6 de abril de 1901 – 4 de julio de 1925
«A los veinticuatro años -al doctorarse de ingeniero- bello, robusto, alegre, amado – vio de improviso el último día – y como siempre – lo saludó sereno – cual el día más bello. Confesó la fe con pureza de vida y caridad de obras, la muerte lo levantó como bandera viviente de juventud cristiana».
Y como resumiendo toda la idea que las breves palabras de esa lápida expresan, la frase del Evangelio:
«¿Por qué buscáis a un vivo entre los muertos?»1
En realidad, cuando el 7 de julio de 1925, la ciudad entera de Turín acompañaba los restos de un joven estudiante de ingeniería, comenzó a verse verificada la paradojal pero cristiana idea que «morir es comenzar a vivir».
Cuando el cortejo atravesó las calles y se vio el simple ataúd llevado en hombros por sus amigos, su paso semejó la apoteosis de un triunfador. Cuando las lágrimas se secaban para trocarse en una fuerza nueva que se sentía nacer en los corazones y cuando de todos los labios brotaba la misma frase «era un santo», el nombre de Frassati conocido hasta entonces del grupo de sus amigos y protegidos comenzaba a crecer como una figura viviente que debía proyectarse sobre toda la juventud católica de su tiempo.
Y cuando en medio del religioso silencio del cortejo se vio avanzar abriéndose calle a un pobre viejo Ciego que con trémulo paso llegó hasta el féretro con su mano alzada ansiosa de tocarlo, cuando después de tocar el ataúd como si aquella mano hubiese quedado consagrada se le vio hacer el signo de la cruz, entonces la multitud comprendió que en la escuela del servicio de los pobres era donde Pier Giorgio había aprendido las lecciones que en el momento de su muerte lo constituían en verdadero maestro de vida cristiana.
Y de todo ese dolor que embargaba a una ciudad entera, mezcla de admiración y ternura, brotaba una enseñanza que un testigo ocular así expresaba:
«Ciertas muertes suceden para bien de todos. El tenía una misión que cumplir. La misión cristiana es alegría y tragedia; él ha muerto para cumplirla por entero. Aquella vida de pureza y bondad queda como ejemplo y aliento y así viven los jóvenes que lo ponen ante su vista. Ha muerto para vivir y hacer vivir».
En estas breves líneas quiero hacerlo vivir ante nuestra juventud universitaria, porque sé que el contacto con su figura, aunque presentada a través de mal hilvanados rasgos, traerá a los corazones un soplo vivificante de fe y entusiasmo, como desciende de las alturas la suave brisa que refresca los campos.
* * *
Al oír el nombre de Pier Giorgio Frassati aclamado como santo por las muchedumbres que lo acompañaban a su última morada, podrá más de alguno imaginar una vida retirada del mundo, llena de extraordinarios hechos, buena si se quiere para suscitar la admiración, pero difícil por no decir imposible, de lograr su imitación, y al contemplar en cambio, una vida sencilla y alegre de universitario cuyas horas se alternan entre el estudio y la amistad, la sana alegría de una juventud pura y la tierna compasión con que va en busca de los que sufren, las horas serias en que se prepara a la vida en el trabajo por modelar su espíritu y las horas llenas de intrepidez y entusiasmo en que escala las cimas y vetas de los Alpes; cuando se contempla digo, a un muchacho bullicioso y alegre, con su pipa en la boca y su carcajada en los labios, se queda más de alguno admirado, hasta si se quiere desilusionado, del modelo que va a presentarse a su vista. Y justamente porque se encuentra tan a nuestro alcance es atrayente su figura, porque su vida fue la ordinaria vida de un universitario pero iluminada toda ella por una luz de fe y caridad, es que los estudiantes italianos primero, los de diversos países después, han levantado su figura como enseña y estandarte que en todo instante nos recuerda la suprema cima a que el ideal cristiano nos empuja y alienta.
«Yo tenía, dice uno de sus íntimos, una idea infantil de la santidad. Me la había figurado como la cualidad de un ser fuera de la humanidad, digna de admiración pero imposible de imitación. Cuando regresé a casa después de su funeral, casi deslumbrado por una súbita luz interior, dije dentro de mí: ¡he aquí el santo! E inmediatamente recordé los años pasados a su lado y me pregunté ¿lo he visto alguna vez tratar mal a un compañero?, ¿ser descortés con una persona cualquiera?, ¿lo he oído jamás decir una palabra menos correcta? Y me respondía: ¡Nunca! -y evocaba nuestras conversaciones, la paz que ellas me dejaban en el corazón, la fuerza que infundían a mi débil voluntad»…
* * *
Brevemente, tanto cuanto puede hacerse en el corto espacio de un artículo, señalaré en Frassati al hijo de familia, al estudiante, al amigo y al cristiano.
El 6 de abril de 1901, nacía en Turín, contándose su padre entre las personalidades más destacadas de Piamonte, senador del reino, propietario y director de uno de los principales periódicos italianos, La Stampa, y más tarde Embajador en Berlín.
De su familia heredó los rasgos más notables de su carácter: la fortaleza de su voluntad, la rectitud de su conciencia. Educado en un sano realismo, aprendió de sus padres a huir de aquello que un escritor ha justamente llamado la retórica de la vida o sea la disconformidad entre nuestro sentir y nuestra palabra, el disimular bajo convenciones sociales nuestras apreciaciones y nuestros juicios.
Enemigo de toda apariencia, fue habituado a manifestar siempre sus ideas y convicciones y a mirar las cosas y los hombres cara a cara, para saberlos apreciar no en lo que aparecen sino en lo que son. De ahí su convicción profunda que la vida se mide por los hechos, no por los propósitos, anhelos o teorías, que el sentimiento es vacío si no se transforma en acción. De ahí también ese culto por el deber que puede decirse era la línea invariable de su vida.
Como la región de donde provenía su familia, «il Biellese», Pier Giorgio tenía en su carácter la dureza de esas rocas, la austera sencillez de esas montañas.
Comprendía y vivía el significado de esa palabra latina que designa el hombre, Vir, la fuerza en ejercicio. Esa hombría que no es la torpe desvergüenza del libertino, ni la provocadora insolencia del matón, sino la tranquila y serena posesión de la fuerza puesta al servicio del deber.
Sobre esa formación natural, vino a agregarse la de una sólida educación cristiana ya que la gracia divina no destruye la naturaleza sino la perfecciona. La madre no tan sólo cuidó de enseñarle las verdades religiosas que orientan la vida, sino a modelar su corazón en la práctica de esas mismas enseñanzas. Bien sabía que el cristianismo no es una fría enumeración de preceptos, sino una vida que es necesario vivir a cada instante y por eso al entregarlo a su primer profesor su única recomendación fue pedirle cooperara a que sus hijos adquirieran, según sus propias palabras, el «sensus Christi», el sentido de Cristo para apreciar todos los acontecimientos.
Y el hijo correspondía al esfuerzo materno.
Hombre, en toda la hermosa expresión de esta palabra, junto a su recia virilidad formaba su espíritu cristiano en la práctica de una piedad sencilla y profunda, unida a una ardiente caridad.
Desde el momento de su primera Comunión, hecha a los diez años, la grandeza de la Eucaristía se abrió ante sus ojos inocentes. El Director espiritual del Instituto al cual ingresó, P. Lombardi, da este testimonio:
«Cuando llegó al Colegio inmediatamente me llamó la atención su docilidad para aceptar mi invitación a la comunión frecuente. Inmediatamente comenzó a practicarla varias veces por semana y con tanto fervor de su corazón inocente que admiraba y atemorizaba a su buena madre. Pensaba ella que no reflexionase bastante en lo que hacía. Yo la tranquilicé, y presto pudo ver con alegría los frutos de bondad que daba su hijo. Al año siguiente comenzó sin más la práctica de la comunión diaria, que no dejó hasta la muerte. Y fue, bajo la acción potente de la Eucaristía que comenzó a formar su carácter de cristiano, piadoso, convencido, verdaderamente fuerte, que más tarde se manifestó en tan magníficos ejemplos para todos».
Y al soplo de esta vida piadosa nacía la caridad. El, de naturaleza si se quiere áspera, que nada supo de exagerados sentimentalismos, desde pequeño se conmovía hasta las lágrimas a la vista de la miseria. Un día su padre había despedido a un mendigo que le pedía limosnas al advertir que era un borracho. Pier Giorgio no pudo contener el llanto y corrió hacia su madre diciendo: «Mamá», había un pobre que tenía hambre y papá no le ha dado de comer».
Se le explicaron las razones, su inteligencia comprendió que eran verdaderas, pero su corazón no pudo persuadirse y fue necesario autorizarlo para que, corriendo por el camino, alcanzase al pobre y le diese de comer.
Eran los indicios de las grandes virtudes que comenzaban ya a aparecer.
No se crea sin embargo, que su carácter era lo que se llama fácil. Tenía las cualidades, pero también los defectos de esas naturalezas recias que casi podemos llamar primitivas; junto a la sinceridad y rectitud de espíritu, a la fuerza de carácter y bondad de corazón, se encontraban los rasgos de un carácter impetuoso, impulsivo, sostenido en sus decisiones hasta el punto de llegar algunas veces a la porfía. Su virtud no sería el fruto de una buena inclinación de su alma sino el triunfo del esfuerzo perseverante hacia el bien.
Educación severa, ambiente austero, voluntad firme. . ., hacía que sus afectos familiares fuesen hondos dentro de la sobria forma en que se expresaban. Algunas cartas a su hermana nos dan a conocer la exquisita delicadeza de sus sentimientos:
«Escríbeme a menudo, para que así puedas al menos colmar el enorme vacío que has dejado entre nosotros. Antes, viviendo diariamente juntos, no había podido apreciar suficientemente todo lo que tú representas para mí. Pero ahora, por desgracia, que muchos kilómetros nos separan, ahora que hemos debido separamos no por algunos días sino por la vida y sólo nos veremos de tanto en tanto, he comprendido qué cosa significa una hermana en una casa y qué vacío puede su ausencia dejar».
Formado en este ambiente de sobriedad moral y de virtud cristiana, educada su mente y su corazón, debía salir a la vida e ingresar a la Universidad. Pero antes debía también conocer la crisis de la juventud, pasar por ese período en que se tiene la
«mentalidad del niño junto a las aspiraciones y pretensiones del hombre, en que no se es aun hombre y ya no se es niño y en el cual con la debilidad del niño se cede fácilmente a las pasiones del hombre»2
Horas de lucha en que el bien y el mal trabaron combate, mientras una madre sumida en la angustia comprendía la batalla que se libra» ba en el corazón de su hijo. Al cabo de pocos días la gracia había vencido y una tarde sintió la madre que las puertas de su habitación se abrían con violencia, mientras veía a Pier Giorgio con los ojos brillantes exclamar: «Mamá, perdón, no sabía lo que hacía, te juro que no lo haré nunca más». Y contra su costumbre cayó de rodillas y le besó las manos.
Ese «mai piú» nunca jamás, fue el programa de su vida, hasta su muerte. Y de esa crisis brotó su humildad profunda, la ‘Certeza, casi podemos decir experimental, de la necesidad de los sacramentos y de la dirección espiritual, el comienzo de su vida interior, consciente de las luchas y triunfos que encierra.
El obstáculo se había transformado en grada para subir más alto, la virtud puesta a prueba salía purificada, el niño dejaba su lugar al hombre y empezaba la última, pero más fecunda etapa de esta vida admirable.
* * *
¿Qué pudo tener de especial una vida que alojo vulgar fue tan sólo la de un buen estudiante universitario? ¿Qué cosa de extraordinario realizó ese joven en los seis años de estudios de ingeniero para atraerse en vida la consideración tan alta de los que lo conocieron y después de su muerte la admiración de los que contemplaron aunque de lejos su figura moral?
La respuesta es simple: tomó a lo serio el cristianismo, lo abrazó en su integral complejidad: en la práctica externa y en el espíritu interior. Vivió una vida sencilla, sin ninguna acción extraordinaria ni singular pero haciendo que todas ellas respondiesen a un ideal pleno de fe y de caridad. Era la vida cristiana en toda su íntima sustancia desarrollándose en medio de las vicisitudes, trabajos y circunstancias de cada día.
Como rápidos destellos veamos algo de su vida universitaria.
La profesión era para él, la forma de vida que el Señor le señalaba y por tanto su estudio significaba el deber de estado donde cumplía plenamente la ley del trabajo impuesta al hombre. Tenía de la profesión el concepto cristiano que la dignificó en el medioeval; veía en ella una vocación en la cual el alma se fortifica mediante una obligación definida, disciplinada, continua.
No era el ansia de verdad la que empujaba al estudio a este espíritu que se nutría de más altas verdades, no era tampoco la necesidad material la que movía a este joven heredero de una de las más grandes fortunas de su patria a realizar ese esfuerzo, era la convicción que un alma se relaja en la anarquía de una acción sin ley que constringa, era el concepto que la misión de un cristiano es un deber y que es necesario crearse deberes firmes que encaucen nuestra existencia y la aparten de la instintiva relajación que nos atrae.
Había escogido la profesión de ingeniero de minas por ser la que más se avenía con su carácter resuelto y varonil. Quizás ni siquiera conocía la curiosa frase de Platón en la puerta de su escuela: «Nadie entre aquí, si no sabe Geometría», ni el fino comentario que de esta frase hace Bordaz-Desmoulin: «Sin las Matemáticas no se penetra al fondo de la Filosofía, sin la Filosofía no se penetra al fondo de las Matemáticas; sin las dos no se penetra al fondo de nada», para él su problema era más simple: la vida es un esfuerzo y cada cual debe en eIla tomar la parte que Dios por medio de sus aptitudes le indica.
Y para él fue un esfuerzo continuo; un trabajo asiduo al cual hubo de sacrificar tantas veces sus aficiones y gustos más queridos, y con tales sacrificios había llegado al término de sus estudios. Cuando la muerte lo sorprendió faltab;n tres meses para su doctorado de ingeniería.
Fue un universitario italiano y con eso ya decimos que tenía todo el entusiasmo y fuego que caracteriza la vida de una Universidad de Italia. No pensemos en verlo únicamente inclinado sobre los libros y ecuaciones; como universitario amaba la vida de tal y la vivía intensamente. Había ingresado al Círculo universitario «Cesare Balbo» y lo amaba con especial afecto como si ahí hubiese hallado una segunda familia, convencido que la obra de formación cultural y religiosa que realizan los círculos son de insustituible importancia.
La obra que ahí realizaba, callada y oscura, no dejaba por eso de ser menos fecunda. Uno de sus amigos que fue presidente del círculo escribe a propósito de Pier Giorgio:
«Es fácil imaginar qué ayuda sea para una presidencia y cuánta cohesión toma un círculo cuando puede contar entre sus socios, uno que sin querer el honor de los cargos posee segura autoridad y notable influencia sobre muchos otros; uno que conoce a todos, que es amigo de todos, que es capaz y está dispuesto a servirlos a todos, a aceptar un trabajo, un encargo, a conducirlo a fondo y bien; en fin uno que está en su puesto y con el cual se puede siempre contar».
Frassati había comprendido y realizado una gran verdad en su acción universitaria, a saber: que el bien de una organización depende de la bondad y del celo de los socios más que de los reglamentos y estatutos.
Italia vivía en esos años, anteriores al 23, los duros momentos que precedieron a la revolución fascista. Eran los años de la crisis de toda autoridad, de la ola roja que avanzaba incontenible, de la desorientación de los espíritus. La Universidad reflejaba también ese ambiente de lucha. Pier Giorgio supo aceptada. Un día era el aviso colocado por él en la Universidad invitando a la comunión pascual y arrancado por los que se llamaban incrédulos, al día siguiente eran 64 avisos semejantes al arrancado que empapelaban los claustros universitarios. La mano de Frassati los había colocado. Otra vez era una invitación a una hora de adoración eucarística puesta en la vitrina de avisos universitarios, cien estudiantes que en forma amenazadora deseaban destruirla, y solo frente a la vitrina, rígido con un bastón en la mano, defendiéndola, el estudiante católico de ingeniería, Frassati.
En septiembre de 1921 se reunía en Roma el Congreso Nacional de la Juventud Católica italiana. El magnífico movimiento juvenil que hoy contemplamos con admiración había ya comenzado. El domingo 4 de septiembre debía celebrarse la Misa en el Coliseo; cuando los jóvenes llegaron, la tropa que rodeaba el monumento les impidió penetrar, la función había sido prohibida por el Gobierno. Llenos de santa indignación los jóvenes se dirigieron al Vaticano, donde después de oír la Misa fueron recibidos en audiencia por S.S. Benedicto XV. De ahí debían dirigirse a la tumba del soldado desconocido cuando una nueva prohibición policial impide el cortejo. Ante la inmensa masa de cincuenta mil jóvenes que avanzan llenos de fe, entusiasmo e indignación por las vejaciones sufridas, las tropas deben cejar, cediéndoles el paso, pero en «piazza del Gesú» los espera la guardia regia a caballo.
Oigamos a un actor de la escena:
«Pier Giorgio tiene en alto con sus dos manos la bandera tricolor del Cesare Balbo. De improviso desembocan del portón del palacio Altieri cerca de doscientos guardias regios a las órdenes del más sectario funcionario que haya conocido jamás. Grita: «pegad con los fusiles y arrancad las banderas». Parecen que trataran con fieras y no con jóvenes desarmados. Golpean con los fusiles, arrancan y despedazan nuestras banderas. Como podemos desesperadamente defendemos nuestras insignias. Veo a Pier Giorgio en lucha con dos guardias que tratan de arrancarle la bandera con el asta quebrada queda en sus manos. En su compañía somos llevados a la prisión. . . y comienza el interrogatorio:
-Tú, ¿cómo te llamas?
-Pier Giorgio Frassati.
-¿El nombre de tu padre?
-Alfredo.
-¿En qué trabaja?
-Embajador de Italia en Berlín.
(Estupor, voces suaves, excusas y por último):
-Puede usted salir.
-Saldré cuando salga el último de mis compañeros- es la respuesta.
Y ahí en el patio de la prisión, presididos por un sacerdote que lleva el rostro ensangrentado, a instancias de Frassati, se realiza una escena digna de los primeros siglos de la era cristiana.
-«Muchachos, por nosotros y por los que nos han ofendido, oremos» -y todos de rodillas entonan el rosario.
Después de este incidente llovieron sobre Pier Giorgio las felicitaciones; parecía no comprenderlas. Para él era algo imposible que un joven católico pudiese en esas circunstancias, obrar de otro modo.
Su único comentario envuelto en una sonrisa fue éste: «Nos trataron mal, pero nosotros respondimos recitando por ellos el rosario». Nada de reproches o de insultos, sus palabras reflejaban la inmensa dicha de haber sufrido algo por Cristo.
* * *
Ese joven lleno de fe y de ardor, dispuesto a dar serenamente su vida por sus convicciones, sabía gozar de todas las cosas bellas que Dios ha puesto en el mundo. Amaba las flores y por coger una flor de los Alpes era capaz de volver a realizar una ascensión. Su gusto por la pintura y la escultura lo hizo recorrer concienzudamente las principales ciudades de Italia, Austria y Alemania en los años en que su padre desempeñaba en Berlín el cargo de Embajador. Amaba la poesía y en modo especial Dante. En su escritorio se encontraron copiadas de su mano sus composiciones predilectas. Gustaba en modo especial del teatro, pero antes se informaba de la moralidad de la pieza, él que llevaba en su cartera el pase de entrada libre a todos los teatros supo también demostrar en esto su firmeza de carácter, no asistiendo jamás a una representación menos conveniente. Su fuerte naturaleza física amaba los deportes, el foot-ball la bicicleta, el remo, la equitación, guiaba con mano firme su automóvil, pero sobre todo su pasión eran los montes.
El alpinismo era para él una escuela de voluntad y de valor, un esfuerzo para tender siempre a todo lo que es fuerte, grande y bello.
La visión magnífica de la naturaleza lo entusiasmaba, acercándolo a Dios. Desde su refugio alpino escribe a un amigo: «Quisiera si me lo permitieran mis estudios, pasar días enteros en los montes, para contemplar en aquella atmósfera pura, la grandeza del Creador».
Todo ahí lo llenaba de gozo, la nieve, el panorama, la sencillez de la vida primitiva, simple, áspera y sana.
Sus excursiones a la montaña le servían de ocasión de apostolado. Cuando alojaban en el gran San Bernardo, temprano, despertaba a todos para la Misa y cuando sus compañeros llegaban a la Iglesia lo encontraban ya en fervorosa oración preparándose a recibir el pan eucarístico. En la noche, invitados por él, comenzaban el rosario.
«Cómo era bella esta oración en el silencio de la noche, escribe un amigo, ante un paisaje como el rosario: siempre igual y siempre variado. Confieso que quizás han sido estos los momentos de mi vida en que he rezado con más fervor y esto debido a su ejemplo».
Su mismo deporte fue para él un acto continuo de caridad, de servicio de los otros, de atenciones y finezas, hechas con esa sana alegría con la cual quería disimular su buena acción.
Su última ascensión, un mes antes de morir, fue a «le Lunelle», donde el año anterior había caído un estudiante. Llegados a la cumbre, antes de descender, Pier Giorgio invitó a los amigos a recitar el «De Profundis» por el que ahí había encontrado la muerte. Su última fotografía lo muestra escalando la abrupta pared rocosa y al pie de ella escrita por su mano la frase que puede resumir su vida: hacia la altura.
La base de esa vida ardiente y sencilla era su profunda piedad. . . Los parroquianos de la Crocetta veían diariamente al joven universitario acercarse a la sagrada mesa con aquel recogimiento que a todos edificaba, seguir las funciones sagradas con su misal en mano, servir los domingos la Santa Misa con aquella exacta comprensión, de lo que en ese instante se realizaba. Su devoción eucarística lo llevaba a participar con frecuencia de las adoraciones nocturnas y ahí el joven inquieto de las excursiones, el bullicioso estudiante permanecía horas enteras absorto en oración, en íntimo trato con su Dios y Señor.
Todos los años hacía por 4 días sus ejercicios espirituales. Sabía que en ningún sitio el espíritu se prepara mejor que en esas horas de recogimiento y meditación. No olvidaba que «el silencio es la patria de los fuertes» y ahí templaba su fe que en cada instante supo vivirla.
«Cada día comprendo mejor, escribe a un amigo, qué gracia es la de ser católico. Pobres desgraciados los que no tienen fe. Vivir sin fe, sin un patrimonio que defender, sin sostener una lucha continua, no es vivir sino vegetar. Nosotros no debemos jamás vegetar sino vivir, para que aún a través de cada desilusión, recordemos que somos los únicos que poseemos la verdad; tenemos una fe que sostener, una esperanza para alcanzar nuestra patria, y por lo tanto, fuera toda tristeza que sólo puede existir cuando se pierde la fe!».
Y a otro amigo:
«Un vínculo que no conoce distancia nos une y espero, nos unirá siempre. Es la fe, el común ideal que te podrá sostener en tu carrera con los medios que la vida militar te dará y que yo procuraré con la ayuda de Dios, defender y sostener en mi futura vida de hombre».
El secreto de esa fe, como nos dice Monseñor Pini, Ex-Asistente General de la F. U. C. I. estaba en que:
«Siendo fuerte, no colocó su confianza en sí mismo, sino siempre miró al Cielo. Vivió de Eucaristía porque había sabido que los jóvenes ejemplares de ayer, de hoy y de todo tiempo sacan de este Sacramento la fuerza para toda acción generosa».
Sus autores favoritos, san Pablo y san Agustín, le habían enseñado que la vida cristiana es esfuerzo y lucha y el aplicaba a la vida sus lecciones. De ellos también aprendió la sencillez y modestia, característica de su personalidad.
El hijo del Embajador de Berlín, del senador del reino, el heredero de una gran fortuna, jamás quiso hacer alusión siquiera de esas circunstancias tan ambicionadas y aplaudidas del mundo; más aún, el mismo parecía ni siquiera conocerlas.
-¿Cómo, le pregunta un amigo admirado de encontrarlo en un modesto wagón, tú viajas en tercera clase?
-Sí; responde sencillamente Pier Giorgio-, porque no hay cuarta.
Lo que no dijo fue que esa economía en los pasajes iba a ir a remediar miserias y consolar dolores de sus pobres.
La misma simplicidad al profesor sin temor pero también sin aspavientos su fe.
Salía un día de la Iglesia y aún tenía en la mano su rosario, en las gradas lo encuentra un conocido que le pregunta irónico:
-Pier Giorgio, ¿te has hecho un beato?
-No; -es la respuesta sencilla-, he permanecido cristiano.
En un Congreso estudiantil en Ravena, un joven que no lo conocía antes, se admira de oírlo hablar con tanta corrección el alemán, con los jóvenes de esa nacionalidad ahí presente. -«Lo aprendí, contesta modestamente, porque estuve algún tiempo en Alemania donde mi papá estaba empleado». No dijo que el empleo era el de Embajador de Italia.
Con igual sencillez, si alguna vez faltaba el sacristán, él hacía la colecta en la Iglesia parroquial, llena de gente.
«Una sinceridad sin sombras es la más rara de las gracias», escribía un célebre autor inglés, Faber.
Y esa era la característica de Frassati: sinceridad sin nubes, rectitud que no conoció transacciones, tuvo en sus labios la risa espontánea del niño, y en su corazón el sentido de lo bello del poeta.
Con esa misma sinceridad para con todos y consigo mismo encaró el problema de la elección de estado.
Después de serio examen de sus deberes y tendencias, comprendió que debía seguir el matrimonio.
A su futura esposa exigía como primera cualidad un concepto cristiano de la vida, y con ese concepto miraba también la organización de su futuro hogar.
«A mis hijos, dice a un amigo, no les dejaré riquezas porque estoy persuadido que éstas, lejos de favorecer su situación muy a menudo sirven únicamente para fomentar pasiones. Me preocuparé de darles una instrucción cristiana, de modo que si quieren, puedan ellos conquistar una digna posición social».
Y sin embargo, en este campo fue donde encontró sus más duras pruebas. Un sentimiento había nacido en su corazón y antes de darlo a conocer miró de frente los nuevos deberes que se le presentaban.
Examinó si era del agrado de sus padres la elección y cuando comprendió que no lo era, con esa viril decisión que caracterizaba todos sus gestos impuso silencio al corazón.
El dolor fue profundo pero mudo, muy pocos solamente lo conocieron, sus lágrimas ocultas fueron un nuevo peldaño que lo acercaban a la perfección. A este propósito escribía:
«Los dolores humanos nos llegan, pero cuando se les ve a la luz de la Religión y por tanto de la resignación, no son nocivos sino saludables, porque purifican el alma de las pequeñas e inevitables sombras con que nosotros por nuestra mala inclinación la manchamos».
Como dice su Director espiritual, el P. Cojazzi:
«Lo sublime de su renuncia consiste en el hecho que fue total, definitiva y aceptada por puro sacrificio a la familia.
Como era íntegro para ayunar, asistir a Misa, ejercer la caridad, así en esta renuncia fue de una heroica coherencia, tanto en tener oculto completamente el propio sentimiento a la joven que amaba, cuanto en no poner a sus padres en la dura circunstancia de una oposición. «Podría desposarla contra la voluntad de los míos» -dijo una vez- «pero destruir una familia para crear una nueva sería un absurdo y una cosa que ni siquiera puede pensarse». – «Seré yo el sacrificado; pero si Dios lo quiere así, que se haga su santa voluntad».
Un hombre como Frassati, que sobre cada problema: religioso, familiar, universitario, tenía una respuesta y cada deber lo encontró pronto a cumplirlo, no podía olvidar sus deberes cívicos.
En esos momentos el partido «Popolare» de Don Sturzo, se presentaba con ese ardor que lo caracterizó desde un comienzo.
Para Pier Giorgio, la pasión política fue un apostolado; su amor a la doctrina social cristiana, que era como la llama de su vida, le hizo ver en el partido «Popolare» la aplicación al campo de la vida cívica de esos ideales. Y se consagró de lleno a trabajar por él.
Cuando la revolución fascista disolvió el partido, su dolor fue grande pero no lo abatió, Se dedicó más de lleno a las Conferencias de San Vicente de Paúl, donde encontraba una forma de realizar sus grandes ideales de apostolado social.
Apóstol social, su carrera la miraba como un medio de realizar una mayor acción entre los pobres. Pertenecía a esa raza de los apóstoles seglares de la Acción Católica que tan numerosos produce actualmente la Iglesia, que saben hacer de su profesión una constante conquista. Para realizar esta obra escogió la carrera de ingeniero de minas. Dice su hermana:
«De cuantos sufren por la dureza de su trabajo, los mineros le parecían los más infelices en cuanto les es negada una de las dichas más grandes que al hombre le haya sido concedida aquí abajo; mirar el cielo.
Era necesario descender a ellos, llevarles la palabra de fuerzas y de amor. Por eso en los estudios se había propuesto ser ingeniero de minas: ingeniero y apóstol».
Todo esto se comprendía en una palabra, la que el Maestro señaló como «máximo mandamiento» y «plenitud de la ley»; la Caridad.
Sobre su escritorio, para encontrarlo siempre a sus ojos, tenía escrito el trozo inflamado en que san Pablo, su autor predilecto, hace el elogio de la Caridad.
«1. Si yo hablare lenguas de hombres y de ángeles, y no tuviere caridad, soy como metal que suena, o campana que retiñe.
2. y si tuviera profecía, y supiere todos los misterios, y cuanto se puede saber; y si tuviese toda la fe, de manera que traspasase los montes, y no tuviere caridad, nada soy.
3. y si distribuyere todos mis bienes en dar de comer a los pobres, y si entregare mi cuerpo para ser quemado, y no tuviere caridad, nada me aprovecha.
4. La caridad es paciente, es benigna: la caridad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no se ensoberbece.
5. No es ambiciosa, no busca sus provechos, no se mueve a ira, no piensa mal.
6. No se goza de la iniquidad, mas se goza de la verdad.
7. Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
8. La caridad nunca fenece: aunque se hayan de acabar las profecías, y cesar las lenguas, y ser destruida la ciencia».3
Las Conferencias de San Vicente de Paúl, como ya hemos dicho, fueron su campo predilecto de apostolado y caridad. Veía en ellas no sólo una obra de ayuda al pobre sino de formación de los socios que a ellas pertenecen.
«La Conferencia, decía -hace más bien a sus miembros que no a los pobres»-, y se emocionaba refiriendo lo que Don Cojazzi le había contado cómo Ozanan daba gracias a Jesús de su comunión pascual, visitando al más pobre de sus pobres y en la persona de él visitaba a Jesús. «Quisiera de que en día no lejano se reuniesen en las Conferencias todos los «fucinos (universitarios católicos) de Turín», fueron las líneas encontradas después de su muerte en una carta no alcanzada a terminar.
Los barrios miserables de Turín, las heladas buhardillas, contemplaban la figura del elegante joven cargado de grandes paquetes que iba a distribuir a sus pobres, y junto al don material la palabra de aliento, el consejo cariñoso, la mano fraternal que se tendía. Pero nótese, nunca daba o aconsejaba como persona privada, siempre en nombre de la Conferencia de San Vicente.
Sería interminable narrar las anécdotas de su caridad. Basta recordar que sus dádivas eran siempre fruto de un sacrificio, de una privación.
En sus excursiones alpinistas, la madre le daba una suma considerable de dinero, «la pensión diaria del Gran Hotel St. Moritz», como ella le decía. Pero Pier Giorgio en cambio, dormía en el refugio de la montaña sobre un poco de paja, comía lo que llevaba en su saco de alpinista, y el fruto de la economía servía así para sus pobres.
Recuerda su madre que al regresar de Viena, traía en el bolsillo la considerable suma de una lira; más tarde al contar sus impresiones de viaje dijo haber descubierto que se pasaba muy bien comiendo una vez al día. .. y después, sin darse cuenta que sus palabras lo delataban se refirió con los ojos llenos de lágrimas a la miseria de los estudiantes de Viena. La madre comprendió entonces el significado del descubrimiento de Pier Giorgio, de comer una vez al día durante el viaje y regresar con una sola lira en el bolsillo.
Agonizante, el día antes de su muerte, escribió con mano trémula unas líneas que apenas pueden leerse; eran dirigidas al consocio Grimaldi, estudiante de ingeniería. Le enviaba las inyecciones para un pobre, los bonos para otro. Era su testamento.
«Su figura, dice el ex-Superior General de los Salesianos, don Rinaldi, quedará en mi recuerdo siempre asociada a la imagen de la Caridad».
Su alma bella, madura para el cielo, se preparaba a la eternidad. Había meditado tanto a san Pablo que no podía olvidar las palabras del gran apóstol: «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la ciudad futura».
A un amigo escribía dos años antes de morir:
«Como no se sabe cuándo vendrá la muerte a llevárselo, es de gran prudencia el que cada día uno se prepare para morir ese mismo día. Por tanto, desde ahora en adelante, trataré de hacer todos los días una corta preparación a la muerte, para deber encontrarme sin preparación y tener que llorar los bellos años de la juventud perdidos del lado espiritual».
Y a otro, el mismo año:
«Cree que la vida debe ser una preparación continua para la otra, porque no se sabe nunca ni el día ni la hora de la partida».
Como hombre y como cristiano, la miraba sin miedo. Y sus amigos le oyeron muchas veces repetir: «Creo que el día de mi muerte será el más bello de mi vida».
No era la palabra del desencanto, sino la frase de la fe, que sabe el «aeternus gloriae pondus», la inmensa gloria que más allá nos aguarda.
Una rápida enfermedad -poliomelitis arteriovenosa, de carácter infectivo- lo había tomado. Tres días en que se intentaron toda clase de recursos, bastaron para tronchar esa fuerte naturaleza. Confortado con todos los sacramentos, serenamente, pensando en sus pobres y en su familia, con los nombres de Jesús y María en sus labios, el 4 de julio de 1925, cerraba sus ojos a la tierra para abrirlos en la eternidad.
«Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu o para que la seducción no engañase su alma».
«Consummatus in breve, explevit tempora multa».
«Hecho perfecto en breve tiempo, realizó una gran carrera».
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Cuenta una leyenda oriental que un rey al marchar a apartadas regiones de su reino, hizo poner en su bagaje grandes sacos cargados de perlas, esmeraldas y diamantes. Marchaba el rey con sus riquezas a la cabeza del séquito y detrás seguíanle el numeroso grupo de sus empleados y siervos, los guardias de su corte, los miembros de su ejército. La caravana se internaba por un largo y solitario desierto, y los sacos de ricas piedras que por orden del rey habían recibido una pequeña abertura dejaban lentamente escapar su tesoro arrojando sobre las arenas candentes del desierto su preciosa mercancía… . y los servidores lentamente también iban abandonando la real escolta para buscar y recoger la fortuna que veían cerca de sus manos,
El rey, empero, imperturbable, continuaba su marcha por el árido y ardiente desierto de arena. Cuando hubo llegado al confin, volvió atrás la cabeza y sólo encontró un joven que lo seguía, , .
-Y ¿cómo, preguntó admirado el rey, tú no te has detenido como los otros a coger las riquezas que derramaba?
Y el joven, en cuya voz vibraba toda la energía de un alma íntegra y viril, con noble acento respondióle tan sólo:
-Majestad, yo sigo a mi Rey.
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En esta respuesta se encuentra delineada la figura moral del alma que he tratado de poner en relieve. Ella sintetiza la vida admirable en su cristiana integridad, sencilla y atrayente en su simplicidad, vibrante en su noble virilidad de Pier Giorgio Frassati.
Siguió a su Rey, Cristo Jesús, como sigue el soldado leal a su jefe, el paso resuelto sin titubear ante la Cruz arma del cristiano, la frente alzada sin avergonzarse del Evangelio del Maestro, la voluntad resuelta de no servir con claudicaciones mezquinas; alegre porque vivía su ideal, generoso porque la caridad sobreabundaba en su pecho, virilmente fuerte porque su religión vivida intensamente le enseñaba el secreto de la fortaleza cristiana.
En época de debilitamiento de caracteres, la vida de Pier Giorgio Frassati enseña y anima a un mismo tiempo.
Ella nos enseña que quien profesa una doctrina debe vivirla plenamente, que quien tiene un ideal debe orientar hacia él su existencia, que la vida efímera del mundo, no sacia a un espíritu noble y que como Bossuet dijera «debemos tratar de pasar, no de permanecer aquí abajo».
Pier Giorgio Frassati, es un símbolo de los universitarios y jóvenes católicos a los cuales sigue repitiendo la frase que tantas veces pronunció en su vida:
«Somos la juventud que se arrodilla y cree»
One Comment on “Catequesis sobre Pier Giorgio Frassati”
Joven hombre resuelto y valiente, intercede por nosotros para que aprendamos a pedir al Padre lo que necesitamos. Seducidos y ciegos ni siquiera sabemos de lo que necesitamos; ruega por nosotros por favor.