El día 19 del pasado mes de julio, el Superior General, P. Gregory Gay, escribía una carta a toda la Familia Vicenciana para preparar el día de oración en la festividad de San Vicente de Paúl. El tema global que propone es tan oportuno como necesario: «Cosechar los frutos del jubileo». Y el objetivo -en palabras textuales de la carta del Superior General- es «celebrar y profundizar el significado de los frutos del Jubileo, buscando a ver cómo el Espíritu del Señor nos invita, como Familia, a profundizar nuestras raíces desde este carisma, y a ver cómo lograr que el desafío Caridad-Misión continúe y crezca siempre más entre nosotros, para el bien de los pobres».
Porque, ciertamente, en el año 2010 celebramos con toda solemnidad y con gran variedad de actos, cursos, cursillos, encuentros, conferencias y escritos el llamado Año Jubilar Vicenciano (el 350 aniversario de la muerte de San Vicente y de Santa Luisa). Solamente por el hecho de celebrarlo, ya fue un buen indicio de frutos y logros. Pero también hay que tener en cuenta que muchas preguntas que flotaban en el ambiente, al clausurar la gloriosa efeméride, eran tan realistas como lógicas: Y ahora, ¿qué? ¿En qué quedará todo esto? ¿Qué frutos prácticos y efectivos producirá? ¿Servirá para algo todo lo que hemos celebrado o se quedará en el hermoso baúl de los recuerdos?
Por eso, a la luz de la carta del Superior General, se me ocurren algunas reflexiones elementales. A mí, además de otros muchos frutos producidos por la celebración del Año jubilar, me gustaría enumerar algunos urgentes y necesarios para todas las ramas de la Familia Vicenciana. Evidentemente, son los frutos que yo espero y sueño, aunque sean simples sueños.
En primer lugar, sueño con un conocimiento mayor y más profundo de la andadura vital de Vicente de Paúl y de Luisa de Marillac. No se trata de saber cuatro datos históricos de su vida. Se trata de profundizar en su «opción existencial» y en el «credo que dio sentido a su vida».
Sueño también con que la Familia Vicenciana camine, sin ambigüedades ni dubitaciones, por la senda espiritual de los Fundadores. Es decir, que se empape cada vez más de la espiritualidad vicenciana más genuina y verdadera. Ya decía San Bernardo de Claraval que, en materia de espiritualidad, «hay que beber del propio pozo». Y la Familia Vicenciana tiene un pozo de agua cristalina y sin contaminar.
No puedo dejar de soñar en que la Familia Vicenciana recupere su lugar de «frontera». O, dicho de otra forma, que a la hora de discernir «dónde tiene que estar y dónde tiene que resituarse», tenga claro que su lugar está donde dicen las Constituciones de la Congregación de la Misión en el número 18: junto a aquellos «qui ad margines societatis sunt reiecti» (junto a aquellos «que son arrojados a los márgenes de la sociedad», una expresión mucho más radical y contundente que lo que comúnmente llamamos «marginados»). Como dice un vicencianista actual, Jaime Corera, «esta frase define, con toda propiedad en términos modernos, el tipo de gentes a quienes dedicó San Vicente su Congregación en su tiempo, y a las que debe dedicarse en este tiempo».
Un sueño muy antiguo, pero siempre presente, es que toda la Familia Vicenciana sea «experta en sensibilidad». Hoy nos estamos acostumbrando peligrosamente a medir la significatividad de los grupos, de los movimientos eclesiales o de las Órdenes y Congregaciones por la cantidad de miembros. Estamos obsesionados -también en la Iglesia- por el síndrome de las estadísticas. Pero la Familia Vicenciana tiene que obsesionarse, sobre todo, por una actitud que fue fundamental en nuestros Fundadores: la sensibilidad por los pobres, por sus derechos, por su dignidad, por su evangelización integral. Es el presupuesto básico para llegar a descubrir la «sacramentalidad del pobre» y su «señorío».
Cuando hoy se habla tanto de emprender con urgencia y creatividad una «nueva evangelización», sueño con que la Familia Vicenciana tenga como santo y seña aquella frase que Vicente de Paúl dirigió a los primeros misioneros el 6 de diciembre de 1658: «Dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres». En esta expresión está condensada la aportación que los vicencianos deben prestar a la evangelización ayer, hoy y mañana.
Finalmente, sueño con que la Familia Vicenciana sea «escuela de caridad y de solidaridad». A nuestros Fundadores todo el mundo les asocia con la caridad y la solidaridad. Sería de desear que ocurriese lo mismo con las Instituciones que ellos fundaron o que han nacido a su sombra y calor. Sería de desear que el distintivo inconfundible de la Familia Vicenciana sea la caridad y la solidaridad sin ningún género de dudas o vacilaciones.
Alguien pudiera pensar que me olvido de un sueño básico. Me refiero a la «santidad». Evidentemente, este sueño lo doy por supuesto y lo pongo en primerísimo lugar. Pero, para ser más explícito, lo pongo como conclusión de los sueños anteriores. Y para mejor explicar esta «santidad vicenciana», dejo la palabra al P. Robert Maloney, en la homilía de clausura de la Asamblea General de las Hijas de la Caridad, en 1997. Naturalmente, se refiere a las Hermanas, pero es aplicable a toda la Familia Vicenciana: «La santidad no consiste sólo en ser piadosas, no consiste sólo en ser una trabajadora eficaz. Consiste en ‘estar poseídos por Dios’. La mujer auténticamente santa irradia la presencia de Dios. La gente ‘palpa’ a Dios en ella. La mujer auténticamente santa ve con ojos distintos, porque Dios ha tomado posesión de sus ojos. Ama con un amor distinto, porque Dios ha tomado posesión de su corazón. La mujer santa escucha las voces más profundas de la realidad. Oye las voces que muchos de nosotros nunca oímos, porque Dios le ha dado una nueva capacidad de escucha. La mujer
au6 ténticamente santa no sólo sirve a los pobres, ella comprende a los pobres como una hermana, su corazón late al unísono con ellos. En la presencia de la mujer auténticamente santa, los pobres sienten su propia dignidad y saben que son agentes de su propio destino».






