Capítulo séptimo: Su prisión; interrogatorios sufridos hasta su salida para Ou-Tchang-Fou
1. Persecución en Hou-Pé. — 2. Pillaje e incendio en la residencia de los misioneros. — 3. Huida del venerable siervo de Dios. — 4. Es traicionado por uno de los suyos, puesto en prisión y maltratado. — 5. Interrogatorio que sufre en Kouang-In-Tam. — 6. Salida para Kou-Tchen-Kieng; acto piadoso de un pagano. — 7. En Kou-Tchen-Kieng es conducido ante el mandarín militar. — 8. Comparece luego ante el mandarín civil. — 9. Conducido a Siang-Yang-Fou, comparece ante el gobernador de la ciudad. — 10. Después ante el mandarín de primer orden, y por último, ante el tribunal fiscal, en donde se le somete a una tan indigna como dolorosa prueba.
1. Al llegar el siervo de Dios a la China existía una ley dada en 1794 por el emperador Kieng-Lung, la cual proscribía la religión cristiana, y condenaba a todos los que de ella hicieran profesión a la pena de muerte si fuesen europeos, y el destierro si fuesen chinos. La aplicación de esta ley había ya costado a la Iglesia de China muchas persecuciones, entre las cuales, después de la de 1805, fue la más violenta la de 1820, que proporcionó al venerable Clet la palma del martirio. Hacía, sin embargo, mucho tiempo que los cristianos, especialmente los de Hou-Pé, gozaban de bastante tranquilidad, cuando repentinamente se encendió de nuevo la persecución. Tuvo su principio en la ciudad de Nan-Kiang, en donde primeramente fueron arrestados algunos cristianos. Hallábase entre éstos un joven, hijo del catequista Peng-Tim-Siang, el cual, aterrado por las amenazas de los satélites, y persuadido por sus caricias, traicionó miserablemente a sus hermanos, indicó sus nombres, sus residencias y los lugares en donde se reunían con los misioneros. Diéronse órdenes al mandarín de Kou-Tchen-Kieng, para que se apoderase de los unos y de los otros. Una compañía de soldados conducida por dos comisionados del virrey de Ou-Tchang-Fou, dos mandarines militares y otro inferior del orden civil, se dirigió hacia la residencia de los misioneros, a Tcha-Yuen-Keou, pequeño lugar del departamento de Kou-Tcheng-Kieng, cerca del mercado de Konaug-In-Tam. Encontrábase allí a la sazón el Sr. Perboyre, con su compañero Sr. Baldus, un misionero de la propaganda que iba a Hou-Pé, el P. José Rizzolati, capuchino italiano, y un Sacerdote chino, Mr. Ouan, los cuales se habían reunido para celebrar juntos la octava de la Natividad y la fiesta del Dulce Nombre de María. Era, en efecto, el domingo 15 de Septiembre de 1839, día en que los cristianos de este país habían venido a oír la santa Misa, y a cumplir con los demás ejercicios piadosos propios de la fiesta. Terminaba la última Misa y había aún algunos fieles en la iglesia con los Sres. Perboyre y Baldus y el P. Rizzolati. Entra repentinamente un cristiano llamado Tom-Ta-Youn, y todo apresurado anuncia que ha estallado la persecución, y que los soldados se dirigen a la iglesia conducidos por los mandarines, que distan ya poco, añadiendo a esto que no hay tiempo que perder, y que cada cual debe buscar su seguridad en una pronta fuga.
2. El Sr. Baldus y el P. Rizzolati siguieron pronto, este consejo. Pero el siervo de Dios no pudo resolverse a abandonar el rebaño que le estaba encomendado, y al cual tanto amaba; trata de persuadirse él y de persuadir a los otros que el peligro no es tan inminente. Pero ya se oyen los soldados que se acercan, y todo el mundo huye menos él, que no piensa en apartarse del peligro hasta que desvanecida toda ilusión conoce claramente que no puede ya estarse tranquilo sin temeridad. Entonces recoge como puede los sagrados ornamentos, que quiere salvar de la profanación y sale por una puerta secreta en el mismo instante en que los satélites invaden la iglesia. Furiosos al ver que la presa ha escapado de sus manos, toman lo más precioso que hay en la iglesia y casa de los misioneros, queman después los papeles y libros, pero con tan poca precaución, que en un momento todo es pasto de las llamas, de las cuales apenas puede librarse hasta un mandarín.
3. Mas el siervo de Dios había logrado esconderse en un bosque de bambús no lejos de la iglesia. Venida la noche, abandonó su escondite y se retiró a la casa del catequista Ly-Tsou-Hoa, para tomar allí algún alimento, que mucho necesitaba después de las fatigas y emociones del día. Éste le afeitó, a fin de que no fuera reconocido tan fácilmente por europeo, y le condujo a trescientos pasos de allí para que pasase la noche en casa de un sobrino suyo, padre del catequista Ly-Tsou-Kouei.
Mas por temor de comprometer a sus huéspedes, al día siguiente, 16 de Septiembre, antes de la aurora, abandonó el venerable fugitivo su nuevo asilo para ocultarse en la vecina selva acompañado de su familiar Tomás Sin-Ly-Siam, de otro cristiano, Ouan-Kouan-King y de Ly-Tse-Mim, padre del catequista Ly-Tsou-Hoa.
4. Este retiro ofrecía seguridad, y le habría ocultado ciertamente a todas las pesquisas, si la divina Providencia, para hacerle sin duda más conforme a su divino modelo, no permitiera que le traicionara también uno de los suyos. El neófito Kioung-Lao-San, nuevo Judas, llevado del temor o de la avaricia, descubrió a los soldados por el precio de dinero el lugar en donde estaba oculto. Ellos rodearon inmediatamente la selva, y a manera de bestias feroces la recorrieron en todas direcciones para descubrir la presa. Dos de ellos caen por fin sobre el siervo de Dios y sus tres compañeros, los cuales viéndose superiores en número, y teniendo cortada toda retirada, pensaron por un momento en rechazar por la fuerza a sus agresores. Tomás Sin-Ly-Siam consulta el negocio con su maestro; pero éste, acordándose que Jesús en el huerto de Gethsemaní no quiso permitir a Pedro que se sirviese de la espada, prohibió también a su bravo y fiel servidor que usase de violencia. Obedeció Tomás, y fuera de Ly-Tse-Mim, que logró escapar, todos los cristianos ocultos en dicha selva cayeron en manos de sus enemigos.
Éstos, que no tardaron en juntarse todos en torno del santo misionero, échanse con furor sobre él, le toman por la trenza de sus cabellos1 y le arrastran hasta la cima de la montaña. Allí le despojan de todos sus vestidos, no dejándole en cambio más que unos sucios harapos, le atan las manos junto a la espalda, descárganle tres golpes de sable sobre las costillas, y le conducen cargado de cadenas al mercado de Kouang-In-Tam. El santo misionero lleva con tal paciencia y valor todos estos malos tratamientos, que no se le escapa ni una queja, ni un grito de dolor.
5. Llegado a Kouang-in-Tam, comparece ante el mandarín civil Liou, de la ciudad de Kou-Tchen-Kieng, que se hallaba allí esperando al prisionero. «Daba compasión el verle, dice un testigo ocular, sin otro vestido que una camisa y unos calzoncillos sucios y hechos pedazos, una cadena al cuello y las manos atadas a la espalda, rodeado de satélites, que le tiraban de las orejas y de la trenza del cabello, para obligarle a mirar al mandarín, ante el cual estaba de rodillas.» Habiéndole preguntado éste si era europeo y cabeza de la secta falsa de los cristianos, respondió pronto sin temor de los nuevos tormentos y de la muerte misma que aquella respuesta iba a causarle: «Soy europeo y misionero católico.» Montado en cólera el mandarín le hizo entonces separar de sus compañeros de cautiverio, mandóle cargar de nuevas cadenas, y trasladarle atado de pies y manos a casa de un pagano, llamado Haou, cuya proverbial crueldad le había merecido el calificativo de San-Pao-Tsou, es decir, tigre hasta el tercer grado, y en cuya tienda había de pasar la noche. Ocho hombres escogidos entre los más ricos de alrededor y, por tanto, menos susceptibles de ser ganados por dinero para dejar escapar al cautivo, se encargaron de custodiarle y de guardarle con cuidado hasta el día siguiente.
6. El martes 17 de Septiembre muy de mañana reciben los soldados la orden de conducir al prisionero a la ciudad de Kou-Tchen-Kieng, asaz distante de Kouang-In-Tam. Pero el venerable siervo de Dios, quebrantado por los crueles tratamientos que le habían hecho sufrir y extenuado por el hambre y la fatiga, no podían hacer a pie este camino. Sin embargo, habíase ya puesto en marcha el doloroso cortejo, y el valeroso atleta de Jesucristo, detenido en la plaza pública y rodeado de una turba rencorosa, recibía toda suerte de ultrajes, cuando un pagano llamado Lieu-Kioun-Lin, síndico de la población, siéntese ante espectáculo tan lastimoso movido de compasión. Acércase, pide y obtiene el permiso de trasladar al prisionero en una litera, cuyos conductores paga él y hasta le acompaña a la ciudad. Esta buena acción no quedó sin recompensa; el discípulo de Jesús, profundamente conmovido, expresó por de pronto con mucho afecto su agradecimiento al bienhechor, pero no había de parar aquí su reconocimiento. Cuando hubo recibido la palma del martirio, según después se dirá, aparecióse al caritativo pagano y le obtuvo poco antes de su muerte la gracia del santo bautismo.
7. Llegado a Kou-Tchen-Kieng, en donde le esperaban tormentos más crueles, compareció primeramente el siervo de Dios ante un mandarín militar, el cual le preguntó quién era, y qué móviles le hicieron penetrar en el Imperio chino. «Yo soy europeo, respondió él, y he venido aquí para propagar la religión católica y exhortar a los hombres a que huyan del mal y practiquen el bien.» Poco satisfecho el mandarín con esta solemne profesión de fe, replicó que eso era falso, y que el motivo de su venida no era otro que el de engañar a los ciudadanos del celeste Imperio. A esta injuria sólo respondió el santo misionero con el silencio. Tampoco dio otra respuesta a la propuesta que se le hizo para que renegase de su fe, contentándose con indicar por un signo de la cabeza el horror que le inspiraba tal invitación, y cómo la recibía. Irritado el mandarín a causa de su silencio, hízole abofetear por los satélites, y que fuese apaleado con cien golpes de bambú y puesto en prisión. Ningún reposo se concedió allí a aquel cuerpo tan atormentado ya y tan debilitado, antes bien se le afligió con nuevas crueldades que el generoso confesor llevó pacientísimamente y con admirable dulzura.
8. Conducido al día siguiente ante el mandarín civil, fue sometido a nuevo interrogatorio. Entre los diversos efectos tomados a los misioneros se hallaban los objetos destinados al culto. Hízolos llevar el mandarín al tribunal, y tomando sucesivamente el cáliz, el misal, los sagrados ornamentos y todo lo que sirve al santo sacrificio de la Misa, preguntó al siervo de Dios qué uso tenían. Respondió que el de ofrecer a Dios un sacrificio: y como se le preguntase si era europeo y jefe de una secta falsa e impía: «Soy europeo, respondió, y misionero, no de una secta falsa e impía, sino de la única religión verdadera.» El mandarín, mostrando entonces la caja de los santos óleos, preguntóle si contenía ella el agua exprimida de los ojos arrancados a los enfermos2: «Jamás, respondió, he cometido semejante crimen. »
El mandarín había hecho comparecer delante de sí al mismo tiempo que al Sr. Perboyre a una virgen cristiana llamada Ana-Kao, presa en la misma persecución. Con esta ocasión insultó groseramente al santo misionero, el cual a tan innobles preguntas sólo respondió que los misioneros y las vírgenes cristianas prometían y guardaban castidad, que aquéllos se entregaban separadamente a sus respectivas ocupaciones, y que éstas no servían a los misioneros, pues que prestaban a éstos los servicios necesarios los hombres que les acompañaban en sus viajes. Por fin intentó el mandarín hacerle renegar de su fe poniendo en tierra un Crucifijo y ordenándole que le pisara. Pero el valiente confesor respondió: «Resistiré hasta la muerte el renegar de mi fe y pisar el Crucifijo.» Y como añadiese el tirano: «Si tú no abjuras, te haré morir» respondió él: «Perfectamente, seré muy dichoso si muero por la fe.» Inmediatamente recibió por orden del mandarín cuarenta correazos en las mejillas, quedando su rostro espantosamente magullado y desfigurado. Volviósele entonces a prisión y de nuevo fue entregado a los satélites.
Tres veces había ya confesado generosamente su fe el soldado de Cristo, sin que los crueles suplicios a que estaba sometido pudiesen arrancarle una sola palabra, la menor señal susceptible de ser mirada como una apostasía. ¿No era, pues, de esperar que Dios, contento de las prendas de amor que le había dado, iba a premiar a su siervo, y que éste se hallaba cercano a la muerte dichosa, objeto de sus más ardientes deseos y de su esperanza tranquila y apacible? No; antes bien le esperaban aquí mayores combates, porque allá arriba le estaba reservada una corona más bella.
9. Después de muchos interrogatorios sufridos ante los mandarines civiles y militares de Kou-Tchen-Kieng, acompañados de los más feroces tratamientos, el siervo de Dios fue conducido por los soldados a Siang-Yan-Fou, ciudad de primer orden y distante 140 leguas. Hízose el viaje por agua, sobre el río Han-Kong, y fue para el venerable sacerdote ocasión de nuevos sufrimientos. Tendido en una barca con los pies y manos atados y separado de los otros prisioneros cristianos, mientras que a éstos se les proporcionaban los alimentos necesarios, negáronseles a aquél constantemente por todo el tiempo que duró tan largo viaje. Habiendo llegado a Siang-Yang-Fou, permaneció muchos días encerrado en horrible prisión, donde no le fueron perdonadas ni injurias ni malos tratamientos. En el día señalado fue presentado ante el tribunal del gobernador de la ciudad, quien le hizo sufrir un interrogatorio, propúsole cuestiones referentes a su cualidad de europeo y de misionero católico y el motivo que le llevó a China; a todo recibió las mismas respuestas. Entonces el mandarín le exhortó a que pisase el Crucifijo puesto a sus pies; mas el discípulo del divino maestro respondió con tanta sencillez como firmeza: «Jamás haré tal cosa.» Viendo el gobernador que eran inútiles todas sus amenazas, creyó llegar más seguramente a la consecución de su fin por medio de discursos parecidos a los que usan a veces en Europa los pretendidos sabios de la escuela moderna: «Qué ganarás, le dijo, adorando a tu Dios? — la salud de mi alma, respondió el confesor; el cielo, a donde espero subir después de mi muerte. — ¡Ah, insensato! replicó el mandarín, ¿has visto acaso alguna vez el Paraíso?» Y tornándose a los otros cautivos cristianos, continuó: «Voy a enseñaros lo que es el Paraíso y el infierno: ser colmado en esta vida de honras y de riquezas, he ahí cuál es el paraíso: por el contrario, ser condenado como lo sois vosotros hoy a llevar una vida pobre, trabajosa y miserable, eso es el infierno.» Dichas estas palabras dignas de Epicuro, levantó la sesión e hizo conducir a la prisión al siervo de Dios.
10. Diez días después, compareció ante un mandarín de primer orden de la misma ciudad, el cual le trató con bastante moderación, contentándose con preguntarle cuánto tiempo hacía que estaba en la China, pregunta insidiosa y a la que el Sr. Perboyre supo responder hábilmente para no comprometer los intereses de la religión.
Pero en el tribunal fiscal, ante el cual, según las leyes del país, había de comparecer muy pronto, esperábale una tempestad más furiosa que las experimentadas hasta entonces; allí se le había de torturar cruelísimamente así en su cuerpo como en su alma; en su fe de cristiano y en su dignidad de hombre. Tao-Taï, presidente de este tribunal y juez supremo, de esta población, atendiendo únicamente a su crueldad, hízole golpear frecuentemente con fuertes correas; ordenó después que se le colgase de una viga por los dos pulgares unidos y fuertemente atados; en medio de tan crueles tormentos le obligó permanecer de rodillas cerca de cuatro horas con las piernas desnudas y sobre cadenas de hierro. El esforzado caballero de Cristo sufrió todo esto, no sólo con mucha constancia, sino también con la cara serena y sin proferir la menor queja. Mas el tirano reservaba para su alma tormentos más atroces que los ejecutados en el cuerpo. Comenzó por ver si podía hacerle abjurar su fe, obligándole a pisar la Cruz. Pero no pudiendo conseguirlo, atacó a su honor por medio de la más indigna calumnia, la cual sin duda permitió el Señor para que fuese más grande la gloria de su siervo: le acusó de comercio infame con la virgen Ana Kao, la cual presenciaba el mismo interrogatorio y sufría igual suplicio. Fingiendo no dar crédito a las negaciones, mesuradas pero enérgicas del casto misionero, le sometió a un examen más penoso que la muerte. Sin embargo, su inocencia salió victoriosa, y los mismos jueces hubieron de reconocer, no sin grandísima vergüenza, que había conservado intacta la corona de las vírgenes. Mas el dolor que su alma delicada sintió en esta ocasión fue tan violento, que casi perdió el conocimiento, y aún se temió mucho por su vida. Recelando entonces el feroz tirano que su presa se le escapase de las manos, vióse obligado a dar treguas a su crueldad.
Había pasado un mes entre los diversos interrogatorios que tanto evidenciaron la heroica paciencia del mártir, cuando se tuvo por conveniente enviarle a Ou-Tchang-Fou, metrópoli de la provincia de Hou-Pé, a fin de oír allí la sentencia última, que sin apelación, sobre él había de recaer.