VI. Criterios de discernimiento
Durante siglos, la Escritura y la Tradición (con mayúscula), han sido las ‘canteras de datos’ fundamentales y principales para el quehacer teológico. Pero, dado el espectacular y decisivo giro antropológico experimentado en todos los ámbitos del saber (y la teología es un saber), las ciencias del hombre, y en especial los fenómenos llamados ‘signos de los tiempos’, se han convertido en otra ‘cantera’ para el quehacer teológico: no anulando a las otras dos, sino haciéndola imprescindible a la hora de ‘teologizar’.
¿Por qué los Signos de los tiempos pueden ser «lugar teológico»?1, ¿por qué son contextos históricos significativos en los que y desde los que se puede y se debe hacer Teología?, ¿por qué son lugares en los que se encuentra a Dios, y lugares desde los que Dios habla a la Comunidad eclesial para comprometerla a realizar su Proyecto de salvación sobre la Humanidad?
Los ‘lugares teológicos’ tienen que ser, dentro de su diversidad, fuentes convergentes hacia un objetivo común. Más aún, tiene que haber inclusión mutua entre ellos para que exista una verdadera organicidad en el proceso de hacer teología. Los llamados «signos de los tiempos», por su parte, para que sean tales —es decir, paso y señales de Dios en la historia del hombre—, tienen que responder a unos criterios auténticamente evangélicos.
La Teología, como queda dicho más arriba, se había hecho tradicionalmente a partir de unos principios supremos sólidamente establecidos. De esos principios se deducían las lógicas consecuencias doctrinales y de éstas se pasaba a su aplicación en las circunstancias concretas de la vida, planteando al creyente unos compromisos en perfecta coherencia con los principios establecidos.
Cuando el Concilio Vaticano II, siguiendo la pauta marcada por el Papa Juan XXIII en el Discurso inaugural del propio Concilio (11-X-1962), hace su confesión de fe, según la cual, no solo se siente en profunda sintonía con el hombre contemporáneo (GS 1), sino que reconoce abiertamente que para cumplir su misión «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio» (GS 4), tiene que escuchar «las múltiples voces de nuestro tiempo» (GS 44) para poderse «acomodar a cada generación» y responder de esa forma «a los perennes interrogantes de la humanidad» (GS 4), no solo adquirieron pleno derecho de ciudadanía en la Iglesia los «signos de los tiempos», sino que el mismo método teológico experimentó lo que, con frase ya consagrada, se llama ‘un profundo giro copernicano’: de la Teología deductiva, se pasó a la Teología inductiva, y, como consecuencia, del método teológico deductivo, al método teológico inductivo.
Partiendo de estos presupuestos, tres serán los campos en los que nos vamos a fijar para fundamentar en ellos la legitimidad y la validez de los «signos de los tiempos» como ‘lugares teológicos’ en los que descubrir el designio salvador de Dios. Tres campos que, aunque bien diferenciados entre sí, no son, ni mucho menos, independientes los unos de los otros. Tienen que ser entendidos y valorados, por consiguiente, ‘per modum unius’, es decir, como si fueran un único y gran fundamento, considerado desde tres perspectivas formalmente diversas, pero convergentemente complementarias.
Ellos son:
- la Creación.
- la Encarnación del Verbo de Dios.
- la Historia.
Preciso es señalar que, para poder dar una respuesta cumplida a los interrogantes planteados más arriba, debe darse de forma absoluta e imprescindible una condición previa: la fe. Sin fe, ni la Creación, ni la Historia, ni la misma Encarnación del Verbo de Dios, tienen significado alguno teológico, más allá de lo que la pura fenomenología puede ofrecer a los sentidos.
6.1. La «creación» inicio y primer «signo» de la «salvación«2.
Al abordar el tema de la «creación», la cuestión primera y de fondo con la que nos enfrentamos es si, efectivamente, esta creación, el ‘cosmos’, tiene un sentido y, en todo caso, cuál3. La respuesta la encuentra el creyente, en primer lugar, en la Palabra revelada.
1). El creyente cristiano encuentra en la Palabra revelada, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el testimonio del sentido primero y último de toda la creación. Es ésta: la realidad cósmica, incluido el hombre, es obra de Dios: de Dios procede y a Dios se encamina.
A). Según el Antiguo Testamento, «el hombre es un ‘ser-enel-mundo’ y el cosmos se ve a partir del hombre y con vistas al hombre, como ‘mundo-del-hombre’: ‘El cielo es el cielo del Señor, y la tierra se la ha dado a los hombres’ (Sal 115,16). Los cielos y la tierra constituyen lo que nosotros llamamos ‘cosmos’. ¿Quiere decir esto que el cosmos está dividido en dos reinos, uno de Dios y otro del hombre? El AT responde afirmando que la tierra, lo mismo que el cielo, está llena de la gloria de Dios (cfr. Is 6,3; 1Re 8,27). El cosmos es de Dios, que lo ha creado y está presente en él; pero él se lo ha dado al hombre. Dios está dentro del cosmos, pero es, al mismo tiempo, trascendente»4.
Particular valor tiene, a este respecto, el Salmo 8 que es como una especie de comentario a los relatos de Génesis (1 y 2): «Al ver el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste apenas inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies» (Sal 8,4-7)5. En este Salmo no solamente no se observa una dicotomía entre la creación de todo lo que no es el hombre y la del hombre mismo, sino que, con toda claridad, se pone de relieve el finalismo de todo lo creado en orden al hombre, convertido en fin inmediato de toda la creación.
B). El Nuevo Testamento (evangelios y cartas), no tiene una concepción cosmológica propia. Sin embargo, se constata la tendencia a asumir una aceptación eminentemente antropológica del término ‘cosmos’. Al hablar del ‘mundo’ lo hace siempre en unión y en referencia al hombre. De ahí que, cosmos e historia del hombre van inseparablemente unidos. Por eso mismo, no resulta extraño «que el Nuevo Testamento no manifieste especial interés por el universo en sí, sino que considere al mundo en la humanidad y con la humanidad»6. De hecho, en un texto paradigmático en este argumento, el de Romanos 8,19-25, se da un deslizamiento curioso entre la «naturaleza que gime» y la «humanidad que otea el horizonte». En el NT el ‘mundo’ es fundamentalmente ‘el-mundo-del-hombre’: es decir, la historia en la que actúan simultáneamente Dios y el hombre.
2). Frente a otras corrientes de pensamiento (filosóficas y especialmente religiosas: platonismo, gnosticismo, maniqueísmo, etc.) que tenían una postura de clara contraposición y hasta de rechazo de todo lo ‘material’, especialmente lo referente al `cuerpo humano’ (hombre/mujer), la Palabra revelada en su conjunto presenta la creación como «obra propia y exclusiva» de Dios, y, por consiguiente, como una realidad radicalmente buena: es decir, buena en su misma raíz, en su mismo origen. Es significativa la cadencia con la que en el relato del Génesis se va repitiendo una y otra vez después de cada paso de la creación: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1,10.12.18.21.25.31). Es igualmente significativo el testimonio de otros textos de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento (Sab 1,13-15; 13,1-9; Rom 1,19-20; Hch 14,15-17; 17,24-28). Tanto en la Biblia como en el primer artículo del Credo cristiano, «la creación es vista, sobre todo, como expresión del amor gratuito, benevolente del creador, y no como alarde exhibicionista de su poder. La omnipotencia de Dios no es fin en sí misma, sino el medio por el que se manifiesta su generosidad comunicativa»7.
3). Lo que, según la Palabra revelada, introduce un elemento profundamente distorsionador hasta convertir lo bueno en malo, es precisamente el pecado del hombre. Pero incluso este elemento, el pecado, no tiene tanta fuerza como para cambiar la naturaleza radicalmente buena de la creación realizada por Dios. La bondad radical de lo creado —en particular del hombre (cfr. Rom 5, 16-21)— persiste a pesar del pecado, y es la que permite buscar y encontrar a Dios en lo creado, aunque, a causa de ese elemento distorsionador, haya absoluta necesidad de discernir las mismas realidades creadas. El hombre y su historia se mueven, pues, desde entonces entre la deriva del pecado introducido por él en la historia y el amor fiel e inquebrantable de Dios creador (cfr. Rom 7,14-25).
4). La creación, para todo hombre, especialmente para el creyente, habla, dice, manifiesta. El Salmo 18 lo expresa bellamente cuando reza: «Los cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos; el día al día le comunica el pregón, la noche a la noche le trasmite la noticia. No es un pregón, no son palabras, no es una voz que se pueda escuchar, mas por toda la tierra se extiende su eco y hasta el confín del mundo su mensaje» (vv. 2-5). Como se ve, toda la creación «emite, sin palabras, un ininterrumpido mensaje de revelación de la gloria y de la acción de Dios. Como en una carrera de relevos, el mensaje se va transmitiendo a lo largo del tiempo, de los días y de las noches que se pasan el testigo mudo pero elocuente, la palabra callada pero que es audible en todos los rincones del orbe. Tiempo y espacio convertidos en un inmenso auditorio en el que resuenan las alabanzas al Creador del universo»8. Y es el hombre, el llamado a percibir ese pregón mudo y elocuente a la vez, el que tiene que percibir, leer e interpretar en su verdadero sentido y hondura, el ‘mensaje’ que transmiten calladamente pero con fuerza las realidades creadas.
5). La «creación» como obra de Dios es una realidad ‘siempre en acto’. Siendo Dios «acto puro», es decir, acto sin potencia, la afirmación de que ‘Dios creó’ significa que hoy, en cada momento, Dios ‘sigue creando’: es una realidad siempre actual, contemporánea a cada momento histórico y a cada generación. «Dios creó» no puede significar, por tanto, una acción puntual, pretérita y acabada de Dios. Se descarta así cualquier forma de ‘fideismo’9, de desinterés o despreocupación de Dios de la «obra de sus manos» (Sal 137,8), de alejamiento o indiferencia divina ante la marcha de la historia, de desconocimiento de la situación de sus hijos en las diversas condiciones y situaciones en que puedan encontrarse (cfr. Ex 3,7-10; Is 49,14-16; 54,8-9; Os 11,8-9).
6). En el hombre, verdadero microcosmos10, se concentra, realiza y manifiesta toda la creación. De forma que el hombre es, a la vez, centro inmediato y concreto de la creación y máxima expresión de la misma. En la Palabra revelada el hombre aparece formando parte constitutiva de la cración: el hombre es también «creación», pero siendo su corona y plenitud. Al ser una criatura «consciente de sí y de lo otro de sí», el hombre se convierte, por eso mismo, en «conciencia de la creación»: es su intérprete y su voz. De esa forma la creación entera adquiere su máximo significado (Adán puso nombre a todas las cosas: Gen 2,19-20); y el hombre se convierte en el primer lector e intérprete de la misma creación. Sin el hombre, la creación no tendría sentido. Es el hombre, el que, al percibir de forma ‘consciente’ la realidad creada, percibe su sentido: es decir, su origen y su finalismo; el de dónde viene y el hacia dónde va.
Desde el momento de la aparición del hombre, la creación fue para el propio hombre el primer lugar de la automanifestación de Dios, el primer libro en el que el hombre descubrió y leyó esa automanifestación. Por eso, justamente, afirma la Palabra revelada que son «vanos», es decir, «carentes de sentido» (`analfabetos’), los hombres que, a partir de las cosas visibles, no fueron capaces de conocer al que «Es» por excelencia; ni los que, a partir de las obras, no son capaces de descubrir al Artífice de las mismas; ni los que, a partir de lo bello, no tienen el talento de llegar al que es autor y fuente de la belleza; ni los que, habiendo sido seducidos por el poder irresistible y la eficacia espectacular de los elementos cósmicos (aire, tierra, agua, fuego), son incapaces de trascenderlos para llegar al que es, por esencia, la fuente y el origen de esos mismos elementos. Si en la «creación» se automanifiesta ya Dios, son inexcusables los hombres que, o no saben leerla, o no descubren el sentido último y definitivo que tiene esa creación como camino primero del hombre en su infatigable búsqueda de Dios (cfr. Rom 1,19-23; Sap 13,1-9; Hch 17,24-29).
7). La visión dicotómica que contrapone orden de la ‘creación’ a orden de la ‘salvación’ tiene que ser superada11. Dios en su actuar no tiene más que un solo y único Proyecto, que es al mismo tiempo creador y salvador. El Proyecto por el que decide crear al mundo y dentro del mundo al hombre, es el mismo por el que decide redimirlo en la hipótesis de que el hombre pecara, es decir, se alejara de Dios y de su Proyecto, haciéndose él su propio proyecto y pretendiendo realizarse según él (cfr. Gen 3,113). La redención del hombre está prevista y decidida antes de la creación del mundo, y consiste en trasladar al hombre —por pura iniciativa y gratuita bondad divina— ‘del reino de las tinieblas al reino de la luz’, del reino del mal al reino de su Hijo querido, del reino de la enemistad con Dios al reino de la filiación adoptiva divina (cfr. Col 1,13-14; Ef 1,4-10; 2,13-16; Rom 8,21).
8). La creación, según la fe cristiana, no solo tiene un finalismo, sino que tiene también un «centro» absoluto y definitivo: Cristo, Centro y Señor de la creación (cfr. Col 1,15-19; 1Cor 8,6; Ef 1,7-10; Rom 8,29; Hb 1,3; Sab 7,26).
Pues bien, la confesión de la centralidad y del señorío de Cristo en la creación, conduce de forma inequívoca y obligada a la valoración positiva de la consistencia de todo lo creado como lugar y soporte, al mismo tiempo, de la presencia y de la auto-manifestación de Dios al hombre. De ahí que «no se puede en la vida del Pueblo de Dios, tomado en su conjunto, hacer una neta división entre actos que serían sólo específicamente cristianos y otros que pertenecerían a una zona puramente humana; actos por los cuales (la comunidad eclesial) se pondría al servicio de ‘lo único necesario’ y otros que serían la colaboración generosa, gratuita, pero un poco sometida a una obra caduca y, en el fondo, inútil, de la que los no cristianos pueden estar contentos, pero cuya fragilidad y vanidad conocen los creyentes. Todo lo contrario. El Pueblo de Dios camina por la historia hundiendo sus pies en la gleba de ésta, no volando sobre las cumbres. Porque ha comprendido el verdadero sentido del Señorío de Jesús, la Iglesia ‘cree en la vida temporal’, ya epifanía de este Señorío. Sabe también que sirviendo al mundo, sirve al amor del Padre. Más aún, presiente que así, de un modo misterioso, permite a este mundo preparar los nuevos cielos y la nueva tierra»12.
En resumen, la Palabra revelada nos ilustra, con datos y verdades importantes, acerca de la creación como lugar en que el hombre puede descubrir el designio de Dios al crear:
- La creación es, cualquiera que sea la explicación que se dé (fixista o evolucionista), obra de Dios: es expresión del amor gratuito y benevolente de Dios. En este sentido es preciso afirmar que la creación, aún dentro de su ambigüedad, no es ni ‘muda’ ni ‘neutra’.
- Siendo efecto del amor gratuito y benevolente de Dios, la creación es, en sí, radicalmente buena: vio Dios que todo cuanto había, incluido el hombre, era muy bueno (cfr. Gen 1,31).
- La creación es la primera y más radical automanifiestación de Dios al hombre. En ella, por consiguiente, puede y debe leer el hombre las huellas de Dios y oír su mensaje más primigenio y elemental (cfr. Rom 1,19-23; S ap 13,1-9; Hch 17,24-29).
- No hay, en Dios, dos Proyectos: el de la creación y el de la redención. El Proyecto de Dios es uno y el mismo: es el Proyecto de la creación, especialmente del hombre, que se tiñe de redención a causa del pecado del hombre. Siendo éste, un universo en pequeño («microcosmos»), al pecar puso en rebeldía a toda la creación que espera, al igual que el hombre, su redención (apolútrosin) plena y definitiva (cfr. Rom 8,19-22; Gen 3,17; 6,20).
- La «creación» es una acción ininterrumpida, siempre presente y actual de Dios. Pero aun siendo así, en un profundo y misterioso acto de coherencia consigo mismo, Dios deja que las leyes de la naturaleza establecidas por Él, actúen según su propia naturaleza y sus propios ritmos.
- El hombre y su historia, se mueve siempre entre la deriva del pecado y el amor fiel, inmutable, inquebrantable, misericordioso, de Dios.
- Por todo ello, en la creación (entendida en su sentido más pleno e integral), es posible, a pesar de la ambigüedad que pesa sobre ella, descubrir y leer la presencia de Dios y su designio de salvación para el hombre.
6.2. La «encarnación» del Verbo, fundamento del valor teológico de los»signos de los tiempos»
El testimonio del Nuevo Testamento acerca de la persona de Jesucristo tiene una doble dirección. Por una parte, presenta a Jesús como el «centro absoluto y fin» último del universo, Aquel por quien y para quien fue creado todo lo creado (cfr. Jn 1,1-5; Col 1,16-17; Ef 1,8-11; Hbr 1,1-3). Por otra, aparece Jesús como el Verbo de Dios «kenotizado», es decir, sometido de una forma absolutamente real y objetiva a la ‘condición humana’ hasta el punto de presentarse «como un hombre cualquiera» (Flp 2, 6-8), «en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Hb 4,15). Tanto en un sentido como en otro, la presencia de Jesús entre los hombres fundamenta sólidamente la valoración que los cristianos hacemos de los «signos de los tiempos». Nosotros —siguiendo la perspectiva dinámica de Flp 2,6-11 (particularmente el da kal del versículo 9)— nos vamos a fijar, principalmente, en la condición kenótica del Verbo de Dios en virtud de su encarnación.
Desde el primer momento, y no sin pequeñas luchas y esfuerzos, la fe en la encarnación del Verbo de Dios fue en el cristianismo no solo una doctrina específica, sino una creencia realmente determinante. Efectivamente, el «hacerse verdadero hombre» del Verbo de Dios, Dios como el Padre, apareció desde muy pronto en la mente de algunos pensadores que se tomaron completamente en serio el Misterio de la Encarnación, como algo absolutamente imposible desde un punto de vista racional/ filosófico y por eso mismo incomprensible e inaceptable. Apareció así, en los orígenes mismos del cristianismo, la llamada herejía «gnóstica» o «doceta»: es decir, la doctrina según la cual —dada la imposibilidad metafísica de la relación directa de Dios con la criatura—, Jesús tenía ‘apariencia’ humana’ verdadera, pero en forma alguna podía ser ‘verdadero hombre’, con todo lo que objetivamente ese término significa. Esta herejía tenía un trasfondo filosófico claro: el neoplatonismo según el cual, si es absolutamente imposible que el Dios trascendente pueda entrar en contacto directo con el hombre como ser creado, finito y limitado, más imposible aún resulta hacerse hombre, sin dejar de ser Dios. Además, ‘lo humano’, ‘lo carnal’, ‘lo corpóreo’, como realidad absolutamente despreciable en sí, era indigno para que pudiera ser ‘asumido’ por Dios13. ¿Cómo iba a ser posible, pues, que el Verbo se hiciera verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios, o que Dios asumiera lo corpóreo, lo humano como tal?14.
La reacción dentro de la comunidad cristiana apostólica a esta postura doctrinal no se hizo esperar. San Juan en su Evangelio, pero sobre todo en sus Cartas, llega a llamar «impostores» y «anticristos» a los que `no confiesen que el Hijo de Dios, el Verbo, ha venido a nosotros en carne mortal, es decir, como verdadero hombre igual que nosotros» (cfr. lin 2,18-28; 4,1-3; 2Jn7). En esa misma línea se movieron los inmediatos discípulos de los Apóstoles: los llamados Padres apostólicos o postapostólicos como Ignacio de Antioquia15, Justino16, y especialmente Ireneo17. Desde entonces y a través de todos los siglos hasta nuestros días, la fe cristiana confiesa que «el Verbo de Dios se hizo carne» (Jn 1,14), es decir, «asumió la naturaleza humana»18.
Gracias a la realidad objetiva de la condición humana asumida por el Verbo, puede afirmarse que Dios se ha automanifestado en la persona de Jesús de Nazaret. Por eso precisamente, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (…) «En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida19, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»20. Más aún, admitiendo que el hombre se mueve en el tiempo y en el espacio, y como tal se convierte en protagonista de la historia, es posible afirmar que Jesús es «el signo pleno y total del ‘tiempo’ y no solo de este o de aquel tiempo, sino el signo único y verdaderamente revelador del sentido pleno de la historia entera»21. De hecho, el testimonio del evangelio presenta a Jesús como «el gran Signo», el «Signo por excelencia» del amor de Dios para la humanidad: tanto el evangelio de Mateo (16,3-4) como el de Lucas (12, 54-56), ponen de relieve ese valor «significativo» de la persona de Jesús en la historia de los hombres. Jesús es el ‘signo’ inequívoco de que el Proyecto de Dios en la historia (o sea, el Reino), se ha puesto en marcha (Lc 11,20): predica, proclama, inaugura, instaura, la Fraternidad universal entre los hombres: una Fraternidad hecha de Verdad, de Vida, de Santidad, de Gracia, de Justicia, de Amor y de Paz.
Como hemos dicho más arriba, la encarnación del Verbo de Dios es una doctrina específica del cristianismo. Pero estamos comprometidos a profundizar sobre el sentido de esa confesión de fe. ¿Cómo ha de entenderse el «se hizo hombre»?, ¿qué importancia y qué repercusión tiene la «encarnación» para el hombre y para su historia? Los Concilios de Éfeso y Calcedonia, valiéndose de las categorías y de la terminología de la filosofía griega (aunque dándoles su novedad interpretativa), afirmaron que el Verbo de Dios había asumido la ‘naturaleza humana’. Ahora bien, dado el cambio categorial y semántico que los conceptos y los términos van experimentando a lo largo del tiempo en las diversas culturas, el término ‘naturaleza’ habría que traducirlo hoy por el de ‘condición humana’, o por el de ‘realidad de la existencia humana’. Teniendo presente, además, que la ‘naturaleza humana’ no existe en abstracto sino en la realidad concreta de cada hombre y que el hombre no solo es un sujeto situado en el universo sino también en el espacio y en el tiempo, y que se constituye como tal sujeto por el dinamismo de las relaciones interpersonales con los propios semejantes, hay que concluir que el hombre se desarrolla dinámicamente en la historia y a lo largo de la historia. Todo hombre nace en un contexto histórico determinado, el cual, a su vez, está inscrito en la historia de la humanidad. La historia no es, para el hombre, una realidad más o menos periférica y accidental: es el obligado e imprescindible `Sitz im Leben’ de su existencia.
Ahora bien, la condición humana es esencialmente dinámica: está sometida a un desarrollo sucesivo, progresivo, ambiguo, tejido de luces y sombras. El «asumir la naturaleza humana» por parte del Verbo tiene que ser entendido, por consiguiente, en una perspectiva ‘dinámica’. El «se hizo carne» tiene que entenderse, también en el caso del Verbo de Dios encarnado, en el sentido de que «se fue haciendo hombre» con todo lo que el término ‘hombre’ comprende en sí. Es claro que el hombre es hombre desde el momento mismo de ser concebido en el seno de su madre. Pero si el ser hombre es esencialmente ‘ser progresivamente consciente de sí’ y crecer progresivamente en la dimensión relacional con ‘el otro de sí’, es claro que hay que aplicarlo también al `hacerse hombre’ del Verbo encarnado. Por otra parte, el «yo soy yo y mis circunstancias» orteguiano tiene su perfecta aplicación también y particularmente en el caso de Cristo, el Verbo de Dios hecho hombre. Al asumir la naturaleza humana Cristo «se fue haciendo hombre», y por eso mismo se fue haciendo «historia humana», exactamente igual que ocurre con todos los verdaderos hombres, puesto que fue «semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). «El verbo ‘hacerse’ (egéneto) —dice a este propósito Galot— aplicado al Verbo adquiere todo su valor» (…). Porque «llegar a ser o hacerse, no es simplemente añadirse algo de otro, sino apropiárselo de manera que se le haga entrar en la propia experiencia existencial. Es vincularse, desde lo más profundo de sí mismo, a lo que se llega a ser. Este `hacerse’ significa especialmente que el Verbo ha tomado personalmente la experiencia de una vida humana, de su propia vida humana»22. Además —sigue diciendo este autor— «hacerse carne para el Verbo es la experiencia de la vida humana en lo que esta tiene de más humilde y más débil. El acento colocado sobre el aspecto de ‘carne’, es decir, sobre el aspecto más desconcertante o más ‘escandaloso’ del misterio, significa que la experiencia es `integral’. Encarnarse es asumir personalmente, hacer propio, todo lo que pertenece a la existencia humana, sin las aboliciones que habrían consistido en apropiarse lo que hay de más elevado o de más interesante, dejando lo penoso o poco atractivo23. Como dice bellamente la Constitución pastoral Gaudium et spes, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»24.
De esta forma, la naturaleza humana, es decir, la realidad del hombre con todo lo que lleva consigo, adquirió un significado salvífico del todo particular con la encarnación del Verbo de Dios. Al darle Jesús su sentido pleno y definitivo a la creación en general y al hombre en particular, hizo posible que en la ambigua realidad de lo creado, en el dinamismo propio de todo lo que no es eterno, pleno y definitivo, pueda descubrirse el designio de Dios sobre la humanidad en cada momento de la historia. En su encarnación y con su encarnación, Jesús se convirtió en auténtico «sacramento del encuentro con Dios»25. Además, para la fe y la experiencia cristiana esta «encarnación» es realmente determinante para confesar la autenticidad de la redención realizada por Cristo. «No se salva sino lo que se asume» afirmaron bien pronto los Padres de la Iglesia cuando comenzaron a reflexionar sobre el misterio de la encarnación en su relación con la redención26.
En resumen, el Verbo de Dios se hizo hombre, asumiendo la ambigüedad de todo lo humano. Se hizo historia, asumiendo la ambigüedad de la historia humana. Fue el «signo» por antonomasia que Dios ha dado a los hombres de todos los tiempos (cfr. Hb 13,8), sometido no obstante a la ambigüedad ambivalente que afecta a todo lo ‘significativo’. La autenticidad de la encarnación y la consiguiente historización del Verbo de Dios garantiza la posibilidad objetiva de descubrir el Proyecto de Dios en la historia del hombre, aunque, a causa precisamente del pecado del hombre, haya que discernir constante y pacientemente «el trigo de la cizaña» (Mt 13,2430). En la humanidad de Jesús, sometida ella también a la vulnerabilidad de todo lo creado, excepto el pecado (cfr. Hb 4,15), pero sostenida por la inquebrantable fidelidad de la Persona divina del Verbo, tenemos el fundamento más firme de la posibilidad de encontrar la voz y el designio de Dios en la historia del hombre.
6.3. La «historia» lugar de la «revelación» del Dios cristiano27
La historia puede ser vista y estudiada al menos desde tres perspectivas distintas:
- desde la perspectiva fenoménica: viendo el devenir de los hechos y el desarrollo de la humanidad, pueden establecerse algunas leyes y constantes según las cuales se mueven generalmente los hombres y los pueblos en sus comportamientos. Es lo que algún autor llama `la física de la historia’28.
- desde la perspectiva filosófica: yendo más allá de lo puramente fenomenológico, o bien se buscan y se establecen los lazos profundos que unen entre sí a los acontecimientos, o bien se emiten juicios de valor acerca de las realidades humanas, o bien se entienden esos hechos como la respuesta que se ofrece a las grandes cuestiones planteadas por los hombres.
- desde la perspectiva teológica: la teología de la historia no consiste propiamente en ver `lo sagrado’ por todas partes, en todos los acontecimientos históricos, sino en interrogarse frente a esos acontecimientos y fenómenos: ¿qué sentido puede darle Dios a lo que llamamos «profano» del mundo? En otras palabras, «la sucesión de civilizaciones que nosotros conocemos, el desarrollo temporal múltiple al que asistimos y que no deja de crecer, la sorprendente expansión de un mundo de valores creados, todo esto, ¿tiene, sí o no, un sentido a los ojos de Dios?, ¿un valor para Cristo?, ¿cómo y por qué?»29, ¿cómo ‘encajan’ estos hechos históricos en el Proyecto del Reino que tiene Dios sobre la humanidad?
Nosotros nos situamos en esta última perspectiva: la teológica.
Dejemos constancia, como dato importante para esta reflexión, de que entre los Padres del Concilio Vaticano II llegó a ser una persuasión generalizada el convencimiento de la automanifestación de Dios en la historia de los hombres. De tal forma, que la historia humana se convirtió —contando incluso con la ambigüedad que caracteriza al hombre y a todas sus obras— en criterio hermenéutico para el cristiano30. De ahí que los mismos «signos de los tiempos» llegaran a ser también algo que «se sitúa en esa categoría de signos que emanan de las realidades de la historia»31.
Gracias a esta postura de los Padres conciliares se ha llegado a la persuasión actual. Después de muchos siglos en los que la teología se había despreocupado por completo de la historia como si ésta fuera absolutamente insignificante para la fe cristiana en general y para el propio quehacer teológico en particular, se ha llegado en la actualidad a «la mayor y más definitiva toma de conciencia explícita y orgánica de la historicidad en cuanto categoría fundamental y universal que viene a imprimir su huella en la concepción entera de la revelación, de la fe, de la Iglesia, de la salvación y de la teología»32. Se ha pasado así de una visión ahistórica o metahistórica del misterio cristiano y de la reflexión que se ha hecho a partir de él (teología), a una visión histórica por la que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos cuantos sufren, son también gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»33.
De forma, que «no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón»34. Hoy no es posible hacer una reflexión teológica seria que no tenga completamente en cuenta la historia pasada y presente del hombre, como factor no sólo explicativo sino con frecuencia determinante y hasta genético para la posibilidad del hecho mismo de ‘teologizar’.
Un punto de partida que fundamenta y justifica la perspectiva histórica como verdadero ‘lugar teológico’, es la constatación innegable de ser el hombre un ‘ser histórico’, un ser situado en el espacio y en el tiempo35.
El hombre, por su propia constitución, es, en efecto, un ser histórico. Situado en el espacio y en el tiempo, y dotado de inteligencia no solo para poder tener conciencia del ‘antes’ y del `después’, sino también para relacionar los hechos entre sí sirviéndose (aun cuando no lo sepa) de las categorías de causa y efecto, el hombre, a diferencia de los animales con los que comparte la condición creatural y hasta la misma existencia, es un ser histórico que hace historia. La historia no es una realidad que se le impone al hombre y que el hombre padece y sufre más o menos estoicamente. La historia es una creación del propio hombre: el hombre no solo es objeto de la historia, sino que él mismo hace historia con sus actuaciones y expresiones sobre todo de tipo cultural. Como criatura ‘consciente de sí, el hombre y de su naturaleza relacional con lo otro de sí’, ha hecho siempre y sigue haciendo historia. Produce hechos y genera acontecimientos que quedan indeleblemente fijados en su recuerdo y en el de los demás. Después, él mismo u otros semejantes suyos, unen esos hechos, los concatenan, los interpretan, los proyectan, los expresan y fijan en formas diversas: en una palabra, hacen historia.
Esta condición histórica del hombre, lleva a valorar el hecho histórico en sí como expresión y efecto lógico del propio hombre36. El hombre es un ser que es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la historia. El ser y la realidad del hombre se desarrolla toda ella en la historia. Los acontecimientos históricos, más allá de su alcance inmediato, tienen un significado que se acepta o se rechaza, pero siempre en el marco de la historia. También para el creyente cristiano la historia es el lugar obligado en el que tiene que descubrir a Dios y en el que tiene que relacionarse con Él. Por eso para el creyente la significación de los hechos históricos «no debe ser discernida ni establecida mediante un desdoblamiento que dejaría al acontecimiento a merced de su peso bruto, para luego superponerle una interpretación ideal o una teología preestablecida: hay que sostener la involucración del hecho y de su sentido, o sea, mantener su plena densidad histórica, y no ‘espiritualizarla’ prematuramente, ni destemporalizarla. El sentido histórico es inmanente al acontecimiento, so pena de convertir la historia en insignificante»37.
- Entendiendo por «lugares teológicos» aquellas mediaciones o caminos a través de los cuales Dios enseña y edifica a la Iglesia, hay que decir, ante todo, que cuando en la historia de la Teología se habla de «lugares teológicos» o, como otros los llaman, de «fuentes de la Teología», es indispensable referirse en el ámbito católico al dominico Melchor Cano (1509-1560). Efectivamente, en su Obra póstuma De locis theologicis (1563) estructurada en once capítulos, expone la necesidad de recurrir a «las autoridades» o a «la razón», para argumentar debidamente a favor o en contra de un argumento doctrinal. Algunas de esas ‘autoridades’ pertenecen al orden de la fe: Escritura, Tradición apostólica, la Iglesia, los Concilios, la Iglesia de Roma, los Padres de la Iglesia y los Doctores escolásticos. Otras ‘autoridades’ pertenecen al orden de la razón: la propia razón, los filósofos, y la historia humana. Contemporáneo de Cano es el Reformador F. Melanchton (+ 1560) con su Obra Loci praecipui theologici (1559) en la que hace un planteamiento bien diverso del hecho en el ámbito católico. Para todo este argumento, cfr. A. GARDEIL, Lieux théologiques, en AA.VV., Dictionaire de Théologie Catholique IX, cols. 712-747; A. TORNOS, Los signos de los tiempos como lugar teológico, en Estudios Eclesiásticos «53 (1978), pp. 517-532; J. TAPIA, Los teólogos en la Iglesia: «signos de los tiempos» y «lugares teológicos», en «Ciencia tomista» 117 (1990), pp. 297-320; E PLACER, Signos de los tiempos, signos sacramentales, Madrid 1991, pp. 71-91; R. BERZOSA MARTÍNEZ, ¿Se identifican ‘lugar teológico’ y ‘signo de los tiempos’?, en «Lumen» 41 (1992), pp. 367-382; J. WicKs, Lugares teológicos, en R. Latourelle y otros (dirs.), Diccionario de Teología Fundamental, San Pablo, Madrid 20002, pp. 833-834.
- J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Teología de la creación, Santander, 1986; Id., Creación, Gracia, Salvación, Sal Terrae Santander, 1993; J. AUER, El mundo, creación de Dios, Barcelona, 1979; J. MOLTMANN, Dios en la creación, Salamanca 1987.
- Una problemática que vuelve de nuevo en nuestros días es la de la disyuntiva «creacionismo-evolucionismo». La actualidad de esta polémica se puede constatar —a nivel de divulgación— en el Informe de la Revista «Muy interesante» 283 (2004), pp. 46-54. Sea de ello lo que fuere, el mensaje que quiere transmitir la Palabra revelada es que el ‘cosmos’ (mundo-hombre), tiene un sentido, un finalismo, un «hacia donde» y, por eso mismo, un «de donde». Mundo-hombre no son una realidad a la deriva, sino manifestación de «alguien» para «algo».
- A. BONORA, Cosmos, en P. Rossano y otros (dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Bíblica (NDTB), Madrid, 1990, p. 364.
- Cfr. G. FLOR SERRANO, Los Salmos, La Casa de la Biblia, Madrid, 1994, pp. 41-42, donde hace un breve pero profundo y sabroso comentario de este Salmo.
- A. BONORA, a.c., p. 371.
- J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Creación, Gracia, Salvación, Santander 1993, p. 18.
- G. FLOR SERRANO, 0.c, p. 70.
- Como se sabe, el ‘fideísmo’ es un movimiento originado en Francia a mediados del siglo xix por autores creyentes (Beautin, Gratry, Bonnety), como reacción contra el racionalismo radical originado a raíz de la Revolución francesa y del liberalismo. El fideísmo critica férreamente a la razón humana y exalta exageradamente la fe, hasta hacer de ella en la práctica el único ‘instrumento’ para llegar al conocimiento de la Revelación sin necesidad alguna de signos exteriores ni de motivos de credibilidad de orden racional. Cfr. R. LATOURELLE, Fideismo y tradicionalismo, en R. Latourelle y otros, Diccionario de Teología Fundamental, Madrid 1992, pp. 483-486. Resulta particularmente oportuna la publicación en castellano de la obra: I. G. BARBOUR, El encuentro entre ciencia y religión, Santander, 2004.
- Cf. GS 14.
- Cfr. H. DE LUBAC, El misterio del sobrenatural, Estela, Barcelona, 1968; K. RAHNER, Sobre la relación entre naturaleza y gracia, en Id., Escritos de Teología I, Taurus, Madrid, 1968, pp. 327-350; Id. Naturaleza y gracia, en Id., Escritos de Teología IV, Taurus, Madrid, 1969, pp. 215-244.
- J-M-R. TnA.,Ann, La Iglesia y los valores terrenos, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia en el mundo de hoy, Studium, Madrid, 1967, p. 259.
- Para ampliar y profundizar toda esta problemática se puede consultar algún Tratado de Cristología: entre otros, A. AMATO, Jesús es el Señor, BAC, Madrid, 1998; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander, 19846; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret, BAC, Madrid, 19982.
- Este asombro, con la consiguiente actitud de escepticismo y hasta de rechazo, lo pone de relieve de forma escandalosamente realista J. E SARTRE en su obra teatral Baraniá, Ed. Voz de papel, Madrid, 2004, pp. 114-116.
- Cfr. Ep. ad Eph. 7,2 (Rouet de Journel [RJ], 39); Ep. ad Trall. 9,1 (RJ 51); Ep. ad Smyrn. 1,1; 2 (RJ) 62-63.
- Cfr. Dial. cum Triph. 48 (RJ 136). Justino, por otra parte, se movió —sobre todo en sus dos Apologías— en una línea de razonamiento de una enorme profundidad y riqueza, cuyo hilo conductor es el siguiente: si la realidad creada es inteligible es porque está toda ella penetrada de las «semillas del Verbo» que es, en sí, la inteligibilidad plena y absoluta siendo la Sabiduría de Dios: «Cristo es el sentido total, hecho cuerpo y razón y alma (es decir: hombre) y aparecido por nosotros» (II Ap 10,1; cf. I Ap 46,2; II Ap 13,3; 10,2-3, en D. Ruiz BUENO, Padres apologistas griegos, BAC 116, Madrid, 1954).
- Cfr. Adv.haer. V, 10, 1; V, 14, 1 (RJ 253-254); cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, Carne de Dios. Significado salvador de la Encarnación en la teología de San Ireneo, Barcelona, 1969.
- Los Concilios de Calcedonia (a.451): DH 302; II° de Constantinopla (a.553): DH 428; III° de Constantinopla (a.681): DH 556, afirmaron una y otra vez la permanencia y autenticidad de la naturaleza humana de Cristo en la más profunda unidad de su Persona divina: «a la manera que su carne animada santísima e inmaculada, no por estar divinizada quedó suprimida, sino que permaneció en su propio término y razón…» (DH 556).
- Es importante recordar aquí la dura lucha llevada a cabo por la Iglesia jerárquica en los primeros siglos del cristianismo en la clarificación y defensa de la verdadera realidad de Cristo: los Concilios de Nicea (325), I° de Constantinopla (381), Calcedonia (451), II° y HP de Constantinopla (531 y 681 respectivamente), son jalones fundamentales en la clarificación y defensa del misterio de Cristo sobre todo desde su vertiente humana. Hay que dejar constancia, en este contexto, de la persistencia en la historia creyente del cristianismo del peligro de ‘monofisismo’, es decir, de la tentación de no tomar completamente en serio la encarnación del Verbo. Y así, se le quiere ahorrar todos aquellos aspectos que parecen menos dignos o menos compatibles (a juicio de esos creyentes), con la divinidad. Existe siempre la tentación (si se nos permite la expresión) de ‘castrar’ la santa humanidad en la Persona del Verbo encarnado. Es evidente que, por ese camino, se llega a afirmar que Jesús no pertenece realmente a la historia humana.
- GS 22.
- G. GENNARI, a.c., p. 1296.
- J. GALOT, Hacia una nueva Cristología, Bilbao 19724, pp. 66-69. Sobre las consecuencias de todo orden de este «hacerse hombre» por parte del Verbo de Dios, ver en el mismo autor y obra, pp. 115-123.
- J. GALOT, O. C., pp. 115-116.
- GS 22. Cfr. Juan Pablo II en su primera Encíclica Redemptor hominis 13.14.21 (4 marzo 1979).
- Como se sabe, es el título de una obra realmente pionera en Teología: Ed. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, Bilbao, 19652.
- Cfr. los escritos de Atanasio, Cirilo de Jerusalén, Dámaso, Mario Victorino, Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Cirilo de Alejandría, Ambrosio, Agustín, Fulgencio, Juan Damasceno.
- DV 14; GS 11; K. RAHNER, Historia del mundo e historia de la salvación, en ET V, Madrid, 1964, pp. 115-134; G. THms, Teología de las realidades terrenas, DDB, Buenos Aires, 1947, parte II: Teología de la Historia; Id., Esperance et sens chretien de l’histoire, en «Lumen Vitae» 1954, p. 493-502; O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona, 1968; I. ELLACURÍA, Historicidad de la salvación cristiana, en I. Ellacuría-J. Sobrino (eds.), Mysterium liberationis I, Madrid, 1990, pp. 323-372; B. FORTE, La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca, 1990.
- G. Tim,s, a.c., p. 494.
- G. THILS, Idem.
- Cfr. GS 40-45. El mismo Concilio reconoció la consistencia que tiene la historia en sí. Por eso es posible afirmar que «la historia, para el teólogo en la que se leen los Signos de los tiempos, no es algo ‘especulativo’, sino material de conciencia histórica y colectiva, de presencia del Reino de Dios, de respuesta lúcida y creativa, de realización histórica del misterio de Dios» (R. BERZOSA, Signos de los tiempos, en V. Ma Pedrosa y otros (dirs.), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Burgos, 2000, p. 984). Es importante, por novedoso, recordar lo que el Concilio Vaticano afirma acerca de lo que el mundo puede aportar a la misma Iglesia: cfr. GS 44.
- M-D. CHENU, a.c., p. 259.
- G. GENNARI, a.c., p. 1289.
- GS 1.
- Idem.
- Cfr. J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Sígueme, Salamanca, 1976; P. A. SEGNERL Hombre (antropología desde el punto de vista filosófico y teológico), en L. Pacomio y otros, Diccionario Teológico Interdisciplinar (DTI) III, Sígueme, Salamanca, 1982, pp. 87122; J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de Hermano. Visión creyente del hombre, Sal terrrae, Santander, 1987; J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios, Sal terrae, Santander, 1988.
- Cfr. M-D. CHENU, a.c., pp. 259-266. Aquí, p. 260.
- M-D. CHENU, a.c., p. 260.







