Cristianos laicos y signos de los tiempos (4)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Autor: Antonio Mª Calero, SDB · Año publicación original: 2006 · Fuente: XXXII Semana de Estudios Vicencianos (Salamanca).
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IV. ¿Cuántos son los «signos de los tiempos»?

Hecha la distinción entre simples ‘síntomas’ y verdaderos `signos’, visto el compromiso global asumido por los Padres conciliares del Vaticano II de ‘escrutar a fondo los signos de los tiempos’, es preciso presentar y analizar, con la brevedad posible, algunos de esos ‘signos’ que marcan y caracterizan nuestra época.

A) En el ámbito histórico-social:

Entre los «signos» que están marcando un viraje decisivo en la historia contemporánea produciendo una auténtica ‘metamor­fosis social’ podemos enumerar:

La aceleración de la historia que es causa y efecto a la vez de cambios rápidos y profundos. Se ha afirmado, y creemos que con toda razón, que nuestra época (se puede señalar de alguna manera como punto de partida la década de los años 50 del siglo xx), en comparación de los miles y miles de años de la existen­cia del hombre sobre la tierra, ha dado un salto adelante tal, que se pueden señalar estos años como el auténtico ‘inicio de una nueva era de la historia humana’1. El sobreponerse unos acontecimientos a otros, unos descubrimientos tecnológicos a otros, unas formas sociales a otras, unas concepciones (socia­les, políticas, religiosas) a otras, unos valores a otros, es de tal manera espectacular, que ‘el cambio’ ha dejado de ser una situación que se padece más o menos estoicamente, para con­vertirse en una verdadera categoría mental. Hoy se piensa, se trabaja, se actúa, se vive, con y desde ‘categorías de cambio’. Por eso, el hombre actual —en particular la juventud—, llega a pensar como vive, en lugar de vivir como piensa2. «La historia —afirma el Concilio Vaticano II— está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis3. Por eso es posible afirmar que, en la actualidad, el presente hay que construirlo desde el futuro.

—La personalización4. En nuestra época, como percibió ya en su día con toda claridad el Vaticano II, ha crecido rápida y espectacularmente la conciencia de la dignidad humana: «de la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una con­ciencia cada día mayor, y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia del deber»5. El motivo último de esta realidad, según el Concilio, es que «el hombre es la única criatura terres­tre a la que Dios ha amado por sí misma»6, por lo que «la voca­ción suprema de todo hombre, en realidad es una sola, la divi­na»7. De ahí que, siempre según el Concilio, «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»8. En esa centralidad e importancia decisiva de la persona humana, se fundamentan todas las prerrogativas que se le deben reconocer al hombre: incluso la desconcertante prerrogativa de equivocarse o de usar mal de su libertad9. Esa conciencia implica y exige, al mismo tiempo, la corresponsabilidad de todos los miembros de la sociedad: tanto en el ámbito civil como en la misma Comuni­dad eclesial. De ahí que, entre otras importantes consecuencias, en la elaboración y toma de decisiones que atañen a todos, deben intervenir todos, cada uno según el nivel de responsabi­lidad que se le haya asignado.

Fruto y expresión de esa acrecida conciencia son las nume­rosas Declaraciones que se han ido sucediendo en la Sociedad, gracias a las cuales todos los hombres deben ser tratados por igual como partícipes de una misma y única dignidad: la de ser persona humana.

  • Declaración de los Derechos humanos10: 10 diciembre 1948.
  • Derechos del niño: 20 noviembre 1969.
  • la Carta de los derechos de la familia: 22 octubre 1983.
  • la promoción de la mujer: ley de violencia de género; cuota política11.

La promoción de la mujer. En íntima relación con la per­sonalización y como un capítulo de particular importancia den­tro de ella, aparece —como verdadero «signo de los tiempos»— la promoción de la mujer. No hace falta, en efecto, hacer demasia­dos esfuerzos para constatar cómo en todos los órdenes de la vida social la mujer ha ido tomando un protagonismo que hace solo unas pocas décadas no se podía ni imaginar: en el plano de las profesiones, de la política, de la economía, del gobierno de los pueblos. Incluso en aquellos países o civilizaciones en los que la mujer todavía tiene un rango inferior al varón, la con­ciencia de la humanidad percibe que no tiene por qué ser así12.

Más aún, se rebela y emprende toda clase de iniciativas para cambiar, ante todo, la conciencia de personas y pueblos y, en consecuencia, para adoptar todas aquellas iniciativas y actua­ciones conducentes a la verdadera equiparación de varón y mujer. Es posible afirmar que estamos ante un hecho objetiva­mente irreversible.

La socialización/solidaridad. Si la persona es, en su esen­cia más profunda, un ser intrínsecamente proyectado a los demás desde dentro de sí , la personalización lleva como exigencia pri­mera y fundamental a la socialización. La conciencia de perso­na, junto con la llamada civilización urbana, con el imparable fenómeno de la emigración, con la progresiva homogeneización en las formas de pensar, de vivir, de actuar debida de forma deci­siva a los medios de comunicación social de los hombres que viven un mismo planeta, hacen que las relaciones humanas se multipliquen sin cesar. Éstas han ido llevando al hombre actual a la persuasión irrefutable de que, en realidad, todos los hombres forman una única y planetaria familia en la que se vive en una permanente e insoslayable interrelación. Hoy no solamente nadie puede prescindir de nadie, sino que cada uno llega a ser impres­cindible para el otro. Por eso aflora con fuerza la conciencia de las injustas desigualdades entre hombres, grupos, pueblos, naciones13. En este contexto de solidaridad de los pueblos debe situarse un fenómeno que data de pocos decenios en la historia de la humanidad: la proliferación del voluntariado y de las Orga­nizaciones no gubernamentales (ONGs).

La secularización. A partir del Renacimiento, y, en particu­lar, a partir del momento en que se originó el serio conflicto entre Galileo con su postura heliocéntrica y la Curia romana con su postura sobre la centralidad de la tierra, la sospecha de que la Iglesia, entendida como jerarquía, no tenía potestad alguna sobre el campo científico, ni sobre el campo cultural, ni sobre el campo político, ni sobre el campo económico, ni en general sobre todas las instituciones creadas por el hombre en su compromiso de estructurar la sociedad, no hizo más que crecer. La Jerarquía de la Iglesia por su parte comenzó a constatar la ‘peligrosa’ e injus­ta autonomía que iban tomando esas realidades temporales. De esta forma la Jerarquía comenzó a sospechar de todas las insti­tuciones humanas que se escapaban de su control, y esas insti­tuciones comenzaron a alejarse institucionalmente de la tutela de la Jerarquía eclesiástica. Se comenzó así el llamado proceso de secularización: es decir, el progresivo reconocimiento de la ver­dadera autonomía de las realidades terrestres, más allá de todo influjo o determinación de cualquier instancia religiosa, y, en particular, de los puntos de vista y decisiones de la Iglesia. La brecha, el foso entre la Iglesia y los ámbitos ‘seculares’ o ‘mun­danos’, se fue agrandando hasta llegar —en el siglo xix— a pen­sarse no solo que eran formas diversas de pensar situadas en dos planos diversos de la inteligencia del hombre, sino que eran dos planteamientos completamente contradictorios y, por eso mismo, irreconciliables: o Fe, o Ciencia. De por sí, no cabía pensar en un creyente que fuera verdaderamente un científico en independen­cia de toda instancia religiosa; como, a su vez, no era posible pensar en un científico en el más sentido estricto del término, que fuera al mismo tiempo un verdadero creyente.

Estas posiciones se mantuvieron largo tiempo en la Iglesia hasta finales del siglo xix. A partir de entonces las dos posturas, calmados los ánimos y en búsqueda de la auténtica verdad de las realidades terrenas, objetivamente entendidas, la Iglesia fue reconociendo la real consistencia de las realidades terrestres, y, en consecuencia, la legítima autonomía de las mismas en rela­ción con el campo de la Fe. A su vez, las realidades terrestres, y en particular todo el campo de las Ciencias, se ha ido haciendo consciente de que su autonomía y legitimidad objetiva no signi­fica ni puede significar agotar de forma exclusiva el campo del pensamiento humano.

El Concilio Vaticano II dio oficialidad a esta postura de la Iglesia, e indirectamente a la postura de las ciencias en nuestros días al afirmar que «si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la volun­tad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe res­petar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en reali­dad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios»14.

La promoción de la paz. En nuestros días —a pesar de la agresividad y violencia difundida por todos los extremos del mundo, después de dos violentas guerras mundiales desarro­lladas en el siglo xx—, el hombre actual ha caído en la cuenta de que sólo desde la paz será capaz de realizarse a sí mismo como persona humana, y de construir un mundo nuevo en el que la paz sea la situación normal de su vida en la tierra. De ahí que el ansia y la búsqueda de la paz en la actualidad no obedezcan al instin­tivo deseo humano de subsistencia o a una simple estrategia polí­tica, sino que sea la expresión profunda de una madurez que los hombres han ido adquiriendo a lo largo de los siglos. La paz como un objetivo supremo de la humanidad es hoy, a pesar de las apariencias en contrario, una realidad que está clavada en el núcleo mismo del corazón del hombre: en lo más profundo de la conciencia del hombre actual hay un anhelo supremo de paz. El Concilio Vaticano II se hizo eco de este «signo de los tiempos» —la búsqueda y realización de la paz—: «La universal familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento supremo de crisis. Unificada paulatinamente y ya más cons­ciente en todo lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo más huma­no para todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz»15. Pero hizo constar igualmente que la verdadera paz, en contra de cualquier actitud de pacifismo superficial, tiene sus serias exigencias16.

La progresiva e imparable tecnificación. En íntima rela­ción con los cambios rápidos y profundos, y tal vez en la raíz de todos ellos, está el vertiginoso proceso de constante superación que la tecnología (es decir, la aplicación de la ciencia a la técni­ca), ha impreso a la vida del hombre actual. La técnica ha sido una característica del hombre desde que hizo su aparición sobre la tierra. Una diferencia fundamental del hombre en relación con los animales es precisamente la capacidad que tiene el hombre de buscar la forma de hacer más y mejor, con el menor esfuerzo posible, las actividades que debía ir emprendiendo bien para sub­sistir, bien para tener una existencia más apacible y cómoda. Al comienzo las técnicas del hombre fueron simples, rudimentarias, dificultosas. Con el tiempo se han ido perfeccionando y sofisti­cando hasta llegar a las formas actuales que no solo admiran sino que llegan a causar no poca perplejidad. La humanidad, en efec­to, «podría entrar en una etapa en la que el protagonista de la evolución ya no sería el hombre, sino la técnica misma»17. El Vaticano II constató ya en su momento que «también sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya, en cuan­to al pasado, por el conocimiento de la historia; ya, en cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los progre­sos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técni­cos»18. Esta revolución tecnológica está llevando a la humani­dad, de forma decisiva e imparable, a profundos cambios psico­lógicos, sociales, morales e incluso religiosos. En el nuevo escenario creado por la tecnología van resultando cada día más inadaptadas «las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir»19. En consecuencia, no solo no se puede desconocer o menospreciar la tecnología presente ya en la vida del hombre actual (desde los electrodomésticos más familiares y útiles, hasta las técnicas más sofisticadas de trasplantes de órganos, de robots que reconocen la voz del dueño y realizan toda clase de opera­ciones domésticas, o de los vuelos espaciales), sino que hay que pensar que en un futuro relativamente próximo, invadirá cada vez más campos y actividades realizadas hasta hoy por el hom­bre. Nuestra era es la Era de la tecnología.

La globalización. Ya hemos aludido más arriba al hecho de encontrarnos en lo que ha venido en llamarse «la aldea global». La alta tecnología a la que acabamos de aludir, permite, en el orden de las comunicaciones, que lo que ocurre en un punto determinado del planeta se sepa en décimas de segundos y con progresiva frecuencia simultáneamente, —`en tiempo real’ como suele decirse—, en cualquier otro punto del planeta. La tierra, en efecto, se ha convertido en una pequeña/gran aldea en la que, como auténticos vecinos, todos los hombres están al tanto —en tiempo real—, de lo que ocurre a sus vecinos los hombres. La glo­balización tiene una aplicación de particular importancia en el reconocimiento y aplicación de los Derechos humanos, a partir del presupuesto fundamental de todos ellos: que todos los hom­bres son iguales. Pero hay que reconocer, por desgracia, que, hoy por hoy, lo verdaderamente globalizado, es precisamente la pobreza con sus secuelas inevitables de analfabetismo, de ham­bre, de falta de agua, de carencia de los medios sanitarios más elementales, de enfermedades propias de un mundo totalmente desequilibrado e injusto.

Todos estos «signos» están interrogando de forma constante y hasta desafiante a la Iglesia. Si realmente son ‘locución de Dios’ para la Comunidad eclesial, ésta no puede volver la cara para otro lado o taparse los oídos para no oír esa múltiple voz de Dios.

Pero estos «signos» están, todos ellos, a su vez contrarrestados (`parasitados’) por algunos «antisignos» que, por negativos, no dejan de ser altamente preocupantes pero que, paradójicamente, pueden ser también leídos desde una perspectiva positiva y por eso mismo ayudar a crear actitudes positivas.

La raíz última de esa marca negativa de los «signos» presen­tados es precisamente la inseparable ‘ambigüedad’ existencial del hombre: tanto en su ‘ser’ como en su ‘actuar’.

1). Así, los cambios rápidos y profundos, pueden conducir —y de hecho están llevando, especialmente a la sociedad occidental—, al relativismo más profundo y destructivo, según el cual no hay ninguna realidad que tenga alguna forma de abso­lutez, de fijación, de definitividad: todo, absolutamente todo, es relativo20: en el orden tecnológico como en el orden social; en el orden moral como en el orden religioso; en el orden psicológico como en el orden ético: todo da igual porque todo es relativo.

Por reacción y porque, de hecho, el hombre necesita un míni­mo de estabilidad para actuar y sobre todo para ser. El hombre actual comienza a buscar lo absoluto con auténtica preocupa­ción, en medio de tanto relativo: «el corazón del hombre, tam­bién del hombre actual, está inquieto hasta encontrar al Absolu­to de los ‘absolutos’.

2). La personalización mal enfocada y sobre todo llevada a su extremo más desesperado, desemboca en un feroz individualis­mo por el que la persona humana se sitúa en el cetro de sí misma y desde allí, de forma subjetiva e inamovible, lo ve todo, lo juzga todo, lo exige todo, lo valora todo, con un total desconocimien­to de los valores y posibilidades que tienen todo aquellos que están a su alrededor o con los que trabaja. Todo lo orienta a su conveniencia, a su propio brillo, a su gloria, a su triunfo personal, aunque sea ignorando a todos los demás, aunque sea, en casos determinados, pasando por encima de ellos. Con todo, se siente, cada vez con mayor intensidad la necesidad de desarrollar la dimensión social del hombre.

3). La dignidad y equiparación de la mujer con el varón pue­den conducir a un feminismo extremista21. Por una de esas paradojas que no son del todo extrañas en la existencia humana, el feminismo llevado a su extremo conduciría a hacer desparecer el concepto y la misma realidad de la ‘mujer’. La equiparación plena y absoluta con el varón en todos los aspectos de la existen­cia, llevaría o bien a la total confusión entre ambos, o bien a la desaparición del varón. Existe una radical identidad entre el varón y la mujer en cuanto a la dignidad de la persona, a la plena igualdad de derechos y deberes, en cuanto a las posibilidades de desarrollo y promoción social, cultural, política, laboral, religio­sa. Pero existen determinadas propiedades específicas tanto del varón como de la mujer que son insalvables porque están inscri­tas en la naturaleza del uno y de la otra. Varón y mujer son dos formas diversas del ser humano.

4). A pesar de ser una esperanzadora expresión del sentido de la solidaridad existente en la actualidad entre todos los hombres, la socialización llevada a formas exacerbadas se convierte en un fenómeno por el que el conjunto de los hombres pierde cada uno su irrepetible individualidad y se convierte en «masa»: es el colectivismo. Instalado el colectivismo en la sociedad, el hom­bre se despersonaliza y comienza a ser manipulado por aquellos que, por diversos motivos (sociales, económicos, políticos e inclu­so religiosos), «usan» a las «masas» para sus fines e intereses. Baste pensar en los dictadores de cualquier signo que sean.

Por otra parte, el Concilio Vaticano II en el conciso pero agudo análisis hecho en su momento a propósito de la sociali­zación, dejó reflejados efectos perniciosos que una solidaridad mal orientada puede producir: «Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, econó­micas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza destruirlo todo»22. Y es que «por pri­mera vez en la historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las naciones»23.

En el mundo amenazado de forma concreta y real por el peli­gro del colectivismo, la Iglesia está llamada a caminar hacia la construcción de verdaderas comunidades: comunidades en las que el ‘yo’ y el ‘nosotros’ están dialécticamente relaciona­dos. Ni el ‘yo’ crece a costa del ‘nosotros’, ni el ‘nosotros’ absorbe y hace desaparecer al ‘yo’.

5). El proceso de secularización al que hemos hecho referen­cia más arriba por el que las realidades terrestres gozan de su justa autonomía—, puede ser llevado, y de hecho lo está siendo a pasos agigantados en los últimos decenios, a una situación de verdadero secularismo: es decir, a la afirmación de esas realida­des terrestres con tal radicalidad, que se llega a firmar que sólo existe y es real lo que se ve, lo que se palpa, lo que se mide, lo que se domina, lo que se cuantifica. Con una nota además que refuerza esa afirmación radical de lo material del mundo: que todo parámetro que no se ajuste a esa realidad, o es mito o es una creencia de naturaleza religiosa y, como tal, perjudicial para el verdadero progreso del hombre. Es imposible, por eso, ser un verdadero hombre de nuestro tiempo y un auténtico creyente. El Vaticano II percibió ya en su tiempo la presencia y el influjo del secularismo cuando afirmó que «la negación de Dios o de la reli­gión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil»24. De hecho, no pocos hombres de nuestro tiempo, especialmente entre la juventud, ven como realidades incompatibles el cultivo de la verdadera ciencia con una fe consciente y adulta.

Con H.de Lubac podemos presentarnos: ¿Puede el hombre construir un mundo sin Dios? La respuesta del ilustre pensador es: «Puede. Pero el mundo construido sin Dios se revolverá con­tra el propio hombre»25.

El secularismo que, desde el punto de vista creyente es inaceptable, puede y debe servir sin embargo al cristianismo para eliminar cualquier forma de mixtificación y de manipulación de lo religioso. Es necesario tener claramente diferenciados, aunque no contrapuestos, los planos puramente humanos, de los que pertenecen a la fe. En otras palabras, no hay que cubrir las carencias y deficiencias humanas y profesionales, con la capa de lo religioso.

6). La búsqueda y la construcción de la paz, que constituyen sin duda alguna una de las ansias más persistentemente expresa­das por los hombres y mujeres de nuestro tiempo, constituyen ciertamente un «signo de los tiempos». Pero las innumerables dificultades y obstáculos que se van interponiendo al logro de una paz medianamente aceptable, puede conducir al engañoso camino de un pacifismo logrado a cualquier precio. Si, como dijo en su tiempo Pío XII «la paz es obra de la justicia»; o como afirmó más recientemente Juan Pablo II «la paz es obra de la solidaridad», toda forma de «paz» que no tenga ese doble punto de referencia será simplemente una paz ‘diplomática’ o incluso una paz ‘de cementerio’; pero no será la Paz «signo» de que el Reino de Dios está presente y actúa entre los hombres. Ya lo advirtió en su momento el Vaticano II: «La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuer­zas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica»26. Con todo, en medio de la confusión de motivaciones que puedan exis­tir para practicar un pacifismo posibilista, la comunidad cristia­na está desafiada y comprometida al mismo tiempo, a buscar y establecer las condiciones de la verdadera paz27.

7). En un momento en el que, al parecer, la tecnología no conoce barrera alguna y permite toda clase de operaciones (no solo en el orden de la materia) sino, lo que es más importante, en el orden de la manipulación humana estrictamente tal, resulta particularmente oportuno y hasta indispensable, recordar a todos que «no todo lo que es técnicamente posible, es, sin más, moral­mente aceptable. Puesto que la tecnología tiene sus reglas y normas propias y específicas, puede y debe moverse según esa epistemología. Pero, como quiera que el que inicia, promueve, desarrolla, amplia y aplica los avances tecnológicos es el preci­samente hombre—, el campo de la tecnología en todas sus deriva­ciones y aplicaciones tiene que estar sometido a la instancia moral. De hecho, «hoy existe una fuerte conciencia de la necesi­dad de que el desarrollo de la técnica sufra la mediación de la moral»28. Si así no es, «la ciencia y la técnica contribuirán a los conflictos y a la destrucción, si los hombres no practican el sen­tido moral y la justicia: en una palabra, si la razón instrumental no se subordina a la razón moral»29. La tecnología llevada a sus extremos más incontrolables, puede llevar, y de hecho lleva, a la despersonalización del hombre y a la deshumanización de la humanidad. Se impone por ello absolutamente un uso sobrio e inteligente de todos los medios técnicos teniendo siempre al hombre como referente supremo.

8). La globalización, siendo en el fondo un gran bien para toda la humanidad, no deja de tener sus serias y graves contrain­dicaciones. Una de ellas, referida específicamente a los medios de comunicación social es la manipulación en todos los órdenes: ideológico, axiológico, económico, valoración de la realidad, modas, comportamientos, etc. Puesto que los grandes medios están en manos de unos pocos dueños que no son, para nada, independientes, sino que son ellos mismos víctima de los gran­des intereses creados, el panorama mundial que ofrecen no es «el que es» objetivamente hablando, sino el que interesa que tengan los ciudadanos. Los grandes Medios crean tanto a las personas como a los personajes; crean la opinión pública sobre los políti­cos y sus actuaciones; crean la conciencia sobre la marcha de la economía. No solo informan (¿objetivamente?), sino que crean el estado de opinión a lo largo y ancho del mundo. De ahí, que las personas maduras, especialmente los cristianos adultos, deben tener una permanente actitud crítica.

B) En el ámbito eclesial:

El Concilio Vaticano II no solamente tomó conciencia de los «signos» que marcan y caracterizan la sociedad contemporánea en su dimensión intraterrena, sino que aportó la novedad positiva de proponerse conocer, escrutar a fondo e interpretar a la luz de Dios dichos `signos’30.

Por otra parte la lectura que hizo el Vaticano II de los «signos de los tiempos» estuvo marcada por una obligada teleología, es decir, por el finalismo esencial proveniente del horizonte en que se tiene que situar constantemente la Iglesia: el Reino de Dios, o sea, el Proyecto de Dios, meta y objetivo último de la historia. Descubrió, además, en su propio seno, algunos ‘signos’ que la caracterizan específicamente ella misma como Comunidad ecle­sial actual:

Ante todo, y de forma global, la propia Iglesia se presentó como «un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»31. Incluso el propio cristia­nismo, en medio de una sociedad progresivamente secularizada, puede presentarse como un «signo del tiempo en el tiempo»32.

Más en particular pueden señalarse algunas realidades ecle­siales que marcan un verdadero giro de importancia decisiva en la vida misma de la Iglesia: tanto en su interior, como en su rela­ción con el mundo circundante: sociedad, cultura, política, edu­cación, etc.

  • en el campo litúrgico: SC 43.
  • en el ámbito ecuménico: la unidad de los cristianos: UR 4; Ut unum sint 95.
  • en la sensibilidad social: sentido de solidaridad: AA 14.
  • en el campo de la libertad religiosa: GS 26; DH 15.
  • la autonomía de los laicos frente a la jerarquía: PO 9.
  • la floración de la santidad en la Iglesia: LG 39-42.
  • el profundo respeto a la dignidad del hombre: GS 12.14.16. 17.63.69.
  • el martirio como forma suprema de amor y coherencia: LG 42.
  • la tensión hacia formas de cultura más humanas y univer­sales: GS 53-62.
  • la búsqueda dinámica de la paz: GS 77-90.
  • una Iglesia colaboradora con otras fuerzas creyentes o sociales: GS 42.88-90.
  • el progresivo pluralismo eclesial, fruto de la inculturación: GS 44.58.
  1. Cfr. GS 4.33.54.
  2. GS 5.6.7.
  3. GS 5. Como recordamos más arriba (nota 6), hace unos años Alvin Toffler escribió una obra, El shock del futuro, en la que ponía de relieve el verdadero trauma del hombre de los próximos decenios al constatar que su `elasticidad psicológica’ es notablemente inferior a la que se requeriría para poder seguir de forma adecuada, ‘con relativa comodidad’, la brutal acele­ración de la historia. El hombre se sentirá profundamente fatigado ante una historia en la que se sobreponen los acontecimientos unos a otros con una velo­cidad acelerada, imposible de controlar.
  4. Folletos PPC, Los Derechos de la Familia, del Hombre, del Niño…, en Documentos de Estudio, n. 90, PPC, Madrid, 1983.
  5. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae 1.
  6. GS 24.
  7. GS 22.
  8. GS 25; cf. GS 6.12.14.15.17.26.
  9. GS 27.
  10. Cfr. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, En defensa de los humillados y ofendidos. Los derechos humanos ante la fe cristiana, Sal terrae, Santander, 2005, pp. 15-65. Ver especialmente las páginas 48-63. Sobre el texto de la Declaración universal de Derechos Humanos es necesario hacerse algunas preguntas que pueden pa­recer obvias pero que los hechos demuestran que no lo son: ¿se conoce en su integridad este texto?, ¿qué es lo que, a la distancia de cincuenta y siete años, más llama la atención?, ¿cuál sería, en la actualidad, el dato más relevante de toda la Declaración?, ¿qué consonancias se encuentra con la visión cristiana del hombre?, ¿sería totalmente asumibles estos derechos por la fe cristiana?
  11. El día 25 de noviembre es el Día internacional contra la violencia contra la mujer. En agosto de 2005, solo entre los días 1 al 23, murieron 4 mujeres de forma violenta por sus compañeros sentimentales (ABC, 24 agosto 2005). Y en este mismo año 2006, entre los meses de enero y agosto, han muerto de forma violenta a manos de sus esposos o compañeros sentimentales 49 mujeres (COPE, 22 agosto 2006).
  12. Baste recordar, entre otros eventos, la institucionalización del «Día de la mujer trabajadora», la Conferencia de Pekín celebrada el ario 2000, los encuen­tros para reivindicar los Derechos de la mujer, etc. Hay que reconocer, con todo, que en la misma Iglesia y a pesar de los Documentos y declaraciones realizados por Juan Pablo II a lo largo de su dilatado pontificado (Familiaris consortio [1981], nn. 22-24; Redemptoris Mater [1987], n.46; La dignidad de la mujer [1988]; Los laicos cristianos [1988], nn. 49-52), quedan aún pendientes campos en los que no se da la plena equiparación del varón y de la mujer: vgr. el acceso al Orden del Presbiterado positivamente denegado por el Papa Juan Pablo II en la Constitución Sacerdotalis Ordinatio de 30 de mayo de 1994.
  13. Cfr. GS 9.
  14. GS 36. Subrayado nuestro. El Vaticano II además de dedicar la entera Constitución Gaudium et spes a reflexionar sobre «La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo», dedicó en la segunda parte de la misma Constitu­ción un entero capítulo al estudio del «Sano fomento del progreso cultural» (GS 53-62; AA 7). Cfr. J. Equiza (dir.), 10 palabras clave sobre secularización, Verbo Divino, Estella 2002.
  15. GS 77.
  16. GS 72.77.82.
  17. R. GARCÍA MARTÍNEZ, Técnica y tecnología, en M. Moreno Villa (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid, 1997, p. 1148.
  18. Gs 5.
  19. GS 7.
  20. Recordar la seria denuncia del cardenal Ratzinger, en la Homilía de la Misa «pro eligendo Pontifice» celebrada antes de iniciarse el Cónclave en que fue elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI: «Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar, ‘zarandear por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud que está de moda. Se va cons­tituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas», en «Ecclesia» n. 3.255 (30 de abril de 2005), p. 22. Cursiva nuestra.
  21. Cfr. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, 0.C., pp. 121-164.
  22. GS 4.
  23. GS 9.
  24. GS 7.
  25. H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, DDB, Bilbao, 1967, p. 11.
  26. GS 78.
  27. Cfr. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, o.c., pp. 327-350.
  28. R. GARCÍA MARTÍNEZ, o.c., p. 1150.
  29. R. GARCÍA MARTÍNEZ, o.c., p. 1151. Subrayado nuestro.
  30. GS 4.11.44.
  31. LG 1.8.9.48; SC 2.5.26; GS 42.45; AG 1.5.
  32. Cfr. R. GARCÍA SALAZAR, El cristianismo, signo en el tiempo, en «Iglesia viva» 192 (1997), pp. 13-27.

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