V. Actitudes posibles frente a los «Signos de los Tiempos»1
Hay que reconocer que no fue fácil para la Iglesia llegar a la persuasión de que los acontecimientos históricos en general, y algunos fenómenos que han significando cambios profundos y decisivos para el devenir de la historia, en particular, eran `locución de Dios’ para la comunidad eclesial. A partir de la Edad Media, especialmente, era la Iglesia la que marcaba (o al menos eso pretendía) los ritmos de la historia, en lugar de interpretar los fenómenos sociales, políticos e incluso religiosos que transformaban profundamente no solo los usos y costumbres de los hombres, sino sobre todo —lo que es mucho más importante— su psicología, la percepción e interpretación de la realidad misma.
Esta actitud frente a la historia imprimió a la Iglesia una inercia según la cual todo cambio histórico, sobre todo profundo y drástico, que no partiera de ella misma, era interpretado como un serio y hasta herético atentado a la forma de ver y apreciar la realidad en sus diversas direcciones: social, política, cultural, religiosa, etc.
Romper esa consolidada inercia no fue nada fácil entre los Padres del Concilio Vaticano II. Tampoco en el postconcilio ha resultado fácil. De ahí, que puedan encontrarse todavía en la actualidad estas posiciones al afrontar el reto que los cambios rápidos y profundos han planteado a la Iglesia.
Una primera actitud se encuentra en aquellos que rechazan el interpretar o incluso el leer cualquier ‘signo’ que les obligue a cambiar la propia vida, las propias costumbres, las propias ideas, los propios esquemas mentales. Fundamentalmente, estas personas conciben la historia como una especie de bloque granítico hecho de acontecimientos pasados que, como tales, han de mantenerse inalterados a lo largo del tiempo. En el fondo se trata de una actitud fuertemente conservadora. Si este ‘conservadurismo’ es por comodidad, por miedo, o por falta de sentido histórico propio del hombre, habrá que averiguarlo en cada caso. El hecho es que desean mantener el mundo como está, intentando por todos los medios detener la historia.
Una segunda actitud, semejante a la anterior, es la de la negación o del rechazo de cualquier posible ‘signo’, pero por un motivo fundamental: la desesperanza. Estas personas sienten un rechazo total del mundo en que viven, confesando además y como consecuencia, la incapacidad radical de que el mundo pueda cambiar. Al ver la necesidad de cambios radicales en la sociedad y al constatar de forma simultánea la dificultad que ello conlleva, caen en una desesperanza igualmente radical. El resultado viene a ser en el fondo el mismo que en el caso anterior. Es tanto y tan profundo lo que hay que cambiar, que es literalmente imposible cambiar nada. No merece, por tanto la pena, esforzarse por leer y descifrar los llamados «signos de los tiempos»: su lectura es inútil, no conduce absolutamente a ninguna parte. Es completamente ocioso hacerlo. Puesto que es absolutamente imposible hacer una revolución radical del mundo, hay que rechazar todo posible ‘signo’ como vehículo del proyecto de Dios en la historia del hombre. Si en realidad el mundo no puede cambiar en absoluto ¿por qué intentar leer esos ‘signos’?
Cabe todavía una tercera actitud: es la postura del verdadero creyente que acepta sinceramente los ‘signos de los tiempos’ haciendo de ellos una lectura y una interpretación crítica, para acoger todo lo positivo que hay en ellos como locución de Dios a la Iglesia. El creyente es la persona que, porque sabe (fundado en la fe) que Dios es el Señor de la historia, que la historia tiene un finalismo, que Cristo resucitado es la garantía de la superación del mal por el bien, que el Espíritu vivifica y orienta la historia hacia su consumación2, afronta los «signos de los tiempos» con realismo y esperanza. Por eso, «rechazada la actitud del necio conservador, que fosiliza la historia, y la del rebelde desesperado, que por un amor mal entendido la niega y la destruye, tenemos así la actitud de quien sabe leer en el presente, a la luz del pasado, los signos de un futuro nuevo que avanza, y avanza precisamente por obra del hombre, que construye la historia, porque lee los «signos de los tiempos», los signos en el tiempo, los signos de la realización de un proyecto que germina en su historia propia y en la del mundo entero»3.