Introducción: Biblioteca azul y Cultura popular
La biblioteca ambulante representa sin duda la mejor información seriada, de la que pueda disponer el historiador en el momento actual, para acercarse a la cultura popular francesa bajo el Antiguo Régimen.
Para adelantar esta afirmación, no disponemos por desgracia de los datos, cifrados o no, que están al alcance de los sociólogos estudiosos en el siglo XX de la difusión del libro de bolsillo, por ejemplo: tiradas de los diferentes editores, cifras de negocios de los diferentes tipos de puntos de venta, estudios de mercados realizados por las casas especializadas, encuestas directas[1]… la información del historiador, en la circunstancia, es mucho más pobre, incluso precaria; se refiere tanto a la deducción como a la simple lectura de los resultados obtenidos por una encuesta al vivo; pero no es desdeñable por ello.
Al principio del siglo XVII, se nos dice por los historiadores de la Champaña, una familia de libreros editores de Troyes se puso a publicar –junto con libros ordinarios encuadernados en piel, canto dorado, que fueron desde un principio de la imprenta la forma normal de editarlos- librito de l2, en 13, de algunas páginas, según los vendedores. El éxito fue tal que en Troyes y otras partes se imitaron pronto; así se desarrolló toda una imprenta nueva, a escala de toda Francia –a gusto de un público nuevo, su aspecto era de su agrado: libritos impresos en mal papel apenas blanco, granuloso, que se bebe la tinta, encuadernados en rústica con un solo hilo, recubiertos con una hoja azul, sin título ni contra portada; con todo tenían una ventaja: se venden a perra chica o dos; por lo tanto al alcance ce cualquiera. La biblioteca así constituida en Troyes, copiada, plagiada, repetida en todas las ciudades grandes de Francia, es la biblioteca de los medios populares, único interesados en estos folletos perversos, imposibles de detallar en un inventario después de muerto, indignos de figurar en los estantes de una biblioteca, con las páginas mal cortadas, con las figuras reproducidas con maderas gastadas, sin ilación con el texto que ilustran..
Para comprender bien este éxito de librería sin precedentes, conviene representarse todos sus recorridos, el conjunto del mecanismo social, hombres e instituciones, al que los libreros se dirigieron. Y en primer lugar, la velada, esa institución popular por excelencia: estos pequeños libelos conocieron semejante suerte porque iban destinados no a ser leídos con los ojos, sino a ser leídos en voz alta y a ser escuchados. En aquellos tiempos, en que la mayor parte de la plebe era analfabeta, la posesión personal de un libro, de una biblioteca carecía de sentido. Pero la costumbre (confirmada principalmente por as quejas de los predicadores y por la iconografía) de reunirse por las noches en grupos de familias, en la ciudad y en el campo, , sobre todo en invierno –las mujeres hilando, los hombres reparando un apero de labranza, discutiendo- suple esta carencia. Además, se han llegado a plantear cuestiones descabelladas por escépticos de todo pelo: ¿existió la velada en el Antiguo Régimen? Recordemos tan sol el caso de los Ecreignes sólo en la Campaña[1], este texto extraído de las memorias de la Academia de las ciencias, inscripciones, bellas letras de Troyes, fechado en 1744. «las Ecreignes son casas excavadas bajo tierra y cubiertas con estiércol donde las jóvenes van a pasar la velada… [las Ecreignes de Dijon se llaman colmenas en Vesses]… El interior de una Ecreigne está provisto de asientos de tierra para sentar a las asistentes; en medio pende una lamparita, cuya escasa luz ilumina todo el edificio y que siempre se despabila con los dedos. Traen la lámpara por turno todos los que componen la Ecreigne. La campesina que le toca procura llegar a la cita la primera para recibir a las demás…
«Incluso la cháchara es el fundamento y objeto de la Ecreigne, y… el trabajo es sólo el pretexto. La conversación se anima pues, siempre viva, siempre brillante, se sostiene sin interrupción hasta la hora de la separación. Los asuntos que se tratan son numerosos. Se discute sobre las diferentes cualidades y sobre las propiedades de la hilaza; se enseña a hilar grueso o a hilar fino; de vez en cuando al acabar un huso se presenta la obra para aplaudirla o censurarla; se cuchichea sobre las aventuras frescas del pueblo o de las aldeas vecinas; algunas veces inclusive, pero pocas, llega el atrevimiento hasta las noticias de guerra y de Estado, que cada uno trata a su modo. Se habla de las apariciones de los espíritus; se traen a cuento historias de brujos y de hombres lobo. Para agudizar las mentes se proponen ciertos enigmas, vulgarmente conocidos por acertijos; por fin se hacen confidencias sobre las propias cosas y los amores; y se cantan canciones.
«Leyes severas prohíben a los muchachos entrar en las Ecreignes y a las muchachas recibirlos en ellas; lo que no impide que los primeros se cuelen allí, ni que estas últimas los reciban a su vez con gran placer». En el marco de la velada es donde se ha de situar esta lectura pública de la biblioteca azul: siempre hay, aun en el pueblo más pobre, alguien, cura, macero, soldado de regreso, que sabe leer; y puede, a la luz de la candela, o a la lumbre del hogar, hacer la lectura para todos: «Como van ustedes a escuchar» , «como podrán oír a continuación», estas fórmulas mismas, que se presentan con bastante frecuencia en las primeras líneas de estos librejos son prueba de cómo se usan. Y no cabe duda de que, leídos en voz alta, estos relatos se encuentran luego repetidos, comentados, confrontados a las tradiciones orales vecinas, releídos a gusto del auditorio, deformados en muchos casos. Y estas deformaciones mismas, que son la regla de toda transmisión oral, justifican nuestro propósito de estudiar los temas de esta literatura, y no sólo la letra. Así el narrador de la tradición oral, tal y como los estudios del folclore nos le representan por lo general, se ve sustituido de alguna forma por el lector que puede ser a la vez narrador y lector, pero que dispone de un auxiliar, el pequeño manojo recubierto de papel azul pronto deslucido en el que una de sus historias está escrita.
Segundo elemento: el vendedor, que se encarga de la difusión de estos librejos por las ciudades y pueblos; se abastece en la misma Troyes –o en otros centro, donde puede hallar también mercería- y ofrece su mercancía a son de trompeta, por los itinerarios acostumbrados; cordones, agujas, hilo, broches, espejitos, y estos libros. Ya en 1660, esta rama de la actividad de los mercachifles era estigmatizada por alguna cabeza malhumorada: «Los hay que llevan aquí y allá almanaques, catones, la gaceta ordinaria y extraordinaria, leyendas y novelitas de Melusina, de Maugis, de los cuatro hijos de Aymond, de Godofredo el del gran colmillo, de Valentín y Ourson, matarratos, canciones mundanas sucias y vulgares dictadas por la mente inmunda, vodeviles, coplillas, aires de corte, canciones para beber…» los libritos se los venden por docenas o gruesas; al acabar la gira, devuelve los no vendidos, reclama los títulos que van bien, los géneros que le han vuelto a pedir, y sale de nuevo con un nuevo contingente en el fondo de su cajón: librero ambulante, el vendedor hace algo más que colocar una mercancía barata; informa al editor impresor sobre la demanda, la acogida que han recibido los nuevos títulos puestos en circulación, y orienta –a largo plazo- la producción misma. Como los vendedores de las ferias, como los otros libreros, clientes próximos o lejanos del editor troyano, ellos también abastecedores de otros circuitos regionales de venta, los merceros son informadores. Hay un lento diálogo del editor con su clientela. Pero, de hecho, el juego de reaprovisionamiento de los vendedores, con el transcurso de los siglos –ya que estos tráficos duran cerca de tres siglos- conduce a seleccionar la producción de los editores: las innumerables reediciones de almanaques hechas por los de Champaña y sus rivales de toda Francia proporcionan el ejemplo límite del éxito de una fórmula. Y aunque los restos actualmente catalogados de estas ediciones no permiten argumentar constantemente sobre las reediciones, podemos ver en todo caso cómo este diálogo pudo determinar la prosperidad de tales tipos de obras, y la rareza de tal otra: por consiguiente establecer la sensibilidad del público popular por tales obras, sus predilecciones y sus rechazos.
La deducción es tanto más sólida cuanto sabemos que estos editores son absolutamente libres en la elección de sus publicaciones: libres en cuanto a las autoridades política y religiosa, puesto que la reglamentación de la imprenta todavía incompleta en el siglo XVII no se aplicó a sus ediciones populares hasta durante el siglo XVIII (y eso bastante avanzado, pues las pocas ordenanzas tomadas entonces no permiten juzgar de su eficacia); durante largo tiempo pues, no se preocuparon de privilegios o de permisos, respecto de publicaciones que todavía no se consideraban como libros en el sentido pleno del término. Los únicos incidentes destacables por la correspondencia administrativa se refieren a los almanaques, cuyos «pronósticos» habían inquietado al poder real en la época de Enrique III, hasta el punto de suscitar una prohibición de toda profecía de orden político. Debido a la aplicación de esta ordenanza fue inspeccionado Jacques Oudot en 1643, como lo indica una carta al canciller Séguier: «En el instante que vuestra carta y mandamiento me fue entregado, acudí donde los impresores, entre otros Jacques Oudot de quien es este almanaque y confisqué todos cuantos ejemplares se encontraron la mayor parte estaban en secadero aún… El tal Oudot me aseguró que sólo había vendido 300 ejemplares al llamado Beauplet, impresor en París, que vive en la isla del Palacio con el rótulo de la Croix, que allí se podrán encontrar tal vez, habiendo escrito en su última carta que no quería más y no los había despachado[1]». Asimismo, sucedieron aventuras de orden privado, rivalidades entre familias de impresores competidores, hasta mezclarse los intendentes en estas actividades: sobre todo en el siglo XVIII, cuando el negocio llevaba largo tiempo constituido. Libres, lo están los impresores igualmente con respecto a los autores: la mayor parte de los libros que pertenecen a la cultura sabia de la misma época se publican por cuenta del autor, y en primer lugar para gloria de estos autores. En cuanto a estos folletos de venta ambulante, no existe, por el contrario, autor alguno. La mayor parte son anónimos; están redactados por obreros de imprenta, tipógrafos u otros, que se hacen escritores –en el primer sentido de la palabra- a las órdenes de sus patronos. Trabajan pues por encargo sacando del antiguo fondo de la casa, recurriendo a las tradiciones orales, de champaña u otras que conocen personalmente, viviendo sin duda a salto de mata (??). Los temas mismos es son dados por los editores –en función de la demanda expresa, según acabamos de verlo, por vendedores y comerciantes.
Contra ciertas críticas, lo más acertado es sostener que esta literatura ha sido de uso esencialmente popular; en un artículo ya antiguo, leído en una publicación reciente, Michel de Certeau (y dos acólitos) ha adelantado alegremente lo contrario: «En una Francia todavía analfabeta en un 60% hacia 1780… los almanaques se encuentran ante todo en la biblioteca de las clases medias. M. Chartier lo ha advertido acertadamente, y cantidad de archivos lo confirman[1]». A lo cual, dos respuestas. M. Chartier, informando sobre el libro de Geneviève Bollème, Les Almanachs populaires[1], argumenta sobre el hecho de que se encontró mención de un almanaque en el diario de un notario del Poitou y que la clientela de un librero de ferias que recorre a Champaña y el norte de Francia está formada «de oficiales civiles, togados, médicos, eclesiásticos». El argumento es somero: en el primer caso, pasa en silencio el hecho de que muchos almanaques (comenzando por el de Pierre Delarivey citado) eran editados por libreros del estilo de los buenos libros, encuadernados y con buen papel; esto se hacía antes de existir la Biblioteca azul, la prueba la tenemos en el propio Grand Compost de los pastores (en su edición de 1510, por ejemplo) y esta tradición se ha seguido. El texto citado por M. Chartier no indica que su almanaque sea «azul». En cuanto al «marchante de ferias, librero rodante por Francia» no es un ambulante y se emparienta mucho más con esos grandes marchantes ambulantes que se veían periódicamente en París mismo y cuyos catálogos se pueden ver todavía conservados en parte en la Biblioteca nacional. Al vender además Obras completas de Voltaire en 32 volúmenes, como dice Sr. Chartier, se ve claro que este librero de ferias (¿?) y no tiene nada que le haga parecer un mercero. La verdadera prueba en este terreno se nos escapa: Sr. Chartier lo sabe muy bien cuando dice en una sola frase: «La confirmación por medio de los inventarios después de la muerte sigue supuesta ya que no se meten en el repertorio nunca los libros de escaso valor y de formato pequeño». Se ha de repetir para los «tardos de entendimiento»: las costumbres de los notarios y de sus escribanos nos son perjudiciales en este aspecto. Escribanos y notarios hacían fardos por paquetes de diez o quince volúmenes desde que el formato de los libros encuadernados caía en octavo, sin siquiera mencionar los nombres de los autores ni los títulos; señalando los más escrupulosos el género del modo más lacónico (libros de historia, de viajes, etc.). A fortiori, no sabían qué hacer con las obras deslucidas, sin valor comercial que no merecían a sus ojos ni una línea en un inventario. Razón por la cual el Sr. Garden, al explorar los inventarios de obreros de seda lionesa del siglo XVIII, no encuentra más que libros de horas que estaban debidamente encuadernados, pero ningún almanaque ni otras obras de venta ambulante. Lo contrario es lo que resultaría extraño y plantearía problema a quien conoce estas prácticas notariales en materia de bibliotecas y de libros. Queda la segunda fórmula empleada por Michel de Certeau para completar su demostración: «muchos archivos lo confirman». El autor del artículo, preguntado sobre este punto en el momento de su primera publicación, no tuvo a bien suministrar pruebas en la reedición y se aferra a esta afirmación que contiene menos de lo que promete. En materia de investigación histórica (y a fortiori cuando hay controversia), conviene, me parece a mí, ir más allá de la afirmación perentoria y dar las menos referencias y cotas posibles a todo. Entre tanto, la convicción de nuestro autor no es tal vez tan sólida como parece, ya que afirma unas páginas después, a propósito del niño[1]: «…Uno se extrañaría menos en este caso de que los hidalgüelos y burgueses hayan tomado tanto gusto por esta literatura, que suponer que hayan constituido la parte más importante de su clientela…»
Así se justifica al primer análisis nuestro plan: explorar los temas mayores, las presencias y ausencias dentro del repertorio de la Biblioteca azul, es llegar a alcanzar, en cierto modo, temas aceptados en el seno de la cultura popular francesa bajo el Antiguo Régimen, ya que estas obras se escribieron para las clases populares, y en el término de dos siglos en los que se formó el fondo, en parte según sus deseos.
Con toda seguridad esta afirmación brutal pide que se la matice, y rectifique de varias maneras: el fondo estudiado es un residuo, por definición con lagunas. Estos libros azules fueron despreciados durante largo tiempo por la «gente honrada», relegados a as oficinas o a los desvanes. La constitución de n fondo de la Biblioteca municipal de Troyes es ella misma el hecho de una serie de legados caprichosos hechos a la Biblioteca por impresores del lugar en el siglo pasado. Si bien no se ha de excluir del todo la hipótesis de una selección sistemática, este carácter residual no implica, en resumidas cuentas, más que una prudencia suplementaria en la interpretación de los resultados propiamente dichos del análisis: más o menos cuentos, o vidas de santos, por ejemplo. Estos aspectos no serían desechables: no modificarían profundamente las conclusiones.
Más grave es lo que podemos llamar el problema de la audiencia diferenciada de esta literatura, en la ciudad y en el campo. En los pueblos, donde el vendedor pasa dos o tres veces al año, donde la feria más cercana es al suceso anual más importante, la Biblioteca azul ha podido representar la única lectura-audición posible durante mucho tiempo. Con respecto a estos relatos de velada, los sermones dominicales del párroco, las lecturas de las ordenanzas reales al acabar la homilía, representan ciertamente otra información, pero de peso bastante modesto. En la ciudad, por el contrario, las clases populares disponen, aparte de estas lecturas vespertinas, de otros recursos: primeras gacetas más o menos accesibles, pancartas y libelos anunciados en las paredes, en las esquinas de las calles, vendidos de mano en mano en los mercados y pórticos de las iglesias, bandos casi diarios de las autoridades municipales, confidencias de tabernas y tenduchos artesanales, espectáculos de teatrillo y de la misma calle, predicación más frecuente y variada… constituye toda una gama de información (en el sentido amplio del término), mucho más rica en el fondo de la cual la biblioteca de ventas es sencillamente un componente; privilegiada sin duda, gracias al cuadro de la propia velada, por el hecho también de la conservación de estos libritos que permite la repetición, la relectura –pero sin beneficiarse de un privilegio de exclusividad casi total. De esta forma podemos adelantar que la literatura de venta callejera es más significativa para la cultura popular rural que para la urbana; y sin duda alguna más valiosa para las regiones de escasa circulación que para los pueblos de relaciones urbanas frecuentes como la costa burguiñona o los barrios de las grandes ciudades. Lo que no significa, como lo ha querido entender H.-J. Martin, que el librito de esta venta no llegue a la ciudad y no se convierta en el objeto de un tráfico importante. Es clara evidencia que los libreros de Troyes tuvieron relaciones de negocios con sus colegas –a veces emparentados- de París y otras partes; y que se establecieron también relevos al estilo de los comerciantes y de los propios libreros[1]. Pero la diferencia es de encuadre: aquí la literatura no tiene opositores a quienes enfrentarse; allá se sitúa en medio de una red de información más compleja, y su predominio decrece por lo mismo.
Otro aspecto, no menos importante, es el que afecta al problema de la lengua: el conjunto de la dotación de Troyes está impreso en francés (a veces sembrado, en los libros de piedad y de ocultismo, de fórmulas latinas). ¿Qué acogida puede tener en los siglos XVII y XVIII en las regiones de la lengua de oc, es decir todo el sur de Francia? Sin duda que el francés no deja de progresar allí todo el periodo, y en todos los medios (pero sobre todo entre las clases superiores…). y nosotros sabemos por otra parte que Toulouse tuvo sus impresores, que editan también libritos populares, traducciones de obras de Troyes; en otra dirección, Quimper se asegura también ediciones en bretón. Ningún centro no obstante ha jugado hasta ahora en estos países mal afrancesados el papel que asumió Troyes con respecto a esta literatura. Lo más que se puede concluir pues es que esta biblioteca de venta ambulante tuvo su mayor audiencia al norte del Loira.
Una vez señalados y admitidos con claridad estos límites, se permite afirmar el interés de la Biblioteca azul: teniendo en consideración este consensus entre la oferta y la demanda gracias al cual se constituyó el fondo, podemos decir que representa un campo de estudio privilegiado, que permite definir, delimitar un nivel cultural, o hasta un contenido de mentalidad. Por referencia implícita a las culturas sabias que conocemos por otros medios.
Sería molesto sin duda enumerar a lo largo del análisis que sigue estos cuadros de referencia: pero puede ser útil ofrecer ya dos precisiones. Por un lado, se impondrá la comparación sin mayor esfuerzo, para el lector, con el contexto sabio que es contemporáneo de esta literatura de venta ambulante. En cada uno de los capítulos de nuestra investigación de este contenido, habrá espacio para evocar tal o cual nombre, tal ocual obra, que pertenecen al tesoro de la literatura clásica o posclásica: a la vista de estos almanaques que describen en términos oscuros las realidades confusas del mundo, las obras eruditas de los sabios, astrónomos, matemáticos, físicos, naturalistas, de Kepler a Buffon, que han sabido asegurar los primeros pasos de la ciencia moderna; en comparación de los raros y breves relatos románticos, que constituyen uno de los registros del arte popular expresado por esta biblioteca de los vendedores, el conjunto de la producción «literaria» de la misma época, desde La Princesa de Clèves, hasta el Campesino advenedizo, y hasta el Diablo cojo. Presentar por extenso, sobre cada uno de los temas inventariados, el cuadro –por lo común bien conocido- de los «monumentos» de la cultura sabia en los siglos XVII y XVIII nos ha parecido un paso demasiado pesado, e inútil. En el peor de los casos, el lector que tuviera alguna duda, o un fallo de memoria, podrá acudir sin más al primer manual de literatura francesa que le caiga en las manos; y que no le ahorrará, con toda razón, ningún aspecto de la producción sabia del Gran Siglo, o del Siglo de las Luces.
Todavía hay que subrayar aquí algo evidente: sólo con algunas excepciones (Corneille, Lafontaine y el caso oscuro de Perrault), la literatura de venta callejera no se nutre de los escritos «sabios» contemporáneos, ni en el siglo XVII ni en el XVIII. Lo que descalifica toda comparación con el libro de bolsillo del siglo XX que ha difundido ampliamente obras antiguas y contemporáneas, Camus y Mauriac como Balzac –para el «Libro de bolsillo» propiamente dicho; y los trabajos científicos recientes, en la colección «Ideas» de Gallimard, para no dar más que este ejemplo[1].
Pero, además, existe otra comparación, que no hemos querido presentar aquí, porque habría implicado estudios complementarios muy considerables –en una perspectiva que no era precisamente la de este trabajo: es la referencia a la cultura aristocrática medieval. Está claro en efecto que los obreros impresores encargados por los editores de redactar libros azules, en un género o en otro, se han servido del fondo antiguo de la imprenta a la que pertenecían: es decir de la masa de las publicaciones realizadas en el curso del siglo XVI –y cuyo taller conservaba, poco o mucho, los archivos. Se sirvieron pus de un repertorio constituido en gran parte por la cultura sabia de la aristocracia medieval: libros de piedad, novelas de caballería, tratados de ocultismo, almanaques más o menos actualizados, breviarios de educación, todas estas rúbricas dependen evidentemente de un repertorio medieval, es decir familiar a los «nobles señores» de los siglos XIII y XIV, quienes, en sus castillos o en el seno de pequeñas cortes provinciales, se aprovisionaron también de estos relatos y tratados –en un contexto y bajo aspectos profundamente diferentes. Cómo, tras una sucesión de mutaciones sucesivas, llegaron estas riquezas de la cultura aristocrática medieval a la Biblioteca azul, lo hemos indicado a propósito del legendario histórico (cf, infra capítulo XVI), es decir en un caso particularmente evidente. Repertoriar todas estas filiaciones, transformaciones y omisiones, inventariar el acervo del traspaso tan notable que, en la época moderna, pone a disposición de los medios populares una parte al menos de los contenidos de la cultura de la aristocracia medieval –la tarea apasionante debería ser emprendida por medievalistas: en un plan más amplio que éste.
Al menos estas dos referencias a la cultura sabia contemporánea de la Biblioteca azul, y a la cultura aristocrática anterior, nos permiten situar mejor nuestro fondo –y la parte de la cultura popular de la ha sido el soporte.
Es posible ahora abrir el dosier con una triple intención: en primer lugar, nos proponemos examinar rápidamente cómo se constituyó el fondo calibrando el éxito de estas dinastías de impresores editores de la Champaña, quienes, -a falta de cifras de tiradas y tanteos de sus reediciones –dejaron con todo rastros tangibles del éxito de su empresa. En segundo lugar, viene el estudio del fondo mismo, que se ha dividido en cinco grandes bloques significativos: la mitología y el maravilloso pagano de las novelas y cuentos de hadas, cuentos del lobo, cuentos sórdidos y fantásticos que dieron nombre al bloque; los tratados, calendarios y almanaques dedicados al conocimiento del mundo; las obras de piedad que definen la fe, refieren vidas de santos, dan instrucciones de práctica, por ejemplo el dominio específicamente religioso; luego los romances, farsas, canciones profanas, sátiras, relatos de amor y de muerte que expresan casi exclusivamente rasgos de afectividad; último grupo, las representaciones de la sociedad, oficios, juegos, educación y mitología histórica.
Al término de este análisis, se podrán desprender en forma de conclusión los rasgos comunes a toda la obra: digamos las dominantes más características de una literatura cuya coherencia interna no es la cualidad dominante por cierto. Al menos estas conclusiones permiten tomar una primera medida –por aproximada que sea- de esta cultura popular mal conocida.