Hacer bien la voluntad de Dios

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Esta máxima tan querida del Señor Vicente nos deja presentir que en su espíritu, no hay una única vía para ir a Dios y para crecer en su amor. La oración es ciertamente importante, y nadie podría dispensarse de ella; pero nadie puede tampoco contentarse con ella; tanto más, cuanto que, como hemos visto, es una vía que no está exenta de ilu­siones.

He aquí pues que el Señor Vicente nos indica un nuevo camino, en el que cifra mucho, pues no le bastaría con pia­dosas palabras o sentimientos inflamados, sino que invita a que toda la vida corra a expensas propias; este camino es la conformidad con la voluntad de Dios. Y es muy evidente para él que esa voluntad es siempre una voluntad de amor, y que quien a ella se entrega se entrega al amor.

«¿Quién será el más perfecto de todos los hombres? Será aquel cuya voluntad esté más conforme con la de Dios, de suerte que la perfección consiste en unir de tal manera nuestra voluntad a la de Dios, que la de él y la nuestra no sean propiamente hablando, más que un mismo querer y no querer; y uno será tanto más perfecto, cuanto más se destaque en ese punto».

Es muy cierto que esta adhesión a la voluntad de Dios, la cual se traduce a los actos y no se queda en las meras in­tenciones, implica a menudo la renuncia a nuestra propia voluntad, o más bien la conversión de esta voluntad propia, de suerte que no tengamos con Dios «más que un mismo querer y no querer». De ahí que el santo nos remita a la res­puesta de Nuestro Señor «a aquel hombre al que quería enseñar el medio de lle­gar a la perfección: Si quieres venir en pos de mí, le dice, renúnciate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme.

Ahora bien, os lo pregunto, Señores, ¿quién renuncia más a sí mismo que el que no hace jamás su voluntad, sino siempre la de Dios?».

Pero lo que aquí retiene su atención más aún que la renuncia, condición necesaria, es el aspecto positivo: seguir a Dios, adherirse a él. Y emplea con insistencia la expresión tan fuerte de que se servían sus contemporáneos, los grandes maestros espirituales de la escuela francesa, para calificar los más altos grados de la vida de oración: adherirse a Dios.

«¿Quién se adhiere más a Dios, os lo pregunto, que el que no hace jamás sino la voluntad misma de Dios y nunca la suya propia, que no quiere ni desea más que lo que ese Dios quiere o no quiere? Os pregunto, Se­ñores y hermanos míos, si sabéis de alguien que se ad­hiera más a Dios y que esté por consiguiente más unido a Dios que ése».

Piensa en definitiva que vale más hacer la voluntad de Dios sin pensar en él, que pensar en él continuamente sin hacer así y todo su voluntad: «La práctica de la presencia de Dios es muy buena, pero he visto que entrar por la práctica de hacer la vo­luntad de Dios en todas nuestras acciones, lo es todavía más, pues ésta abarca a la otra. Por lo demás, el que se mantiene en la práctica de la presencia de Dios, puede aun así algunas veces no hacer la voluntad de Dios. Y decidme, os lo ruego, ¿no es estar en la presencia de Dios, hacer la voluntad de Dios y cuidar de dirigir la atención por ella al comienzo de cada acción y de renovaría a medida que se avanza? ¿Quién está más en la presencia de Dios que el que desde la mañana hasta la tarde hace todo cuanto puede por su agrado y por su amor? ¿No hay un continuo ejercicio de la presencia de Dios en hacer siempre su santa voluntad?».

Y explica cómo se aplica eso, tanto a los hermanos que trabajan en la cocina como a los sacerdotes que predican o catequizan. Y hasta añade, «vosotros hacéis lo que Nuestro Señor hizo durante treinta años, y nosotros hacemos lo que hizo durante sólo tres».

Aquí como siempre, Nuestro Señor es el único modelo, él, que sin cesar se refería a su Padre y hacía todo lo que le agradaba. En la práctica, sin embargo, no siempre es fácil reconocer esta voluntad de Dios, y el Señor Vicente, para llegar a ella, nos enseñará el discernimiento de espíritus: «Tenéis que llenaros del espíritu de Nuestro Señor, de suerte que se vea que le amáis y que buscáis el que se le ame».

La conformidad con la voluntad de Dios es siempre una cuestión de amor.

En este amor que pasa por el exigente camino de la re­nuncia, muy lejos de perdernos, rompiendo nuestros lazos, conseguimos la verdadera libertad: «¿Dónde está el corazón amante? En el objeto amado. Por consiguiente, allí donde está nuestro amor, allí está preso nuestro corazón, de allí no puede salir, no puede alzarse más alto, no puede ir ni a izquierda ni a dere­cha; allí está detenido. Donde está el tesoro del avaro, allí está su corazón; y donde está nuestro corazón, allí está nuestro tesoro. Y lo que es deplorable, es que estas cosas que nos retienen en la servidumbre, son de ordinario cosas muy indignas. El amor propio nos ata a esas heridas imaginarias. Está uno cautivo de esa pasión».

Para ver cómo ha de pasar de la esclavitud del amor de sí propio a la libertad del amor de Dios, el Señor Vicente vuelve sobre sí mismo: «Gran motivo de confusión para mí y para los que se me asemejan, que no se examinan para ver a qué se atienen, que nunca se preguntan: ¿Qué domina en mí y qué fárrago de objetos y afectos es éste que inútilmente me quita el tiempo y los pensamientos? Qué pena, Se­ñores, que se nos vea siempre reptando, cuerpo a tie­rra, siempre arrastrándonos en nuestros defectos y mi­serias».

Sí, hacia Dios hemos de volvernos para hallar la verda­dera libertad: «¿Por qué no tenemos el amor que él tiene a la liber­tad? ¡Oh Salvador! Nos habéis abierto la puerta; en­señadnos a encontrarla; iluminadnos, Salvador mío, para ver a qué estamos apegados, y ponednos, por fa­vor, en la libertad de los hijos de Dios… ¿No veis, hermanos míos, los felices resultados de los que están en esta indiferencia? No se guían más que por Dios, y Dios les guía».

El santo tiene en cambio palabras terribles para quienes no se deciden a avanzar francamente en los caminos del amor de Dios, por difíciles que sean en ciertos días: «La tibieza es un estado de condenación». «¡Ay de aquel que busca sus satisfacciones! ¡Ay de aquel que rehúye la cruz! Pues hallará otras tan pesadas que le abrumarán. Y Dios quiere que yo, miserable, no sea del número de los que buscan las dulzuras y consuelos sirviendo a Jesucristo, ¡cuando debiera amar las tri­bulaciones y las cruces!».

Pero la esperanza vence al temor: «El cielo padece violencia; hay que combatir para ga­narlo, y combatir hasta el fin los sentimientos de la carne y de la sangre. Si lo hacéis, mi querido herma­no, ya no seréis vos quien viva, sino que vivirá en vos Jesucristo, como se lo ruego de todo corazón, mien­tras soy, en su amor, mi querido hermano, muy hu­milde servidor vuestro».

Id a los pobres: encontraréis a Dios

Dejar a Dios por Dios».

El Señor Vicente aplica con la mayor frecuencia esta consigna al amor al prójimo, y más particularmente al amor a los pobres. Ese es en definitiva para él el camino que, por excelencia, lleva a Dios. De igual modo a como desconfía de una vida de oración que no se tradujese en amor efectivo mediante la conformidad con la voluntad de Dios, teme a un amor de Dios que descuidase al prójimo. Se apoya en santo Tomás, quien enseña que es más meritorio amar el prójimo por el amor de Dios, que amar a Dios sin dedica­ción al prójimo.

«Dadme un hombre que ame a Dios tan sólo, que se detenga en el goce de esta fuente infinita de dulzura, un alma elevada en contemplación que no reflexiona sobre sus hermanos. Y ahora otro que ame al prójimo, por torpe y rudo que sea, pero que le ame por el amor de Dios. ¿Cuál de esos amores, os pregunto, es el más puro y el menos interesado? Sin duda es el segundo, y así cumple la ley con mayor perfección. Ama a Dios y al prójimo; ¿qué más puede hacer? El primero no ama sino a Dios, pero el otro ama a ambos».

San Juan y san Agustín antes de él habían insistido en la imposibilidad de un verdadero amor de Dios que no en­vuelva el amor del prójimo. Quien dice «ama a Dios» y no ama a su hermano, es un mentiroso. Comentando a san Juan, cerciora san Agustín a los que temerían no poder devolver a Dios el amor con el que él nos ama si no es dando el obli­gado rodeo por el prójimo; en realidad, explica, «Dios mis­mo es ese amor con el que amas a tu hermano». No hay in­termediario. Se ama o no se ama. Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él.

Para san Juan esta fidelidad en amar a nuestros herma­nos, con un amor que no se paga de palabras, debe cercio­ramos de la realidad de nuestro amor a Dios, aun en me­dio de las incertidumbres de nuestro corazón. Pues si alguno tiene con qué vivir en el mundo, y ve a su hermano que tiene necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? (¡No dice amor al prójimo!). Hijitos, no amemos de palabra ni con frases, sino con obra y verdad. En esto conoceremos que somos la verdad, y tranquilizare­mos ante él nuestro corazón, porque, si nuestro corazón nos acusa, Dios es mayor que nuestro corazón y lo sabe todo (1 Jo 3: 17-20). En la dificultad de amar a otro, encuentra Vicente por su parte un continuo estimulante para renovarse en el amor de Dios: «¡Ah! pobre miserable, ¡te preocupas de si te ama cierta persona y no te preocupas de si amas tú a Dios!».

Tiene sobre todo una fuerza asombrosa para hacer com­prender a las Hijas de la Caridad, cómo mediante sus hu­mildes actos de servicio a los pobres, van hacia Dios. Como de costumbre, fue en un marco familiar donde comenzó a pedirles que se expresaran. Una de ellas recordó sin duda la palabra del Evangelio en la que Nuestro Señor reconoce como hecho a él mismo todo lo que se hizo por el menor de sus hermanos. El Señor Vicente se admira: «Una hermana lo ha dicho (lo véis, hermanas mías, no hablo sino por boca vuestra); sirviendo a los pobres se sirve a Jesucristo. ¡Ay, hijas mías, qué cierto es! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y eso es tan cierto como que estamos aquí. Irá una hermana diez veces al día a ver a los enfermos, y diez veces al día encontrará allí a Dios. Como dice san Agustín, no es tan seguro lo que vemos, pues los sentidos pueden engañarnos; pero las verdades de Dios no engañan ja­más. Id a ver a los pobres forzados encadenados, allí encontraréis a Dios; servid a esos niñitos, ahí encontra­réis a Dios. ¡Oh hijas mías, lo que complace eso! En­tráis en pobres casas, pero allí encontráis a Dios. ¡Oh hijas mías! una vez más, ¡cuánto complace eso! El acepta el servicio que prestáis a esos enfermos y lo tiene por hecho a sí mismo, como habéis dicho».

Aunque es cierto que hay que saber ir a Dios en toda si­tuación humana, y que Dios debe ser reconocido igualmente entre los grandes de este mundo, que tienen una necesidad tan grande de él para aprender a desprenderse y poder así hallarle, las preferencias del Señor Vicente son las del Evan­gelio: los pequeños, los pobres, los enfermos: «Los pobres son nuestros amos; esos son nuestros re­yes; hay que obedecerles, y no es exageración llamarles así, pues Nuestro Señor está en los pobres».

Cuidar de los niños es, en cierta manera, hacerse niño; y cuidar de los niños abandonados, es hacer con ellos las veces de padres, o también las veces de Dios, el cual ha di­cho que, aun cuando la madre llegare a olvidar al hijo, él no lo olvidará».

De las tres vías que nos indica para ir a Dios: la ora­ción, la conformidad con su voluntad, y el amor a los po­bres, el Señor Vicente tiene sin duda en más a la última que a ninguna otra. El amor al prójimo hace no sólo que va­yamos a Dios encontrándole entre los más humildes de nuestros hermanos; ese amor nos da interiormente a Dios mismo, q ue quiere servirse de nosotros como de instrumentos, para q tic lo extendamos por el mundo entero. El mismo es ese amor.

Los que le rodean se inquietan a veces por la multiplici­dad de sus empresas para ir en socorro de ellos: «Pero, de los niños abandonados, ¿para qué encargarse de ellos? ¿No tenemos ya bastante con los demás quehaceres?». El Evan­gelio inspira la respuesta del santo: «Hermanos míos, acordémonos de que Nuestro Señor dijo a sus discípulos: Dejad que los niños se acerquen a mí; y guardémonos mucho de impedirles que se nos acerquen, de otra suerte iremos en contra de El. ¡Cuán­to amor no demostró por los niños, hasta tomarlos en sus brazos y bendecirles con sus manos.

Hemos podido comprobar ya reiteradamente que el Se­ñor Vicente parece emplear casi indistintamente unas mis­mas expresiones para hablar de Dios y para hablar de Je­sucristo. Así es como, cuando recomienda a las Hijas de la Caridad «dejar hacer a Dios», añade unas frases más ade­lante: «Y así no tenéis más que hacer, sino dejaros guiar por Nuestro Señor».

En la fe es para él evidente que Nuestro Señor es Dios.

Pero el conocimiento personal de Nuestro Señor Jesu­cristo allega una riqueza nueva e insustituible a su conoci­miento de Dios: «Nuestro Señor mismo se hizo hombre para salvar a todos los hombres».

El sentido de Dios, ya lo hemos visto, se nutre en él de la experiencia y de la contemplación de la bondad de Dios «quien nos ama con mayor ternura que un padre a su hijo» y cuya adorable Providencia nos está activamente presente en todo instante.

Pero he aquí un nuevo motivo de admiración: «Miremos al Hijo de Dios; ¡oh! ¡qué corazón de cari­dad! ¡qué llama de amor! Jesús mío, decidnos un poco, por favor, quién os sacó del cielo para venir a sufrir la maldición de la tierra, por tantas persecuciones y vai­venes como en ella pasasteis. ¡Oh Salvador! ¡Oh fuente del amor humillado hasta nosotros y hasta un suplicio infame!, ¿quién más que vos mismo, amó en eso más al prójimo? Vinisteis para exponeros a todas nuestras miserias, para tomar la forma de pecador, para llevar una vida doliente y sufrir una muerte vergonzosa por nosotros; ¿existe un amor semejante? Pero ¿quién po­dría amar de un modo tan eminente? Tan sólo Nuestro Señor está tan amorosamente prendado de las criatu­ras, que deja el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a los padecimientos».

Esta manera ordinaria, quiere Jesucristo proseguirla sir­viéndose de nosotros como de instrumentos para proseguir su misión: «¡Oh, qué dicha para vos, continúa el santo en esa carta que dirige a un sacerdote, estar empleado en lo que él hizo! El vino a evangelizar a los pobres, y eso es vuestra suerte y vuestra preocupación. Si nuestra perfección se halla en la caridad, como de hecho ocu­rre, no la hay mayor que cuando uno se entrega para salvar las almas y consumirse por ellas como Jesu­cristo».

 

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