DOCTRINA VICENCIANA DE LA VIRTUD (III)

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  1. EL RASGO CRISTOLÓGICO DE LA VIRTUD VICENCIANA

Mons. Luis Abelly, el primer biógrafo de san Vicente, escribe en 1664 que la principal virtud de nuestro santo había sido la imitación de Nuestro Señor. Esta es una buena manera de seña­lar que para Vicente de Paúl la ética de la virtud gira en derredor de la persona de Cristo. De hecho, san Vicente invita que a la luz de la vida, de las obras y de la predicación de Jesús, el cristiano descubra que Él es ese valor verdadero, fundamental, absoluto, capaz de comprometerlo enteramente. Cristo y su reino es la perla preciosa, el tesoro escondido al que se debe subordinar todas las otras cosas. Todo debe ser puesto al servicio del valor supremo que es Jesucristo. Esta centralidad de Cristo en la pro­pia vida debe ser la aspiración más honda del hombre. Vicente de Paúl encuentra en Jesucristo, el centro y el principio dinámico de su vida. Hace suya la enseñanza de la Regla de san Benito: «Es necesario no anteponer nada al amor de Cristo» (Cap. IV).

Es por eso que en la moral vicenciana las virtudes son neta­mente cristológicas. El modelo de virtud es Cristo, no el hombre ideal griego, ni algún estoico latino, ni siquiera Dios en su gene­ralidad. Cuando analiza la virtud su paradigma es Cristo.

El fundamento para practicar las virtudes es que Cristo las practicó, ya que Él vino «a practicar todas las virtudes; y como sus acciones y no acciones eran otras tantas virtudes, nosotros hemos de conformarnos con ellas procurando ser hombres de virtud». Ser virtuoso es seguir a Cristo, modelo supremo en la práctica de todas las virtudes. Jesucristo vino a salvar a la huma­nidad, y para tan magna tarea utilizó las virtudes: «Nuestro Señor, al venir a este mundo para salvar a los hombres, empezó por obrar y luego se puso a enseñar. Lo primero lo hizo practicando todas las virtudes; todas las acciones que llevó a cabo eran otras tantas virtudes dignas de un Dios que se había hecho hombre para ser el ejemplo de los demás hombres; y practicó lo segundo instruyendo al pobre pueblo en las verdades divinas y dán­doles a los apóstoles la ciencia necesaria para la salvación del mundo, para dirigir a los pueblos y hacerlos felices».

San Vicente acepta que algunos sabios paganos practicaron la virtud, pero esta información cuenta poco, ya que para él la vir­tud cobra toda su plenitud en el ejemplo y la enseñanza dada por Cristo. Tiende a reducir el tema de la virtud a lo que enseñó y obró Jesucristo. Fundamenta las virtudes en la Palabra de Dios, especialmente en los Evangelios y en los consejos que de ellos se derivan’. Así, por la práctica de las virtudes la persona huma­na se une al actuar de Cristo, lo cual conlleva estar unidos al ser de Cristo. Revestirse de Cristo implica asumir el dinamismo moral de Cristo, que pasa por la práctica de las virtudes. Señala: «Nuestro Señor nos haga participar de su humildad, de su paciencia y de su caridad». Y así como el esfuerzo humano para adquirir las virtudes es necesario; nunca se debe olvidar que ellas proceden de Dios, que las regala por la gracia de Cristo.

El espíritu de Cristo es fundamentalmente un espíritu virtuo­so; opuesto al espíritu del mundo, que propone el vicio: «Pido a nuestro Señor Jesucristo,… que os llene de su espíritu divino, que es un gran espíritu de caridad, de pobreza y de humildad, opues­ta al espíritu de soberbia, de ambición y de avaricia». Espíritu de Cristo que se expresa como máximas evangélicas (ya sea como axiomas o como conclusiones), y que fundamentalmente las encuentra en los capítulos 5, 6, y 7 del Evangelio según san Mateo. Estas máximas «tienden, directa o indirectamente, a la práctica de alguna virtud o a la huída de algún vicio».

Para san Vicente, Jesucristo es la fuente de todas las virtudes, que derrama en abundancia en los que confían en él. A través de este actuar virtuoso Cristo instaura su Reino a través nuestro. Cristo es la fuente de todas las virtudes en dos sentidos:

Es ejemplo de todas ellas. Todas las virtudes que aparecen en los ilustres personajes de la Sagrada Escritura, alcanzan su per­fección en Jesucristo, quien se vuelve el modelo más pleno. La vida del cristiano es observar a Cristo en la Escritura, para luego amar e imitar sus virtudes.

Las comunica a quienes confían en Él. Le aconseja a una superiora que trate a su comunidad «con respeto, mansedumbre y cariño; dándoles finalmente el ejemplo de las virtudes que le gus­taría a usted que practicasen. Le pido a Nuestro Señor, que es la fuente de todas ellas y que las practicó primero para nuestra ins­trucción, que se las dé a usted y a ellas».

Entiende que los sacramentos son otra ayuda que Cristo rega­la para poder actuar virtuosamente. Con el Bautismo, el cristia­no fue revestido del espíritu de Cristo, y con ello se le conceden las virtudes que proceden del mismo Cristo: «San Pablo dice que por el Bautismo nos revestimos de Jesucristo: ‘Los que habéis sido bautizados en Jesucristo os habéis revestido de Jesucristo” (Gal 3, 27). ¿Qué hacemos cuando nos situamos en la mortifica­ción, en la paciencia, en la humildad, etc.? Situamos en nosotros a Jesucristo; y los que se esfuerzan en todas las virtudes cristia­nas pueden decir, como san Pablo: ‘No soy yo el que vivo, sino que es Jesucristo el que vive en mí» (Gal 2, 27). La Eucaristía es el otro sacramento que permite revestirse del espíritu de Cristo en una concepción dinámica de la vida cristiana. El que comulga bien hará acciones virtuosas porque serán acciones de Cristo:

«¿Qué no hará una persona que tiene a Dios en sí, que está llena de Dios? No hará ya ciertamente sus acciones, sino que hará las accio­nes de Jesucristo; servirá a los enfermos con la cari­dad de Jesucristo; tendrá en su conversación la mansedumbre de Jesucristo; tendrá en sus contradicciones la paciencia de Jesucristo; tendrá la obediencia de Jesucristo. En una palabra, hijas mías, todas sus acciones no serán ya acciones de una mera criatura; serán accio­nes de Jesucristo… Así pues, cuando vean a una hermana de la Cari­dad servir a los enfermos con amor, con mansedumbre, con gran desvelo, pueden decir sin reparo alguno: «Esta hermana ha comul­gado bien». Cuando vean a una hermana paciente en sus incomodi­dades, que sufre con alegría todas las cosas penosas con que puede encontrarse, estén seguras de que esa hermana ha hecho una buena comunión y de que esas virtudes no son virtudes comunes, sino vir­tudes de Jesucristo».

Señala que el principal efecto de comulgar bien no es la paz interior; que si bien es valiosa, en muchos casos puede ser un ele­mento ambiguo o puramente subjetivo. El efecto principal de comulgar bien es el deseo de acrecentar la unión con Dios y el cre­cer en la virtud55. Se debe recordar en cada Eucaristía el gran amor que Jesús muestra a la humanidad. A los que van a comulgar, les enseña que pidan a Dios la gracia de comulgar bien. Como en la época de san Vicente no se solía comulgar todos los días, señala a las hermanas que entre comunión y comunión progresen «siempre algunos grados en virtud y en amor de Dios».

El sacramento de la penitencia permite volver al camino de la virtud. Para ello es importante prepararse bien a este sacramen­to. Evitando su práctica rutinaria, monótona o escrupulosa, ya que de esta forma, dicho sacramento no revitaliza éticamente a la persona. Bien vivida, la Confesión produce abundantes fru­tos de virtud; por el contrario, abandonar este sacramento aparta de la virtud: «La que deja de confesarse bien cae en grandes fal­tas en privado y en público. Pero, por el contrario, cuando hace­mos una buena confesión, enseguida se nos devuelve la gracia de Dios, reviven todas las buenas obras que habíamos hecho, y aumenta nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra caridad y amor a Dios, nuestra templanza, nuestra humildad, en fin, todo lo demás». Especialmente cree en la eficacia de la confesión general. Para Vicente de Paúl las confesiones generales han vuelto a la virtud a gran número de personas». La práctica fre­cuente del sacramento de la reconciliación permite crecer espe­cialmente en la caridad, en cuanto que la persona puede subsanar todos los pecados cometidos contra el amor a Dios y al prójimo. El Espíritu Santo crea en el cristiano la gracia con la que se puede ejercer la caridad.

La liturgia es otro poderoso medio para crecer en las virtudes. La liturgia recorre la vida de Cristo, por tanto, cada etapa de la vida del Señor brinda la oportunidad de contemplar, recibir y practicar las virtudes. Subraya con respecto a la Navidad: «Le pido a Nuestro Señor que le conceda la gracia de sumergirse muy adentro en la práctica de las virtudes que brillaron en su santo nacimiento, que él sea más que nunca la vida de su vida y el vín­culo de unión de su pequeña familia’. Incluso, cuando una obra se retrasa, o se debe esperar un tiempo para realizar una misión encomendada, es una buena oportunidad para practicar las virtu­des que practicó Jesucristo en su vida oculta». Ante quien inju­ria y mortifica, se debe practicar la mansedumbre y demás virtu­des que Jesucristo ejercitó durante su pasión. Asimismo, buscó que la vida comunitaria fuera de acuerdo al Evangelio. Ideal muy elevado que sólo puede realizarse si la comunidad está unida por la caridad derramada por Jesucristo: «Estén siempre unidos y Dios los bendecirá; pero que esta unión sea por la caridad de Jesucristo, ya que toda otra unión que no esté cimentada con la sangre de este divino Salvador no puede subsistir. Por tanto, tienen que estar unidos entre ustedes en Jesucristo, por Jesucristo y para Jesucristo. El Espíritu de Cristo es un espíritu de unión y de paz; ¿cómo podrán atraer a las almas a Jesucristo si no estuvieran unidos entre ustedes y con él mismo?».

A la hora de estructurar la comunidad, ve central a la figura del superior. Éste debe apacentar su comunidad siguiendo las virtudes de Cristo. Las cosas marchan bien con los superiores que: «Aceptan la contradicción y el desprecio, con los que se juz­gan servidores de los demás, con los que gobiernan pensando en el gobierno de Nuestro Señor, que toleraba en su compañía la rusticidad, la envidia, la poca fe, etc., y que decía que no había venido a ser servido, sino a servir». Le desea a otro superior: «Le pido a Nuestro Señor que sea también él el superior en usted y por usted, que llene sus corazones de fe, de esperanza y de amor». Los superiores deben reproducir las virtudes que los evangelios muestran que practicaba Jesucristo a la hora de apa­centar a la comunidad. En los momentos conflictivos, es cuando el superior debe imitar más intensamente la paciencia, la toleran­cia, la cordialidad, la caridad e incluso la resignación de Nuestro Señor Jesucristo.

La Congregación de la Misión promete imitar a Cristo en sus virtudes y en sus trabajos. Uno de los motivos por el cual san Vicente se demoró en escribir las Reglas Comunes es por tomar ejemplo de Jesucristo, ya que: «Él practicó las virtudes durante los treinta primeros años de su vida y ocupó solamente los tres últimos en predicar y enseñar». Comentando las Reglas Comu­nes, Cap. I, Art. 3, señala que los miembros de la Congregación de la Misión han de revestirse del espíritu de Cristo, practicando las virtudes que Él practicó:

«Hemos de imitar a Jesucristo para revestirnos de su espíritu, lo cual no podrá mostrarse mejor en cada uno de nosotros que por medio de la práctica de las virtudes que más brillaron en nuestro Señor cuando vivió sobre la tierra… ¡Quiera Dios concedernos la gracia de conformar toda nuestra conducta a su conducta y nuestros senti­mientos con los suyos, que él mantenga nuestras lámparas encendi­das en su presencia y nuestros corazones atentos siempre a su amor y dedicados a revestirse cada vez más de Jesucristo… !».

En definitiva, el signo de ser un verdadero discípulo de Cris­to es, por tanto, practicar las virtudes. Esto implica llevar a cabo las obras que Él hizo, especialmente evangelizar a los pobres. Ese es el verdadero discipulado, que se puede vivir en todas las épocas y continentes»’.

Apéndice: Otros modelos de virtud

Ya señalamos que para san Vicente el primer ejemplo de vir­tud es Jesucristo. Pero también gusta de destacar las virtudes de los personajes bíblicos, y de aquellos cristianos que lograron reproducir en ellos las virtudes de su Señor. Ve que ello estimu­la en el camino a la santidad. Sabe que los hombres necesitan referentes, por tanto el conocimiento y elogio de los hechos vir­tuosos es una buena pedagogía. Aprovechando el gusto del barroco por la pintura, presenta la siguiente comparación: «Nuestro Señor Jesucristo es el modelo verdadero y el gran cua­dro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones; y los hombres más perfectos que están aquí abajo, vi­viendo en la tierra, son los cuadros visibles y sensibles que nos sirven de modelo para regular todas nuestras acciones y hacerlas agradables a Dios».

De este modo, propone como modelo de virtud figuras bíblicas, santos, y también a hombres y mujeres contemporáne­os. Al hacer un elogio de la virtud no se cierra al mundo de los consagrados, sino que con frecuencia encomia la virtud de los laicos, ya sean nobles, burgueses o pobres. Con respecto a las figuras bíblicas, alaba del Antiguo Testamento a Job como el hombre que supo practicar la virtud a pesar de las pruebas, difi­cultades e incomprensiones. Incluso, para san Vicente, el llevar una vida virtuosa habilitaba a Job el poder lamentarse frente a Dios. Moisés es la figura que debe inspirar a todo superior virtuoso. De este modo, le señala a un sacerdote nombrado recientemente superior, que actúe «… después de consultar con Dios, como un nuevo Moisés, y de recibir de Él la ley para dár­sela a los que va a gobernar. Acuérdese de que la forma de go­bernar de aquel santo patriarca fue paciente, mansa, tolerante, humilde y caritativa».

Con respecto a las figuras del Nuevo Testamento, elogia a la Santísima Virgen. Ella es modelo de virtud en la vida ordinaria; especialmente de paciencia, humildad y servicio. También, al admitir ser compañera de Magdalena, deja la enseñanza de que no se debe despreciar a nadie por su pasado. Le dirá a Santa Luisa: «No importa que esa persona tenga una fama poco buena; quizás sea falsa, o quizás se ha corregido ya. La Magdalena, desde el momento de su conversión, se vio convertida en compa­ñera de la Virgen y en seguidora de Nuestro Señor. Como yo soy un gran pecador, no puedo rechazar a los que lo han sido, con tal que tengan buena voluntad».

Ve en muchos laicos modelos de virtud». A ellos, igual que a los consagrados les invitará a vivir las virtudes propias de los bautizados. Además, les invitará a vivir las virtudes propias de su condición, oficio, o profesión, por ejemplo, al Sr. Loges, procu­rador del Parlamento, le invita a practicar a fondo la virtud de la justicia. Justicia, que como cristiano, debe enriquecer con la cari­dad, abierto a la misericordia y al servicio78. Vicente de Paúl, en una sociedad donde no se solía alabar a los campesinos, confie­sa abiertamente sus muchas virtudes. Explica que conoce a fundo el mundo de los aldeanos y labradores porque él proviene de ese ámbito. Eso le lleva a afirmar: «No hay nada que valga tanto como las personas que verdaderamente tienen el espíritu de los aldeanos; en ningún sitio se encuentra tanta fe, tanto acudir a Dios en las necesidades, tanta gratitud para con Dios en medio de la prosperidad». Pondera de las buenas aldeanas su confian­za en Dios, así como su gran fe y docilidad. La campesina se des­taca por la sencillez, la gran humildad (contraponiéndola inclu­so con la actitud presumida de muchas jóvenes de la ciudad), el ser desprendidas y sobrias; además son modestas, austeras, y caritativas con el necesitado. Quizás idealiza un poco la virtud de la gente del campo, pero, por otra parte, señala que no todo el que vive en el campo es un verdadero aldeano».

Hará referencia a la virtud de los buenos nobles y altos bur­gueses. Entre ellos citamos, la ponderación que san Vicente hace de la virtud de la Señora de Forest, que fue su dirigida y con quien mantuvo una fluida correspondencia. Valora la generosi­dad, entrega, amor a los enfermos y piedad de la duquesa de Ventadour, María de la Guiche de Saint-Gérand, dama de la Caridad. Estima la generosidad, desprendimiento y responsabilidad de la duquesa de Aiguillon, gran colaboradora caritativa del santo. Relata con gusto la historia del Conde de Rougemont, un duelista frívolo que se convirtió dando ejemplo de amor a Dios, a la Iglesia, y a los pobres, llegando incluso a romper su espada. San Vicente admira su caridad y desapego.

Valora las virtudes de los buenos monarcas. Entre ellos, se refiere a la Reina de Polonia, Luisa María de Gonzaga, a quien conocía por ser francesa y dama de la Caridad. Se había casado con el rey Casimiro de Polonia. En Polonia le tocó una época sumamente difícil: guerras e inclemencias climáticas. En todo supo mantener una actitud ejemplar: firme, justa, caritativa, y valiente. En ella ve un ejemplo de lo que deben hacer quienes detentan el poder. De hecho, san Vicente tiene la pedagogía de elogiar las virtudes ciertas de los gobernantes, más que criticar sus defectos. Por su actividad, sabía acerca de los frecuentes errores cometidos por parte de quienes tenían la misión de diri­gir. Pero prefiere elogiar los actos buenos que había conocido, de modo que sus silencios eran harto elocuentes. Entiende que este camino es más evangélico y fecundo: «Me dice que esta piadosa princesa está decidida a hacer el mayor bien que pueda mientras Dios la conserve en este mundo. ¡Ay, padre, qué cristiana es esa resolución! ¡Quiera Dios que esa misma decisión arraigue en el corazón de todos los grandes y que todos los cristianos compren­dan bien la obligación que tienen de ir creciendo de virtud en vir­tud! Todo se acaba, la muerte se acerca, y solamente quedan las buenas obras».

Alaba la santa muerte que tuvo el rey de Francia Luis XIII. San Vicente fue llamado para asistirle en sus últimos momentos. Ciertamente que Luis XIII tuvo sus luces y sus sombras; san Vicente no inventa virtudes, simplemente elogia su buena preparación ante la muerte: «Ayer quiso Dios disponer de nuestro buen rey… Desde que estoy en la tierra, no he visto morir a nadie tan cristianamente. Hace unos quince días que pidió que fuera a verlo. Y como al día siguiente se puso mejor, tuve que volverme. Hace tres días volvió a llamarme, y durante ellos nuestro Señor me ha concedido la gracia de estar a su lado. Nunca he visto tanta elevación a Dios, tanta tranquilidad, tanto horror a las más pequeñas partículas que pudieran ser pecado, tanta bondad y tanta sensatez en una persona de esa condición».

Con respecto a la jerarquía de la Iglesia, ensalza los hechos de virtud que conoció. A lo largo de su dilatada vida pasaron doce Sumos Pontífices, algunos de ellos los conoció personal­mente. Siendo joven, trató al Papa Clemente VIII de quien siem­pre mantuvo un grato recuerdo. Señala: «Yo he visto a un santo Papa, que era Clemente VIII, un hombre muy santo, tan santo que los mismos herejes decían: “El Papa Clemente es un santo’. Se sentía tan tocado de Dios y tenía el don de lágrimas en tal abundancia que, cuando subía por unas escaleras que se llaman la Escala Santa, se llenaba de lágrimas». Encomia a varios car­denales: Al cardenal Durazzo que tanto ayudó a la Congregación de la Misión. También, ensalzó las virtudes del Cardenal Jeró­nimo Grimaldi a quien conoció bien pues fue nuncio en París desde 1641. El 13 de julio de 1643 fue nombrado cardenal, dán­dosele como primer destino la Curia Romana. Señaló: «El señor cardenal Grimaldi saldrá el mes próximo. Es un prelado de mucha virtud, prudencia de gobierno y firmeza».

La imagen de Obispo que tiene san Vicente es muy elevada. Teológicamente elaborada por la lectura de la Patrística, así como en la excelencia del estado sacerdotal de la teología berulliana, además de las enseñanzas del concilio de Trento. De esta manera escribe a su amigo Luis Abelly, Vicario General de Bayona elogiando a su obispo: «¡Cuán admirado está ese pueblo, según creo, al ver que su prelado vive como verdadero obispo, después de tantos siglos como se ha visto privado de semejante dicha!…¿Qué no se puede esperar de un prelado que ha ordena­do tan bien su vida, la de sus domésticos, que ha hecho tantas limosnas corporales y espirituales en su diócesis, que tiene tanto cuidado de los pobres presos, que tantos éxitos logra con la con­versión de los herejes…». San Vicente le escribe a un obispo recién elegido para una diócesis que mucho lo necesitaba. En la felicitación, va incluido todo un vademécum de cómo debe ser un obispo virtuoso:

«Nuestro Señor, que responde por los pobres, ha contestado ya abundantemente a mis deseos escogiendo para el episcopado a un prelado que quiere hacerse útil, que sabe gobernar, que se distingue por su prudencia e integridad de costumbres y promete ser un digno sucesor de los santos. ¡Cuánta ha sido mi dicha y mi contento al ver cómo Dios ha dirigido el curso de los acontecimientos, haciendo que después de crecer de virtud en virtud, camine usted de honor en honor!… ¡Quiera aquel que le ha escogido para dar la ciencia a su pueblo, mantener a sus ovejas en el bien y conservar a su iglesia sin mancha ni arruga bajo su gobierno pastoral!».

Cuando había conflictos entre los Obispos y los religiosos, san Vicente apela a resolverlos desde la virtud. Así, aconseja a los Obispos obrar como lo hizo Jesús, es decir, desde la caridad evangélica y no desde la astucia. Primero les deben dar ejemplo de cómo obrar bien, ya que el orden sagrado es un estado más perfecto que la vida religiosa. Luego deben hablarles con man­sedumbre y caridad; por último, si esto no resulta, tratarlos con firmeza, pero evitando las penas canónicas, ya que el suave obrar virtuoso logra más que todas las censuras eclesiásticas. Tam­bién es elevada su concepción del presbítero. Lo ve como la con­dición más sublime de la tierra, pues es la misma que asumió el Hijo de Dios. Vocación excelsa, pero también exigente. Entiende que por no tomar esta vocación con la seriedad que se merece, muchos males han entrado en la Iglesia por los problemas de los eclesiásticos. Es que, para san Vicente ser sacerdote es estar decidido a trabajar toda la vida en ser virtuoso. Esta imagen tan exigente con respecto al sacerdocio, no es tan inaccesible como para que no elogie a muchos buenos sacerdotes como Carlos de Nacquart, Brunet, Juan Ennery, Benjamín Huguier, etc.

Por su intensa actividad hacia una reforma de la Iglesia, san Vicente conoció innumerables religiosas y religiosos. Gusta de comentar las virtudes que ve en ellos, especialmente cuando han fallecido. Así, elogia las virtudes de la madre María Agustina Bouvard, religiosa de la Visitación: «Espero que la estima y el afecto que toda la casa le tenía a esa virtuosa difunta le servirá de estímulo para abrazar sus virtudes: el candor de que siempre hizo profesión, la inocencia y la huida de todo mal en que siem­pre vivió, el celo por el bien, la fidelidad a la regla, la atención a los movimientos interiores del Espíritu Santo».

Elogia la virtud de los miembros de la Congregación de la Misión, especialmente cuando han fallecido, con el fin de glori­ficar a Dios por las gracias que les ha hecho y para estimular el amor a la virtud de los demás miembros. Normalmente pedirá que se tenga una conferencia acerca de las virtudes del misione­ro que ha muerto. Por si alguna comunidad local no lo conocía bien, san Vicente gustaba de escribir narrando las virtudes cier­tas de tal misionero. De esta manera se referirá a que el «padre Bourel ha muerto en la misión de Mesnil, santamente, lo mismo que había vivido. Todos dicen de él que no han observado jamás en él una imperfección, ni siquiera el padre Boudet, su director en el seminario». Narra la enfermedad, muerte y especialmen­te las numerosas virtudes del Padre Luis Robiche, fallecido a los 35 años. Valora su caridad para con los galeotes enfermos, y con los otros pobres enfermos. Además, señala cómo se había mani­festado en el P. Robiche la humildad, la obediencia y la piedad. Al comunicar la muerte del Padre du Chesne señala en él cuáles son las virtudes de un miembro de la congregación: «Todos conocen la gran abundancia que tenía de todas las virtu­des propias de los misioneros, su gran celo, su mortificación, su candor, su firmeza, su cordialidad, la gracia que tenía en las pre­dicaciones, en los catecismos, en los ejercicios de los ordenan-dos, el afecto a su vocación, su fidelidad en el cumplimiento de las reglas y de las costumbres de la compañía, y las demás virtu­des que se requieren en un misionero». También relata las vir­tudes de los seminaristas, como la del estudiante Martín Jamain fallecido a los 25 años, en abril de 1645: «¡Dios nos conceda la gracia de imitarlo en sus virtudes, para poder seguirle algún día a la gloria que posee!”.

Junto a santa Luisa fundó a las Hijas de la Caridad, a quie­nes siempre cuidó con paternal esmero. Numerosas veces pro­clama las virtudes de las hermanas. Como es su costumbre, la muerte de cada una de ellas le da motivo para publicar sus vir­tudes, para gloria de Dios y emulación de sus compañeras. Entiende que esto es grato al Espíritu Santo. Dedica una larga conferencia a las virtudes de la hermana Juana Dalmagne. La cual trabajó un tiempo siendo laica en el Carmelo como torne­ra, pero luego ingresó en las Hijas de la Caridad para servir a Dios y a los pobres. Entró a los 30 años en la compañía. Des­taca su exquisito amor al pobre, especialmente a los enfermos, el vivir en la presencia de Dios, la obediencia, el desapego, la santa indiferencia, su sentido de la justicia, y la condescenden­cia con las hermanas. Con su tendencia a exagerar, proclama: «Os aseguro, hermanas mías, que he leído muchas vidas de san­tos; pocos santos superan a nuestra hermana en el amor de Dios y del prójimo. Al fallecer la hermana Bárbara Angiboust manda realizar una conferencia acerca de sus virtudes. Frente al ramillete de valores que se va comentando acerca de ella, san Vicente señala: «Dios ha querido presentarnos este cuadro tan bello para que tengamos confianza de que, con su gracia, llega­remos a la práctica de estas virtudes. El señor Vicente por 36 años había sido director espiritual de santa Luisa de Marillac. Al morir la fundadora, se tiene una conferencia acerca de sus virtudes. Se destaca su gran prudencia, así como su amor por los pobres y a pobreza. Se señala su profunda vida interior, su celo por la salvación de las almas, su pureza y sobre todo su amor a Dios».

Ya hemos hecho referencia a la admiración que nuestro santo tuvo por san Francisco de Sales. Elogia, por tanto, su vida volcada hacia la virtud. A su muerte, colabora con las religio­sas de la Visitación para el proceso de canonización. Lo hace complacido «no sólo para obedecerles sino para satisfacer a la estima y veneración especial que siento por un santo tan gran­de, de cuyas virtudes yo mismo pude ser testigo en varias oca­siones»». Al escribirle a Papa Alejandro VII en relación al proceso de Beatificación del Obispo de Ginebra, señala «las extraordinarias virtudes que brillaron en él y por los libros de (al) elevada piedad que compuso». Ve en san Francisco de Sales un reflejo de la bondad de Dios, así lo señala en la misma carta:

«La fe, la esperanza, la caridad y las demás virtudes cristianas car­dinales y morales parecían como innatas en su persona y su conjun­to formaba en él, al menos a mi juicio, un tal cúmulo de bondad que, durante una enfermedad que padecí poco después de haberle conocido, me aliviaba recordando su mansedumbre y su exquisita bondad, repitiendo con frecuencia estas palabras: «¡Qué bueno tiene que ser Dios, cuando tan bueno es el obispo de Ginebra!».

Propone a Francisco de Sales como un modelo de fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, castidad, humildad, paciencia, mansedumbre, religiosidad, resignación, magnanimidad y celo por la salvación de las almas. En definiti­va: «Me muevo a creer que ha sido el hombre que mejor copió al Hijo de Dios mientras moró en esta tierra».

Andrés Román María Motto

CEME 2010

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