El descubrimiento de los pobres (II)

Mitxel OlabuénagaEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Balance de estos acontecimientos

El año 1617 es para Vicente de Paúl rico en constataciones y la experiencia comienza a ser capital en su existencia. Una convic­ción germina y aflora en su interior: no se adquiere más que lo que se da, la caridad es un don de Dios.

La doble experiencia de Gannes y de la misión de Folleville llevarán a Vicente de Paúl a fundar la Congregación de la mi­sión (1625), a organizar las misiones, los ejercicios para ordenan-dos (1628), la asociación de sacerdotes de la «Conferencia de los martes» (1633), los seminarios (1641) para poner en práctica los decretos del concilio de Trento, la reforma del clero y del episcopa­do. La solidaridad y la «subsidiaridad» entre los miembros de la comunidad y de la iglesia y la interdependencia de ministerios y de obras serán para él una exigencia.

La experiencia del sermón de Chátillon (las grandes obras vicencianas han nacido de un discurso ardoroso, ha señalado con exactitud Atonio Rédier) y la experiencia de una caridad mal or­ganizada, conducirán a Vicente de Paúl a fundar las Damas de la Ca­ridad (1617) y la Compañía de las Hijas de la Caridad (1633). En 1638 organizará la obra tan necesaria y urgente de los niños expósitos. De 1639 a 1660 lanzará una campaña de ayuda y orien­tará la acción caritativa en las provincias saqueadas y devastadas por la guerra. Todas estas creaciones serán expresión y prueba de la concientización profunda de Vicente. Esta concientización re­cuerda aún hoy la gran preocupación de este organizador de la ca­ridad: organizar la sociedad en función de los pobres y ayudarles por todos los medios a salir de su pobreza. La interdependencia, la interferencia, entre los miembros de la sociedad y del cuerpo místico exigen solidarizarse con los demás. Las fórmulas vicencianas incisivas y exigentes nos recuerdan el radicalismo de las enseñanzas evangélicas: «Dios no soporta la unión con él, si se to­lera la desunión con sus miembros». La unión y el amor al pró­jimo realizan la unión con Dios: «Si tenemos amor, debemos ma­nifestarlo llevando a los hombres a amar a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo». «Debemos unirnos al prójimo por caridad para unirnos a Dios por Jesucris­to».

A partir de estas dos revelaciones Vicente de Paúl hablará so­bre todo de Dios a través de la «usura de su ser». Trabajará todo el día y una parte de la noche para responder en toda circunstan­cia a las exigencias del «reino de Dios», que se manifiesta siempre en beneficio de los pobres.

Sin ruido de palabras, Vicente nos introduce en el misterio del amor humano y silenciosamente nos confiesa que los pobres nos revelan la verdad del hombre. En él descubrimos cómo una «obra» se encuentra siempre en la convergencia donde se organiza un movimiento del dinamismo humano, una doctrina, una orga­nización ingeniosa y minuciosa de personas y de dones. Y nosotros creíamos que Vicente de Paúl era ¡el «santo de la beneficencia»!

Otra vez en casa de los Gondi

Durante los seis meses que Vicente de Paúl pasa en Chátillon, la perplejidad y la angustia se originan en la casa de los Gondi y la desolación parece alcanzar en ella su paroxismo. Vicente informa por carta al señor de Gondi de su plan de no volver a su casa. El general de las galeras transmite la decisión de Vicente a su mujer.

Esta, después de haber recibido la noticia se acongoja. Manuel de Gondi responde a Vicente de Paúl y le suplica que vuelva. La se­ñora de Gondi también le escribe: está angustiada, enferma, se va a morir. El fugitivo será responsable delante de Dios de su muerte, de su condenación y de todo el bien que no haga, por falta de ayuda, de la salvación de toda la familia y de otras mu­chas personas, con las que él podrá ejercitar la caridad. Para in­tentar conseguir la vuelta de Vicente, visita varias veces a Bérulle, le habla de la necesidad que tiene de la presencia y de los consejos de su director y le hace prometerle que empleará toda su convic­ción para persuadirle de que vuelva. Con el mismo fin moviliza al arzobispo de París, a sus parientes próximos, a varios doctores y re­ligiosos… Bérulle termina por escribir a Vicente. El 17 de octubre los Gondi envían al señor Dufresne para que hable con él. Des­pués de la conversación, Vicente consulta al padre Bence, quien le aconseja volver a París y consultar en la capital a quienes le «conocen bien» y poder llegar a descubrir la voluntad de Dios. El párroco termina por abandonar Chatillon. Llega a París el 23 de diciembre y consulta a Bérulle y a otros eclesiásticos. La víspera de navidad vuelve de nuevo a casa de los Gondi co­mo capellán de sus tierras y, pronto, el 1619 como capellán gene­ral de las galeras del rey. De 1619 a 1625, ejerce esta doble fun­ción y se encamina hacia su obra propia.

Objeción de un hereje en Montmirail (1620). Misión en Marchais (1621)

El capellán de las tierras de Gondi se rodea de otros hombres, quienes le ayudan en las misiones y le estimulan con su presen­cia. La señora de Gondi no sólo aprueba sus trabajos, sino que los financia materialmente, al mismo tiempo que visita y socorre ella también a los enfermos.

Durante una misión en Montmirail, un día del año 1620, un hereje «rebelde a todas las argumentaciones», pretende que la igle­sia de Roma no está conducida por el Espíritu santo, porque aban­dona a los pobres. Su argumentación es simple, constata un hecho, incluso si exagera un poco: «Se ve a los católicos de la campiña abandonados a unos pastores viciosos e ignorantes, sin estar instrui­dos en sus obligaciones, sin que la mayoría sepa siquiera lo que es la religión cristiana; y por otra parte se ven las ciudades llenas de sacerdotes y de monjes que no hacen nada, y quizás en París se encuentren diez mil, que dejan a estos pobres campesinos en esta ignorancia lamentable, por la cual se condenan. ¿Y usted quiere per­suadirme de que esta manera de obrar esté orientada por el Espíritu santo? Jamás lo creeré». Vicente se siente profundamente afec­tado por esta objeción. Ella le confirma el abandono del mensaje esencial: la línea original de construcción de la iglesia, iglesia-pobres, parece olvidada o perdida. El sacerdocio no es expresión concreta de la iglesia, porque los sacerdotes no se dirigen a los pobres como imágenes de Cristo.

En 1621, Vicente vuelve a Montmirail en compañía de algunos sacerdotes para trabajar juntos en la misión. El hereje, «en quien ya nadie pensaba, tuvo la curiosidad de ver los diversos ejercicios que se realizaban en ella… Advirtió la preocupación empleada en instruir a quienes se encontraban en la ignorancia de las verdades necesarias para salvarse, la caridad desarrollada para acomodarse a la poca capacidad y lentitud de espíritu de los más ignorantes a fin de hacerles comprender, lo mejor posible, lo que debían creer y practicar, y los efectos maravillosos que esto obraba en el corazón de los más grandes pecadores, incitándolos a convertirse y hacer penitencia.

Impresionado en su espíritu, por el modo de obrar de los mi­sioneros, el hereje vino a encontrar a Vicente de Paúl y le dijo: Ahora veo que el Espíritu santo conduce a la Iglesia de Roma, por­que se preocupa de la instrucción y de la salvación de los pobres campesinos. Estoy decidido a entrar en ella en cuanto tenga a bien recibirme.

Un día Vicente de Paúl, afirma Abelly, contando esto a los misioneros, exclamó: «¡Qué dicha la nuestra, misioneros, verificar, trabajando, como lo hacemos, en la instrucción y santificación de los pobres, que el Espíritu santo conduce a su iglesia».

Cada día que pasa, Vicente no puede dudar más de su misión: descubrir el verdadero rostro de los pobres y ponerse a su dis­posición. Utilizando la voz firme y el tono amenazador del «buen señor Duval»: «servus sciens voluntatem Domini et non faciens vapulabit multis», la voluntad de Dios se manifiesta a Vicente de Paúl. El debe fundar la «Congregación de la misión», es decir, «una compañía que tenga por herencia a los pobres y que se dé enteramente a los pobres».

Evolución interior de Vicente de Paúl

Entre 1617 y 1621 Vicente de Paúl cambia totalmente de perspectivas y comienza a ser «otro hombre». Si no puede vis­lumbrar entonces las etapas del camino, que debe recorrer, sabe, al menos, en qué dirección Dios le impulsa. Este caminar será unas veces duro, otras violento. Siempre, sin embargo, será recorrido para tratar de descubrir y de realizar la voluntad de Dios.

Esta búsqueda tensa le lleva a aislarse y le conduce a la me­lancolía. La señora de Gondi se preocupa por este comportamien­to. Sin duda en este tiempo reflexiona en las consignas transmi­tidas por Bérulle acerca de la abnegación, exigida por la encarnación de Jesucristo y por la pobreza del hombre: «El hombre por sí mis­mo no tiene derecho más que a la nada, al pecado, al infierno… es decir, a la nada de todas las maneras». «Dios nos ha dado a su Hijo único, que es la vida; es necesario que estemos en él y él en nosotros, que vivamos en él y no en nosotros, que seamos de él y no de nosotros». «Estamos salvados por el camino del sacrificio, también debemos ser santificados por una forma de sacrificio, que nos santificará a nosotros mismos en Dios». Dos sermones de Vicen­te de Paúl en esta época nos indican este estado de alma, en el que se debate ansiosamente para despojarse de todo lo que no es Dios: «tan grande es la miseria del hombre… que se deja llevar fácilmente por sus malas inclinaciones y por su sentido corrompido y depravado». «No somos más que gusanos… un soplo, un saco repleto de basura y una cueva de mil malos pensamientos». Pe­ríodo de crisis, de lucha, durante el cual el alma busca denodada­mente abrirse al buen agrado de Dios.

Durante el retiro que hace en Soissons en 1621, Vicente bus­ca otro clima interior y para creárselo reflexiona en la doctrina de Francisco de Sales. Durante las misiones que da en las tierras de los Gondi, acompañado de otros sacerdotes, el «impulso de la na­turaleza le asalta». «La continua preocupación de espíritu, confe­sará el 1 de abril de 1642 al padre Codoing, me hizo desconfiar de que la cosa viniera de la naturaleza o del espíritu maligno e… hice un retiro en Soissons, con el fin de que agradara a Dios hacer desaparecer de mi espíritu el placer y la preocupación que sentía por este asunto. Le agradó a Dios escucharme, de manera que, por su misericordia, hizo desaparecer de mí lo uno y lo otro y permitió que cayese en las disposiciones contrarias». Compren­de, mejor, siente, que Dios obra suavemente.

El trato con los pobres del campo, la convivencia con los sa­cerdotes, que le acompañan en las misiones, le llevan a cambiar de actitud. Comprende que el aislamiento, el rostro tenso, el «humor seco», que le invade, pueden ser un obstáculo para «consolar y dar confianza» a quienes se le acercan. Está preocupado por lo que más tarde calificará de «rostro serio, triste, repulsivo». «Me di­rigí a Dios y le rogué con insistencia que me cambiara este humor seco y repulsivo y que me diera un espíritu dulce y benigno. Y por la gracia de nuestro Señor, con un poco de cuidado que he tenido en reprimir los ardores de la naturaleza, he hecho desapa­recer un poco mi humor negro».

En esta época Vicente encuentra el equilibrio interior en su existencia. Después del retiro de Soissons su caminar se esclarece. Nombrado en 1622 superior-director de las salesas de París y elegido director de la madre J. F. de Chantal, evoluciona en el espíritu salesiano del Tratado del amor de Dios, que llega a cono­cer profundamente. Sin embargo su sensibilidad, su vocación particular, su gracia, le conducen en otra dirección y orientan pron­to su caminar a través del desprendimiento.

En 1623, con ocasión de un viaje para misionar en las galeras de Burdeos, Vicente va a ver a sus parientes. Después de la visita se siente «durante tres meses» preocupado por el deseo de ayudar a sus hermanos. Esta preocupación invade continuamente su espíritu. Pide a Dios que le libere de esta tentación. Al sen­tirse liberado, quiere entrar «en la escuela de Jesucristo» a tra­vés del desprendimiento. De esta manera podrá apoyarse más en Dios y compartir más con los pobres, «ya que un eclesiástico que tiene algo, declara a su familia, se lo debe a los pobres».

Abnegación y desprendimiento, requeridos para descubrir y realizar las exigencias de la voluntad de Dios, orientan de 1625 a 1632 la evolución interior de Vicente. Junto al «santo y sabio se­ñor Duval» intenta ver cada día más claro. A través de las palabras de su director termina por encontrar en 1625 la orientación de­cisiva de su existencia, de acuerdo con el buen agrado de Dios. Las cartas escritas a Luisa de Marillac entre 1628 y 1630 nos revelan que Vicente evoluciona en la purificación del sentimiento. Para conseguirlo, se ejercita en el desprendimiento, que une a la volun­tad de Dios.

Luisa de Marillac se preocupa excesivamente por su hijo. Esta preocupación llega a «inquietar su espíritu». Vicente le recomienda que se «entregue totalmente al querer y no querer de nuestro Señor». El 19 de febrero de 1630 insiste: Tiene que trabajar ante Dios para desprenderse «de la excesiva ternura» por su hijo, «porque sólo sirve para turbar el espíritu y le priva de la tranqui­lidad, que nuestro Señor quiere que tenga en su corazón, y del desprendimiento del afecto de todo lo que no es él. Hágalo, pues, se lo suplico… puesto que Dios no quiere de ninguna manera que usted se interese» por su hijo, «a no ser de un modo depen­diente y suave».

Sin rechazar la espiritualidad de Francisco de Sales, Vicente de Paúl pasa muy pronto del «amor afectivo» al «amor efectivo». Abelly, sin olvidar señalar la práctica de Vicente de Paúl de «no pararse en las apariencias», sino de ir al fondo de las cosas, y la riqueza afectiva de «su corazón compasivo», nos informa de una máxima profundamente arraigada en el interior de su biografiado: el «amor afectivo» es estéril, si no pasa a ser efectivo. Esta convicción se fundamenta en una consigna comunicada a Vicente de Paúl: «Totum opus nostrum in operatione consistit». Repetía con frecuencia estas palabras y decía haberlas aprendido de un gran servidor de Dios, quien, al encontrarse en su lecho de muerte, co­mo le pidiera alguna palabra de edificación, le respondió, que veía claramente en esta hora que lo que algunas personas juzgaban ser contemplación, arrebatos, éxtasis… movimientos agónicos, visio­nes deíficas, no eran más que humo… Ello provenía de la curiosi­dad engañosa o de los resortes naturales y de un espíritu con cierta tendencia y facilidad para el bien. Sin embargo la señal cierta del amor a Dios es la acción buena y perfecta».

A través de rupturas, lentamente, el caminar de Vicente se esclarece y se arraiga. Entre sus 32 y 36 años se ve impulsado a cambiar el objetivo de su vida. Progresivamente adquiere su «pru­dencia» que le permitirá descubrir con lucidez y energía los dis­fraces de la «naturaleza engañosa» y desenmascarar los mejores enemigos que invaden su interior. En su edad madura, con un gran discernimiento de espíritu y sin ninguna concesión, expulsará sin hisopos y sin convulsiones los «demonios familiares» que habitan en el interior del hombre. En contraposición y en su lugar, introducirá el deseo de no buscar más que a Dios y probará este deseo de amor a Dios con acto. La adaptación flexible a todas las exigencias y manifestaciones de la voluntad de Dios será la única señal cierta de la autenticidad del amor. Por eso Vicente denuncia sin componendas todas las ilusiones del amor propio alimentadas por la naturaleza: las buenas resoluciones, los grandes sentimien­tos, las inclinaciones de las personas propensas a querer disfrutar continuamente de éxtasis y visiones deificas, el desprecio por la actividad exterior, provocada por la comodidad y la pereza, la repetición de actos para sentirse sumergido en las consolaciones y en la presencia de Dios, donde el amor propio y el demonio sa­len ganando, el retiro para buscar una contemplación que aísle del apostolado, del ejercicio de la caridad. Todo esto no es más que «humo», si no se encuentra en ello la preocupación de buscar y de realizar el plan de Dios y el amor al prójimo.

Estas convicciones, experimentadas en el don a Dios para ser­virle en la persona de los pobres, permitirán a Vicente de Paúl descubrir las llamadas que Dios le transmitía a través de los acon­tecimientos. La abertura constante a la miseria humana movilizará su sensibilidad y su espíritu y le permitirá ampliar progresivamente su campo de acción y establecer una doctrina.

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