Bebiendo de las raíces de nuestra Fe: El laicado

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Author: Enriqueta Castellanos Martín · Year of first publication: 1997 · Source: Encuentro de la Familia VIcenciana.
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«Para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo y de todo síntoma de miedo servil, es necesario que cultive el verdadero temor de Dios, que es principio de la sabiduría. Ese temor de Dios es la fuerza del Evangelio. Genera hombres santos, es decir verdaderos cristianos, a quienes pertenece el futuro del mundo» Juan Pablo II.

1. Introducción

El hombre desde siempre se ha ido pregun­tando ¿quién soy? ¿qué soy? ¿dónde estoy? ¿hacia donde voy?

Respuestas se pueden dar desde diferentes conceptos más o menos científicos. Fijándonos en la definición psicológica vemos qué es «persona, unidad sustancial de espíritu y materia».

El hombre persona transciende el mundo de los objetos y de los fenómenos naturales, concep­to bíblico que nos lleva a afirmar que es «imagen de Dios» (Gén 1, 26-27), por tanto, brilla su ima­gen y se reconoce como hechura suya.

2. El cristiano

Este hombre persona nacido en el seno de una familia cristiana, lleva desde los comienzos de su existencia la semilla de la fe, fe que implica unos valores morales, éticos y de compromiso personal con los demás y con uno mismo, valores humano-cristianos que van siendo asumidos libremente a medida que crece como persona y en responsa­bilidades de todo tipo.

Ese compromiso cristiano por tanto:

  • Supone una forma de vida, de pensar y actuar cara a los demás, no sólo hacia uno mismo.
  • Ha de llevarse a cabo de una manera cons­ciente a pesar de las dificultades, tanto inter­nas como externas.
  • Debe ser asumido con coherencia, dentro de unos valores, de unas formas de vida propia y sabiéndose presentar a los demás con una fe clara y transparente.
  • Anima a manifestarlo en la vida social con valentía pero libremente. La fe en Cristo es una propuesta a la libertad del hombre, liber­tad que implica la búsqueda de la verdad y ordena la vida según las exigencias de dicha verdad.
  • Ayuda a descubrir con claridad la misión de ser sembradores, sabiendo lo que hay que sembrar, eligiendo la semilla y confiando en la tierra «el resto cayó en tierra buena y dio fruto abundante » (Mt 13, 1-9).
  • Implica el seguimiento a Cristo en un trato personal con Él, Él es el que sale a nuestro encuentro y con un programa de vida, «yo soy el que habla contigo» (Jn 4, 16).

Habla ahora también, sale al encuentro del hombre de múltiples formas; luchas diarias, encuentros personales e interpersonales… etc. Hay que descubrirlo.

Todo ello supone una conversión, vivir la fe en comunidad, dentro de una Iglesia y continuar su misión, la misión del AMOR.

3. Bautizados en Cristo

La llamada al seguimiento de Cristo es para toda persona que cree sinceramente en su «ser imagen de Dios».

Llamada que surge ya desde el momento mismo de estar bautizados, porque automática­mente es ya hijo de Dios, miembro de su cuerpo que es la Iglesia y además templo del Espíritu Santo, invitado así a participar de la misma vida de Jesús.

A esta tarea somos llamados pues todos los bautizados, consagrados o laicos.

Profundicemos en estos últimos.

Los laicos —en los que me incluyo— no sólo pertenecemos a la Iglesia por estar bautizados, somos Iglesia viva, que participamos de la triple función de Cristo, profética, sacerdotal y real.

Vivimos en el mundo, «no te ruego que los saques del mundo» (Jn 17, 15-23), en las condi­ciones de la vida familiar y social. Somos llamados por Dios para santificar el mundo desde dentro, siendo:

  • Fermento, semilla pequeña, grano de mosta­za que una vez sembrado crece tanto que se convierte en una gran hortaliza … (Mc 4, 32).
  • Luz que ilumine el ser y sentir de la vida pro­pia y de la comunidad, testigos de Cristo que ayude a caminar, disipando las tinieblas del odio, el egoísmo, el rencor, la opresión[/note]. etc. porque «el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,21).

El laico vive por tanto nutriéndose de las raíces religiosas que están en su corazón, puestas ahí por Dios, significado de la propia existencia, sin rechazarlo por la adoración de los más diversos ídolos tentadores.

En los momentos difíciles e incluso en la ale­gría, el hombre mira la grandeza de Dios en toda su existencia para poder decir lo de san Agustín, «nos has hecho Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».

Para ir descubriendo los mensajes de Jesús se requiere una formación que:

  • partiendo de la propia vida ayude a descu­brir a Cristo en su totalidad,
  • sea capaz de analizar los hechos con sen­tido crítico,
  • responda a un tipo de laico consecuente y coherente con su modo de pensar y actuar.

Así, en virtud de estar Bautizados en Cristo, los laicos estamos llamados a la santidad, alimentan­do la espiritualidad, bebiendo de las fuentes de la fe: la palabra de Dios, el ministerio de la Iglesia y sus sacramentos, la vida litúrgica, la oración, etc.

«Sed santos, porque yo, el Señor soy Santo» (Lv. 19, 2). Esta llamada se realiza de formas muy diversas, según la situación de cada cristiano y la aceptación de la misma, «presentaos santos e inmaculados e irreprensibles ante Él (Col. 1, 22).
«Quedan invitados y aún obligados todos los fie­les cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado» (LG. 40, 42).

En nuestro tiempo, la sed de santidad crece más en los corazones que escuchan la llamada de Dios invitando a vivir con Cristo para, así, transfor­mar el mundo.

¿Quiénes son o pueden ser santos hoy?

  • Los que realizan extraordinariamente bien las cosas.
  • Son los que se han metido hasta el cuello en los problemas de la época, dejando a veces la vida en el empeño.
  • Ser santo es dar pasos decisivos para adecuar la propia voluntad a la divina. Su vida es el mejor comentario del Evangelio, es actualizar la palabra, los gestos, las acciones de Jesús. Santo es el enamorado de Dios que carga con su cruz y ayuda a llevar las cruces de los demás.
  • Son los que han sabido escuchar la palabra de Dios y la han hecho vida, y testigos del encuentro de experiencia con la Palabra hecha carne.
  • Los que han vivido íntegramente el Evangelio adecuándolo a la tarea cotidiana.

Así, de esta forma, cuando el laico va experi­mentando la experiencia de Dios en su vida, cada día, en cada momento, cuando es capaz de per­cibir esa presencia, ha descubierto con claridad la misión de ser semilla, luz y fermento en el seno de la comunidad eclesial.

El laicado evangélico y evangelizador, adulto y comprometido, debe verse en el camino de toda la comunidad eclesial y en la sociedad en que vive.

4. Misión del laicado

«Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 4). Lla­mada que se dirige a cada hombre que viene a este mundo; somos pues, todos, invitados a trabajar en él por el reino.

Dios nos llama personalmente para ir a todos los rincones del mundo, «como Tú me enviaste al mundo los envío yo también a ellos» (Jn 17, 18).

Comprendida la misión, el laicado compro­metido:

  • toma parte activa, consciente y responsable en la Misión de la Iglesia, en el momento his­tórico que nos está tocando vivir;
  • mira al mundo cara a cara, con sus cosas positivas y negativas, con sus valores y con­travalores, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y sus derrotas…, mirarle y acep­tarle para así contribuir a su transformación;
  • siente el mundo como su hogar, casa de todos, siendo a la vez «sal» y «luz», pero «sal que sala y luz que brilla» —según dice la canción— para de este modo descubrir tam­bién lo que es Jesús para su vida. «El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras una luz brilló sobre ellos» (Is 9,1);
  • se interpela en muchas ocasiones: ¿soy yo luz, testigo de la luz de Cristo? ¿soy capaz de iluminar a todo y a todos los que me rodean? ora, porque ha descubierto en la oración el diálogo directo con Dios, la fuerza para comprender y aceptar su misión, apoyo para el camino y, a su vez, cultiva el silen­cio como «actitud profunda del amor que escucha»;
  • es testimonio. El hombre moderno cree más a los testigos que a los maestros, en la expe­riencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías.
    La primera forma de testimonio es la vida misma. Es testimonio evangélico al que el mundo es más sensible en la atención a las personas, en la caridad hacia los demás, de una manera especial a los más pobres, los más pequeños y los que sufren, porque el cristiano, el laico vive insertado profunda­mente en la vida, con toda su problemática, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído;
  • ha descubierto el amor como única fuerza de la misión y el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse. Principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender (Redemp­toris Missio).

5. Acción del Espíritu

El laico comprometido que bebe en las raíces de la fe, que está bautizado en Cristo y ha descu­bierto claramente su misión en el mundo, debe confiar también en la fuerza del Espíritu, porque es quien abre las puertas de los corazones, actúa siempre, en todo momento, pero también «sopla donde quiere» (Jn 3, 8). La acción universal está presente cuando desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos.

El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial. Actúa en todos. Mueve al grupo de los creyentes a hacer comunidad, a ser Iglesia. Impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión ver­daderamente universal.

Ofrece al hombre su luz y su fuerza, a fin de que pueda responder con valentía y coherencia a su vocación.

El Espíritu está en el origen mismo de la pre­gunta existencial y religiosa del hombre. Su fuerza anima e impulsa a vivir con esperanza, creyendo que el hombre es capaz de transformar el mundo. Su presencia y actividad afecta también a la sociedad, a la historia, a los pueblos y a las reli­giones.

«Envía, Señor, tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra».

Conclusión

El laico es por tanto el cristiano que

  • vive coherentemente los valores evangélicos; ha sabido conjugar perfectamente la fe y la cultura;
  • representa el ser bautizado en Cristo con todo lo que ello implica de amor, solidaridad y libertad en su vivir y actuar y, a su vez, el actuar de los otros bautizados;
  • es el hombre persona que ha descubierto su misión en la vida, la que Cristo le ha enco­mendado y que lucha por ser testigo fiel de lo que Cristo es para él y para el mundo;
  • es el enamorado de Cristo, unión de oración y de vida, de verdad y acción, de perfección y presencia en el mundo.

Que nuestra presencia en el mundo adquiera la talla de la santidad, para ser testigos e imagen de la verdad, caridad y amor de Jesús, hecho vida en la vida de cada persona, de cada uno de nosotros.

«Sed perfectos como es perfecto vuestro Pa­dre celestial» (Mt 5, 48).

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