III. El Vaticano II frente a los «signos de los tiempos»
Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II se propuso realizar una «puesta al día» de la Iglesia («aggiornamento») teniendo como punto de referencia no solo los valores y pautas del Evangelio, sino también y de forma muy especial, el «mundo» en el que está, en el que vive, en el que se desarrolla y al que, por su propia naturaleza y esencia, tiene que `servir’.
Después de siglos de aislamiento y hasta de fuerte y consolidada ‘enemistad’ y ‘confrontación’ con el mundo1, Juan XXIII dijo a la Iglesia (con la palabra y sobre todo con sus gestos) que había que pasar a una actitud de diálogo y hasta de aprendizaje de los acontecimientos humanos, porque Dios habla a la Iglesia también por medio de esos ‘fenómenos’ sociales e históricos. En esa misma línea se pronunció repetidamente el Papa Pablo VI poniendo de relieve sobre todo el protagonismo del hombre en la historia2.
Se dio así, en el Concilio Vaticano II, un paso de enorme importancia: de considerar la historia del hombre y su desarrollo como opuesta radicalmente a los valores y a la construcción del Reino de Dios, se pasó a la conciencia de deber de considerarla como un libro de obligada lectura para oír en ella la voz de Dios. Mons. Guano, obispo de Livorno, al presentar a la Asamblea conciliar (al comenzar la IIP Sesión del Concilio) la Introducción de la Gaudium et spes, afirmó: «La Iglesia escruta los `signos de los tiempos’. El tiempo, en efecto, es para la Iglesia y para los hombres signo y voz, en cuanto que lleva consigo la presencia de Dios, o, por desgracia, la ausencia de Dios, así como la invocación más o menos consciente del hombre hacia Dios, y la voz de Dios, más o menos patente, para el hombre. Por consiguiente, en la voz del tiempo es necesario oír la voz de Dios; de tal forma que, a la luz de la fe, aparezcan a las conciencias las posibilidades y las miserias de los hombres, y se entrevea de forma concreta el mandamiento nuevo del amor»3.
Existe una profunda relación entre los «signos de los tiempos» sociológicamente entendidos, y los «signos de los tiempos» bíblicamente entendidos». Tanto en un caso como en el otro, existe sin embargo entre ellos una real diferencia, sin que ello signifique forma alguna de contradicción y ni siquiera de paralelismo. Entre ellos corre una relación análoga a la que establece el Concilio Vaticano II cuando se relaciona el ‘progreso humano’ con el ‘Reino de Dios’.
Merece la pena recordar a este respecto las palabras del Concilio: «Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia; reino de justicia, de amor y de paz»4.
De esta forma, para los Padres del Concilio Vaticano II escrutar los «signos de los tiempos» se presentó bien pronto como un compromiso irrenunciable5. Dice en efecto la Constitución Pastoral Gaudium et spes en su misma Exposición preliminar: «Para cumplir esta misión (continuar la obra de Cristo en la historia), es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación entre ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza»6. Y más adelante insiste de nuevo: «Es deber de todo el pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos, escuchar atentamente, comprender e interpretar con la ayuda del Espíritu Santo los diversos lenguajes de nuestro tiempo y saberlos juzgar a la luz de la palabra de Dios»7.
Para hacer frente al compromiso asumido de escrutar a fondo los «signos de los tiempos», el Concilio Vaticano hizo una innovación notable: abandonando la metodología deductiva seguida de forma habitual por el Magisterio de la Iglesia en su ejercicio, adoptó una metodología inductiva. O sea, el Concilio no estableció algunos principios teológicos, morales o de naturaleza social (en particular de la Doctrina social de la Iglesia) partiendo de ellos para sacar después de forma deductiva diversas conclusiones de orden práctico y operativo, sino que hizo el proceso inverso: partió de la observación directa y atenta de los fenómenos humanos, sociales, culturales, políticos, religiosos, que se habían ido produciendo de forma relevante y constatable en el mundo, para descubrir y leer en ellos el designio de Dios sobre la humanidad y sobre la misma Iglesia. Es posible pensar y decir que, de alguna manera, el Vaticano II emprendió esta tarea en su acercamiento al mundo, no tanto para enseñar, cuanto para aprender; no tanto para hablar, cuanto para escuchar: escuchar a Dios en la escucha de los hombres. En este radical cambio de método (del deductivo al inductivo) estaba presente, por una parte, la persuasión, el convencimiento de los Padres conciliares de que la Iglesia ha aprendido y recibido no poco «de la historia y de la evolución del género humano» puesto que, de hecho, «la Iglesia puede verse también enriquecida, y lo es efectivamente, por el desenvolvimiento de la vida social»8; y, por otra, la persuasión de que «el Espíritu de Dios que, mediante una admirable providencia conduce el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, se halla presente en esta evolución»9.
Con ello los Padres conciliares no hacían otra cosa que:
- reconocer, con los hechos, el convencimiento de que el Espíritu Santo marca y rige la dinámica del cristianismo en su relación con el mundo10.
- aceptar, desde la experiencia, que todo cambio histórico, más allá del simple «kronos», es decir, la mera sucesión de los acontecimientos históricos, puede representar un «kairós» para el cristianismo en general y para la Iglesia en particular.
- aceptar la línea de pensamiento que años atrás había iniciado G.Marcel y proseguido por E.Mounier para quien ‘el acontecimiento debe ser nuestro maestro interior’11.
Y todo esto porque, como se ha dicho, el cristianismo no debe ser «ilustre en la ignorancia de la hora inmediata»12: sería no sólo una enorme torpeza sino una auténtica traición a su naturaleza de signo de salvación para el hombre de cada generación.
- Basta recordar algunos Documentos pontificios del siglo xix: Encíclica Mirari vos de Gregorio XVI (DH 2730-2732), y Quanta cura con el consiguiente Syllabus errorum de Pío IX (DH 2890-2896; 2901-2980).
- Ver especialmente el Discurso pronunciado en la Clausura de la IV» Sesión conciliar, el 7 de diciembre de 1965: CEE, Concilio Ecuménico Vaticano II, Madrid 1993, pp. 1175-1180.
- «Ecclesia perscrutatur «signa temporum». Tempus enim signum et vox est, pro Ecclesia et pro hominibus, quatenus secum fert praesentiam Dei, vel, infeliciter, absentiam a Deo, necnon hominis magis minusve consciam ad Dei invocationem, Dei magis minusve patentem ad hominem vocem. In voce ergo temporis vocem Dei audire oportet ita ut in luce fidei praesentes opportunitates et miseriae hominum conscientiis, concretum caritatis mandatum adumbret». Texto citado en M-D. CHENU, a.c., p. 256; cf. Acta Synodalia III/V pp. 142-158.
- GS 39.
- Cfr. P. VALADIER, Signes des temps, signes de Dieu, en «Etudes» 335 (1971), pp. 261-279; X. Quizá, Leer hoy los signos de los tiempos, en «Razón y Fe» 212(1985), pp. 377-386.
- GS 4.
- GS 44; cf. GS 4.11; DV 2.
- GS 44.
- GS 26; cfr. GS 44.45.
- Cf. GS 43.44.45.
- Citado en R. DÍAZ SAL AZAR, El cristianismo, signo del tiempo, en «Iglesia viva» 192 (1997), p. 14.
- Verso de Valente, citado en R. DÍAZ SALAZAR, a.c., p. 15.