BULA DE CANONIZACION DE SAN VICENTE DE PAÚL (I)

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BULA DE CANONIZACION DE SAN VICENTE DE PAÚL EXPEDIDA POR LA SANTIDAD DEL PAPA CLEMENTE XII EN 16 DE JUNIO DE 1737

CLEMENTE, OBISPO, SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS, PARA PERPETUA MEMORIA.

La celestial Jerusalén y Ciudad bienaventurada de Dios vivo, en que el Soberano Padre de familias da por igual a todos los que trabajaron en su viña el mismo denario de la vida eterna, tiene diversos lugares y moradas, que con­seguirá cada cual según sus méritos. Así, pues, como de­sazonase grandemente a los Apóstoles que Cristo hubiese de morir, y, además de esto, por haber oído que Pedro, el más esforzado y animoso de todos y que fuera constituido su jefe y cabeza, había de negar tres veces al Señor al can­tar del gallo, anduviesen temerosos de su propia flaqueza y con recelos de venir en posesión de la futura recompen­sa, los consoló Cristo, diciendo: En la casa de mi Padre hay muchas mansiones. Por las cuales palabras les dio a entender que ninguno de ellos, aunque tan desemejantes, ya en la fortaleza, ya en la constancia, ya en la justicia, se vería excluido de aquella feliz morada, en la que hay muchas mansiones, es a saber: diversos grados de mereci­miento en una sola vida eterna. Porque, ciertamente, una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna, y otra la claridad de las estrellas, y una estrella se diferencia de otra en la claridad. Además, en el Evangelio se hace mención de fecundidades diversas; porque hay un grano que rinde fruto de ciento, otro de sesenta, y otro de treinta: en donde el fruto de ciento se señala a los mártires, el de sesenta a las vírgenes y el de treinta a los otros. Muchas son, pues, las moradas en la casa de Dios; diversa la claridad de las es­trellas; y no uno, sino variado el fruto. Así, también, no es única la corona que en tiempo de persecución se recibe; tiene, asimismo, la paz sus coronas, con que ornan sus sie­nes los que, derribando y haciendo cautivo al enemigo, salen vencedores en mil linajes de peleas. Porque palma de la continencia es tener a raya los apetitos desordenados de la carne; corona de la paciencia reprimir la ira y sopor­tar con ánimo las injurias; menospreciar las riquezas no es sino triunfar de la avaricia, así como es lauro de la fe so­brellevar las adversidades de la vida, estribando en la es­peranza de los bienes futuros. Y el que no se levanta con las cosas prósperas, por su humildad merece gloria; y el que está pronto para obrar misericordiosamente con los pobres, alcanza la recompensa del celestial tesoro; y el que no sabe lo que es envidia, antes con pacífico y manso co­razón ama a sus hermanos, recibe en retorno el premio de la caridad y de la paz. En este estadio de las cristianas virtudes, el bienaventurado siervo de Dios, Vicente de Paúl llegó a conseguir estas palmas y coronas de santidad; y no sólo él, sino también muchos otros, a quienes indujo con su ayuda y ejemplo. Porque como esforzado soldado de Dios, despojándose de cuanto pudiera estorbarle y arro­jando lejos de sí el pecado, arremetió a pelear, no sin so­brepujar a los otros en virtud y esfuerzo, la batalla que le era presentada; y combatió fidelísima y denodadamente hasta una muy avanzada ancianidad contra los príncipes, potestades y gobernadores de este mundo de tinieblas, mereciendo en retorno ser coronado de gloria de manos del Señor en la tierra de las eternas recompensas. Mas no contento Dios, que es el solo obrador de grandes maravi­llas, con haberle dado allá en el Cielo el premio de la eter­na dicha, quiso también hacerle aquí en la tierra ilustre con milagros y portentos, señaladamente en aquel tiempo en que los novadores bebían los vientos por propalar en Francia, con falsos y fingidos milagros, sus errores, y tra­taban de perturbar la paz de la Iglesia Católica y de apar­tar de la unidad de la Sede Romana a los sencillos.

Por tanto, para conformarnos con la divina voluntad, excitar a los fieles a correr por los caminos de salud, re­primir la maldad de los perversos y confundir la audacia de los herejes, venimos en decretar, hoy en este día, en virtud de nuestra apostólica autoridad, que el siervo de Dios Vicente sea reverenciado y venerado con el culto y honores propios de los santos por todo el pueblo fiel, cuyo régimen ha sido puesto en nuestras manos, no obs­tante nuestra indignidad, por soberana dignación de la Di­vina Providencia. Alégrese, pues, y regocíjese la Iglesia, porque le ha dado Dios un nuevo abogado que ofrezca, por los pecados del pueblo, sus ruegos al Señor. Alábanle todos los fieles, venérenle y adórenle en aquellas maneras con que Dios es honrado en sus santos. Celebremos, por tanto, con salmos, himnos y espirituales cánticos, con la compunción del corazón y misericordia para con los po­bres, el espiritual triunfo del siervo de Dios, y la victoria esclarecida que alcanzó del mundo y del demonio. Leván­tense templos en su honor a Dios inmortal; mas nosotros, que somos templos vivos de Dios, temamos afearnos y profanarnos con la mancha de humana corrupción, y pro­curemos que nada inmundo ni profano tenga cabida en el templo de Dios, esto es, en nuestras almas, no sea que, irri­tado el Señor, abandone el lugar de su morada. Ofrézcanse dones y presentes sobre los altares del siervo de Dios, para honrar su memoria; mas sobre todo y muy principalmente cuidemos de ofrecer a Dios nuestros cuerpos en hostia viva, santa, agradable en sus ojos, que es el culto racional que le debemos. Por último, sean tenidas en reverencia, vene­ración y culto, las santas estatuas y sagradas imágenes de Vicente; pero nosotros pongamos señaladamente particular estudio y diligencia en reproducir en nosotros mismos per­fecta copia de sus virtudes, y en sacar, ayudados de la di­vina gracia y en cuanto la flaqueza de cada uno lo sufra, un fiel trasunto de su santa vida,

En la humilde aldea de la diócesis de Acqs, llamada Ranquines (Pouy), nació a la luz del mundo, de padres pobrísimos, pero piadosos, Vicente de Paúl, que en su ni­ñez, cual otro Abel inocente, fue pastor de ovejas, y cuya persona y dones miró Dios con ojos de amor y compla­cencia. Porque viviendo vida inocente y pura, con sus pri­vaciones y ayunos ofrecía a Dios un muy agradable sacri­ficio de piedad; puesto que, al volver del molino, distribuía a los pobres harina y el pan que sus padres le daban para sustentarse parcamente, cediendo a la virtud lo que cercenaba de su propio alimento, a fin de que sus ayunos y abs­tinencias se tornasen en refección y hartura de los pobres. Ni la pobreza del piadoso mozuelo era parte a empecer su ardiente caridad; y puesto caso que fuese poco lo que po­día sacar de sus haberes, todavía con la grandeza y gene­rosidad de su alma sobrepujaba la penuria y escasez de di­neros. Así fue que en cierta ocasión, a ejemplo de aquella pobrezuela viuda, que mereció ser loada del Señor, porque no de lo que le sobraba, sino de su pobreza dio todo cuanto tenía, es a saber, lo necesario a su propio sustento, puso él en manos de un pobre, que le salió al encuentro, sin reser­varse nada, un medio escudo, que de su trabajo y a poder de cotidianos ahorros é ingeniosa templanza había allegado poco a poco.

Retirado por su padre de la vida campestre y pastoril que hacía, fue enviado a Acqs para vacar a los estudios bajo la dirección de los Religiosos Franciscos; lo cual hizo con mucho empeño y diligencia, portándose con tanta pu­reza de costumbres y piedad para con Dios, que fue a la par el modelo de sus iguales. y la admiración de sus ma­yores. Por donde después de instruirse diligentemente en los estudios teológicos, primero en Tolosa, y en Zaragoza luego, subió por cada una de las Sagradas Órdenes, como por sus grados, a la sublime dignidad del Sacerdocio, casto, humilde, modesto, cual conviene que sean los llamados a tener a Dios por herencia.

Poco tiempo después de haber sido elevado á. la digni­dad sacerdotal, como creciese la fama de su virtud y letras, fue nombrado, cuando se hallaba ausente y no tenía noti­cia de lo que se trataba, para un muy pingüe beneficio; mas como entendiese que no podía llegar a poseerlo sin disputarlo antes en juicio, hizo renuncia de él de buena gana y libremente; porque, queriendo más sufrir la injuria y soportar el detrimento que de esta cesión le provenía, que no entrar en litigio con su hermano, prefirió carecer de esta copiosa renta que no podía alcanzar sino pleitean­do, cosa de la que, corno él decía, debía huir todo ecle­siástico.

Entre tanto, para acudir, sin ser gravoso a nadie; a su sustento y al de su pobre madre con el fruto de honesto trabajo y laudable laboriosidad, enseñó Humanidades pri­mero en Buzet, pueblo importante de la diócesis de Tolosa, y después en la ciudad misma. Y porque su principal cuidado y singular solicitud, era no sólo ilustrar los tiernos entendimientos de los jóvenes con un conocimiento estéril o fría noticia de las cosas divinas (?), sino muy principal y señaladamente estimular sus almas a abrazar la celestial sa­biduría, é informar sus costumbres conforme a lo que pide la sublime alteza y santidad de la cristiana perfección, distinguidos señores confiaban sus hijos empeñadamente al cuidado del siervo de Dios, para que, bajo la evangélica dirección y en la escalera de piedad de varón tan señalado, se adelanta en la escala del Señor y en la altísima ciencia de los Santos.

Habiendo ido a Marsella a recibir cierta cantidad de di­nero que se le debía de un legado hereditario, como des­pués para tornarse a Tolosa navegase con Tiento favorable de Marsella a Narbona, dio en manos de los turcos, quienes, después de dar muerte al patrón de la nave y a algunos otros, se llevaron cautivo al África a Vicente, herido de una flecha, despojado de sus vestidos y cargado de cade­nas. Muchos y recios trabajos tuvo que padecer de la cruel­dad extrema de los turcos por no dar de mano a la ley de su Dios y Señor, entendiendo que no son dignas las pasio­nes de este tiempo para la gloria advenidera, que será re­velada en nosotros.

Cuentan que, como en cierta ocasión viese a uno de sus consiervos reciamente fatigado por la incomportable pesa­dumbre de sus cadenas, no teniendo medio de aliviar las miserias de aquel infeliz, se puso el siervo de Dios a sí mismo los grillos y cadenas de su infortunado compañero, para socorrer la ajena necesidad a costa de su cuerpo. Destinado a las duras faenas del campo por el último y nada compa­sivo de sus amos, pues tuvo tres en todo el tiempo de su cautiverio, solía ser visitado con mucha frecuencia por una de las concubinas de su señor, nacida en el mahometismo, pero deseosísima de conocer las prácticas y creencias de la Religión Cristiana. Cierto día, después de hacerle muchas preguntas acerca de Dios y de la Religión de Cristo, mandóle entonar algo de los cánticos de Sión. Cantó entonces el siervo de Dios el salmo: Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus, y otros piadosos cánticos. Y mientras resonaba en las incircuncisas orejas de la mahometana, por boca de Vicente, el sagrado cántico del Señor, obró Dios en el corazón de aquella profana mujer de arte tal, que per­cibiese un poquito de suavidad de la celestial dulcedumbre. Restituida a casa, fue luego a ver a su marido, que, por se­guir los desvaríos de Mahoma, había apostatado de la fe cristiana  y le echó en cara el haber dado de mano a su religión, la cual juzgaba ella blasfemia, ya por lo que había oído a su esclavo, ya también por el desacostumbrado pla­cer que había experimentado oyéndole cantar las divinas alabanzas, tal cual no esperaba gozar en el paraíso de sus padres. Conmovido con las palabras de la mujer, tomó los ojos a ver su horrible estado aquél impío; reprobólo y de­terminó de salir de él ayudado de su santo esclavo Vicente, con quien, después de poner en regla sus negocios, huyó de manos de los turcos en un esquife o barquichuelo, diri­giéndose a Francia, donde Vicente le presentó al Vicelegado de la Santa Sede en Aviñón, quien, después de guar­dar las sagradas ceremonias y de imponerle penitencia, le reconcilió con la Iglesia.

Después de esto pasó el Siervo de Dios a Roma para venerar las sagradas reliquias de los mártires con cuya san­gre, purificada la Ciudad que había sido asiento de la superstición, vino a ser madre y maestra de la Religión, y para postrarse ante los sepulcros de los Apóstoles, y rendir homenaje de veneración a la Cátedra de Pedro, cuya dig­nidad nunca se amengua ni sufre menoscabo, puesto caso que sea indigno el que le sucede.

Vuelto a Francia, por consejo del piadosísimo varón Pe­dro Berulle, fundador de la Congregación del Oratorio de Jesús y después Cardenal de la S. I. R., tomó a su cargo, primero en la Diócesis de París y luego en la de Lyón, la administración de una parroquia, donde, constituyéndose de veras en modelo de su grey, condujo por los caminos del Señor las ovejas que le habían sido encomendadas, y las nutrió con el pasto de la palabra y el ejemplo. Y por­que la mies es ciertamente mucha, mas los obreros pocos, recibió en su casa, para sustentarlos y educarlos, a varios clérigos jóvenes, haciendo con los cuales vida común imponíalos en la ley del Señor, a fin de que, llegados a ma­yor edad, pudiesen con la divina palabra y doctrina de sa­lud edificar la Iglesia de Dios.

La fama de la piedad de Vicente y el buen olor de su santa vida llegaron a San Francisco de Sales, quien le puso al frente de las religiosas llamadas de la Visitación, cuyo monasterio había sido erigido poco hacía en París. En el difícil cargo que se le había confiado, vigilante guardián de siervas de Dios y prudente director de almas, puso de ma­nifiesto y comprobó con los hechos cuán verdadero y acer­tado era el juicio del muy santo Obispo, que abiertamente afirmaba no conocer sacerdote más digno que Vicente. Así fue que, por espacio de cuarenta años, con prudencia, cui­dado y solicitud singulares, miró el bienaventurado siervo de Dios por el bien de aquellas santas vírgenes, conducién­dolas por la senda de salud, para que las que, dando de mano a las concupiscencias de la carne, se habían ya con­sagrado a Dios en cuerpo y en espíritu, llevasen su obra a la cima de la perfección y mediante la observancia de los divinos preceptos lograsen las recompensas que el Señor tiene prometidas.

Mas la encendida caridad de Vicente no quedaba ence­rrada en el claustro de las religiosas; antes, persuadido íntimamente que no hay negocio tan alto y excelente como entender en la cura y sanación de las almas, para armar espiritual batalla contra los ardores de la carne y corrup­ción del mundo, contra la soberbia y malicia de este siglo, contra las calamidades y miserias de los hijos de Adán, contra la ignorancia de los párvulos, y, para decirlo de una vez, contra los malignos espíritus, levantó un ejército de esforzados varones que peleasen las batallas del Señor. A cuyo fin fundó el año de 1625 la Congregación de Sacerdo­tes seculares de la Misión, quienes, menospreciando y abriendo mano a los placeres ó halagos de este mundo y reunidos para vivir en comunidad, sin poseer nada propio, una muy santa é inmaculada vida, pasaran sus días dados a la oración, a la lección espiritual, a las piadosas exhorta­ciones y demás ejercicios de este género, para instruir de este modo a los clérigos seculares en la ciencia del Señor, en las ceremonias eclesiásticas y en las funciones propias de su sagrado ministerio, y estimular a los laicos, por me­dio de la meditación de los divinos preceptos y de las co­sas celestiales, acorrer como deben por los caminos de salud; los cuales Sacerdotes se obligarán a Dios, con voto perpe­tuo, para ejercer la apostólica tarea de las santas misiones, señaladamente en las aldeas, en los caseríos y demás luga­res del campo, donde rara vez brilla la luz de la evangélica verdad a los que están de asiento en tinieblas y en sombra de muerte; y ofrecerán al Dador de todo bien, sin hin­charse con ningún linaje de soberbia, ni dejarse llevar de pertinacias turbulentas, ni de envidias, antes por el contra­rio, modestos, respetuosos, mansos, el don preciadísimo de una vida toda paz y concordia y de un celo ardoroso por la gloria de Dios y salud eterna de los prójimos.

Mas la cristiana caridad para con el prójimo, que nace como de su fuente de la caridad para con Dios, y mediante la cual, por modo admirable, se llega como por sus gra­dos a la perfección del amor divino, no sólo mira por el bien espiritual de las almas, sino que atiende además a las necesidades del cuerpo. Por tanto, encendido el siervo de Dios en el fuego de consumada caridad, no se daba manos a acudir al remedio y servicio, así de las almas como de los cuerpos, procurando con todas sus fuerzas la salud espiri­tual y corporal de sus prójimos, mas de tal arte, que el cuidado de los cuerpos se enderezase al bien o provecho de las almas, con el cual ha de tenerse cuenta ante todo. Por lo que compadeciéndose, con entrañas de misericordia verdadera, de las calamidades y angustias de los desgra­ciados, señaladamente de los enfermos, de los cargados de años, de los niños y de las doncellas, los cuales todos im­potentes por su flaqueza y falta de fuerza para valerse a sí mismos, y destituidos de ordinario del arrimo que han me­nester, sé ven oprimidos del peso de sus miserias, instituyó la Compañía llamada de las Hijas de la Caridad, quienes gastan su vida en cuidar y servir, día y noche, con singu­lar solicitud, a los niños, a los necesitados y a todo linaje de enfermos.

Además, no sólo en cada una de las parroquias de las ciudades, sino también en las de las aldeas y villas fundó juntas de Señoras que, con solícito cuidado y diligente em­peño, aliviasen la estrechez y angustias de los desvalidos, procurasen remedios, así corporales como espirituales, a los enfermos, diesen favor y ayuda a los necesitados, dinero a los pobres, vestido a los desnudos, consuelo, en fin, a los afligidos. Trabajó asimismo por erigir en los lugares donde no había, fomentar en los que había y difundir por do­quiera las piadosas Congregaciones de las Hijas de la Cruz, de la Providencia y de Santa Genoveva, cuyo principal ins­tituto es educar é instruir en las labores propias de su estado y en las buenas costumbres a las niñas pobres, de modo que al llegar a mayor edad no se hallen ignorantes de la Ley del Señor ni de los divinos misterios, ni ociosas aprendan a discurrir de casa en casa, y hablando lo que no conviene se vayan tras Satanás, o no sabiendo trabajar con sus manos y apretándolas las necesidades domésticas, se vean empujadas, en fuerza de su pobreza y miseria, a los vi­cios y pecados.

BULA DE CANONIZACION DE SAN VICENTE DE PAÚL EXPEDIDA POR LA SANTIDAD DEL PAPA CLEMENTE XII EN 16 DE JUNIO DE 1737

CLEMENTE, OBISPO, SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS, PARA PERPETUA MEMORIA.

La celestial Jerusalén y Ciudad bienaventurada de Dios vivo, en que el Soberano Padre de familias da por igual a todos los que trabajaron en su viña el mismo denario de la vida eterna, tiene diversos lugares y moradas, que con­seguirá cada cual según sus méritos. Así, pues, como de­sazonase grandemente a los Apóstoles que Cristo hubiese de morir, y, además de esto, por haber oído que Pedro, el más esforzado y animoso de todos y que fuera constituido su jefe y cabeza, había de negar tres veces al Señor al can­tar del gallo, anduviesen temerosos de su propia flaqueza y con recelos de venir en posesión de la futura recompen­sa, los consoló Cristo, diciendo: En la casa de mi Padre hay muchas mansiones. Por las cuales palabras les dio a entender que ninguno de ellos, aunque tan desemejantes, ya en la fortaleza, ya en la constancia, ya en la justicia, se vería excluido de aquella feliz morada, en la que hay muchas mansiones, es a saber: diversos grados de mereci­miento en una sola vida eterna. Porque, ciertamente, una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna, y otra la claridad de las estrellas, y una estrella se diferencia de otra en la claridad. Además, en el Evangelio se hace mención de fecundidades diversas; porque hay un grano que rinde fruto de ciento, otro de sesenta, y otro de treinta: en donde el fruto de ciento se señala a los mártires, el de sesenta a las vírgenes y el de treinta a los otros. Muchas son, pues, las moradas en la casa de Dios; diversa la claridad de las es­trellas; y no uno, sino variado el fruto. Así, también, no es única la corona que en tiempo de persecución se recibe; tiene, asimismo, la paz sus coronas, con que ornan sus sie­nes los que, derribando y haciendo cautivo al enemigo, salen vencedores en mil linajes de peleas. Porque palma de la continencia es tener a raya los apetitos desordenados de la carne; corona de la paciencia reprimir la ira y sopor­tar con ánimo las injurias; menospreciar las riquezas no es sino triunfar de la avaricia, así como es lauro de la fe so­brellevar las adversidades de la vida, estribando en la es­peranza de los bienes futuros. Y el que no se levanta con las cosas prósperas, por su humildad merece gloria; y el que está pronto para obrar misericordiosamente con los pobres, alcanza la recompensa del celestial tesoro; y el que no sabe lo que es envidia, antes con pacífico y manso co­razón ama a sus hermanos, recibe en retorno el premio de la caridad y de la paz. En este estadio de las cristianas virtudes, el bienaventurado siervo de Dios, Vicente de Paúl llegó a conseguir estas palmas y coronas de santidad; y no sólo él, sino también muchos otros, a quienes indujo con su ayuda y ejemplo. Porque como esforzado soldado de Dios, despojándose de cuanto pudiera estorbarle y arro­jando lejos de sí el pecado, arremetió a pelear, no sin so­brepujar a los otros en virtud y esfuerzo, la batalla que le era presentada; y combatió fidelísima y denodadamente hasta una muy avanzada ancianidad contra los príncipes, potestades y gobernadores de este mundo de tinieblas, mereciendo en retorno ser coronado de gloria de manos del Señor en la tierra de las eternas recompensas. Mas no contento Dios, que es el solo obrador de grandes maravi­llas, con haberle dado allá en el Cielo el premio de la eter­na dicha, quiso también hacerle aquí en la tierra ilustre con milagros y portentos, señaladamente en aquel tiempo en que los novadores bebían los vientos por propalar en Francia, con falsos y fingidos milagros, sus errores, y tra­taban de perturbar la paz de la Iglesia Católica y de apar­tar de la unidad de la Sede Romana a los sencillos.

Por tanto, para conformarnos con la divina voluntad, excitar a los fieles a correr por los caminos de salud, re­primir la maldad de los perversos y confundir la audacia de los herejes, venimos en decretar, hoy en este día, en virtud de nuestra apostólica autoridad, que el siervo de Dios Vicente sea reverenciado y venerado con el culto y honores propios de los santos por todo el pueblo fiel, cuyo régimen ha sido puesto en nuestras manos, no obs­tante nuestra indignidad, por soberana dignación de la Di­vina Providencia. Alégrese, pues, y regocíjese la Iglesia, porque le ha dado Dios un nuevo abogado que ofrezca, por los pecados del pueblo, sus ruegos al Señor. Alábanle todos los fieles, venérenle y adórenle en aquellas maneras con que Dios es honrado en sus santos. Celebremos, por tanto, con salmos, himnos y espirituales cánticos, con la compunción del corazón y misericordia para con los po­bres, el espiritual triunfo del siervo de Dios, y la victoria esclarecida que alcanzó del mundo y del demonio. Leván­tense templos en su honor a Dios inmortal; mas nosotros, que somos templos vivos de Dios, temamos afearnos y profanarnos con la mancha de humana corrupción, y pro­curemos que nada inmundo ni profano tenga cabida en el templo de Dios, esto es, en nuestras almas, no sea que, irri­tado el Señor, abandone el lugar de su morada. Ofrézcanse dones y presentes sobre los altares del siervo de Dios, para honrar su memoria; mas sobre todo y muy principalmente cuidemos de ofrecer a Dios nuestros cuerpos en hostia viva, santa, agradable en sus ojos, que es el culto racional que le debemos. Por último, sean tenidas en reverencia, vene­ración y culto, las santas estatuas y sagradas imágenes de Vicente; pero nosotros pongamos señaladamente particular estudio y diligencia en reproducir en nosotros mismos per­fecta copia de sus virtudes, y en sacar, ayudados de la di­vina gracia y en cuanto la flaqueza de cada uno lo sufra, un fiel trasunto de su santa vida,

En la humilde aldea de la diócesis de Acqs, llamada Ranquines (Pouy), nació a la luz del mundo, de padres pobrísimos, pero piadosos, Vicente de Paúl, que en su ni­ñez, cual otro Abel inocente, fue pastor de ovejas, y cuya persona y dones miró Dios con ojos de amor y compla­cencia. Porque viviendo vida inocente y pura, con sus pri­vaciones y ayunos ofrecía a Dios un muy agradable sacri­ficio de piedad; puesto que, al volver del molino, distribuía a los pobres harina y el pan que sus padres le daban para sustentarse parcamente, cediendo a la virtud lo que cercenaba de su propio alimento, a fin de que sus ayunos y abs­tinencias se tornasen en refección y hartura de los pobres. Ni la pobreza del piadoso mozuelo era parte a empecer su ardiente caridad; y puesto caso que fuese poco lo que po­día sacar de sus haberes, todavía con la grandeza y gene­rosidad de su alma sobrepujaba la penuria y escasez de di­neros. Así fue que en cierta ocasión, a ejemplo de aquella pobrezuela viuda, que mereció ser loada del Señor, porque no de lo que le sobraba, sino de su pobreza dio todo cuanto tenía, es a saber, lo necesario a su propio sustento, puso él en manos de un pobre, que le salió al encuentro, sin reser­varse nada, un medio escudo, que de su trabajo y a poder de cotidianos ahorros é ingeniosa templanza había allegado poco a poco.

Retirado por su padre de la vida campestre y pastoril que hacía, fue enviado a Acqs para vacar a los estudios bajo la dirección de los Religiosos Franciscos; lo cual hizo con mucho empeño y diligencia, portándose con tanta pu­reza de costumbres y piedad para con Dios, que fue a la par el modelo de sus iguales. y la admiración de sus ma­yores. Por donde después de instruirse diligentemente en los estudios teológicos, primero en Tolosa, y en Zaragoza luego, subió por cada una de las Sagradas Órdenes, como por sus grados, a la sublime dignidad del Sacerdocio, casto, humilde, modesto, cual conviene que sean los llamados a tener a Dios por herencia.

Poco tiempo después de haber sido elevado á. la digni­dad sacerdotal, como creciese la fama de su virtud y letras, fue nombrado, cuando se hallaba ausente y no tenía noti­cia de lo que se trataba, para un muy pingüe beneficio; mas como entendiese que no podía llegar a poseerlo sin disputarlo antes en juicio, hizo renuncia de él de buena gana y libremente; porque, queriendo más sufrir la injuria y soportar el detrimento que de esta cesión le provenía, que no entrar en litigio con su hermano, prefirió carecer de esta copiosa renta que no podía alcanzar sino pleitean­do, cosa de la que, corno él decía, debía huir todo ecle­siástico.

Entre tanto, para acudir, sin ser gravoso a nadie; a su sustento y al de su pobre madre con el fruto de honesto trabajo y laudable laboriosidad, enseñó Humanidades pri­mero en Buzet, pueblo importante de la diócesis de Tolosa, y después en la ciudad misma. Y porque su principal cuidado y singular solicitud, era no sólo ilustrar los tiernos entendimientos de los jóvenes con un conocimiento estéril o fría noticia de las cosas divinas (?), sino muy principal y señaladamente estimular sus almas a abrazar la celestial sa­biduría, é informar sus costumbres conforme a lo que pide la sublime alteza y santidad de la cristiana perfección, distinguidos señores confiaban sus hijos empeñadamente al cuidado del siervo de Dios, para que, bajo la evangélica dirección y en la escalera de piedad de varón tan señalado, se adelanta en la escala del Señor y en la altísima ciencia de los Santos.

Habiendo ido a Marsella a recibir cierta cantidad de di­nero que se le debía de un legado hereditario, como des­pués para tornarse a Tolosa navegase con Tiento favorable de Marsella a Narbona, dio en manos de los turcos, quienes, después de dar muerte al patrón de la nave y a algunos otros, se llevaron cautivo al África a Vicente, herido de una flecha, despojado de sus vestidos y cargado de cade­nas. Muchos y recios trabajos tuvo que padecer de la cruel­dad extrema de los turcos por no dar de mano a la ley de su Dios y Señor, entendiendo que no son dignas las pasio­nes de este tiempo para la gloria advenidera, que será re­velada en nosotros.

Cuentan que, como en cierta ocasión viese a uno de sus consiervos reciamente fatigado por la incomportable pesa­dumbre de sus cadenas, no teniendo medio de aliviar las miserias de aquel infeliz, se puso el siervo de Dios a sí mismo los grillos y cadenas de su infortunado compañero, para socorrer la ajena necesidad a costa de su cuerpo. Destinado a las duras faenas del campo por el último y nada compa­sivo de sus amos, pues tuvo tres en todo el tiempo de su cautiverio, solía ser visitado con mucha frecuencia por una de las concubinas de su señor, nacida en el mahometismo, pero deseosísima de conocer las prácticas y creencias de la Religión Cristiana. Cierto día, después de hacerle muchas preguntas acerca de Dios y de la Religión de Cristo, mandóle entonar algo de los cánticos de Sión. Cantó entonces el siervo de Dios el salmo: Super flumina Babylonis illic sedimus et flevimus, y otros piadosos cánticos. Y mientras resonaba en las incircuncisas orejas de la mahometana, por boca de Vicente, el sagrado cántico del Señor, obró Dios en el corazón de aquella profana mujer de arte tal, que per­cibiese un poquito de suavidad de la celestial dulcedumbre. Restituida a casa, fue luego a ver a su marido, que, por se­guir los desvaríos de Mahoma, había apostatado de la fe cristiana  y le echó en cara el haber dado de mano a su religión, la cual juzgaba ella blasfemia, ya por lo que había oído a su esclavo, ya también por el desacostumbrado pla­cer que había experimentado oyéndole cantar las divinas alabanzas, tal cual no esperaba gozar en el paraíso de sus padres. Conmovido con las palabras de la mujer, tomó los ojos a ver su horrible estado aquél impío; reprobólo y de­terminó de salir de él ayudado de su santo esclavo Vicente, con quien, después de poner en regla sus negocios, huyó de manos de los turcos en un esquife o barquichuelo, diri­giéndose a Francia, donde Vicente le presentó al Vicelegado de la Santa Sede en Aviñón, quien, después de guar­dar las sagradas ceremonias y de imponerle penitencia, le reconcilió con la Iglesia.

Después de esto pasó el Siervo de Dios a Roma para venerar las sagradas reliquias de los mártires con cuya san­gre, purificada la Ciudad que había sido asiento de la superstición, vino a ser madre y maestra de la Religión, y para postrarse ante los sepulcros de los Apóstoles, y rendir homenaje de veneración a la Cátedra de Pedro, cuya dig­nidad nunca se amengua ni sufre menoscabo, puesto caso que sea indigno el que le sucede.

Vuelto a Francia, por consejo del piadosísimo varón Pe­dro Berulle, fundador de la Congregación del Oratorio de Jesús y después Cardenal de la S. I. R., tomó a su cargo, primero en la Diócesis de París y luego en la de Lyón, la administración de una parroquia, donde, constituyéndose de veras en modelo de su grey, condujo por los caminos del Señor las ovejas que le habían sido encomendadas, y las nutrió con el pasto de la palabra y el ejemplo. Y por­que la mies es ciertamente mucha, mas los obreros pocos, recibió en su casa, para sustentarlos y educarlos, a varios clérigos jóvenes, haciendo con los cuales vida común imponíalos en la ley del Señor, a fin de que, llegados a ma­yor edad, pudiesen con la divina palabra y doctrina de sa­lud edificar la Iglesia de Dios.

La fama de la piedad de Vicente y el buen olor de su santa vida llegaron a San Francisco de Sales, quien le puso al frente de las religiosas llamadas de la Visitación, cuyo monasterio había sido erigido poco hacía en París. En el difícil cargo que se le había confiado, vigilante guardián de siervas de Dios y prudente director de almas, puso de ma­nifiesto y comprobó con los hechos cuán verdadero y acer­tado era el juicio del muy santo Obispo, que abiertamente afirmaba no conocer sacerdote más digno que Vicente. Así fue que, por espacio de cuarenta años, con prudencia, cui­dado y solicitud singulares, miró el bienaventurado siervo de Dios por el bien de aquellas santas vírgenes, conducién­dolas por la senda de salud, para que las que, dando de mano a las concupiscencias de la carne, se habían ya con­sagrado a Dios en cuerpo y en espíritu, llevasen su obra a la cima de la perfección y mediante la observancia de los divinos preceptos lograsen las recompensas que el Señor tiene prometidas.

Mas la encendida caridad de Vicente no quedaba ence­rrada en el claustro de las religiosas; antes, persuadido íntimamente que no hay negocio tan alto y excelente como entender en la cura y sanación de las almas, para armar espiritual batalla contra los ardores de la carne y corrup­ción del mundo, contra la soberbia y malicia de este siglo, contra las calamidades y miserias de los hijos de Adán, contra la ignorancia de los párvulos, y, para decirlo de una vez, contra los malignos espíritus, levantó un ejército de esforzados varones que peleasen las batallas del Señor. A cuyo fin fundó el año de 1625 la Congregación de Sacerdo­tes seculares de la Misión, quienes, menospreciando y abriendo mano a los placeres ó halagos de este mundo y reunidos para vivir en comunidad, sin poseer nada propio, una muy santa é inmaculada vida, pasaran sus días dados a la oración, a la lección espiritual, a las piadosas exhorta­ciones y demás ejercicios de este género, para instruir de este modo a los clérigos seculares en la ciencia del Señor, en las ceremonias eclesiásticas y en las funciones propias de su sagrado ministerio, y estimular a los laicos, por me­dio de la meditación de los divinos preceptos y de las co­sas celestiales, acorrer como deben por los caminos de salud; los cuales Sacerdotes se obligarán a Dios, con voto perpe­tuo, para ejercer la apostólica tarea de las santas misiones, señaladamente en las aldeas, en los caseríos y demás luga­res del campo, donde rara vez brilla la luz de la evangélica verdad a los que están de asiento en tinieblas y en sombra de muerte; y ofrecerán al Dador de todo bien, sin hin­charse con ningún linaje de soberbia, ni dejarse llevar de pertinacias turbulentas, ni de envidias, antes por el contra­rio, modestos, respetuosos, mansos, el don preciadísimo de una vida toda paz y concordia y de un celo ardoroso por la gloria de Dios y salud eterna de los prójimos.

Mas la cristiana caridad para con el prójimo, que nace como de su fuente de la caridad para con Dios, y mediante la cual, por modo admirable, se llega como por sus gra­dos a la perfección del amor divino, no sólo mira por el bien espiritual de las almas, sino que atiende además a las necesidades del cuerpo. Por tanto, encendido el siervo de Dios en el fuego de consumada caridad, no se daba manos a acudir al remedio y servicio, así de las almas como de los cuerpos, procurando con todas sus fuerzas la salud espiri­tual y corporal de sus prójimos, mas de tal arte, que el cuidado de los cuerpos se enderezase al bien o provecho de las almas, con el cual ha de tenerse cuenta ante todo. Por lo que compadeciéndose, con entrañas de misericordia verdadera, de las calamidades y angustias de los desgra­ciados, señaladamente de los enfermos, de los cargados de años, de los niños y de las doncellas, los cuales todos im­potentes por su flaqueza y falta de fuerza para valerse a sí mismos, y destituidos de ordinario del arrimo que han me­nester, sé ven oprimidos del peso de sus miserias, instituyó la Compañía llamada de las Hijas de la Caridad, quienes gastan su vida en cuidar y servir, día y noche, con singu­lar solicitud, a los niños, a los necesitados y a todo linaje de enfermos.

Además, no sólo en cada una de las parroquias de las ciudades, sino también en las de las aldeas y villas fundó juntas de Señoras que, con solícito cuidado y diligente em­peño, aliviasen la estrechez y angustias de los desvalidos, procurasen remedios, así corporales como espirituales, a los enfermos, diesen favor y ayuda a los necesitados, dinero a los pobres, vestido a los desnudos, consuelo, en fin, a los afligidos. Trabajó asimismo por erigir en los lugares donde no había, fomentar en los que había y difundir por do­quiera las piadosas Congregaciones de las Hijas de la Cruz, de la Providencia y de Santa Genoveva, cuyo principal ins­tituto es educar é instruir en las labores propias de su estado y en las buenas costumbres a las niñas pobres, de modo que al llegar a mayor edad no se hallen ignorantes de la Ley del Señor ni de los divinos misterios, ni ociosas aprendan a discurrir de casa en casa, y hablando lo que no conviene se vayan tras Satanás, o no sabiendo trabajar con sus manos y apretándolas las necesidades domésticas, se vean empujadas, en fuerza de su pobreza y miseria, a los vi­cios y pecados.

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