El catolicismo en la Francia clásica. Capítulo 09

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: René Taveneaux · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1980 · Source: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Capítulo IX. Focos intelectuales y corrientes de pensamiento

La fe católica se funda en los textos de la Escritura – los del antiguo y nuevo Testamento- considerados como inspirados. Esta fe ha recibido del magisterio eclesiástico, es decir de los papas y de los concilios, una formulación cuyo conjunto constituye los dogmas. La génesis de estos dogmas, sus relaciones recíprocas, su interpretación dependen finalmente de la teología. Si los dogmas son, a los ojos de la Iglesia, inmutables, la teología es variable y múltiple: es en efecto tributaria de la coyuntura no solamente religiosa, sino profana, del estado de la ciencia, de las condiciones de la política y aun de la economía. Por eso existe un gran número de sistemas teológicos.

El siglo XVII fue en Francia particularmente fecundo en este dominio. Primero por razón de la presencia de una importante comunidad protestante que obligaba a justificar sin cesar la creencia católica; el concilio de Trento había presentado por otra parte en sus grandes líneas la formulación de los dogmas, pero era preciso interpretarlos y precisarlos. Además la visión científica del mundo se modifica: se llevaba largo tiempo viviendo de la idea de un universo limitado y cerrado; la física más reciente deja entrever su carácter infinito, había que modificar o adaptar en consecuencia los sistemas antiguos. Problemas nuevos aparecen de igual manera en el orden moral, en particular con el ascenso de la economía de crédito y del capitalismo. Por fin, la amplitud de la producción teológica por su mismo éxito: la opinión se apasionaba por las cuestiones religiosas, estrechamente mezcladas con la psicología y con la visión del mundo de la civilización clásica

I – Los focos de pensamiento

1 – Universidades y colegios universitarios

Las universidades conservan una función primordial, mayor por ser su alistamiento y modos de acción internacionales. Cada universidad comprendía varias facultades, entre las cuales la facultad de teología –sacra theologiae Facultas-llevaba siempre la preeminencia. A pesar de cierta decadencia, las facultades de teología ocupan un lugar destacado mientras la Santa Sede y los organismos no están en condiciones de ensombrecerlas. Intervienen así en todas las grandes cuestiones, francesas o extranjeras, y se conceden por otro lado una especie de poder doctrinal, con lo que Roma, temiendo los abusos, se esfuerza por aprovecharse de sus divisiones y de sus conflictos para reducir su poder y reservarse las decisiones.

La principal facultad de teología del reino es la de París[1], a menudo llamada la Sorbona si bien, en sentido estricto, este término designa un colegio fundado en 1253 por Robert de Sorbon; es verdad que este colegio había adquirido tal importancia que dominaba toda la facultad. La Sorbona había ejercido en la cristiandad de la Edad Media un papel eminente. También fue grande su actuación en el concilio de Trento, pero luego su acción positiva declinó: se consagró cada vez más a una función de árbitro en los conflictos doctrinales y de protectora de la ortodoxia; luchó contra la infiltración de las doctrinas heréticas, censuraba los libros, vigilaba la enseñanza de los profesores. Si cuenta aún con teólogos de valor como Edmond Richer o Isaac Habert, si dota de numerosos doctores a las diócesis de provincia, es el moderador más que el fermento de la vida teológica. Razón por la que toma parte en las grandes cuestiones doctrinales o disciplinares, como el jansenismo, el richerismo, el galicanismo y además interviene en las publicaciones de sus propios doctores, bien sea para aprobarlas y entusiasmarlas, bien sea para censurarlas. Por eso Antoine Arnauld fue excluido de la Sorbona por haber defendido tesis jansenistas.

La facultad de teología no constituía un medio humano perfectamente homogéneo: era muy diversa en su alistamiento y en sus tendencias. Adjuntos a ella había en efecto numerosos colegios organizados: se habían creado en la Edad Media para albergar a los estudiantes y atender sus necesidades; algunos habían sido fundados por bienhechores laicos o eclesiásticos, otros por grandes órdenes religiosas. En un principio, estos colegios no impartían una enseñanza verdadera, no disponían más de repetidores encargados de ayudar a los estudiantes en el repaso de sus lecciones. Poco a poco fueron autorizados a dar una formación completa desde las artes hasta la teología; estaban dirigidos por familias religiosas diferentes, y por lo mismo estaban marcados a menudo ideológicamente: unos por el galicanismo o ultramontanismo, otros por el molinismo o el tomismo.

Los grandes colegios eran en el siglo XVII los de Navarra, de Montaigu, del Plessis y la Sorbona misma. En cuanto a los «colegios de humanidades» –que corresponden a nuestros establecimientos de secundaria- estaban en su mayor parte dirigidos por los jesuitas; algunos de ellos eran «de pleno ejercicio», es decir autorizados a dar la totalidad de la enseñanza universitaria hasta la teología. El más conocido de este tipo es el Colegio de Clermont donde profesaron maestros eminentes como Petau, Maldonat,  Suárez. Alguna otra ciudad los tenía igualmente –Reims, Poitiers, Lyon…

Las universidades provinciales tienen una organización comparable a la de París; a veces, por la instrucción de los colegios, los regulares llegaron a dominar la enseñanza, como es el caso de los dominicos en Toulouse.

En las universidades de lengua francesa, mención aparte se merecen las creaciones tridentinas entre las que destaca la de Pont-à-Mousson (1572), confiada exclusivamente a los jesuitas. Su papel era mantener el catolicismo en las regiones intermedias y luchar contra las infiltraciones protestantes, por eso la controversia tuvo en ella tanta importancia. Pont-à-Mousson se integra en la política general de Contrarreforma: domina ideológicamente el «eje lotaringio», es decir la distendida banda de tierra desde Italia a las riberas del Flandre y en la que Roma había articulado a la vez su aparato defensivo y sus organismos de reconquista.

2 – Los colegios de humanidades

El apogeo de la Reforma católica queda señalado, en el terreno escolar, por la multiplicación de los colegios jesuitas. Desde sus orígenes, la Compañía implanta en efecto con toda fuerza su vocación al apostolado por la enseñanza. Ignacio de Loyola había consagrado a los colegios varios capítulos de sus constituciones. Existe de hecho una gama muy diversificada de colegios de jesuitas: en la cima, los colegios seminarios reservados a los miembros de la compañía; venían luego los colegios mixtos que agrupaban a futuros jesuitas y a estudiantes seculares, con el fin de formar a obreros espirituales en el apostolado; por fin los colegios de enseñanza pública destinados únicamente  a los alumnos del exterior. Estos colegios de enseñanza pública, designados generalmente por el término de colegios jesuitas, se dividían asimismo en tres clases: los colegios menores en los que se iniciaba sólo en las humanidades; los colegios medios que añadían la filosofía; los grandes colegios dotados de teología e historia sagrada. La talla del establecimiento venía dada por consideraciones locales, en particular la importancia de la ciudad. Pero si todos los colegios no enseñaban la teología, ésta constituía sin embargo el objetivo supremo de toda la formación, la piedra angular del edificio: los conocimientos humanos, es decir las ciencias, las humanidades, la filosofía, no son más que medios; se enseñan, dicen las constituciones, «porque preparan y forman los espíritus para la teología». Por esta vía se había alcanzado el ideal de los humanistas cristianos, como Lefèbre d’Estaples, Budé, Erasmo… La cultura así distribuida era pues religiosa en su principio y en sus finalidades

Fueron estos establecimientos los que se multiplicaron no sólo en Francia sino en todas las naciones católicas del Occidente. Su localización no se dejaba sin embargo al azar: responde a menudo a un pensamiento apologético y a una verdadera estrategia espiritual; la implantación de los colegios está destinada a formar barrera frente a las infiltraciones protestantes: Chambéry frente a Ginebra; las casas de Verdun, Pont-à-Mousson, Nancy, Dôle, Haguenau, Sélestat, Molsheim, constituyen una muralla en las lindes del mundo renano.

Los jesuitas se especializaron e la educación de los hijos de la burguesía sobre la que acabaron por ejercer una especie de hegemonía escolar. Esta elección no se inspiraba en ningún desprecio del pueblo ni de la enseñanza elemental: estaba determinada por los efectivos limitados de la Compañía y también por la idea de que había que ganarse a la clase burguesa, terreno abonado de las ideas nuevas. El éxito fue enorme y se explica por varias razones. El siglo XVII fue un periodo de auge burgués: ahora bien ésta considera la instrucción como una colocación segura. Busca para sus hijos el foro, las cancillerías, la magistratura, los empleos de todo género; es el momento en que se opera el paso del negocio a la toga. Para una ciudad poseer un colegio de jesuitas es una garantía de progreso. Los jesuitas no se contentaron tampoco con dar a los alumnos maestros de una calidad intelectual y de una cultura muy superiores a las de los antiguos regentes. Crearon principios de enseñanza, una pedagogía fundada en particular en un conocimiento profundo de los textos antiguos: se acostumbraba a los alumnos no sólo a conocer las obras del exterior, sino a entrar en la índole intelectual del autor. El empleo del método directo se difundió en la enseñanza de las lenguas antiguas: la mayor parte de las clases se daban en latín; comedias, escritas también en latín por los regentes, eran representadas por los escolares. El libro ocupaba además un lugar de preferencia en los colegios; era una diferencia importante con la antigua universidad en la que todas las clases eran dictadas. Por fin la pedagogía de los jesuitas se fundamentaba en un conocimiento psicológico del niño que permitía despertar, guiar y sostener su actividad empleando en particular la emulación.

Estas razones dan cuenta del prodigioso éxito de la Compañía. Pero ésta no perdía de vista el fin supremo de su misión, es decir la formación cristiana. Los jesuitas fueron de los primeros en enseñar el catecismo: el manual más habitualmente en uso era Le petit catéchisme des catholiques, publicado en 1558 por Pierre Canisius(Pedro Canisio), notable por sus cualidades sicológicas y pedagógicas. El método de Canisius consistía en agrupar en torno a una idea sencilla un ciclo entero de creencias o de reglas: partiendo de la fe, se deducía la justicia, y de allí se pasaba a las obras buenas, a las virtudes, a los dones del espíritu, a los preceptos evangélicos y finalmente a la justificación por Jesucristo. Era un método progresivo, calificado a veces de «método concéntrico». Además Canisius citaba al margen de su exposición las referencias a los textos de los Padres y de la Escritura, en su caso a las decisiones de los papas y de los concilios; el escolar podía de esta forma  seguir la doctrina católica desde los orígenes hasta su época; durante el siglo XVII, el catecismo de Canisius fue, en determinado de número de colegios, reemplazado por el de Balarmino, de inspiración parecida y que tuvo varias ediciones francesas. Esta enseñanza del catecismo se completaba con el sermón, la explicación de la sagrada Escritura, los ejercicios de piedad y sobre todo por la práctica amplia y regular de los sacramentos: los jesuitas se constituyeron particularmente en los apóstoles de la confesión y de la comunión frecuentes, con el fin de luchar contra el protestantismo que discutía o minimizaba estos sacramentos. Esta práctica sacramental regular entre los laicos encomiada e impulsada por san Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota.

Los colegios conocieron una importante evolución durante la época clásica. Su apogeo se sitúa a comienzos del reinado de Luis XIV: su preponderancia se mantendrá hasta finales del siglo; entrarán a continuación en un periodo de estancamiento seguido de decadencia. A qué razones se deberá esta crisis? En primer lugar al privilegio casi exclusivo por los jesuitas al latín en momentos en los que el francés logra alcanzar valor internacional: con las escuelas de Port-Royal se había consolidado la presencia del francés; a éste debía reconocérsele en 1714, en el tratado de Rastadt, la cualidad de «lengua diplomática universal». Por otro lado, los jesuitas manifestaron en diversas ocasiones su hostilidad al cartesianismo cuando su moda no cesaba de crecer: le reprochaban sin duda el ser adoptado en numerosos círculos jansenistas. Por fin Colbert veía sin simpatía la multiplicación de los colegios, incapaces, decía, de enseñar «las ciencias que sirven para el comercio de la vida», pero propias para fomentar «la vida ociosa y rastrera», palabras precursoras del utilitarismo de la Ilustración. Habrá que invocar también la desconfianza creciente contra los establecimientos de inspiración ultramontana, en horas en que se confirma el ascenso del galicanismo. La crisis de los colegios refleja la del universalismo cristiano y del humanismo[1]

Cuáles fueron los lazos del colegio con el mundo? Algunos han visto en la pedagogía jesuítica un sistema cerrado, radicalmente separado de la vida y de la naturaleza casi intemporal[1]. De hecho los lazos con el exterior fueron múltiples y diversos. Para empezar, cada colegio estuvo en contacto estrecho con su entorno inmediato: se ve mezclado en las actividades de la ciudad, participa en sus fiestas, en sus espectáculos, en su vida profunda;  se prolonga en la sociedad urbana por sus congregaciones y sus confraternidades, participa por eso mismo en la animación de la vida profesional. Algunos tienen bienes importantes, curatos a su cargo y se ven por ello implicados en la pastoral. Los colegios son pues organismos apostólicos lo mismo que pedagógicos.

La actualidad política penetra en ellos por diversas vías pero en particular por las piezas de teatro que, sin duda toman sus asuntos de la antigüedad o de la mitología, pero saben, bajo los ligeros velos de la alegoría, evocar el presente más candente. Así el Ballet des travaux d’Hercule, ejecutado para Luis el Grande en 1686, compone el relato de las gestas gloriosas de Luis XIV: el paso del Rin, la campaña victoriosa de Holanda, la revocación del edicto de Nantes… Desde el punto de vista social, el colegio responde, por parte de los ediles de una ciudad pero sobre todo por parte de la monarquía, a un pensamiento utilitario. Los reyes creyeron que la prosperidad del reino dependía de la educación de la juventud: la instrucción pública es uno de los dominios de la política del príncipe. Luis XIV vigilará en particular a fin de que la enseñanza distribuida por los jesuitas responda a las necesidades del país y al bien público. Cuando el rey y Colbert quisieron dar a la marina militar cuadros científicamente formados, se lo pidieron a los jesuitas. Y así tenemos desde el final del siglo XVII, la aparición de cátedras nuevas y también la publicación de trabajos científicos, como el del P. Hoste, el Recueil des traités de mathématiques qui peuvent être nécessaires à un gentilhomme pour servir par terre et par mer (1692) que contiene nociones de geometría práctica, trigonometría y sus aplicaciones. Los jesuitas extranjeros, los de Polonia por ejemplo, vienen por esta época a iniciarse en matemáticas en los colegios de Marsella, de París o de Avignon. A veces los padres se orientan hacia la «formación continua»: a principios del siglo XVIII, el colegio de Estrasburgo organiza cursos de matemáticas para los oficiales de la guarnición, signo de una evolución tímida pero real hacia el tiempo de la Ilustración. La institución no se queda pues anclada en una rigidez monolítica, la apertura social es constante en ella. Sin embargo es sobre todo de otra manera y en un plano más elevado como los colegios han pesado en los destinos del mundo. Han sido en efecto el lugar de encuentro de dos corrientes de formación y de cultura. La sabiduría antigua y la tradición cristiana. Pregunta capital: Se debía acoger o desterrar la herencia pagana exaltada por el Renacimiento? Los jesuitas optaron por la primera solución: presentaron la sabiduría antigua como una etapa de la formación cristiana para llegar a lo que se ha llamado «humanismo cristiano» innato al espíritu de la Compañía. Esta opción debía llevarla a luchas muy encarnizadas, violentas a veces, con los que rechazaban la Antigüedad, teniendo por corrompida la naturaleza sola, es decir sin la gracia. Ello será uno de los aspectos esenciales del conflicto entre jansenistas y jesuitas.

Tal es la aportación de los colegios a la Reforma católica del siglo XVII: su importancia tiene menos que ver con las creaciones originales en el orden del pensamiento que con la preparación de un terreno sociológico, lugar de encuentro de las futuras corrientes filosóficas o teológicas.

3 – Las abadías

Las abadías constituyen el último tipo de focos intelectuales: son por vocación lugares de la Iglesia sabia y por ello centros de investigación. En grados y modos diversos por supuesto: algunas órdenes tienen efectivamente en este terreno un papel privilegiado. Los religiosos mendicantes –franciscanos, dominicos- se expresaban  por lo general en las cátedras de universidades o en los colegios. Pero otras órdenes seguían fieles a su cuadro tradicional. Algunos monasterios cistercienses fueron así focos de ciencia y de irradiación intelectual. Uno de los más notables fue el de la abadía de Hautefontaine cerca de Saint-Dizier, en la diócesis de Châlons; el abad era un rico eclesiástico, Guillermo Le Roy[1] quien, durante su abadengo, de 1653 a 1684, desempeñó en la vida intelectual de su tiempo un papel considerable. Hautefontaine fue el lugar de encuentro o de retiros de personajes célebres, sobre todo port-realistas: sus enemigos la llamaban la «Ginebra de los jansenistas»; Arnauld y Nicole pasaron por allí en varias ocasiones, en particular en 1667. La abadía era sobre todo un lugar de intercambios o de difusión de cartas o de obras llegadas de París, de Lorena, de Holanda; así llevó a cabo un papel primordial en la geografía dinámica de las ideas. Era finalmente un lugar de impresión de libros prohibidos: había en efecto una taller clandestino instalado en las bodegas. Todo este fervor intelectual se vio frenado entre los cistercienses por reticencias, incluso oposiciones, de las que la más importante fue la de Armando de Rancé –el célebre «abad  Tempestad»- reformador de la Trapa quien, en varias obras, particularmente De la sainteté et des devoirs de la vie monastique (1683 los estudios, más pr), condenó opios según él para favorecer la «diversión» que para domar la naturaleza o para volver al hombre entero hacia Dios.

Entre los benedictinos por el contrario, la vida del espíritu manifiesta una unanimidad y un vigor totales. En la congregación de Saint-Vanne la producción es importante en la segunda mitad del siglo. Los focos más activos fueron las academias establecidas después de 1670 en varias abadías de Lorena y Champaña como Saint-Mihiel, Moyenmoutier, Beaulieu-en-Argonne o Hautevilliers. En la práctica, las academias son centros de investigación[1]: reúnen, en número de seis u ocho, a jóvenes religiosos –los académicos- quienes, bajo la dirección de un monje confirmado en el estudio, participan varias horas al día en intercambios sobre problemas de teología, de historia eclesiástica, de exégesis o de patrística. El orden de los debates queda fijado por lo general en un cuestionario establecido de antemano por el presidente. Obras importantes –l’Apologie des lettres provinciales compuesta en 1696-1697 en Saint-Mihiel, más tarde varias obras de dom Calmet- frutos de un trabajo colectivo, salieron de las academias vanistas. El espíritu de estas instituciones fue por lo común de tonalidad jansenista.

La congregación de Saint-Maur no parece haber conocido academias semejantes[1], pero sus grandes abadías fueron focos intelectuales cuya irradiación desbordaba los límites del reino. El más importante fue Saint-Germain-des-Prés: este monasterio era lugar de reunión de sabios, de religiosos, de obispos como Bossuet, de altos magistrados como el primer presidente Harlay. Su gran periodo fue la segunda mitad del siglo, cuando fue ilustrado por las personalidades de dom Mabillon, de dom Luc d’Achery, de dom Ruinart. Gracias a una labor metódica, gracias también a los recursos de las bibliotecas de la abadía, los benedictinos de Saint-Germain-des-Prés llevaron a cabo una obra inmensa, notable en varios dominios. Recopilaron documentos, publicaron textos antiguos (de san Gregorio Magno, de san Bernardo…), desarrollaron las ciencias auxiliares del historia (la paleografía, la diplomática…), creando así las bases de la crítica histórica moderna. Por otro lado organizaron grandes viajes literarios –»misiones científicas» antes de la carta- por Francia y el extranjero. Así Mabillon recorrió no sólo la mayor parte de las regiones del reino, sino Alemania, Italia, Europa central. La finalidad de estos desplazamientos era recoger observaciones, información, consultar los archivos extranjeros, más bien comparar los métodos, difundir la ciencia. Los mauristas no sólo precisaron los principios de la investigación histórica, sino que le dieron una dimensión europea.

Los diversos focos de cultura contribuyeron pues, cada uno a su modo, a enriquecer y a diversificar el pensamiento católico: las universidades continuaron exponiendo los grandes sistemas de explicación del mundo; los colegios prepararon el terreno sociológico apto para recibir el espíritu nuevo; las abadías, sobre todo benedictinas, crearon los instrumentos de la investigación positiva.

II – Métodos y técnicas nuevas

A la par que progresan los antiguos focos de pensamiento y que aparecen otros, una transformación profunda afecta a los métodos de investigación.

1 – Las razones de la renovación

Son de varios órdenes. Algunos se deben al envejecimiento del método escolástico. Entre los grandes teólogos del siglo XVIII, en particular en santo Tomás, se había mantenido constantemente el equilibrio entre el recurso a la Revelación y el empleo de la razón; con el tiempo la escolástica se había entorpecido en largos desarrollos discursivos, querellas de escuela, sutilidades bizantinas, hasta el punto de que en el lenguaje corriente, su nombre se había convertido en sinónimo de discusiones vanas, puramente verbales, fundadas en cadenas de silogismos. Más aún, esta forma de especulación aparecía como la expresión misma de la libido sciendi, es decir de la concupiscencia de la ciencia. Había pues que devolver al texto sagrado el lugar que le era debido. Este movimiento de restauración se había insinuado a comienzos del siglo XVI; en 1520, un dominico humanista, Juan Faber, escribía: «El mundo está cansado del carácter puntilloso de la teología, languidece en busca de las fuentes de la verdad evangélica. Si no se le abre el acceso, se verá obligado a hacerlo por la fuerza». Tales palabras, ricas por sus resonancias proféticas, traducen una voluntad de renovación. Como toda forma de conocimiento, la teología es también tributaria, en su objeto y sus métodos, del mundo en que se desarrolla. Ahora bien, no deja de ser arriesgado hacer participar los datos de la fe en las vicisitudes históricas de la filosofía y de la ciencia, por lo cual existió siempre en el pensamiento cristiano un a reticencia respecto de la teología especulativa. Pero esta resistencia es tanto más fuerte en el siglo XVII cuanto más contestada es por los sabios la física geocéntrica de Aristóteles con el paso del tiempo: se produce de esta forma, no un desplome, sino brechas en el antiguo edificio teológico. Finalmente todo el movimiento intelectual del siglo conduce a un recurso constante a los textos sagrados: es el propio fin de la Reforma en la acepción primera del término, entre los protestantes como entre los católicos. Estas transformaciones mentales implican, en las técnicas y en los modos de investigación, cambios que se manifiestan en la aparición de dos ciencias nuevas, la teología positiva y la exégesis.

2 – La teología positiva

Lo que se llama teología positiva no es un sistema de explicación global, como el agustinianismo o el tomismo, sino una técnica de investigación. La positiva es un retorno a las fuentes; se puede definir como el método que «con el apoyo de la Escritura, de la Tradición y de la enseñanza de la Iglesia, investiga lo que se contiene en la Revelación divina y cómo está contenido en ella», o también como «el estudio de la Escritura ayudado por las interpretaciones de los Padres, de los papas y de los concilios». La teología positiva tiene pues dos objetos: los textos inspirados y las explicaciones que de ellos se proponen, por lo cual algunos autores contemporáneos distinguen la «positiva de las fuentes» (Escritura, Padres de la Iglesia…) y la «positiva del magisterio» (decisiones de los papas y de los concilios…). Pero en el siglo XVII no se hacía, al menos explícitamente, esta distinción. La positiva se opone entonces a la especulativa o a la escolástica: recurre a la historia más que a la filosofía. Emplea métodos tenidos en prestigio por los humanistas un siglo antes.

Los lugares en los que se desarrolla la teología positiva son en primer lugar las abadías benedictinas donde el trabajo en equipo, el florecimiento de las bibliotecas, el gran despliegue de medios técnicos en particular el auge de las ciencias auxiliares, favorecen este género de investigación; se la encuentra a su vez en los colegios universitarios dirigidos por los jesuitas o los dominicos. La universidad por el contrario sigue fiel a la escolástica y manifiesta sus reservas con respecto a los métodos nuevos.

Los grandes nombres de la teología positiva son, en el siglo XVII, los del oratoriano Louis de Tomassin (1619-1695) y de los dominicos Jean Nicolaï (1594-1673) y Jean Baptiste Gonet (1613-1681). Esta moda de la positiva se traduce en concreto por un crecimiento considerable de las publicaciones de textos, los de la Escritura en particular. Las ediciones de la Biblia se multiplican: una de las más célebres es la Biblia de Port-Royal llamada Bible de Mons (1666) cuyo éxito fue resonante; para 1681 su tirada sobrepasaba los 40 000 ejemplares y, después de la revocación del edicto de Nantes, Luis XIV pidió 20 000 más para la conversión de los protestantes. Con la publicación de las obras teológicas o espirituales de los Padres de la Iglesia, una ciencia nueva, la patrística, conoce un amplio desarrollo. La historia eclesiástica se beneficia de una audiencia parecida: Ellies du Pin hace pública su Nouvelle bibliothèque des auteurs ecclésiastiques, el erudito Le Nain de Tillemont sus Mémoires. El siglo XVII es la época de las grandes colecciones: la más célebre es la Gallia christiana emprendida por los mauristas dirigidos por dom Denis de Sainte-Marthe.

Los métodos de la teología positiva preparan varias de las opciones intelectuales del siglo XVIII, con el predominio de la observación, de la inducción, del espíritu histórico. Contribuyeron así al acercamiento de los católicos y de los protestantes, ya que unos y otros preconizan la vuelta a las fuentes: se opera así un comienzo de ecumenismo por la ciencia.

3 – La exégesis

La teología positiva, es decir el conocimiento del texto sagrado, se puede practicar con dos fines. Se trata a veces de un fin de piedad o de profundización espiritual. Es el caso habitual hacia mitad del siglo: en su gran edición de la Biblia, comenzada en 1665 y terminada en 1684, Le Maître de Sacy no adopta perspectivas críticas; investiga «el sentido del autor», es decir el espíritu de Dios, capaz de alimentar la fe del lector y de hacerle entrar en las realidades espirituales. Otras veces el proceso es más intelectual: el texto es tratado como un «objeto», su estudio puede conducir a Dios pero a través de las oscuridades y las vacilaciones de la historia[1]. Es preciso en este caso «partir de lo humano», proceder a un análisis científico del libro sagrado, percibir su sentido exacto, aclarar las alusiones, las imágenes y las parábolas –a menudo oscuras pues ellas se aplican al «Dios oculto»- preguntarse si el texto estudiado lo ha dicho todo o existe otra fuente de conocimiento, comparar por fin con otros mensajes religiosos. El conjunto de estas operaciones constituye la exégesis, es decir la crítica histórica aplicada a los libros religiosos. Esta crítica no es exactamente reductible a la de la historia profana, ya que los textos sagrados tienen sus particularidades, sus exigencias: se expresan en los géneros literarios específicos, con su vocabulario propio; tratan de hechos sobrenaturales, a veces extraños a las leyes ordinarias de la ciencia. Por largo tiempo se ha ignorado la exégesis, puesto que parecía sacrilegio ejercer una crítica, es decir una presunción de escepticismo, con respecto a las palabras inspiradas de Dios. Pero en los siglos XVI y XVII, la voluntad de un regreso a las fuentes luego las exigencias de la controversia disipan estos escrúpulos: por exigencias de sus causas, humanistas y reformadores se constituyen en apóstoles de la exégesis. Esta ciencia se desarrolla en primer lugar en las universidades mediterráneas –Salamanca, la Gregoriana. De allí debía pasar al reino y ser practicada por un gran número de teólogos: Launoi, Coeffeteau, Bossuet, Noël Alexandre… no obstante dos hombres en particular la marcaron con una aportación original: uno es el obispo de Avranches, Pierre Daniel Huet, ya estudiado como apologista, el otro el oratoriano Richard Simon.

Huet se distingue no sólo por la extensión de su cultura y de sus conocimientos técnicos, los de las leguas orientales en particular, sino por la novedad y el atrevimiento de sus métodos. En su Demonstratio evangelica (1679), enseña la verdad del cristianismo exponiendo la realización de las profecías, pero sobre todo estudiando las mitologías y las religiones antiguas, mostrando que se derivaban todas de la religión judeo-cristiana de la que eran transposiciones perfectas. Por ejemplo Moisés es el personaje que toma del nombre de Apolo, de Perseo o de Prometeo en la religión greco-latina; el maravilloso pagano no es más que la imagen degradada de los milagros bíblicos. Huet va más lejos y aplica sus principios a los dogmas fundamentales del cristianismo: la concepción virginal de Cristo es relacionada con la creencia de que Perseo mismo nació de una virgen; se asimila el bautismo al nacimiento de Isis, la crucifixión al martirio de Prometeo clavado a su roca. Este método no carecía de riesgos, porque los racionalistas del siglo XVIII no dejarán de ir a beber en este arsenal para explicar que el judaísmo luego el cristianismo provienen de la transposición de viejas fábulas paganas; estos libertinos se servirán del sincretismo invocado por Huet para desacreditar la religión. Queda por decir que el obispo de Avranches abrió vías fecundas y creó una ciencia nueva, la exégesis comparativa. Esta mezcla de misterios paganos y cristianos, de fábulas y de dogmas, erigida en tesis por Huet, vuelve a ocurrir por otra parte en cantidad de obras de la gran literatura clásica.

Richard Simon (1638-1712), sacerdote del Oratorio, preconiza la extensión sistemática de los procedimientos críticos a los libros santos. Su conocimiento del griego, del hebreo y de varias lenguas orientales le permitieron aplicar estas reglas de exégesis a la totalidad del antiguo Testamento. Expone el resultado en varias obras: la Histoire critique du vieux Testament (1678), la Histoire critique du texte du nouveau Testament (1689), el Nouveau Testament de n. S. Jésus-Christ traduit sur l’ancienne édition latine avec des remarques (1702). Estos tratados de Richard Simon marcan el triunfo de la crítica filológica, indispensable, a los ojos del autor, para la comprensión de los libros santos: «No se puede leer la Biblia con fruto, decía él, si de antemano no se está instruido en lo que arañe a la crítica del texto». Es necesario, precisaba a su vez, considerar los textos sagrados como testimonios ordinarios, sin ninguna idea preconcebida. Simon había llegado a  firmar que los libros religiosos presentaban rastros de alteración, de contradicciones, de transposiciones, de errores cronológicos. El Pentateuco por ejemplo no puede ser, como se enseña, todo entero de moisés, ya que su lengua, su estilo, sus citas son a veces de una época más tardía y alude incluso a sucesos posteriores a la muerte del gran legislador. Las condiciones de trabajo de los redactores sucesivos explican por otra arte estas lagunas, estas imperfecciones y estos errores: muchos de los textos bíblicos han sido redactados por hombres llamados profetas, es decir escribas; estos escribas eran escribanos públicos que referían los hechos notorios de su tiempo pero retomando por igual, para hacer de ellos una nueva redacción, los sucesos anteriores ya recogidos por sus antecesores. Así se llegan a comprender las repeticiones. Además los ejemplares hebreos estaban escritos en pequeños rollos unos sobre otros: un cambio accidental en el orden de los rollos provocaba un trastorno en el orden del relato.

Richard Simon no rechaza la Tradición como tal, es decir la catequesis oral, conservada por la Iglesia: afirma incluso que «si no se une la Tradición con la Escritura, apenas se puede asegurar nada cierto de la religión». Desde este punto de vista, Simon sale al encuentro de las tesis protestantes y defiende las del catolicismo. Debía sin embargo ser condenado, primero en París luego en Roma, al cabo de un largo conflicto con Bossuet quien expuso sus argumentos en un tratado publicado con retraso, en 1743, la Défense de la Tradition et des Saints Pères. Si bien Richard Simon estuvo en posesión de una ciencia exegética de gran extensión y, por más de un título, fue tenido como predecesor, se le hicieron dos reproches de base. En primer lugar su simpatía cierta hacia la herejía: se complace en exponer las doctrinas condenadas, en citar a los teólogos separados de la Iglesia; existe así con frecuencia en él una voluntad de desacreditar que es actitud intelectual, pero también rasgo de carácter, difícilmente conciliable con su calidad de sacerdote. De otra parte Richard Simon, sin negar la inspiración de la Biblia, la limita a la fe y ala moral: es por otra parte su conformidad con la conciencia moral y la razón lo que, a sus ojos, prueba la inspiración. No pone en tela de juicio el valor de los dogmas ni de la teología, sino que los minimiza hasta el punto de justificar la actitud de los racionalistas y de los libertinos. Richard Simon no percibió que los libros eran de otro «orden» –en el sentido pascaliano del término- que los textos históricos ordinarios, y que la exégesis no podía por lo mismo reducirse a la simple crítica.

De hecho los argumentos de Richard Simon fueron utilizados contra el cristianismo por los libertinos del siglo XVIII: ellos pudieron, gracias a este arsenal polémico, presentar la Escritura como un tejido de fábulas análogas a las de las mitologías antiguas. De Simon se olvidó la adhesión sincera a la Iglesia para quedarse sólo con su obra crítica. Sus trabajos marcan sin embargo una fecha a la vez en la historia de la exégesis y en la de las controversias antirreligiosas. Esta forma de crítica con las consecuencias que de ella se desprenden sobrepasa por lo tanto la simple técnica y se integra en una revolución mental más profunda, la «crisis de la conciencia europea». Al criticar la Biblia –autoridad suprema- al relativizar su mensaje, la generación de fin de siglo se orienta hacia un nuevo modo de pensamiento y sobre todo una nueva escala de los valores: los adversarios de Richard Simon –Bossuet, Antoine Arnauld- sintieron con fuerza, pero sin medir siempre sus efectos, esta mutación de fondo.

III – Las corrientes de pensamiento

Los métodos de investigación puestos en práctica en el siglo XVII –la teología positiva y la exégesis- no constituyen evidentemente en sí mismos sistemas de pensamiento: estos sistemas, que quieren ser explicaciones globales de carácter teológico y filosófico, son para unos herencias de un pasado lejano, para otros creaciones más recientes. Existen en el siglo XVII tres grandes «escuelas» de teología: el agustinianismo, el tomismo, el molinismo. Este término de «escuela» debe ser entendido en una acepción muy amplia, no en el sentido de medio cerrado, estrechamente jerarquizado; responde no obstante a un criterio de sociología eclesiástica, siendo adoptado cada sistema, en sus grandes líneas al menos, por una familia religiosa: muchos tomistas se reclutan entre los dominicos; la mayor parte de los agustinianos entre los oratorianos o los benedictinos; el conjunto de los molinistas por fin entre los jesuitas.

1 – El agustinianismo

No constituye una síntesis perfectamente coherente, habiendo sido expuestas muchas ideas de san Agustín (354-430) en obras que no son didácticas: algunas contienen diario espiritual (las Confesiones), otras apologética (La ciudad de Dios), otras por fin polémica (De la gracia y del libre albedrío). El agustinianismo es pues una actitud de espíritu o una disposición del alma con respecto a cierto número de problemas. Con todo algunas ideas maestras lo dominan.

En primer lugar, la afirmación que el bien supremo no es la ciencia, sino la felicidad: es preciso tender hacia el amor de Dios. Así el imperio de la razón sin quedar desterrado debe ser puesto al servicio de la fe: su papel es secundario como lo da a entender la fórmula «credo ut intelligam, creo para comprender». El trabajo del espíritu será pues un esfuerzo constante para entrar en el dominio de la Revelación. De esta forma no existe  orden racional cerrado en sí mismo: la razón sola, facultad corrompida, conduciría ineludiblemente al escepticismo. El espíritu pasa necesariamente por la fe: fuera de ella no hay más que miseria. Nunca puede haber pues perfección de un conocimiento intelectual ni paz del espíritu: la existencia se funda en una tensión continua, es el sentido de la fórmula «Nuestro corazón está inquieto hasta descansar en vos». (Confesiones I, 1).

Por vía de consecuencia, la reflexión debe unirse al conocimiento del hombre y de su destino más que al de las cosas o del mundo: en san Agustín no hay sistema cósmico ni siquiera filosofía, sino una teología fuertemente impregnada de espiritualidad. Así su pensamiento no se encierra en un sistema, porque está siempre abierto hacia lo alto: debe mantenerse constante humildad y tender hacia una beatitud inaccesible aquí abajo. Las doctrinas del obispo de Hipona sobre la gracia y la predestinación cobraron fuerza en las luchas contra Pelagio. Este monje bretón había enseñado, a principios del siglo V, que la imitación de Cristo no se diferenciaba esencialmente de la imitación de cualquier maestro humano, que todo hombre poseía en sí y de forma inmediata los recursos suficientes para acceder a este ideal. Preconizaba de este modo una especie de naturalismo cristiano en el cual los sacramentos, la ascesis, la gracia misma no eran necesarios: el cristianismo quedaba reducido a una simple moral natural. San Agustín había reaccionado con viveza afirmando la originalidad sobrenatural del mensaje de Cristo; al hacerlo, había recordado y puesto en claro con toda fuerza los aspectos más rígidos y más abruptos de la doctrina de san Pablo, es decir la corrupción profunda de la naturaleza, la transmisión del pecado original, la inclinación invencible del hombre al pecado y su incapacidad de realizar el bien, la necesidad absoluta de la gracia para la salvación. San Agustín llegaba así a presentar de forma tajante y en un estilo polémico la predestinación como una presciencia de Dios».

El agustinianismo conoció un gran éxito en el siglo XVII, de forma que éste ha podido ser calificado como «siglo de san Agustín». No en vano el espíritu del Renacimiento al sublimar la autonomía y la omnipotencia del hombre se aproximaba al espíritu de Pelagio y provocaba las mismas reacciones: se veían en él amenazas graves contra la esencia misma del cristianismo, de ahí la vuelta a quien la tradición designaba como el «doctor de la gracia» y a sus tesis sobre la pequeñez del hombre y sobre el papel exclusivo de Dios en la obra de la salvación. El agustinianismo conoció una amplia audiencia entre los oratorianos, los benedictinos y sobre todo entre los jansenistas cuya única ambición se limitaba, afirmaban ellos, a traducir fielmente el pensamiento de su maestro[1]. Estas razones dan cuenta del número considerable de ediciones de san Agustín en el siglo XVII: la principal es la de los mauristas publicada entre 1679 y 1700.

2 – El tomismo

Otra cosa muy distinta es el clima intelectual en el que nació el tomismo. En el siglo XII, en un momento en que la Iglesia estaba en plena posesión de las definiciones dogmáticas, formuladas por los Padres, se vio en la necesidad de edificar vastas síntesis del saber cristiano. Así se compuso, según las reglas metodológicas de Aristóteles, el cuadro de los conocimientos relativos a la salvación. La ciencia y la fe, unidas en el mismo intento del espíritu, edificaban conjuntamente una teología objetiva, abstracta, susceptible de ser trasmitida didácticamente y cuyo modelo más acabado es la Suma teológica de santo Tomás de Aquino.

A diferencia de san Agustín, santo Tomás presenta un sistema completo, coherente, una síntesis cósmica que expone el ordenamiento de los mundos: el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos, con el hombre en la cúspide, lazo de unión entre estos espíritus y estos cuerpos. Describe así y explica el orden universal, apoyándose en la palabra revelada, pero usando también de una argumentación científica tomada de Aristóteles.

Por eso mismo se concede a la razón un amplio lugar: ésta no se opone a la fe, todo lo contrario. Si Dios, piensa santo Tomás, nos ha dado las facultades del espíritu y nos habla él mismo en los libros santos, no puede haber desacuerdo entre los dos modos de conocimiento. Un amplio uso de la razón es pues legítimo, ya que, por sí sola, está en condiciones de demostrar muchas verdades de la fe. Al tratar de los misterios, una obra explicativa importante puede incluso llevarse a cabo por la inteligencia: entre ella y el misterio no existe en efecto ninguna incompatibilidad. Santo Tomás aplica estas reglas con rigor en la Suma teológica: después de formular con claridad cada proposición, la confirma con una serie de citas de la Biblia y de los Padres; la demuestra racionalmente; luego expone las objeciones y las resuelve mediante una argumentación lógica. El tomismo aparece así como un racionalismo cristiano al que ilustra la fórmula «Intelligo ut credam, comprendo para creer».

Los problemas de la gracia llevan a santo Tomás a recordar a la vez la omnipotencia de Dios y la libertad del hombre: el creador no puede en efecto determinar a la criatura más que teniendo en cuenta la naturaleza de ser racional y libre que le ha dado. Hay también un optimismo profundo en santo Tomás; su creencia en la libertad y en la razón le llevaron a enseñar que el hombre es perfectible, que el mundo, la sociedad, la política pueden organizarse racionalmente y son susceptibles de progreso.

El tomismo perdió, en el siglo VII, una parte de su interés universal; lienzos enteros de su teología se desplomaron; las proposiciones más directamente tributarias de las tesis de Aristóteles fueron abandonadas por los hombres de ciencia. Pero conservó su vigor en el dominio de la teología moral y de la teología política. Sus bases seguían fuertes en las universidades y en los conventos de dominicos: el de Burdeos en particular fue, gracias a la enseñanza de Juan Bautista Gonet, un importante foco de estudios tomistas. La misma fidelidad al gran doctor escolástico se observa en los seminarios: en su directorio, compuesto al final del reinado de Luis XIV, Juan Bonnet, superior general de los sacerdotes de la Misión, recuerda que santo Tomás es el mejor garante de la ortodoxia católica: «El joven rector, escribe, debe considerar a santo Tomás como el mayor teólogo y el más universalmente aprobado en la Iglesia; se dedicará a leer la Suma con toda la aplicación de que es capaz. En ella hallará todo lo que puede necesitar para instruirse a fondo en los dogmas que explica y prueba sólidamente por la Escritura y por los Padres… Este directorio se dirigía a los miembros de una compañía responsable por entonces de casi la mitad de los seminarios franceses; ilustra la permanencia del tomismo, en algunos de sus aspectos al menos, en las proximidades del tiempo de la Ilustración.

3 – El molinismo

El tomismo señala, con relación al agustinianismo, un paso a favor del hombre; una nueva etapa es superada en un sentido idéntico con el molinismo. Se asocia estrechamente en efecto con esta expansión del humanismo que, en el siglo XVI, había influido tan profundamente en la orientación de los espíritus: es cristiano no aspira ya sólo a la felicidad futura; concede un valor propio a las condiciones de la felicidad terrestre, reivindica una libertad sin ataduras y adopta una visión más optimista del mundo.

Estas tesis habían hallado su expansión teológica en el tratado del jesuita Molina La concordia del libre albedrío con los dones de la gracia. El molinismo no pone en tela de juicio el dogma del pecado original, pero minimiza sus efectos. Después de la caída, el hombre sigue inalterado en su naturaleza, se ve solamente privado de los dones sobrenaturales. Dios lo suple con una gracia concedida a todos y cada individuo es libre de aceptar o de negar. Se opera así un concurso constante entre la voluntad del hombre y la gracia divina. En cuanto a la predestinación, existe no en virtud de una finalidad establecida de antemano por Dios, sino simplemente en previsión de los méritos: la criatura que ha recibido la libertad de obrar ve consagrar los méritos unidos a esta libertad. Tales premisas se abren a importantes consecuencias prácticas: no estando la naturaleza esencialmente corrompida, no necesita el hombre regenerarla; le basta con conformarse al Decálogo. En la vida moral se impone el heroísmo espiritual, no como un precepto sino como un simple consejo de perfección. El cristiano se ve de esta forma exaltado en su razón, su actividad temporal, su felicidad terrestre: la moral del «hombre honesto» tiende a sustituir a la del santo.

El molinismo, visión optimista de la salvación, tuvo una amplia audiencia en el siglo XVII: fue adoptado por la mayor parte de los jesuitas; por el libro, la dirección de conciencia y la enseñanza de los colegios, impregnó profundamente la sociedad francesa y suscitó controversias o tensiones con frecuencia muy vivas.

El pensamiento religioso de la Francia clásica manifiesta pues por la multiplicación, investigación, por la abundancia y la variedad de su producción, una notable vitalidad. Sus rasgos específicos se encuentran por otra parte menos en la renovación de los «sistemas» que en el ahondamiento de los métodos y en el ensanchamiento de las bases sociales de la cultura. El desarrollo de la teología positiva, los progresos de la exégesis, la adopción del «humanismo cristiano» por una amplia fracción de la clase alta están, en el dominio intelectual, entre las novedades más importantes del siglo.

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