Carácter secular de las Hijas de la Caridad: Cuarta y última parte

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: María Ángeles González, H.C. · Año publicación original: 1992.
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4. Las Hijas de la Caridad en la Iglesia y en el mundo, hoy

Así, queda claro que las Hijas de la Caridad no son religiosas en ninguno de los sentidos que la palabra tenía en tiempos de los fundadores y que tampoco deben serlo en ninguno de los sentidos modernos de la expresión hoy.

4.1.- Retorno a las fuentes en una etapa de importante renovación

Este hecho nos obliga a hacer referencia al carisma original en toda su profundidad y vigor, donde el volver a las «fuentes» no es un simple recor­datorio, un paso poético a través del tiempo y del espacio. Es una toma de conciencia de las raíces espirituales, un esfuerzo para que toda forma de vida y de acción, en respuesta a las necesidades de hoy, sea auténtica y dentro de una fidelidad renovada hacia aquel designio de Dios sobre las Hijas de la Caridad. Es un profundizar en lo más interior con la convicción de poder conseguir un mundo más fraterno, más libre, más feliz. Se trata de captar las motivaciones profundas, las inspiraciones vividas por Santa Luisa y San Vicente, y actualizarlas en el hoy de Dios y de los hombres. Los mismos fundadores hubieran apremiado para tan vital como ardua tarea de llegar a expresar, fielmente, la pasión por el servi­cio con aquellos que sufren de tan diversas maneras. Intentar responder, así, lo más perfectamente posible a sus llamadas que, en palabras de San Vicente, sig­nifica: «Marchar al paso de la Providencia»; estar aten­tos a las formas en que el Espíritu va actuando en la vida de los pobres, hallarse a la escucha de los signos de los tiempos que nos llaman a empresas y reconver­siones audaces, desde el espíritu propio. Requiere una gran atención, un gran conocimiento de lo que viven los hombres de cuáles son su valores hoy.1

El Concilio pidió a cada comunidad religiosa desentrañar aquello que es específico en su vida, esa riqueza peculiar que enriquece a toda la Iglesia, su razón de ser y que justifica con pleno derecho su existencia.2

4.1.1.- Carisma particular hoy.

En la Iglesia todos somos responsables. Se impone, entre todos los cristianos, una estrecha colaboración para realizar la misión confiada a la Iglesia en el mundo y un gran respeto a los diferen­tes carismas que se dan dentro de ella.

La vida consagrada quiere y debe querer estar en el «corazón» mismo de la Iglesia, como célula evangélica para todo el cuerpo, solidaria con todas las alegrías, las penas y las esperanzas de todos los hombres3. Todo cristiano, en verdad, por el bautismo está orientado hacia los demás para comuni­carles la luz de Cristo y conducirles a la alegría del Reino. En el corazón de todos existe este llamamien­to apostólico que es una dimensión esencial del ser. La gracia del bautismo no se concede para que goce­mos de ella egoistamente, sino para que la comuni­quemos con liberalidad en este mundo y a todos los hombres, con preferencia hacia aquellos que más sufren. Las personas consagradas viven este hecho bautismal siendo testigos de lo absoluto de Dios, encarnando la realidad escatológica con una trans­parencia tal que no pueden distraerse por los «nego­cios del mundo». El Vaticano II pidió, por ello, un esfuerzo a todas las comunidades de vida consagra­da poniéndoles ante el problema de su existencia, exigiéndoles que estudiasen su origen, su naturale­za, función de su carisma y buscasen su adaptación a las exigencias de los nuevos tiempos. Ello tenía este sentido de encarnación y salvación, porque las diferentes formas de vida consagrada son una gran riqueza, son carismas que responden a las necesida­des de los hombres, desde los diferentes dones que la Iglesia recibe.

Para San Vicente, las Hijas de la Caridad tienen su propio carisma. No son monjas que salen del con­vento, y así pueden hacer obras de caridad. Su ori­gen, sabemos, no es un instituto monástico, sino que que ha brotado de manera directa de la savia evangélica. El fundador estaba firmemente convenci­do de que su obra era algo nuevo en la Iglesia de Dios: humildes jóvenes iban de un lugar a otro para servir a los pobres. El punto de referencia en las Hijas de la Caridad es claro y no está en las otras comunidades religiosas. San Vicente y Santa Luisa se encargaron de poner de relieve sus diferencias, su horizonte está en hacer lo que hizo el Hijo de Dios en este mundo.

Quizás aún podamos sacar la siguiente conclu­sión: en el siglo XVII se imponía una distinción entre las Hijas de la Caridad y las religiosas, porque éstas últimas eran todas enclaustradas: ahora esto no tendría razón de ser puesto que muchas otras reli­giosas hacen lo que ellas hacen. El mismo San Vicente, hemos visto, hubiera puesto en guardia contra esta tentación. Hoy, no obstante, desde su carisma, no basta con afirmar que no son religiosas. No sería la forma adecuada de discernir las exigen­cias de su vocación. Tendrán que dar su verdadera motivación de ser en la Iglesia y en el mundo. Es preciso, para ello, evitar el hablar de vida «activa» por oposición a vida contemplativa. Es, en términos vicencianos, el obrar no sólo por Cristo sino como Él, revestirse de su espíritu y hacer de la acción y contemplación una misma cosa4. En las Hijas de la Caridad se pretende «servir» y, para mejor servir a Dios y a la Iglesia, es preciso volver a ser lo que se fue. Se trata de ser «Hijas de la Caridad». Conlleva, ayer y hoy, como ideal esencial de su vida, el ser siervas de Jesucristo en la persona de los pobres, en humildad, sencillez y caridad.

Llegar a una profunda renovación supone mucho más que hacer pequeñas adaptaciones o cambios superficiales y accesorios relacionados con detalles de vestuario, modificaciones de horarios, etc. Tampoco se trata de encontrar un estilo de pobreza o de obediencia en función de leyes fundamentales de la psicología humana o de gustos de moda. Se trata de que se sitúen en medio de la vida y de la misión de la Iglesia con una mirada nueva y purificadora, de ver la realidad tal cual es y de oír el llamamiento del Espíritu cómo se dirige a esta comunidad y en mirada de futuro5. Es la vida bajo el impulso del Espíritu de que San Vicente habla refiriéndose a un «estado de caridad»6. Aquí, y en este sentido, se puede hablar de «una familia secular» que no tenía, ni tiene nada que ver, con secularización o secularis­mo, opuesto a todo espíritu evangélico. Sí tiene que ver con vivir su don total en medio del mundo y con una vigilancia atenta y continua para no dejarse influenciar por una mentalidad o unos comportamientos contrarios a las exigencias de su vocación. Se trata de un carácter, forma de vivir, en plenitud la vida cristiana dentro del servicio de los pobres.

Dicha exigencia vocacional hace a las Hijas de la Caridad tener un lugar concreto dentro del nuevo Derecho Canónico. En él, dos son los tipos de insti­tutos de vida consagrada: los religiosos y los secula­res. A ellos se asemejan las sociedades de vida apos­tólica7. Las Hijas de la Caridad en este nuevo orden son reconocidas como una sociedad de vida apostólica en comunidad, que asume los consejos evangélicos mediante un vínculo definido por sus Constituciones. Son de derecho canónico y exentas, formando una compañía aceptada en la Iglesia y unida a su ministerio, participando en su misión salvífica y universal, según el carisma de sus funda­dores San Vicente y Santa Luisa8.

4.1.2.- Su espíritu renovado en fidelidad.

La fidelidad no se establece de una vez para siempre. Se busca a través de mutaciones conti­nuas. Es movimiento y progreso. Una manera de avanzar es hacerlo en la línea de los propios impulsos y de sus razones profundas. La fuerza de esta espiri­tualidad en las Hijas de la Caridad está hoy en sus Constituciones, surgidas por la conjunción com­prensiva del pasado y del presente9.

En el Evangelio, junto con los hechos y escritos de los fundadores, las Hijas de la Caridad tienen la fuente principal de la vida cristiana, si quieren con­servar vivo y operante el espíritu propio10. Lo mismo que San Vicente, han de mirar constante­mente al evangelio para inspirarse; numerosas son su citas evangélicas en las conferencias que dirige a las primeras Hijas de la Caridad, ello indica que el espíritu de esta asociación no es otro que el del Evangelio, el de Jesús mismo. De forma perseveran­te repite el santo: «Pedid a Nuestro Señor que os dé la flexibilidad del Espíritu y trabajad por adquirirlo, dejad vuestro espiritu y pedid a Dios el de Jesucris­to: la vida de las Hijas de la Caridad es semejante a la de los apóstoles, los cuales no tenían nada propio e iban por todas partes donde el Espíritu de Dios les envíe»11. El Espíritu de esta Compañía consiste en darse a Dios, servirle en la persona de los pobres corporal y espiritualmente, bien en sus casas o fuera de ellas, instruir a jóvenes y niños, y en general a todos los pobres que se encuentren. Así el que sabe la vida de Jesucristo verá lo semejante que es la vida de las Hijas de la Caridad. Él vino para enseñar, curar, iluminar. Es lo que la Hija de la Caridad tiene que hacer, continuar lo que el comenzó, y hacerlo con gozo, valentía, constancia y amor.

Vemos que el retorno al evangelio no excluye el retorno al fundador. Cada uno de los fundadores ha hecho una experiencia evangélica original que ha comunicado después a su familia «religiosa». Esta fue una preocupación del Concilio para procurar el bien mismo de la Iglesia: que las instituciones bus­caran un conocimiento exacto del espíritu en sus orígenes a fin de que manteniéndose fieles en las adaptaciones que se decreten, su vida religiosa se purificase de elementos extraños y se liberase de aquellos que han caído en desuso. El espíritu es siempre lo esencial. Es el alma que hace que viva el cuerpo. Es el ser profundo que se traduce por la manera de vivir. San Vicente decía que los seres vivos separados de su espíritu no sirven sino para ser anojados al estercolero… Importa mucho que las Hijas de la Caridad sepan en qué consiste este espí­ritu, del mismo modo que importa a una persona que va a emprender un viaje saber el camino de aquel lugar a donde quiere ir. Hacer a Dios presente en los Pobres es la fidelidad esencial de las Hijas de la Caridad a su espíritu y no debe considerarse como una obra, sino como el fin mismo de esta Com­pañía.

Este espíritu ha de encarnarse, no puede vivir sin cuerpo, es el espíritu de alguien. Esto hace que la tarea de la renovación no esté en destruir estruc­turas para que viva el espíritu. Se trata de revivifi­carlo en su origen, para encarnarlo en unas institu­ciones mejor adaptadas al comportamiento y a las necesidades de hoy, ya que el mantener el espíritu originario nunca puede impedir la renovación y la adaptación a la realidad que se vive: por el contrario, la favorece. Es este espíritu, precisamente, el que permite separar lo que hay que conservar de lo que hay que modificar. Es también fuente de progreso. No hay que confundir el espíritu con las formas con­tingentes en que se ha vivido. Hay que conocer, como pide el Concilio, el ideal evangélico que el fun­dador ha querido dar a esta Asociación y que debe continuar animándola. Este espíritu está condensado en los reglamentos que son como el testamento de la voluntad de los fundadores y la vida de las primeras Hijas de la Caridad. Ellos muestran el espíritu que debe animar la realización de nuestro servicio. Las nuevas Constituciones toman lo esencial de estos reglamentos y adaptan su doctrina, su estilo a la evolución de la Iglesia en el mundo de hoy. Se trata de una renovación evangélica para presentar un ros­tro más auténtico de Cristo Jesús a la Humanidad. Como bien dice el Decreto Perfectae Caritatis: «la última norma suprema de vida es Cristo»12. Las Constituciones recogen perfectamente la indicación: «El espíritu de las Hijas de la Caridad es participa­ción del espíritu de Cristo que obra sin cesar en la Iglesia»13. Su misión es ser signo y dar testimonio de Jesucristo y su evangelio. No se trata de convertir al mundo, sino de una conversión a Cristo para lle­varle al mundo. Nuestro tiempo impone a todo cris­tiano, actualmente, unas exigencias profundas, unas convicciones firmes y claras. Si se pide todo esto a los cristianos, San Vicente no dejaría de recor­dar que mucho más a las Hijas de la Caridad. Signi­fica una vida de fe, sobre todo, un modo de creer y ser creyente que hoy no está de moda. Es una vida consagrada en un mundo que no se preocupa de tal estado: ser testigos del amor de Cristo. Esta consa­gración, don total a Dios, sigue siendo siendo fundamentalmente necesaria para el servicio a los pobres. En este sentido es Cristo su único «modelo» y se pro­ponen «imitarle» bajo los rasgos con que la Escritura lo revela: adorador del Padre, servidor de su designio de amor, evangelizador de los pobres. Para seguir y vivir personalmente de corazón y de acción, la misión del Hijo de Dios, las Hijas de la Caridad se aplican a hacer lo que Él hizo y, en lo posible, como Él lo hizo. Como enseñó también a sus apóstoles reunidos en torno a Él en comunidad apostólica14. Vivir, continuar y prosperar en este compromi­so conlleva: don de sí y entrega consagrada al Señor en el servicio de los Pobres, confirmado en una vida pobre, casta y obediente. Es primordial el seguir teniendo en cuenta hoy que su consagración no está subordinada a los votos. Es decir, no son los votos los que las hacen Hijas de la Caridad, pues no aña­den nada en el plano jurídico. Su renovación libre, todos los años, ratifica, estabiliza, profundiza en las consecuencias de su consagración, le dan un nuevo vigor. San Vicente en este punto suele usar un len­guaje existencial: «Una Hija de la Caridad está total­mente entregada a Dios», pero le gusta decir tam­bién: «Démonos de continuo a Dios». La consagra­ción de una persona no es un acto que se hace de una vez para siempre, como es el hecho de la consa­gración de un objeto. Una persona tiene que renovar, reafirmar de continuo su donación so pena de per­der su identidad. En esta línea es en la que se ins­cribe la renovación anual, no se trata de la repeti­ción resignada de una fórmula sin influencia ningu­na en esta vida. Es preciso devolverle a la consagra­ción toda su lozanía y su vigor constantemente. La forma de presentar el voto anual está muy lejos de desvalorizarlo, al contrario, le confiere su pleno valor. Si no existiera de antemano la voluntad depertenecer a la asociación, el compromiso leal de ser plenamente Hija de la Caridad, el voto caería en el vacío.

De esta mirada de fe hay que pasar a la puesta en práctica, traducirla efectivamente en servicio emprendido con valor, gallardía, entereza, asiduidad, contento y amor. Se podría caer en la tentación de minusvalorar la ayuda puramente asistencial, el remediar de inmediato determinadas miserias, pero ante toda carencia física o material, es menester dedicarse a la vez a aliviarla sin demora y trabajar por llegar a los mecanismos y estructuras que han engendrado dichas miserias. No hay que oponer una asistencia necesaria, inmediata, a la denuncia de la injusticia, movida por una promoción que permita a los pobres hacerse cargo de forma progresiva, perso­nal y comunitaria de su necesidades.

Una vez más se hace evidente que el servicio de las Hijas de la Caridad no es un segundo tiempo de la consagración. Es prioritario en el espíritu de San Vicente de Paúl y fue por estas razones por lo que impulsó a promover la renovación anual de la consa­gración, en la fecha del 25 de Marzo, con el fin de mantener presente y viva la grandeza y la actualidad de esta vocación,

4.2.- Solidaridad con los más pobres y abandonados

4.2.1.- Ser testigos del amor de Cristo desde las llamadas de la Iglesia.

La Iglesia, sacramento de salvación, cuerpo de Cristo, manifestación y actualización del misterio de Dios para el hombre, necesita de sus hijos e hijas para realizar la salvación. La Hija de la Caridad sirve y honra a Cristo, manantial y modelo de toda Cari­dad en Iglesia, admitiendo y comprendiendo que esto requiere una gran perfección. Como Hija de la Cari­dad pone también al servicio de la Iglesia una espiri­tualidad, verdaderamente eclesial, que responde a la misión de la Iglesia y esto de acuerdo con las inten­ciones profundas de los fundadores. Expresan su fe en la Iglesia y, a su vez, aceptan lealmente que la voluntad de Dios les sea manifestada por las llama­das de la Iglesia. Alimentan y desarrollan esta vida espiritual mediante la liturgia y sacramentos, reve­lando así la presencia de Dios en el mundo desde esa participación plena en la misión eclesial. Evan­gelizan con una preocupación constante por todo el hombre, animan el servicio corporal y el servicio espiritual con el amor. La Hija de la Caridad sigue maravillándose del Dios encarnado en nuestra humanidad, y de su asombrosa predilección por los más desfavorecidos; por ellos, la Caridad a que son llamadas es la misma de Cristo, que quiere que todo hombre alcance la plenitud15. En esta vivencia de autenticidad, practican la flexibilidad y movilidad que les hace siempre ir al encuentro de los necesita­dos, allí donde estén. «Reconocen en los que sufren, en los que se ven lesionados en su dignidad, salud y derechos, a hijos de Dios y a hermanos y hermanas de quienes son solidarias y trabajan por restablecer, si es posible, su dignidad de personas»16. Ponen a su servicio todos sus talentos, tiempo, trabajo, lo mismo que sus bienes materiales y recuerdan que la justicia es antes que la misericordia según San Vicente. Principio que hace de las Hijas de la Caridad «siervas de la promoción» de sus hermanos, en las diversas situaciones de pobreza en que se encuentren, son la voz de los más desfavorecidos.

Por justicia, también, se esfuerzan en adquirir la formación necesaria para la responsabilidad de su trabajo y tratan de obrar ayudando a realizarse a todas las personas, a que tomen conciencia de su propia dignidad de hombres y de hijos de Dios. Nace así la necesidad de poner todo lo que son al servicio de la «misión» y tratan de vivir en plenitud su respecto a este servicio.

4.2.2.- Una prioridad dada a los verdadera­mente pobres.

Esto exige una revisión de su presencia concre­ta entre ellos. La prioridad por los más pobres hace realmente que tengan que optar, escoger, dar priori­dad en su inserción, a las zonas más abandonadas, haciéndose cargo de toda necesidad, pobreza y sufri­miento. Ello hace necesario revisar la forma de pre­sencia y calidad del servicio.

Sabemos muy bien que, en cierto sentido, nunca se llegará a ser totalmente «como los pobres». Los mismos fundadores, muy conscientes de este problema, pidieron únicamente que los esfuerzos que se hicieran para asemejarse a ellos afecten de verdad, especialmente en el nivel de estilo de vida, y tengan por ello valor de testimonio. Los pobres, a quienes se mira y sirve en Jesucristo, son su «razón de ser, son como una especie de «sacramento» de Cristo. El compromiso en ese servicio a los pobres es, verdaderamente, la expresión de la vida teologal, es caridad divina en sí misma, es aquello que el Espíritu Santo nos comunica y se encarna en los actos concretos de ese servicio. Ese voto específico de las Hijas de la Caridad es así la más perfecta expresión de un amor que no puede proceder más que de Dios, y que a su vez es Dios mismo. Las Hijas de la Caridad han entregado su vida al Señor para la promoción humana evangélica. Por ello, la prioridad dada a los verdaderamente pobres es el criterio esencial de su vida. Su colaboración, unida con todas las fuerzas vivas del Pueblo de Dios y teniendo en cuenta su carisma particular, está dentro de la inmensa tarea de la evangelización de la Iglesia Uni­versal y local. Lo cierto es que su «principal negocio» es servir a Cristo en la persona de los más necesita­dos con sencillez, en humildad y caridad17. Es evi­dente que tienen que permanecer, ante todo, a la escucha de las llamadas de Cristo a través de las personas que sufren, y de ajustar cada vez más, cada vez mejor, la respuesta que den a las necesida­des reales de aquellos que se sitúan verdaderamente entre los más desprovistos, los más abandonados, los más oprimidos.

Una visión realista, prudente y valiente, de cuál es su situación en la obra evangélica, es el medio más indicado para responder a aquello que el Señor y los más pobres esperan de las Hijas de la Caridad: atender a la realidad humana y eclesial, diferente en las distintas naciones del mundo, conscientes de que se está viviendo en estos momentos una hora histórica, una oportunidad que tiene que desembo­car en una renovación humana y espiritual continua y dinámica.

El estilo de las Hijas de la Caridad es el de ser con otros, y acaso más que otros, «profetas» que interpelen haciendo derivar la atención hacia las condiciones necesarias, esenciales, de una verdade­ra «liberación» en los pobres. Su prioridad tiene que manifestarse como un eje preferencial, dictado por situaciones ante las que se encuentran y por tareas de evangelización que urgen hoy. Si no se tienen prioridades reales, se corre el riesgo de querer hacer­lo todo y de no hacer nada, de perder de vista la orientación esencial de su vocación y misión. Este eje preferencial no puede ser definitivo, ni en el tiem­po, ni en el espacio, hay que tener conciencia de que el mundo y la Iglesia evolucionan. Nuevas formas de pobreza requieren nuevos servicios, sin recurrir necesariamente a los anteriores. Es preciso orientar­se más hacia estos ejes preferenciales, concretos, y ver que la prioridad no es un absoluto. Esta priori­dad no exige necesariamente el compromiso de todos, aunque si la adhesión de la mente y del cora­zón de todos. Sin cerrarse en límites demasiado estrechos, demasiado estrictos, la palabra de Dios no está encadenada y su espíritu nos sorprende a veces llevándonos más allá de nuestros proyectos, planes y procedimientos, que sin embargo son nece­sarios. Es un esfuerzo continuo de toma de concien­cia, de mentalización, para cambiar nuestros esfuer­zos y ayudar a los demás. Es esencial que sepamos, con fe y realismo, interrogarnos, replantearnos la cuestión, siempre que sea necesario.

Desde la pertenencia a la Compañía, las Hijas de la Caridad no han entrado en la comunidad para ser unas profesionales, unas técnicas o sindicalis­tas. Han entrado para ser Hijas de la Caridad y com­prometerse en todo como tales, tomando como punto de referencia su grupo de pertenencia fundamental, sus raíces, hundidas en el espíritu y vida de la Com­pañía.

La prioridad por los pobres no es entendida como un exclusivo. No tienen el monopolio de servir a los pobres, gracias a Dios. Hay otras muchas per­sonas que realizan estos servicios en la Iglesia, que más que nunca pretende ser «la Iglesia de los Pobres», con todos «los pobres» y «por todas partes» que les presentan sus constituciones18.

En este servir a Cristo en la persona de los po­bres, la «persona» es capital: en nuestro tiempo vemos cómo se manipula, cómo se desfigura la persona por una sociedad en la que impera el reino del dinero bajo todas sus formas, cómo se desecha y arroja en el ano­nimato a aquellos que no son «útiles» y se les condena a un colectivismo. A los consagrados toca descubrir y hacer descubrir cómo debe respetarse al hombre, cómo debe promocionarse integralmente, tanto en el plano individual como social. Sobre todo, hay que poner especial atención en la solidaridad, indispensa­ble en la vida de la Hija de la Caridad19. Es el llamamiento a vivir la espiritualidad de la Encarnación, tan querida por Santa Luisa. Hoy, en el mundo ente­ro, hay una presencia real de las Hijas de la Caridad entre los marginados, con aquéllos que no pintan nada en este mundo o con aquéllos que injustamente padecen hambre, paro, pobreza, analfabetismo, emi­gración, enfermedades (sida, lepra), discriminación y violencia. Pobres, claramente situados en paises azo­tados por la guerra, deuda externa, en todos aquellos lugares de la tierra donde hay injusticia e insolidari­dad. Esta existencia solidaria de las Hijas de la Cari­dad es garantía de la actualidad de su vocación.

La santidad cristiana se manifiesta indisoluble­mente en esta doble dimensión: experiencia gratuita del don de Dios en Jesucristo y vocación para cons­truir la fraternidad en el mundo. En el Sínodo de 1987, el mensaje de los Padres Sinodales al pueblo de Dios nos dice cómo el Espíritu nos lleva a descu­brir más claramente que hoy la santidad no es posi­ble sin un compromiso con la justicia, sin una soli­daridad con los pobres y oprimidos.

Las Hijas de la Caridad se situaron, ya en el siglo XVII como mujeres contemplativas activas. Su servicio es, al mismo tiempo, mirada de fiel y la puesta en práctica del amor, aspirando a vivir en diálogo continuo con Dios, contemplando a Cristo en el anonadamiento de su encarnación salvadora. El nacimiento de la Compañía nunca pretendió, hemos visto, una suavización o degradación de lo que había sido hasta entonces la vida religiosa feme­nina, sino que se presentó como un hecho particu­lar, que tuvo parcialmente algunos antecedentes de asociaciones cristianas laicas, en concreto las llama­das cofradías. Tampoco tiene nada que ver su origen con el nacimiento en torno a la idea, incluso mística, de una obra donde todas las fuerzas, y hasta su espiritualidad misma, convergen en ella. Sus miem­bros, aquí, se hacían religiosas para este trabajo en concreto. Lógicamente, si la obra se hizo necesaria en un momento puntual, la actividad de esas perso­nas pierde su razón de ser si en otro momento no se precisa de ella. No es ésta la situación de las Hijas de la Caridad. Ellas siempre tendrán actualidad como mujeres consagradas a Dios para el servicio de los más desfavorecidos. en todos los lugares del mundo donde se oiga, se sienta y levante su clamor.

Conclusiones

Este entregarse a las obras de caridad no es tampo­co una concesión hecha al activismo o algo inferior a la contemplación. Se trata de un santo ministerio y de una obra propia de la Caridad que la Iglesia con­fía a aquellas personas que han recibido esa voca­ción. Una vocación que exije revisión constante y realista, lúcida y valiente, apertura y atención al mundo actual, no quedarse encerrada en gestos e instituciones o en actos que se realizan en determi­nadas misiones. Es, ante todo, una disposición per­manente, una actitud espiritual de servicio al próji­mo, de conocimiento de sus necesidades, de dirigirse a la persona en totalidad. Podría parecer, a veces, que este deseo de ir a los más pobres, de insertarse en su medio, de trabajar con ellos, testimonia una gran generosidad llena de una atractivo humano, pero lo que anima a las Hijas de la Caridad es conti­nuar la misión de Jesucristo evangelizador de los pobres. No se da una canonización o justificación de la pobreza, por el contrario, es un solucionarlo con amor y valor, dándoles en justicia aquello que les pertenece.

Llevar a cabo esta tarea evangelizadora no fue ni es fácil. En tiempos de San Vicente, aquellos insti­tutos de mujeres que tuvieron sanas intenciones de vivir un tipo de apostolado fuera del claustro acabaron enclaustradas, dejando el impulso del Espíritu para otros tiempos. Con la fundación de las Hijas de la Caridad, San Vicente y Santa Luisa se colocaron entre los innovadores perspicaces y atrevidos que se impusieron la tarea de hacer frente, dentro de la fidelidad a la Iglesia, a las injusticias, pobrezas, e insolidaridades de la época. Tan rico contenido pedía su propio marco jurídico. Como el derecho canónico de la época no había diseñado ningún tipo de dispo­sición para las asociaciones de mujeres, esta Com­pañia consigue desarrollarse según su derecho par­ticular, conservando la fidelidad a su origen. Hoy consiguen su pleno desarrollo en fidelidad al espíritu vicenciano, enmarcándose, como hemos dicho, den­tro del grupo de sociedades de vida apostólica, con­sagradas por el hecho peculiar de evangelizar a los pobres: hombres marginados por nuestro mundo que, al igual que en el siglo XVII, sigue atentando con su despilfarro, indiferentismo y fuerzas de poder contra este gran grupo humano.

Es un gran valor en la persona de San Vicente y, más dado el momento histórico, la incorporación que hizo de la mujer a la Iglesia. Se dio cuenta de la riqueza y necesidad del elemento femenino y se fió de ellas, sin eximirla de la preocupación profesional y espiritual. Se las veía en todas partes donde hubie­ra miserias humanas, rompieron fronteras, llegaron, con su vida de entrega humilde, sencilla y caritativa, a todos los países donde los hombres sufrieran.

La preocupación por prever a los miembros de la naciente cofradía de la Compañía con las virtudes de las buenas campesinas, llevaba la intención de asumir un espíritu rigurosamente secular, sin entra­ñar menosprecio del espíritu religioso, sabemos bien del conocimiento y valoración de San Vicente de las órdenes religiosas, dada su posición en la Iglesia de Francia. Las Hijas de la Caridad siguen fieles a su espíritu por voluntad de Dios, la común dignidad bautismal asume en ellas una modalidad que las distingue, sin separarlas del resto de las religiosas. Se señala esta modalidad en su carácter secular por pertenecer a una sociedad de vida apostólica, no teniendo votos religiosos, y vivir en fidelidad a esta única profesión: servicio a Cristo en los pobres, lle­var vida fraterna en común, y aspirar a la perfección de la Caridad por la observancia de sus constituciones.

En esta sociedad cargada de problemas, oscuri­dad, incertidumbre, indiferencia…, donde los pobres son cada vez más marginados y más numerosos, la presencia de la Hija de la Caridad es motivo de espe­ranza y signo claro del amor de Dios. De algún modo, hoy, las casi 30.000 Hijas de la Caridad, con presencia en todo el mundo, pueden repetir las pala­bras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en liber­tad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor»20.

¡Dios sea bendito! diría San Vicente.

  1. Constituciones de las Hijas de la Caridad. Roma. 1983. 2.9
  2. Vaticano II. Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa. Perfectae Caritatis, n. 2.
  3. Vaticano II. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Gaudium et Spes, n. 4.
  4. «Perfectae Caritatis.». n.6.
  5. En estos términos habló el obispo de Meaux en Roma, en la asamblea general de las Las de la Caridad el uno de Septiembre de 1969.
  6. Estas expresiones significan que la espiritualidad en las Hijas de la Caridad tiene que encarnarse efectivamente en su manera de vivir.
  7. «Las sociedades de vida apostólica, cuyos miembros sin votos religiosos buscan el fin apostólico propio de la socie­dad y llevan vida fraterna en común según el propio modo de vida, aspiran a la perfección de la Caridad por la obser­vancia de sus constituciones». Código de Derecho Canónico, C. 731.
  8. Constituciones 2.1; l.3
  9. Esta espiritualidad es fruto de diversos factores: formación espiritual y humana, modo de vida, de trabajo apostólico, de vida común, de relaciones humanas: y esto se traduce en un estilo propio de vida, una manera especial de ver, apreciar los hechos. Ibid. 2.1; 1.3
  10. Ibid. 1.12
  11. SVP. X. 278. 579 (ES.IX. 782, 872. 1112).
  12. «Perfectae Caritatis,» n. 2.
  13. Constituciones 1. 5.
  14. Ibid. 1.5.
  15. Ibid. 2.2.
  16. Ibid. 2.1
  17. «Repito una vez más, dice San Vicente, que el espíritu de nuestra Compañía, Hermanas, consiste en el amor a nues­tro Señor, el amor a los pobres, el amor entre vosotras, la humildad y la sencillez. Sería mejor que no hubiera Hijas de la Caridad si no tuvieran esas virtudes«. SVP. IX, 605‑606 (ES. IX, 545-546).
  18. Constituciones 2.70.
  19. Ibid.. 2.1.
  20. Lc 4, 18-19.

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