se debía a la excelencia del designio de Dios en la creación del hombre de unírsele estrechamente por toda la eternidad si se servía del único medio que tenía para dár­sele, que era la Encarnación de su Verbo, pues quería que, siendo hombre perfecto, la natura­leza humana participara de la divinidad por su mérito y por su naturaleza tan estrechamente unidos«.

La Encarnación y el pecado de Adán

Es la respuesta que da santa Luisa de Ma-rillac, apoyada en su vida personal, al gran in­terrogante de los cristianos a lo largo de la historia: ¿por que’Dios se hizo hombre? De las car­tas de san Pablo muchos teólogos han sacado principios para explicar que Cristo se hizo hombre para reparar el pecado de Adán. Algu­nos textos de san Pablo hasta parecen indicar que la redención exigía la muerte de Jesucristo cuya crucifixión fue un «sacrificio de expiación» que aplacó la ira de Dios contra los pecadores, pues Dios «no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).

Su doctrina se acomodaba a muchos teólo­gos y espirituales contemporáneos suyos sobre la encarnación. La doctrina más corriente se­guía a san Anselmo de Canterbury que había publicado Cur Deus Homo? (¿Por qué Dios se hizo hombre?). San Anselmo da a Cristo un papel preferentemente medicinal: si Adán no hubiese pe­cado, el Hijo de Dios no se habría encarnado, sacando la conclusión de que el fin primordial de la en­carnación fue redimirnos del pecado. Y lo ex­plica: Dios es misericordioso y quiere perdonamos, pero la justicia siempre acompaña a la misericordia de Dios y le impide perdonar la ofensa sin más; pues si perdona, ya no es justo, al poner al mismo nivel a justos y a peca­dores. La justicia exige o bien que Dios le inflija una pena proporcionada o bien que el pecador le dé una satisfacción adecuada. Pero si Dios aplica una pena proporcionada, nadie se salva­ría y la humanidad entera estaría condenada. Solo queda que el pecador dé la satisfacción adecuada. Pero un hombre creado, aunque no tuviera pecado, no podría satisfacer, porque sa­tisfacción es dar a Dios algo que no se ha reci­bido de Él, y el hombre creado todo se lo debe a Dios su creador. A esto se añade que si la ofensa se mide por la categoría de la persona ofendida -al ser Dios infinito, la ofensa es infi­nita-, la reparación se mide por la dignidad de la persona que hace la reparación -la criatura es finita y su satisfacción sería finita-. Por ello, solo un hombre que fuera Dios podría satisfa­cer una ofensa hecha a Dios. El pecado exigiría la encarnación de Dios y hasta la Pasión y muerte de Jesús. Ya que Jesús no podía satis­facer con los actos que ya debía dar a Dios por otros títulos, como obediencia, amor, adoración.

Solo podía satisfacer con su muerte voluntaria de valor infinito por ser Dios y a la que no es­taba sujeto por no tener pecado. Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica reforzó esta doctrina con el peso de su autoridad. Y fue generalmente admitida por la mayoría de los te­ólogos.

Rayando el siglo XVII, Molina modificó la teoría anselmiano-tomista tomando alguna luz de la doctrina escotista, y hoy encuentra segui­dores. Para él toda la teología y la espiritualidad se centran en Cristo muerto y resucitado, o sea, en su victoria sobre el mal. Si Dios crea un mundo para Cristo, el mundo donde mejor se realiza la victoria sobre el mal es el nuestro, en el que la presencia del pecado de Adán conlleva la victoria de Cristo Redentor con su muerte y resurrección.

La Encarnación como primado de Cristo en la creación

El defecto más grave que se imputa a la ex­posición anselmiana es dar a la encarnación ex­clusivamente el sentido de satisfacción justiciera de «tanto ofendes, tanto pagas», y no prestar atención a que Dios quiso la encarna­ción de su Hijo antes de la creación del hombre para poner a Cristo como el Primero de la creación. Es la doctrina llamada del Primado de Cristo en la creación que también la sacaron los Padres Griegos de san Pablo, y la Iglesia oferta rezarla en Vísperas los miércoles y los jueves (Col 1,15-20; Ef 1,3-14).

Apoyándose en los Padres Griegos, a la pregunta ¿por qué se encarnó la Segunda Persona de la Trinidad?, el beato franciscano Juan Duns Escoto (1266-1308) responde que no es posible que la realidad más preciosa de la humanidad, Jesucristo, haya venido al mundo por el pe­cado’. Jesucristo fue el primer concebido en la voluntad de Dios, antes que todos los seres cre­ados y del mismo hombre, para que un ser cre­ado le diera a Dios la gloria que merece. Jesucristo es el primero de la creación, modelo de la humanidad a la que Dios había destinado a participar de la naturaleza divina y alcanzar la felicidad eterna en la gloria. La crucifixión, más que reparación de condigno, es la culmina­ción de su amor, la última prestación para la que estaba predestinado. Para Escoto, Cristo es el protagonista de la historia y Cristo habría venido, aunque el hombre no hubiese pecado. El Papa Benedicto XVI lo asume y lo explica:

«Duns Escoto, aun consciente de que, en reali­dad, a causa del pecado original, Cristo nos re­dimió con su pasión, muerte y resurrección, confirma que la encarnación es la obra mayor y más bella de toda la historia de la salvación, y que no está condicionada por ningún hecho contingente, sino que es la idea original de Dios de unir finalmente toda la creación consigo mismo en la persona y en la carne del Hijo»8. Y aún hoy día hay teólogos que afirman que, si Cristo no hubiese existido, tampoco habría existido el ser humano9.

En la mente de santa Luisa prevalece una visión de la Encarnación preexistente en el de­creto eterno10. Es una visión parecida a la escotista sin que podamos saber de dónde la sacó. Es cierto que se educó con las dominicas en Poissy, pero entre los 11 y los 14 años de edad abandonó el colegio-pensionado. Hacia los 16 años -nos cuentan sus secretarias Maturina Guérin y Bárbara Bailly- se entregó a la ora­ción guiada por los capuchinos —franciscanos reformados—, quiso ser capuchina y hasta hizo algún ensayo de vida dentro del convento». Y ya sabemos que los hijos y las hijas de san Fran­cisco de Asís seguían la mentalidad del beato Duns Escoto. También es probable que la le­yera en san Francisco de Sales o en los escritos de Bérulle a quien le repugnaba que Cristo, el primer predestinado y el primogénito de la cre­ación, dependiera del hombre y, peor aún, de su pecado.

La encarnación del Hijo hace posible la felicidad del hombre

Luisa de Marillac tenía una teoría sobre la encarnación que se acercaba a la doctrina escotista-beruliana-salesiana. Su pensamiento lo va exponiendo ocasionalmente. Empieza por acer­carse al primer momento, cuando Dios es, y sólo es Él. Y como la divinidad es amor, en aquel primer momento sólo es el Amor. La expansión del amor hacia fuera crea todas las cosas que son imperfectas, pues no son Dios: ¡Que amor y que humildad las de Dios que crea sabiendo que lo creado es imperfecto!, exclamaba santa Luisa. Entre los seres creados, no de la nada, sino de Dios, hay uno que ha sido hecho a imagen y seme­janza divina, el hombre; y si Dios es amor, la semejanza tiene que ser en el amor. Y como ama, tiene que amar la felicidad, pero la felici­dad verdadera y permanente sólo se encuentra en Dios. Y aquí está la gran tragedia, el hombre limitado, imperfecto y pecador jamás podrá unirse a Dios ilimitado, perfecto y santo. El hombre nunca podrá alcanzar la felicidad. Pero si el hombre no puede alcanzar a Dios-felici­dad, Dios sí puede hacerse hombre. Y este hombre, Jesús, contiene la felicidad divina, y también la pueden alcanzar todos los hombres que se incorporen a la Humanidad de Jesús. Jesucristo es el primero y el único que ama a la Trinidad de manera perfecta. Y en Él, Dios eleva al hombre al orden sobrenatural, a la gra­cia y a la gloria para que pueda amar a la Trini­dad y en ella encuentre la felicidad.

Cuatro siglos antes de que el Concilio Vati­cano II proclamase el precioso capítulo V de la Gaudian et Spes sobre el llamamiento universal a la santidad, santa Luisa ya indicaba a sus hijas que tanto la salvación como la santidad de los hombres consiste en que cada uno se incorpore a la Humanidad de Cristo por el amor, o en frase vicenciana, en que, por medio del amor, cada uno se vacíe de si mismo y se revista del Espíritu de Jesucristo. Luisa de Marillac había escuchado o había leído la doctrina beruliana sobre los es­tados de Jesús, la medita en la oración» y de­duce que, al revestirnos del Espíritu de Jesús, nos incorporamos a su Humanidad de tal ma­nera que la vida del Jesús en cada uno de sus estados y la nuestra deben identificarse. Quien se reviste del Espíritu de Jesucristo se incorpora a su Humanidad y en ella encuentra la divinidad que le capacita para ser feliz, pues en el Cielo Dios se ve en el hombre por la unión hipostática del Verbo hecho Hombre. Todos los hombres están desti­nados, por mediación de Jesucristo, a la felici­dad de la gloria eterna. Y la humanidad, antes de tener existencia en el mundo, ya existía en el corazón de la Divinidad.

Motivos de la Encarnación

Partiendo de la base de que la Trinidad ha creado al hombre para unirse con Dios, pone tres motivos que explican la decisión divina de encarnarse:

El primer motivo continuamente repetido es «su grandísimo y puro amor», compadecido de la naturaleza humana, cuya debilidad conocía, pero así se necesitaba para hacernos comprender los efectos de su gran amor; ya que por medio de la admirable En­carnación se estableció la gracia que necesitan las atinas para llegar a su fin. Y lo más sorprendente de este amor es que Dios crea al hombre «sa­biendo que era débil y se alejaría de Él”.

La raíz de esta teología está en san Juan, quien aclara que el ser de Dios, cuando se re­vela a Moisés como «el que es» (Ex 3,14), es el Amor (1 Jn 4, 8). Y si Dios es Amor, todo tiene su origen en el Amor. Un amor divino que para santa Luisa es cognoscitivo. Dios no puede dejar de amar al hombre cuando lo mira, por ser una participación de su Ser divino. Santa Luisa lo va escribiendo de una manera pro­funda y concisa mientras hace oración: «El amor que Dios tiene a nuestras almas procede del conocimiento que tiene de la excelencia del ser que les ha dado, participación del suyo, co­nocimiento que puede darnos a conocer su grandeza, siendo un acto exterior a Dios, igual, en cierto modo, al que produce en Sí mismo en­gendrando a la Segunda Persona de su divini­dad; pero, puesto que nuestras almas no son El mismo, el conocimiento que produce el amor que les tiene hace que se digne tener un cui­dado paternal de la conducta general de las que se entregan por entero a los efectos de su santa voluntad».

Sólo por el amor, Dios libremente creó la humanidad y habiendo previsto su caída, quiso que el Verbo, encarnado para glorificar y amar a Dios como merece la divinidad, además nos redimiese a través de su pasión y muerte. Y si Dios predestinó a todos los hombres a la felici­dad en la gloria antes de ver su caída, con mayor razón Cristo fue predestinado a recibir la plenitud de la gloria antes de que su pasión fuera considerada un remedio para el pecado. Por este servicio Cristo se convirtió en el único medio de salvación de la humanidad y el único mediador entre Dios y la creación, uniendo en el amor la justicia y la misericordia de la Trini­dad. Santa Luisa lo entendió con claridad y lo escribió con temor: «Queriendo satisfacer por mis deudas con el Padre Eterno, ofreciéndole la muerte de su Hijo, me vino el pensamiento de que ello sería una temeridad y ofenderle, si no fuera porque su bondad consintió en el mis­terio de la Encarnación».

El segundo motivo es la naturaleza humana. Dios creó al hombre como la obra maestra de la creación y a su naturaleza le incrustó la exi­gencia de alcanzar la grandeza más excelente posible que solo se alcanza participando Dios de la naturaleza humana. Hecha la creación del hombre con tendencia y capacidad para unirse a Él, se exige por el mismo decreto la Encar­nación de Cristo.: «Mi espíritu ha recordado el pensamiento que yo había tenido: que el plan de la Santísima Trinidad era que el Verbo, desde la creación del hombre, se encarnara para hacerle llegar [al hombre] a la excelencia que Dios le quería dar por la unión eterna que quería tener con él, como el estado más admi­rable de sus operaciones exteriores.

Como tercer motivo, pone la grandeza de Dios: Dios no puede recibir verdadera gloria desde fuera de Él, si la humanidad no se une a la divinidad en su naturaleza creada. Donde san Anselmo y santo Tomás ponían reparación de una culpa, ella pone gloria y alabanza: «La divinidad no podía ser honrada poderosamente más que por su misma gloria en la eternidad, y he contemplado que uno de los efectos del Es­píritu Santo en Dios es la unión; y acordán­dome del designio de Dios en la creación del hombre a su imagen y semejanza… me ha pare­cido que el Espíritu Santo por su poder unitivo daba a la voluntad la facilidad de unir perfec­tamente [las potencias del hombre], de suerte que no haya en el hombre ningún desarreglo, lo que la devolvería a la excelencia de su primer estado en la creación, que participa de aquella primera gloria que honra la gloria eterna de Dios, después de la copiosa redención del pe­cado».

Sorprende que santa Luisa, hermanada ar­dientemente con los pobres por estos años, no presentara como primer objetivo de la venida de Cristo liberar a los pobres de su miseria y a la sociedad del pecado de injusticia y opresión. No se puede aplicar a una señora del siglo XVII una mentalidad del siglo XXI. Ella parte desde su vida de sufrimiento, buscando una explica­ción y no desde los pobres, aunque los amó con delirio. Ella misma era el pobre que buscaba en Dios la respuesta a su situación.

Para los pobres parece más atractiva y efi­ciente la ideología de la encarnación para la unión del hombre con Dios que para la reden­ción de la humanidad. La encarnación para lo­grar la unión divina declara antinatural y opresiva la pobreza y los males. Dios está por igual en la naturaleza del rico y del pobre, y le da a éste el derecho a luchar y a protestar y a los demás la obligación de ayudarle. Dios quiso un mundo bueno sin males cuando decretó la encarnación del Verbo. Después de la Ascen­sión, Cristo no interviene directamente en el curso de la historia para remediar los males, a no ser con los milagros. Él solo interviene a tra­vés de los hombres. Y la señorita Le Gras debió pensarlo cuando entregó su vida a los pobres y fundó la Compañía para erradicar la pobreza.

La Encarnación en función de la Gloria divina

Examinando los tres motivos de la Encar­nación concluimos, interpretando a san Pablo (Col 1, 15s), que, según santa Luisa, el motivo de la encarnación fue para que Dios recibiera de la creación el honor más grande que puede recibir y este honor solo lo puede dar un hom­bre que sea Dios. Y así, el Verbo se habría en­carnado, aunque el hombre no hubiese pecado.

Santa Luisa se acerca a Pedro de Bérulle y a san Francisco de Sales. Sólo se acerca, porque ella da al escotismo una característica especial. Bérulle parte de la grandeza de Jesús. Cristo es el primogénito de la creación, el primer predes­tinado y el primer nacido. Su existencia no puede depender del pecado de los hombres. Toda la creación gira alrededor de Jesús y todos hemos sido elegidos en Él. Jesucristo no vino como redentor, sino como glorificación. San Francisco de Sales parte de la comunicabilidad divina. Así como eternamente hay una comuni­cación esencial en la divinidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, también quiso Dios que la hubiera con la creación. Escogió para re­alizarla la naturaleza humana de Jesús, a la que comunica su divinidad. Santa Luisa, al final de su vida, combinó la dirección vicenciana con las lecturas de Bérulle y de san Francisco de Sales para vivir su propia vida espiritual.

¿Contradicciones?

Esta doctrina parece contradecir sus ideas renano-flamencas del anonadamiento de la na­turaleza humana. ¡Rebajar una naturaleza destinada a unirse nada menos que con Dios! Con­tradicción real o aparente puede encontrar ex­plicación por varios caminos.

El primero es aclarar que no existen espiritualidades monolíticas. La espiritualidad es personal y compleja, como el hombre, for­mando una red, según las situaciones de las per­sonas a través de su vida.

El segundo camino nos lleva al sufrimiento personal durante su vida y a la miseria de los pobres que le exigían gritar en favor de la pobre naturaleza humana igual de pobre en el rico y en el necesitado.

El tercer camino se encuentra dentro de la misma aparente contradicción: el anonada­miento conduce a desprenderse de todo menos de Dios. El hombre que se anonada reconoce su pequeñez humana y la grandeza inalcanza­ble de Dios, y toma la postura de rebajarse para sumergirse en la divinidad. Y este es el gran misterio: que la unión solo se realiza agran­dando la distancia entre la grandeza de Dios y la miseria del hombre. Cuanto mayor es la dis­tancia entre la altura divina y la bajeza humana más fuerte es la unión de la naturaleza humana con Dios, pensaba Luisa de Marillac.

Tampoco es contradicción, ni siquiera evo­lución de su pensamiento, que varias veces indique que el Verbo se hizo hombre para redimirnos del pecado. No podía decir otra cosa; lo confesaba en el credo. Tampoco parece que fuera una atenuación de sus ideas ante las críticas que había recibido Bérulle por su escotismo, pues san Francisco de Sales también lo decía y nadie le atacó. Ni siquiera que quisiera atenuarlo por indicación de su director san Vicente de Paúl. Si examinamos sus pensamientos y sin necesidad de violentar los textos, encon­tramos una explicación que armoniza las dos intenciones divinas: la Encarnación se decretó para unir al hombre con Dios y, previendo la caída de Adán, la Trinidad decidió en un solo y mismo decreto, reparar además el pecado de la naturaleza humana.: «Me ha parecido que el pecado de alguna manera le había anonadado [al hombre], haciéndole incapaz de gozar de Dios. Y como el designio de Dios [era] que este anonadamiento no fuera para siempre, el mismo Dios en la distinción de personas, ha­biendo dicho hagamos al hombre a nuestra ima­gen y semejanza, tomó de la misma manera la resolución de redimirlo» y «tan pronto como nuestro primer padre hubo pecado, la bondad de Dios compadecida de la naturaleza humana, prometió reparar su falta por la Encarnación de Verbo».

Y expone que el misterio de la Encarnación se realiza en tres tiempos: la decisión eterna to­mada por la Trinidad de que el Verbo se encar­nase, el descubrimiento del decreto a los primeros hombres con la promesa de realizarlo, y la realización, encarnándose en el seno de María. En los comienzos de la humanidad, por el pecado del hombre, el decreto divino se con­vierte en promesa. Analizó las entrañas de la promesa y, porque Dios es inmutable, concluye que la promesa, desde el momento de hacerla, obtenía ya su efecto y «hacía que el designio de Dios le pareciera realizado». Por ello, la pro­mesa tiene fuerza para cambiar el pecado de los hombres de original en personal, «ya que la na­turaleza humana no puede pecar al participar de ella el Verbo».

En los momentos puntuales de su vida daba suma importancia al decreto eterno. La Encar­nación es la realización en el tiempo del plan decretado en la eternidad por la Trinidad y «el tiempo de cumplirse la promesa» dada al primer hombre. Su mente presiente la supremacía de Cristo en la creación por el decreto divino dado en la eternidad.

Ha cerrado su sistema; cal razonamiento ha sido perfecto, partiendo de la divinidad ha bajado hasta Jesús, llamado Cristo.

Cristología descendente

Es su cristología descendente, desde arriba, desde Dios al hombre. No que haya escrito este sistema o algún tratado ni siquiera que haya quedado estructurada una cristología. Sencilla­mente es el resultado que se hace, analizando retazos de sus escritos, para concluir que en su mente bullía una estructura teológica.

Su mente ve el nacimiento de Jesús más como la venida de Dios al mundo decretada en la eternidad que como el nacimiento del hombre Jesús. La visión divinizada del nacimiento en Belén es constante en sus meditaciones: Jesús destruiría los impedimentos a las operaciones divinas para la ejecución de sus designios; hay que amar la bajeza, pues Dios se ha unido a ella en su natividad; al mirar el pesebre, hartémonos de Dios adorando la divinidad en el estado de la infancia de Jesús.

Cuando se pone en oración de inmediato ve en Jesucristo a la segunda Persona de la Trini­dad, al Verbo Dios que ya existía antes de la en­carnación y que se hace hombre en esta tierra. La fe se impone a los sentidos y a la razón, y las cualidades y prerrogativas divinas empañan a su vista la naturaleza humana de Jesucristo. En su vocabulario y en su mente todo está tan di­vinizado que en vez de ser la humanidad un velo envolviendo a la divinidad parece que es la divinidad la que oculta a la naturaleza hu­mana.

Santa Luisa se acerca a Jesucristo crucifi­cado como hombre, pero sintiendo que primor­dialmente es Dios. No se puede negar que, cuando escribe a las Hijas de la Caridad, em­plea las palabras seguir e imitar; pero cuando se recoge consigo misma en la intimidad de la ora­ción le brotan las palabras honra  y honor; que encierran el sentido de alabanza y adoración de la persona humana al Ser absoluto que trans­ciende la creación.

A esta cristología podríamos acusarla de abstracta e inservible para los pobres. Sin em­bargo, este Jesucristo que vivía Luisa de Marillac, es al que nos invita el Concilio Vaticano II en la Constituciones Lumen Gentium y Dei Verbum y a ella la sirvió durante años de prepara­ción para su conversión a los pobres. No es un hombre que se hace Dios el que va a los pobres, es un Dios que abandona la forma divina para vivir la forma humana visible a los pobres. Desde la omnipotencia y lo divino desciende hasta lo débil y lo terreno por amor a los hom­bres. ¡Qué grande es el pobre que tanto influye en Dios! En su conciencia resultó impresionante meditar aquellos dos pensamientos «Dios es el que es» y «Dios es mi Dios«, y podemos imaginarnos sin dificultad lo que sentiría al me­ditar «Dios se hace hombre para liberar a los pobres».

El sacerdote Vicente de Paúl tan solo mos­tró los pobres a la señorita Le Gras y las entra­ñas compasivas de esta mujer descubrieron que son los miembros dolientes de Jesucristo y debía cuidarlos como al mismo Jesús. Es la idea predominante en las cartas que dirige a las Hijas de la Caridad y que resumió de manera clara en un momento de oración: «Mi oración ha sido más de contemplación que de razona­miento, con gran atractivo por la Humanidad santa de Nuestro Señor y deseo de honrarla e imitarla lo más que pudiera en la persona de los pobres y de todos mis prójimos, ya que en al­guna lectura he aprendido que nos había ense­ñado la caridad para suplir la impotencia de rendir ningún servicio a su persona, y esto ha penetrado en mi corazón de manera especial y muy íntima».

Es la idea central en la doctrina vicenciana que la lleva a identificar al pobre con el mismo Jesús: «Intentaré servirme de una práctica que una lectura me ha enseñado: la de considerar en todas las ocasiones que se me presenten de hacer algún bien a mi prójimo, que no sea sola­mente por la recompensa que El promete como si se le hiciera a El mismo, sino que ese prójimo me es constituido en lugar de Nuestro Señor, por un inedia de amor que su bondad sabe ella misma y que ha dado a entender a mi corazón, aunque yo no pueda decirlo»29.

Consecuencias

Deduce consecuencias, alguna un tanto atrevida, pero que todavía pueden impactar a los hombres de hoy: Jesús es un Padre que busca lo mejor para nosotros, como la vida y las gracias, a través de María que es el canal por donde corre todo lo divino. Las Hijas de la Ca­ridad deben parecerse a su Padre Jesús y bus­car «los medios para practicar las sólidas virtudes que su santa humanidad ejercitó aquí desde su venida; de su infancia alcanzarán cuanto necesiten para llegar a ser verdaderas cristianas y perfectas Hijas de la Caridad, si le piden su Espíritu tal como se lo dio en el santo Bautismo».

Toda la vida de Jesús es una manifestación de su amor hacia la humanidad, porque sus de­licias era estar con los hijos de los hombres; y, acomodándose al estado de los hombres, les dio todos los testimonios de que Dios les ha amado desde toda la eternidad. Metida en la miseria de los pobres, comprendió que, al encarnarse, Dios no solo se había hecho un hombre sino que primordial­mente se había hecho pobre. Es en la encar­nación de Dios donde podemos apreciar el precio de los pobres, identificándolos con Él y cuidándolos como a Él mismo.

Insiste en que Jesús es hombre de verdad, descendiente de Adán, de la misma naturaleza que toda la humanidad. María le ha dado su sangre y en su seno se ha formado su cuerpo. Este es el fundamento del seguimiento de Jesu­cristo y la grandeza de imitarle. La meta a la que llega la naturaleza humana es a una nueva na­turaleza «divinizada», pues Cristo «ha engen­drado en cierto modo la naturaleza humana para la eternidad, haciéndola capaz de gozar eternamente de Dios» y «en el cielo Dios se ve en el hombre por la unión hipostática», consi­derando a la naturaleza humana «en todo como su imagen».

Dios se humaniza para que Jesús se divi­nice sin dejar de ser humano, y nosotros, aun­que de manera totalmente distinta, al hacerse Dios hombre, nos divinizamos, si nos incorpo­ramos a su Humanidad, cuando al tratar a los pobres nos hacemos humanos.

Y saca una conclusión sencilla para quienes hacen los votos en la Compañía: si una Hija de la Caridad ya le pertenece a Dios porque su ser es una participación del ser de Dios, porque la ha creado y por la providencia que la conserva en el ser, entonces qué le puede entregar a Dios, al renovar los votos, si todo ya es suyo. Y santa Luisa responde sencillamente: Su libertad, su vo­luntad libre. Ese día una Hija de la Caridad puede repetir la oración que santa Luisa hizo ella tres años antes de morir: «Considerándome que soy de Dios por su Ser único y por la crea­ción, que son los dos fundamentos de mi perte­nencia, me he visto que le pertenecía también por la conservación que es el sostén de mi ser y como una creación continua. Me he preguntado qué pretendía entonces hacer yo con el pensa­miento de entregarme a El. Y he visto que este poder de poseerme era, por la excelencia del de­signio de Dios en la creación del hombre, de unírsele estrecha y eternamente si se servía del único medio que tenía para ello, que era la En­carnación de su Verbo, el cual quería que, siendo hombre perfecto, la naturaleza humana participase en la divinidad por su mérito y por su naturaleza tan estrechamente unidos. ¡Ah!, ¡ cuántas maravillas se ven en el cielo a este res­pecto en las almas que han dado a Dios ese ¡«ellas mismas»! que no puede ser otra cosa que la voluntad libre en cuyo uso no quieren servirse de ella más que como perteneciendo a Dios… ¡Qué amor, qué inventiva, ha tenido la Divini­dad para dar a conocer su omnipotencia en este hecho único y sin par de que la criatura le esté unida de tal manera que vaya a la par con su Creador en lo que la concierne!», queriendo lo mismo que Dios quiere.

Vida de Jesús

Para Luisa de Marillac la vida y muerte de Jesús cierran el ciclo de la Encarnación y, para unirnos a Dios, hay que «ir por el camino de su Hijo». Ella lo tiene presente en la costumbre de hacer «33 actos a la santa Humanidad» de Cristo.

Esta espiritualidad cristológica tan senci­lla, que anticipa lo que declara el Concilio Va­ticano II, hace siglos que santa Luisa se la presentaba a sus hijas. Se centra en recalcar que la vida concreta que vivió Jesús tiene la misión de enseñarnos el camino para unirnos a Dios; que todo lo que vivía Jesús, todo lo que realizaba o decía tenía la misión de servirnos para «nuestro ejemplo e instrucción»; y Jesús nos envía el Espíritu Santo para testimoniar que Él es Dios y hombre perfecto e impulsar­nos a «vivir como hombres racionales según sus acciones santas y divinas»39.

También al contemplar la vida de Jesús, nos recuerda la influencia beruliana de los primeros tiempos. A imitación de Bérulle va desgranando los momentos de la vida de Jesús, llamándolos algunas veces, como él, estados o misterios. Cier­tamente son pocas las veces que emplea esas pa­labras, pero la realidad que encierran esos momentos y las escenas del evangelio las medita frecuentemente.

De todos los estados de la vida de Jesús le atraen, en especial la vida oculta en el seno de María, su nacimiento, su infancia y su muerte. Desde su juventud tomó «la resolución de hon­rar la vida oculta de nuestro Señor»‘». ¿Era de­bido a influencia beruliana, a una impronta de su niñez o a un recuerdo de su hijo? ¿O a san Vicente que también la invitaba a considerar la vida oculta y el izo hacer de Jesús durante los treinta años que vivió en Nazaret y, más aún, los nueve meses que vivió encerrado en el seno de María?42. Reflejará esta devoción en un pequeño rosario de nueve cuentas que, con permiso de san Vicente, rezará y meditará, en especial «para honrar la vida oculta de nuestro Señor en su es­tado de encerramiento en las entrañas de la Vir­gen Santa»’. Devoción que recuerda a Bérulle cuando habla de la esclavitud de Jesús en el seno de María, y que urge a la modernidad en­frascada en el activismo a comprender que mu­chas veces la quietud también es activa.

El amor humilde de Jesús nacido

La venida de Dios a la tierra impactó a los cristianos, y en el siglo IV comenzaron a celebrar la Navidad en España y Francia, pasando después a toda la Iglesia. Unas Navidades, cuando santa Luisa tenía unos 40 años, se acercó a un Belén construido por las Hermanas y me­ditó: «Honraré la tranquilidad que contemplo en el pesebre, con una disposición a tener saciedad, en vez de deseo, en la posesión de Dios, que no se niega nunca al alma que le busca de verdad, adorando en este estado la divinidad en la Infan­cia de Jesús e imitando cuanto pueda su santa Humanidad, principalmente en su sencillez y ca­ridad que le han hecho ser niño para dar acceso más libre a sus criaturas»45.

Luisa de Marillac buscaba en el Niño de Belén, el amor divino, y al penetrar en el mis­terio de la encarnación, contempla extasiada cómo el amor y la humildad van unidos «al or­denar por su grandísimo y puro amor que una de las tres Personas se encarnara». La encarna­ción es la explosión del amor trinitario, pero también una humillación más grande aún que la muerte en Cruz, y siente que ya no es una te­meridad ni ofenderle pedirle al Padre que satisfaga sus deficiencias por la muerte de su Hijo pues su bondad consintió en el misterio de la Encarnación que es mayor humillación que la muerte en cruz.

Y deduce una consecuencia que penetra en lo más profundo de su psicología hasta conver­tirse en un sentimiento imborrable: la humildad. Ella confiesa que era una mujer orgullosa, de­bido acaso a la marginación que experimentó desde su nacimiento por parte de su familia y de las leyes sociales. Esta mujer, que siente el orgullo como compensación, ante el misterio de la Encarnación se asombra de la humillación que supone para todo un Dios hacerse hombre y se extasía ante «la humildad profunda de la divinidad», pues Jesús, pudiendo manifestarse con toda su «grandeza», vino con «la mayor ba­jeza que se puede imaginar», «llenando el cielo de asombro»’. La humildad y el amor camina­ban a su lado. Cuando era una viuda piadosa, pensaba que jamás había manifestado Dios amor más grande al hombre que cuando resolvió encarnarse, ya que de ahí dependían todas las demás gracias que nos ha concedido después, y lo asombroso es que aparece en el mundo «de la forma más baja que se pueda imaginar». Y sacó tres conclusiones comprometedoras: «Amar el anonadamiento, puesto que Dios lo asumió, llenando el cielo de asombro, como lo muestra en su Natividad; concebir a Jesús por amor, lo que le hará presente en mi corazón y hará que yo no tenga ya otra atención, como la Santísima Virgen ante el Pesebre; imitar a Jesús nacido teniendo el alma adherida a Dios».

El amor divino en la Pasión

El otro estado de Jesús que la impresiona es el misterio de su muerte. La muerte de Jesús con­suma nuestra unión con Dios50, pues en ella «la naturaleza humana adquiere pleno poder para unirse con Dios» de manera tan estrecha «que Dios ha castigado en su Hijo la enormidad del pecado»51. En este punto se separa de la escuela nórdica reacia a meditar la Pasión, y profundiza a menudo sobre la muerte de Jesús crucificado.

La salvación hay que entenderla como una Historia de amor. No existe justicia que exija la muerte del Hijo encarnado para satisfacer a un Padre herido. La única explicación para en­tender la historia de la salvación está en el marco del Amor gratuito de Dios. La muerte de Jesús en la Cruz tiene por objetivo revelar­nos el amor que Dios nos tiene, y no el fruto de una necesidad objetiva de tener que reparar el pecado de la humanidad. La reparación podía haber sido realizada de otro modo, pero al amor no se le pide explicaciones y en Dios el amor está siempre presente como razón úl­tima de todo. Él nos ama sin pedirnos nada a cambio; nos deja en libertad, no nos chantajea. Aunque nosotros no lo amemos, El nos sigue amando aun cuando pecamos y no nos arre­pentimos.

Paul Evdokimov (1901-1970) escribe una página preciosa, contemplando el icono de la crucifixión: «El Padre es el Amor que crucifica, el Hijo es el Amor crucificado, el Espíritu Santo es el poder invencible de la Cruz, ha dicho magnífica­mente el Metropolita de Moscú, Filaretes. En cierto sentido, es la Crucifixión común en la que cada Persona de la Trinidad tiene su propia manera de participar en el Misterio. La Cruz vivificante es la única respuesta al proceso del ateísmo en el reino del mal. Se puede aplicar a Dios la noción más paradójica, la de la debili­dad, que significa la salvación mediante el amor libre: Dios se presenta y declara su amor, y pide que le paguen con la misma moneda. Por todo el bien que nos ha hecho, a cambio solo de nuestro amor, y como pago de nuestro amor, nos perdona todas nuestras deudas.

Frente al sufrimiento, frente a toda forma del mal, la única respuesta adecuada es decir que Dios es débil y que no puede sino sufrir con nosotros. Débil, en efecto, no en su omnipoten­cia, sino en su Amor crucificado».

Para compararlos, vale la pena copiar ente­ramente los pensamientos sobre la Cruz que santa Luisa meditó durante la oración: «San Pablo nos dice llorando que muchos caminan como enemigos de la Cruz de Jesucristo. Esta­mos, pues, llamados a honrar la Santa Cruz, en­tendida en el sentido de toda clase de sufrimientos, tanto los relacionados con la misma Cruz en la que Nuestro Señor fue clavado, como las demás penas y dolores que padeció durante su santa vida humana, como El mismo nos lo en­seña en diversos lugares de los santos evangelios. Pero principalmente las almas escogidas por Dios están de manera muy particular destinadas al sufrimiento, tanto, que para ellas es tan dulce y agradable que antes preferirían morir que no tener que sufrir, puesto que para ellas amar y su­frir es una misma cosa.

Nuestro Señor ha querido darnos a cono­cer su dignidad diciendo que san Pablo sería honrado con Él por su nombre, y esta creencia debe afianzarse con toda verdad en nuestros corazones, porque ¿qué es lo que hacemos en este mundo cuando sufrimos? Nos aplicamos los méritos de los sufrimientos de Jesucristo.

Y ¿qué hace Dios en el cielo? Da eterna­mente cumplimiento a la muerte y padecimientos de su Hijo, haciendo bienaventuradas a las almas redimidas con esos padecimientos. ¡Oh Cruz! ¡Oh sufrimientos! ¡Qué amables sois, pues os veis honrados y lo seréis eternamente con el poder que habéis conseguido a las almas de ala­bar y amar a Dios! ¡Oh Cruz! ¡Oh sufrimientos! ¡Qué amables sois puesto que el amor de Dios os ha cedido el puesto, en su Hijo, para adquirir por vuestro medio el poder de otorgar su paraíso a los que las delicias habían arrojado de él!».

Siguiendo la cruda doctrina de su siglo, que hoy puede escandalizarnos, que ponía en la vo­luntad divina el origen de muchos de nuestros males, Luisa de Marillac la matiza y siente que los sufrimientos que la envolvían a ella y que diariamente veía en los pobres, por la Pasión de Cristo, toman sentido en esta tierra y adquieren un valor redentor. El triunfo final de los hom­bres se realiza participando de los sufrimientos de Jesucristo, «ya que sin muerte no hay resu­rrección», por ello, «que nadie espere resucitar con Jesucristo, si previamente no ha muerto con Él». En ella, como en Jesús, la cuna se une con la cruz».

Hay momentos de la muerte de Jesús que tienen para santa Luisa un impacto más dura­dero, como es el instante en que Jesús siente ded: sed del cuerpo, sed del espíritu para unirse con el Padre y el Espíritu Santo, y una «tercera sed de aplicar sus méritos a todas las almas cre­adas para el paraíso. ¡Tengo sed! Esta palabra se dirige al hombre, dándole a conocer que su muerte no basta si no se aplica el mérito y que no puede ser sin el consentimiento de cada alma« . Y ella se aplica a sí misma aplacar la sed de Jesús en la cruz: «Escucha alma mía, como dichas a ti sola estas palabras: Tengo sed de tu fiel amor». Así se consuma la unión de la naturaleza humana con Dios, aunque plena­mente solo se realice en el cielo, donde «Dios completa por toda la eternidad la muerte y los sufrimientos de su Hijo, haciendo bienaventu­radas a las almas redimidas por ellos».

Si la grandeza del amor que Dios nos tiene, la manifestó Jesús al encarnarse y quedarse en la eucaristía, a santa Luisa le impresiona más que quisiera unir perpetuamente nuestra vida a la suya y llenar nuestras acciones de sus mé­ritos: «Tenemos motivos para creer que la segu­ridad que Nuestro Señor nos ha dado de estar siempre entre nosotros, era la decisión de san­tificar las almas por esa presencia continua aunque invisible: aplicando el mérito de sus accio­nes a las de sus criaturas, pidiendo perdón a su Padre para borrar nuestros crímenes contrarios a las virtudes que El practicó o bien para hacer gratas a Dios las acciones virtuosas que por su gracia pueden hacer los hombres uniéndolas a sus méritos. Por esta vía es como me ha pare­cido que la humanidad santa de Nuestro Señor nos está continuamente presente, santificando las almas por la aplicación de sus méritos; viene a ser como una atmósfera sin la cual el alma no tiene vida; y es así como he visto la Redención del hombre en su Encarnación, y su santifica­ción por este medio de unión del hombre con Dios en la persona de su Hijo: por esta presen­cia que continuamente aplica sus méritos a cada alma unida con la unión personal de un Dios en un hombre».

Cruz y salvación en la historia

Las cristologías dicen que Jesús murió por ser fiel al mensaje del Padre, situarse al lado de los pobres y por oponerse a los poderosos de su tiempo. Son razones históricas, consecuencia de haberse encarnado en la historia y en la con­tingencia. Pero es interesante tener en cuenta también el pensamiento de Duns Escoto y de la patrística griega, que Luisa de Marillac hizo suyo. Fundamentalmente la salvación no radica en la liberación del pecado, sino en elevar al hombre a lo sobrenatural, superando así las li­mitaciones del hombre, simple ser creado. La encarnación, más allá de toda liberación histó­rica, haya o no existido el pecado, libera defi­nitivamente a los hombres de los límites impuestos por el hecho de ser humanos, porque Dios puede ser un hombre y un hombre puede ser Dios, alcanzando así el hombre la felicidad a la que está llamado desde su creación.

Entre la cuna y la muerte existe un conti­nuo peregrinar de los hombres por esta tierra. Para tener certeza de la dirección hay que en­contrarla en la vida de Jesucristo, pues también Él peregrinó durante los años de su vida con el objetivo de servir de modelo ejemplar a los hombres, ya que sólo «haciendo las acciones que El hizo en la tierra, los cristianos tendrán ya en esta vida la unión con Dios». Es el obje­tivo central de la experiencia vicenciana en la salvación de la humanidad. Pero, además de la venida que hizo Jesús a la tierra y la venida que hará al final de los tiempos, san Bernardo pre­sentaba otra venida de Jesús: la de cada día a nuestra vida.

Se ha acabado el tiempo de los silencios. Son tiempos de testimonio, de comprometerse, de avivar la fe en Jesús de Nazaret, de seguir sus huellas, de hacer nuestras las demandas de servicio y solidaridad con los más deprimidos, de ayudar a implantar el Reino de Dios entre los pobres como un reino de justicia, de paz, de libertad, de igualdad y de fraternidad. Es lo que se conoce por imitación de Cristo, aunque hoy día se prefiere llamarlo seguimiento de Jesu­cristo hasta la perfección.

En el seguimiento de Jesús se encuentra el camino de la felicidad: identificarse con Jesu­cristo. En la divinidad de Jesucristo encontra­mos la felicidad, en su humanidad, el camino. No es su divinidad omnipotente la que nos arrastra al seguimiento, sino su débil humani­dad. Y el seguimiento, según santa Luisa, no es nada más que incorporarnos a esa humani­dad, haciendo su voluntad en todo momento: «Y viéndome este buen Dios abusar de todos esos medios, frecuentemente por demasiado apego, y con el más noble medio que es mi vo­luntad, me la pide, y yo se la quiero dar con en­tera confianza y abandono en la suya santísima, de lo cual habiendo abusado tam­bién, la invención de su amor divino me enseña y permite asirme al más poderoso de los medios que me haya dado para conseguir mi fin, que es su humanidad santísima. La cual, con su santa gracia, quiere ser el único ejemplar de mi vida».

Jesús de Nazaret humano es el único ca­mino que tenemos para conocer en este mundo a Dios, sus palabras, sus hechos, sus ideales y sus exigencias, dice la Constitución conciliar Dei Verbutn. Solo en Jesús encontramos al Dios verdadero, poderoso, pero también sufriente y sacrificado por amor; Dios absoluto, pero tam­bién cercano a cada persona y protagonista de una historia humana. No sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través del Jesús de los evangelios.

Sólo en Jesús humano conocemos los va­lores de nuestra vida cristiana. Existe el peligro de formular estos valores a partir de definicio­nes, «la oración es esto…, la pobreza consiste en esto otro…, el amor fraterno tiene tales carac­terísticas…». Pero lo que es la oración, la po­breza, la fraternidad o el celibato, solamente lo sabemos al contemplar cómo los vivió Jesús. Jesús es un modelo de vida y la raíz de los va­lores de la vida.

Benito Martínez Betanzos, cm

CEME, 2017

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