Compendio De La Vida Del V. J. Gabriel Perboyre. Capítulo 6

Francisco Javier Fernández ChentoJuan Gabriel PerboyreLeave a Comment

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Author: Desconocido · Year of first publication: 1890.
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Capítulo sexto: Sus misiones en Ho-Nan y en Hou-Pé (1835-1837)

1. Sus disposiciones al llegar a Ho-Nan. — 2. Grave enfermedad que allí contrae: sus primeras misiones: fatigas y resultado. — 3. Recuerdos del venerable Clet: vacaciones. — 4. Deja la misión de Ho-Nan por la de Hou-Pé. — 5. Sus nuevas ocupaciones. — 6. Un día de domingo o de fiesta. — 7. Buen empleo del tiempo. — 8. Sus privaciones y fatigas bendecidas por Dios. — 9. Prueba interior cruel que padece. — 10. Apa­rición de Nuestro Señor, que le libra de ella.

1. Diez y seis meses habían transcurrido desde su salida de Francia, y en ese tiempo había andado cerca de ocho mil leguas. «He corrido bastante, decía a su tío, para no desear hacer otro viaje como no sea aquel grande, cuyo camino no es el agua ni la tierra. Pero entre tanto no me es posible evitar grandes excursio­nes en el interior de esta vasta China, y esto es nece­sario, pues que si he venido de tan lejanas tierras ha sido precisamente para andar por estas arenas. Quiera el Señor que corra yo de tal modo, que pueda obtener la corona incorruptible: Sic currite ut comprehendatis (1 Cor. XI).»

Pronto había de ser oído este último deseo, y el va­liente atleta de Jesucristo iba a andar en corto tiempo una larga carrera. No pudiendo todavía marchar tan aceleradamente como deseaba, envidiaba la suerte de sus compañeros, a quienes un mayor conocimiento de la lengua y de los usos del país les ponía en mayor disposición de procurar la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas: «desearía, sin embargo, escribía él en 18 de Agosto de 1836, recoger algunas espigas para colocarlas al lado de los grandes haces de mis compañeros en la era del Padre de familia.»

2. Hubo un momento en que se pudo creer que Dios, contentándose con su buena voluntad, quería ya premiarle. Condújole una grave enfermedad a las puertas del sepulcro, tanto, que se creyó necesario administrarle los últimos sacramentos. Mas escapó del peligro, efecto de una gracia bien providencial, y tres meses después estaba ya casi restablecido. Volvió a darse al estudio de la lengua china, y aunque no había acabado de recobrar sus fuerzas, emprendió su primera misión con sus compañeros del país. Salió muy bien; los cristianos a quienes evangelizó, no pudiendo resistir a los esfuerzos de su celo, salieron de sus malas disposiciones en que vivían hacía mucho tiempo y entraron en el camino del deber. Animado con tan feliz resultado, lanzóse completamente a la carrera evangélica, en la cual fueron tan fecundos sus trabajos. Podrá juzgarse de sus bellos resultados por una carta que escribió al Director del Seminario interno de la Congregación el 25 de Septiembre de 1837: «Tan pronto como recobré mis fuerzas emprendí con un compañero chino la administración de nuestros cristianos de Ho-Nan. Para visitar unos mil quinientos, distribuidos en veinte cristiandades, hemos tenido que andar más de trescientas leguas y atravesar la provincia en toda su anchura. Esta expedición ha durado seis meses. Para que forméis alguna idea de esto, voy a formarla con vos. Supongamos que el lugar de nuestra residencia y el punto de partida está en la Diócesis de Cahors; hagamos allí ante todo algunas misiones; luego vengamos a hacer otras a las Dióce­sis de Albí, de Puy, de Autun, de Orleans, de Versa­lles, de Amiens; tal es, poco más o menos, el cuadro de las distancias y posición respectivas de los distritos por nosotros recorridos. Como podéis bien comprender, esto no se practica sin algunas fatigas; hemos viajado a pie alguna veces; otras en carros por caminos no bien conservados ni por el Gobierno ni por los particulares: ordinariamente salíamos de noche de entre los cris­tianos, para llegar también de noche, con la barba com­pletamente blanca, efecto de las escarchas y madru­gadas del invierno, la cara tostada, las orejas, el cuello y la frente peladas por el calor del estío. No es mi intento describiros el cuadro de las posadas en la China, pues no podría hacerse sin provocar a náusea. Solamente diré que si uno se halla hambriento de privaciones y de mortificaciones, hay abundancia para hacerse con una santa fortuna. Por lo demás, aunque la mejor cama que uno encuentra es una estera exten­dida en el suelo o sobre una pequeña tarima, todavía se desea mucho atraparla para descansar de las fati­gas del día. Llegados a las posadas, hemos sido vejados varias veces, ya por alguno de policía que nos hacía sufrir un largo interrogatorio e inscribir nuestros nombres, ya por agentes del Tribunal, que nos obli­gaban a cederles el alojamiento y a buscar hospitali­dad en otra parte. Para el misionero europeo no es la menor de las incomodidades el haber de sostener en todos sus viajes el papel de conciudadano. A fin de no perjudicarse a sí mismo ha de andar con mucha reserva, dejando hablar y obrar a los cristianos que le acompañan, los cuales, a pesar de las precauciones que la prudencia o el temor les hace tomar, experimentan algunas veces muchas y serias inquietudes. Pero el misionero siente en su interior una holgura y una libertad de corazón que le eleva por cima de todo y le llenan de gozo en medio de los peligros.»

3. También le confortaba mucho el recuerdo del señor Clet, de este glorioso mártir, con el cual la divina bondad habíale dado tantos puntos de semejanza y cuya muerte tanto envidiaba. «Como quiera que en mis viajes, dice también en la misma carta, he seguido y cruzado frecuentemente los mismos caminos que este venerable mártir anduvo, cuando cargado de cadenas era conducido a los Tribunales de esta provincia y de Hou-Kouang, dígoos de verdad que no puedo oír a los que me acompañan ciertos rasgos de su vida y martirio sin experimentar una tierna emoción. Por lo que a mí se refiere, felicítome de trabajar en esta porción de la viña del Señor por él cultivada con tanto celo y fruto. Su grata memoria, que se conserva cual tesoro precioso, me sirve de poderoso estímulo para seguir sus huellas y continuar el bien que él comenzó. Por este año han terminado ya nuestras vacaciones, si así puede llamarse el tiempo empleado en predicar, confesar, estudiar, hacer la clase a los futuros seminaristas, y en medio de una multitud de niños que todos los días vienen a instruirse en el Catecismo y a aprender las plegarias etc. Ahora vamos a comenzar nuestros ejercicios espirituales e inmediatamente después volveremos a campaña. Quiera el Señor bendecir nuestros humildes trabajos y santificar y fecundar nuestras penas. No faltan éstas a los misioneros; pero son tan preciosas a los ojos de la fe, que bien merecen se las busque hasta en los últimos extremos del mundo.»

4. Apenas se habían deslizado dos años en medio de estas tareas apostólicas en la provincia de Ho-Nan, cuando el Sr. Perboyre recibió órdenes que le obliga­ron a abandonarla para ir a fecundar otra tierra con sus propios sudores. El Sr. Rameaux, deseando procu­rar un precioso refuerzo a la misión de Hou-Pé, cuyo Superior era, le llamó a ejercer su celo sobre aquel nuevo terreno.

5. En este nuevo puesto esperaban al Sr. Perboyre fatigas no menores, aunque de distinto género. Es verdad que no había de hacer largos y penosos viajes, mas el ministerio a que se le aplicaba le imponía toda suerte de privaciones y de padecimientos.

«En el mes de Enero último (escribía a su sobrino el 12 de Septiembre de 1838) he sido llamado a Hou-Pé por el Sr. Rameaux, Superior de esta misión. El distrito por mí ocupado y del cual no he salido más que para visitar dos pequeñas cristiandades algo dis­tantes, se halla en medio de montañas. Abraza una extensión de dos o tres leguas a lo largo y un poco menos a lo ancho. Los cristianos que lo componen, y entre los cuales viven muy pocos gentiles, son cerca de 2.000, divididos en quince cristiandades tan dise­minadas, que nada existe entre ellos que tenga visos de un lugarcillo siquiera. Tenemos en el centro de este distrito una residencia que la misión posee. En ella el misionero se halla a manera de un Cura en medio de una grande parroquia, en continuas relaciones con todos los cristianos del distrito. Frecuentemente tiene que salir de día y de noche llamado para la administración de Sacramentos, socorro que los cristianos tienen buen cuidado de procurarse a la menor apariencia de peligro. Acude en todos tiempos, pero especialmente los sábados y vísperas de fiestas tanta gente a confesarse, que para satisfacer sus deseos no bastarían tres Sacerdotes aquí fijos.»

6. » Mas el domingo y los días festivos es cuando principalmente se ve rodeado el pastor de su rebaño. Desde que amanece hasta que anochece, vése nuestra iglesia llena de gente. Se principia por las oraciones de la mañana, seguidas de las que suelen recitarse en los días festivos, y luego el Catecismo; después de esto oyen Misa y la predicación, terminada la cual, se explica a los niños el Catecismo. Por la tarde tienen lugar el rosario, el vía crucis y una conferencia, en la que hablan varias personas, según el método sencillo y familiar de San Vicente de Paúl. Añadid a esto las confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, inscripciones en las diversas cofradías, despacho de dispensas, resolución de las dificultades que se ofrecen en las cristiandades, preguntas de doctrina, instrucciones y exhortaciones privadas, avisos y correcciones, el ejercicio de juez de paz, que a veces no puede evitarse, y tendréis formada alguna idea de las ocupaciones del misionero en los días de domingo y festivos.»

7. En otra carta a uno de sus compañeros de Congregación, el Sr. Aladel, con fecha 10 de Agosto de 1839, añadía: «Aquí me tiene usted entre estas montañas hace ya cerca de dos años, dispuesto a continuar el ejercicio del ministerio, cuyas ocupaciones no me dejan, por decirlo así, tiempo para respirar. Desde la Natividad de la santísima Virgen del pasado año, hasta Pentecostés del presente, llevo hechas diez y siete misiones o visitas de cristiandades, y no podría asegurar que desde entonces haya disfrutado un día de reposo. Este se hace imposible, pues nos encontramos en medio de numerosos cristianos, los cuales en su mayor parte acostumbran confesarse con frecuencia. Si en la presente fiesta de la Asunción, por ejemplo, pudieran reconciliarse 1.000 o más personas, todas se hallarían dispuestas al efecto. Pasado este día, haré mis ejercicios espirituales, a fin de emprender de nuevo las santas misiones durante una buena parte del año.»

8. Uníanse a las fatigas del santo ministerio las privaciones de una vida pobre y mortificada. No teniendo para habitación más que casas oscuras y malsanas sin chimeneas y aún sin ventanas; en ellas no se podía encender fuego sin verse casi asfixiados por espesa capa de humo; su comida consistía ordinariamente en un poco de arroz y algunas hierbas cocidas sin sazón alguna, y tenía por cama el frío suelo, o cuando más una tarima cubierta de una estera.

Además, los calores excesivos de aquellas comarcas, y frecuentemente los tormentos del hambre y sed, uníanse para aumentar sus trabajos a la debilidad de su temperamento y a sus muchas enfermedades, que sufría con admirable paciencia. Y como si todo esto no bastara para satisfacer su amor a la Cruz, imponíase duras penitencias, desgarraba sus carnes con san­grientas disciplinas, llevaba en su cintura una cadena de hierro, y sobre su cuerpo áspero cilicio. Finalmen­te, en contacto habitual con cristianos pobres y poco esmerados en materia de aseo, participaba con ellos de la miseria que cubría todo su cuerpo; y a ejemplo de muchos santos, dejábase por espíritu de penitencia devorar viviendo aún, puesto que nada hacía para preservarle o desembarazarse de tamaño suplicio. Por esto bendecía el Señor su ministerio visiblemente, dándole gracia para instruir a los ignorantes, conver­tir a los pecadores y a los apóstatas, reanimar en el fervor a los tibios e inspirar esfuerzo a todos para confesar cuando fuere necesario su fe ante los tribu­nales y en medio de los más grandes tormentos.

9. Él mismo parecía prepararse por medio de la continua lectura de las actas de las mártires a los gloriosos combates que muy pronto habría de sostener. Pero nuestro Señor, que indudablemente hallaba en esta santa alma morada agradable, dispuso que esta preparación fuese más completa y perfecta, purificando más a la víctima y haciéndole pasar por el crisol de una prueba muy cruel. Antes de hacerle sufrir los tor­mentos de su pasión en Jerusalén y en el Calvario, quiso que experimentasen las angustias de su dolorosa agonía en el huerto de Olivas.

El siervo de Dios fue objeto por espacio de muchos meses de violentos asaltos de desesperación, parecidos a los que experimentara San Francisco de Sales cuando hacía sus estudios en París. Persuadido de que su nombre había sido borrado del libro de la vida y de que estaba destinado a arder eternamente, parecíale que nada podía esperar ya de la divina misericordia. No veía en Dios más que a un juez severo justamente irritado contra él a causa de sus innumerables pecados, y de los abusos que había hecho de tantas gracias. Acudía a la oración, y parecíale que al desechar el Señor su oración, también le arrojaba a él mismo con furor y menosprecio. Su mismo Crucifijo, a cuyos pies tantas veces había sentido inefables consuelos, su crucifijo habíase tornado mudo, por mejor decir, de sus llagas sacratísimas, como de otras tantas bocas, parecíale no salir más que recriminaciones y sentencias de condenación. En sus penas no hallaba consuelo, ni ante el tabernáculo, ni en la celebración del Santo Sacrificio, con el cual se imaginaba renovar el crimen de Judas.

No tardó su salud en resentirse con tan duros golpes; huía el sueño de sus ojos y hallaba insípido todo alimento. Veíasele palidecer más y más cada día, y secarse como una planta abrasada por los ardores del sol, y ciertamente sucumbiera en tan recio combate si Dios no pusiera fin a la prueba.

10. Pero su infinita misericordia se apiadó de su fiel siervo y tuvo la dignación de aparecérsele clavado en la cruz dirigiéndole una mirada inefable de bondad, y diciéndole afectuosamente: «¿De qué temes? ¿Por ventura no he muerto por ti? Pon tu mano en mi sagrado costado y no temas ya condenarte.» Desapareció luego la visión, pero dejando el alma del santo misionero inundada de dulcísima paz, que no volvió a ser turbada en adelante; y ¡cosa maravillosa! la espantosa debilidad producida por esta tribulación desapareció al mismo tiempo, sin que desde el día siguiente se viese la menor señal de ella.

«Él mismo fue, dice Mr. Baldus, el que me refirió este hecho en una conversación que tuvimos los dos en nuestra residencia de Kou-Tchen-Kieng, y notaba yo que atribuía este acontecimiento a tercera persona. A fin de no dejarle en la creencia de que yo era víctima de su piadosa superchería, le dije inmediatamente: «Sé bien de quién habláis; a vos se refiere lo que ha­béis contado»; y su embarazo y sus respuestas evasivas fueron para mí una demostración equivalente a una confesión clara«.

Esta visión fue como la aparición del ángel a nues­tro Señor en la gruta de la agonía: apparuit autem illi angelus confortans eum (Luc., XXII, 43.). Ella lo forti­ficó y preparó para los últimos y más terribles comba­tes que iban a poner tan glorioso fin a su carrera apos­tólica.

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