2. La mitología mágica: el maravilloso pagano
Los cuentos fantásticos forman parte del fondo desde la primera mitad del siglo XVII, piense lo que piense Geneviève Bollème[1], y en él se quedaron mientras resistió la venta ambulante: es «el gentil rebaño de las fantásticas hadas» danzando «con sayas desabrochadas», como cantó Ronsard ; son los cuentos de velada que evoca también George Sand a mediados del siglo XIX en Las Leyendas rústicas. Introducen al lector en un mundo imaginario, que la fantasía de los redactores se ingenió en embellecer con los más brillantes colores: es el reino del «Espectáculo Maravilloso»; simples cuentos de hadas en una treintena de páginas, o relatos por episodios, más complejos, de los grandes mitos, todos estos libritos evocan para sus lectores y auditores los países desconocidos, en un tiempo indeterminable: «en aquel tiempo»; sin embargo mitos como Till y Gargantúa están enraizados más en lo real, en una evocación de la Francia o de la Alemania media. Por eso mismo, merecen ser presentados aparte; pero también, en razón de su significado social, ya que no nacional, más preciso.
A. El mundo encantado de los cuentos de hadas.
El repertorio de la Biblioteca azul en este dominio es a la vez variado y unívoco: variado porque toma sus historias de toda clase de colecciones ya conocidas ( sin hablar de las tradiciones orales que han podido transmitirlas): Aladin o la Lámpara maravillosa, los Cuarenta Ladrones, están tomados de las Mil y una Noches; Cenicienta, Barba azul, el Gato con botas son del dominio de Perault; Babiole o el príncipe Encantador, Belle belle o el caballero afortunado, La bella de los cabellos de oro, el Pájaro azul (una decena en total) vienen del repertorio de Mme d’Aulnoy; algunos han sido escritos por Mme Murat; y otros muchos, como la Rana bienhechora, Graciosa y Percinet son , según nos dicen, buenamente «extraídas de las hadas». Las afiliaciones, el área de extensión de las diferentes series han sido objeto de estudios etnográficos conducidos (por J. Delarue en particular), que no se trata de evocar aquí. Lo que conviene señalar ante todo es la unidad de este repertorio, no sin haber rendido homenaje a la notable obra de Marc Soriano dedicada a los Cuentos de Perrault que esclarece «sicanalíticamente» el trabajo de Charles Perrault sobre los cuentos recogidos por el escribano y sus allegados, y que plantea con claridad varios problemas que tienen que ver entre las culturas sabias y populares en términos que atañen a nuestras propias deducciones.
Este mundo de los cuentos (con excepción del cuento de Marmontel, la Pastora de los Alpes, que es una historieta lloricona sin hada, bautizada abusivamente como cuento) comporta unas constantes: el recurso de todos los avatares a que son sometidos hombres, bestias y hadas también, «hadas de las leyendas eternamente jóvenes o viejas», es el encantamiento, descrito como real, por supuesto: a la vuelta de una página de la Rana bienhechora, el narrador escribe: «lo que no se creerá con facilidad, y que es tan verdad como el resto del cuento…» Con lo cual se hace eco la moralidad de Piel de Asno: «El cuento de Piel de Asno es difícil de creer; pero mientras haya niños en el mundo, madres y abuelas, se tendrá un recuerdo de él». Sean los medios que sean –varitas, flores, frutos dotados de poderes mágicos- la acción está siempre provocada por la «suerte», en el sentido más estricto de la palabra. Es una flor depositada en su frente de recién nacido que hace de Babiole una mona; al mascar una aceituna y una avellana, la misma Babiole se convierte en una joven y recupera castillos, criados y riquezas perdidas al nacer. El Arte de Espectáculo, como dicen los cuentos, no dispone de otro recurso; hadas y humanos sometidos a los caprichos de las buenas y malas hadas no hacen por lo demás otra cosa que aceptar sus reglas, de buena gana. Un encantamiento de mal agüero se compensa –al cabo de unos años o unos instantes de eficacia- con un encantamiento de sentido inverso, bienhechor. Ahí está también el secreto de la composición de todos estos relatos: sin una intervención maléfica al principio, no habría historia. Transcurrido el tiempo en que la víctima se debate entre las peores desgracias, llega el momento de una operación positiva. Cada relato está construido según esta alternancia: Joven y Bella se deja encantar su Alidor por la terrible Mordicande; sólo el dios Zéphyr puede vencer los encantamientos del hada mala. De la misma manera, el príncipe encantador del Pájaro azul queda transformado en pájaro por el hada Soussio; se necesita otra hada para poder ayudar a la princesa Florine para recuperarle en su castillo con sus huevos mágicos; y así todo. En este sentido, los encantamientos no se anulan; el mundo de las hadas es un mundo igualitario: un hada benéfica no vale más que un hada mala; aunque nos encontremos, aquí y allí, con algunas medio hadas, como la Rana benéfica, cuyo poder es ayudar a sus protegidas en la desgracia mediante pequeños servicios cotidianos –sin romper el encanto. Cuando al fin las cosas se complican y un hada es más fuerte que un encantador, éste puede recurrir a otra hada: para acabar el Pájaro azul, «el Encantador y el hada declararon que sus poderes estaban unidos…, Soussio (el hada antagonista) no podía nada ya contra ellos». Hay que indicar también que este mundo encantado ignora por completo la intervención divina: en lo hondo de la ola, en el fondo de los bosques o del desierto, la infortunada víctima del hada malvada invoca a sus padres perdidos, sus esperanzas rotas: en ningún momento a Dios Padre o a los Santos, que desempeñan un papel cotidiano en los relatos hagiográficos, lo veremos más tarde.
Esta tipología y esta construcción de doble cara de los cuentos se conservan evidentemente en las colecciones renovadas rescritas en el siglo XVIII, para encantar a los hijos de la nobleza –y hasta en las hermosas obras de canto dorado, ilustradas con dibujos muy nuevos (de Stahl, Bertall en particular), editadas en el siglo siguiente, donde cada relato, acompañado de sabias notas destinadas a precisar términos y costumbres ya antiguos, se acaba obligatoriamente con una moralidad en verso, que con una ocurrencia a veces discutible condena el vicio, celebra la virtud, el triunfo de los buenos y el castigo de los malos. El país de las maravillas debe pues ser siempre rico con toda clase de riquezas dispensadas parsimoniosamente a los pobres mortales en su existencia real, reinos sin límites, castillos fastuosos, parques exuberantes, piedras preciosas, etc., pero es todavía más rico en encantamientos, y en estas combinaciones relativamente sencillas de poderes mágicos que manipulan a los héroes de los cuentos en uno y otro sentido con una lógica perfecta: ya que a fin de cuentas, por la omnipotencia finalmente revelada de algún ramito de oro, o de un hada superdotada, interviene el desenlace feliz.
El relato de hadas –por lineal que sea en sus alternancias de intervenciones negativas y positivas- es pues un relato optimista: se le asegura un final feliz, sean las que sean las peripecias, las veces que suscitan los odios arraigados de las hadas malignas ensañadas con sus víctimas. En este sentido además, convendría hablar de una superioridad última de las hadas buenas sobre las malas. Ya que este final feliz forma parte del convenio: se casaron y tuvieron muchos hijos; resulta un alivio pensar en su felicidad, después de tan largas desgracias. El bueno –que es héroe y víctima a la vez- acaba por salir de apuros. Como el western del siglo XX, el cuento de hadas no nos hace temblar verdaderamente: todo lo más un sobresalto en las situaciones más escabrosas. Pero el triunfo acaba por llegar: el cuento de hadas no es trágico, en ningún caso. Aunque ciertos aspectos, ciertos episodios parecen evocar la mitología antigua, el propio perfil del cuento de hadas le distingue del relato mitológico greco-romano.
Este mundo fantástico alimenta de este modo una moral optimista a través de estos largos encadenamientos de encantamientos; sin duda que se les escapan a los redactores algunas anotaciones amargas, o abrumadoras: «en aquel tiempo, no se podía faltar a la palabra»; o también, en la Rana bienhechora, algunas palabras sobre el Destino, dueño de todo en nosotros. A veces incluso, algunos toques de subversión social, bastante tímidos, nunca defendidos: aquí, unos pastores más hermosos y más amables que Reyes; allá, amantes de Reyes transformadas en sanguijuelas. Pero sólo son falsas notas que pueden pasar desapercibidas en medio del concierto, ya que las hadas contribuyen a exaltar los bellos sentimientos: la fidelidad, la piedad filial, el amor «más fuerte que todo». En Joven y Hermosa, la joven víctima de la terrible hada Mordicanda, encarnizada en su pérdida (igual que Fanfreluche contra Babiole), se salva por la constancia de su amor. Hasta la viudedad no existe nada que no pueda ser la ocasión de exhibir esta riqueza afectiva: «cabellos mesados, lágrimas derramadas, llantos, suspiros, gritos lastimeros y otros derechos menores de viudedad» , nada falta. El mundo de las hadas es un mundo generoso.
Estos breves cuentos que encantaban a pequeños y mayores (y que han sobrevivido con dificultades hoy en los libros de lectura de los jóvenes escolares) eran historias tranquilizadoras: en este sentido es como se han de entender las palabras de Michelet: «Los cuentos de hadas… son el corazón del pueblo».
B. Los grandes mitos: Gargantúa, Till el travieso (o) Eulentravieso, Buscón, Scaramouche y Fortunatus
Los grandes mitos están escritos con otra tinta. Se sitúan en el mundo de cada día, aunque el bueno del gigante Gargantúa evoque para sus hazañas el país de las Maravillas; vivieron hace apenas –sin que nadie precise exactamente cuándo- lo que los hace casi contemporáneos. El primero en Francia del Norte, el segundo en la Alemania media, el tercero en España, Scaramouche en Italia, Fortunatus a través de toda Europa: cada uno tiene bien limitado su territorio de hazañas. A ninguno le faltan andanzas, hazañas ni farsas, que pueden si se da el caso hacer rechinar los dientes.
La técnica de los relatos es la misma para todos: sin otros parecidos que la presencia del mismo personaje, una serie de episodios graciosos, en los que, enzarzados con sus congéneres, estos héroes pintorescos salen del paso a fuerza de buen humor y con suerte: Gargantúa abusando de su fuerza, Till, Scaramouche y los demás usando más bien de astucia. Así se van sucediendo los episodios como los sketches y los gags de un escenario bien montado: Gargantúa robando las campanas de Notre Dame, Till haciendo de volatinero, el hermano cuestor, Scaramouche la mayor parte del tiempo de saltimbanqui con una troupe de comediantes de ocasión, Fortunatus sirviéndose de su bolso y de su sombrero. Unos y otros no salen siempre victoriosos: los errores de cálculo les corresponden con bastante frecuencia. Y el fin de Fortunatus llega a ser tan lamentable que el presentador de una edición rescrita en 1783 sentía la necesidad de explicarse con este texto que habla bien alto sobre las preocupaciones de estos correctores pertenecientes a la alta sociedad: «A uno le fastidia que la catástrofe de esta historia sea tan triste. A algunos les habría gustado que yo la hubiera cambiado…pero en fin de cuentas ahí estamos libres de esta sensibilidad pusilánime que nos hacía llorar como niños a la vista de la menor desgracia. Veríamos a Rosamunda en el teatro beber en el cráneo de su padre y nos sentiríamos tentados de brindar por la alemana con la reina de los Lombardos».
Pero todos son –con medios y suertes desiguales- enderezadores de entuertos. Su libertad de gesto y de lenguaje frente a los poderosos de este mundo forma parte de su prestigio. Y –donde quiera que se as vean (Scaramouche pasa años en la cárcel!)- todos actúan, más o menos, como revolucionarios. Till y Scaramouche roban a los ricos, sin escrúpulos: desde su más tierna infancia, Till procura pan a su madre de este modo. Los altercados de este mismo Travieso con los nobles que se encuentra por el camino son de sobra conocidos: han sobrevivido hasta en las ediciones actuales de este viejo relato. Ni tampoco ninguno deja de contar sus hechos a los clérigos, monjes o curas, demasiado gordos, demasiado perezosos, para hallar gracia a sus ojos. El mismo día de su muerte, Till encuentra dificultades con su confesor. Todos estos rasgos evocan un anticonformismo «anarquizante» (antes de la letra!), que ha contribuido sin duda al éxito de estos relatos reeditados muchas veces.
Sin embargo Fortunatus merece quizás un lugar aparte en este conjunto: ya que en esta «historia de las venturas y desventuras de Fortunatus con su bolsa y su sombrero», se encuentran mezcladas diversas intenciones. El relato es fantástico, ya que la suerte del héroe es haber recibido una bolsa inagotable que le da todo el oro que desea en piezas que siempre «tendrán curso en el lugar» donde se halle; y un pequeño sombrero de origen oriental que realiza al instante los deseos del que se lo coloca en la cabeza. Fortunatus mismo, y sus hijos de nombres extraños, Andolosia y Ampedo, no se privan de usarlos hasta su muerte. Pero Fortunatus quiere moralizar también: algunas ediciones llevan por subtítulo: Historia….»que enseña cómo se debe comportar un joven, tanto con los Mayores como con los Pequeños, entre Amigos y Extraños, fuera de su país como dentro» Hijo de un gentilhombre pobre de Chipre, Fortunatus abandona el hogar paterno como buen hijo, que no quiere estar a cargo de un padre arruinado, y parte hacia Occidente donde se pone a servir a nobles y mercaderes. Pero su rectitud, varias veces acentuada, le cuesta mil y una miserias, le coloca en el centro de espantosas intrigas, tanto en a corte del conde de Flandes como entre los mercaderes de lombardos y florentinos de Londres… hasta el día en que, reducido a la pobreza, perdido en el fondo de un bosque profundo, «la dama Fortuna» viene en su ayuda y le propone escoger: sabiduría, riqueza, fuerza, salud, hermosura y larga vida… escoge la bolsa inagotable, pero se arrepiente más de una vez de no haber optado por la sabiduría. En todo momento, viajando por Europa occidental, o bien de vuelta a su país natal al cabo de quince años de ausencia, Fortunatus se porta honradamente con sus contemporáneos a quienes intriga el secreto de su inagotable riqueza. Y sus hijos, después de su muerte, se portan de igual manera: menos prudente que su padre, Andolosia, revela el secreto de su riqueza a la hija del rey de Inglaterra, Agripina, y se deja robar la bolsa maravillosa: pero si él la recupera, por la virtud de su pequeño sombrero y de manzanas maravillosas que hacen salirles cuernos a los humanos, por lo menos lo hace sin maldad alguna, y con el sentimiento de su buen derecho. Francos como el oro, educados en todo momento, deferentes para con los grandes, buenos con los pequeños, Fortunatus y sus hijos son modelos de virtud social. privilegiados sí, gracias a sus dones maravillosos, saben hacer uso de ellos, recompensan a sus servidores ancianos o jóvenes, dan cada año cuatrocientos escudos a la muchacha ejemplar de su residencia, distribuyen la fortuna y no hacen ningún mal. Víctimas cien veces de las ambiciones de los malvados, deben suscitar tanta más simpatía. Fortunatus es pues menos anticonformista que Till o Gargantúa: no por ello ha dejado de conocer grandes éxitos.
Este éxito, este anticonformismo social, ¿nos autorizan a hacer de Till o de Gargantúa verdaderos héroes nacionales? Tal vez sea ir demasiado de prisa. No hablemos del comediante italiano, ni de los Mediterráneos. Till Eulentravieso, natural de Schöppenstedt, aldea de Basse Saxe al Este de Braunschweig, según las más viejas tradiciones, ha sido «anexionado» al siglo XIX por un erudito flamenco, de Coster, quien quiso hacer de él el héroe popular de la resistencia flamenca al dominio de Felipe II en los Países Bajos. En nuestro relato troiano, no se trata evidentemente de esta metamorfosis. La presencia de Till en los libros de venta ambulante da cuenta sin más de la popularidad sin fronteras del tipo alemán en el siglo XVII ( sin hablar del XVI que había conocido ediciones sabias de su leyenda, en 1532 en París, en 1559 en Lyon). Para Gargantúa, las cosas cambian un poco debido a la intervención de Rabelais: el primer relato de 1532 refiere «las grandes e inestimables crónicas del grande y enorme Gargantúa…». Rabelais, desde 1535, le toma por su cuenta, afincando a su héroe en el terruño del turanguesado, retomando algunos episodios de las grandes crónicas, pero enriqueciendo ampliamente de su cosecha la historia impresa en 1532. Los editores troianos titubearon entre estas dos «versiones»:las ediciones del siglo XVII retoman la crónica de 1532, sin retocarla mucho… –en todo caso reduciendo, como era costumbre, el relato a su puro esqueleto. Pero la edición de 1700 de Pierre Garnier mete las manos en Rabelais sin escrúpulos resumiendo las principales innovaciones. Estas fluctuaciones, estas reediciones ponen en claro naturalmente el interés que suscitaba la crónica de Gargantúa. Éste no es menos héroe que los demás, en el seno de la Biblioteca azul. El Señor Henri Dontenville, fundador de la Sociedad de Mitología francesa y autor de varias obras retomando con perseverancia el mismo tema, quiso ver en Gargantúa a un héroe nacional, campeón de una mitología sumergida y emborronada por la cristianización: se apoya para ello en todo un aparato, discutible por otra parte, de toponimia que certificaría la presencia del mito Gargantúa en toda Francia; se sirve poco de los relatos azules y con razón; porque se ha de confesar que la literatura de venta ambulante no le favorece gran cosa: el fondo troiano es testimonio ciertamente en este dominio, como veremos en el capítulo VI: pero este testimonio está a favor de Carlomagno, y de la sociedad feudal.
Sin duda que es ir a tomar las cosas demasiado lejos: las desventuras de estos personajes, de gran colorido, hábiles en embaucar a los reyes y nobles, mas crueles a menudo también, son narradas para hacer reír. Estos valores simbólicos que exegetas demasiado listos quieren ver asomar tras la burla de Till el Travieso y a través de las grandes hazañas de Gargantúa son a mi parecer muy discutibles. Cuestionan además toda una tipología, la de los caracteres nacionales, que merecería, por sí misma, prolongados apuntes. Claro que, desde el comienzo el siglo XVII, se difunde por Europa occidental toda una mitología nacional, como sabemos: Italianos, Españoles, Alemanes, Ingleses, Franceses están ya caracterizados por los autores más serios en términos y siguiendo clichés que en algunos casos han atravesado los siglos hasta nosotros. Esta caracterología nacional de larga duración, que es también apasionante, en cuanto mitología (y sobre la que reincidiremos pronto) no entra en juego, después de todo, en nuestros relatos. Los héroes de los grandes mitos presentes en el fondo troiano no se nos ofrecen como tipos nacionales y no pueden en realidad desempeñar este papel: menos ambiciosos, se conforman con ser graciosos, como los héroes de las hadas son enternecedores.