Bárbara Angiboust, una Hija de la Caridad silenciosa (Primera parte)

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CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 1994 · Fuente: Folleto "Las cuatro cumplieron con su misión" (Asociación Feyda, Teruel, 1994).
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El 1 de julio de 1634, por la mañana, un grupo de personas esperaba la diligencia que iba de Dreux a Paris. Todas vivían en Serville, un pueble­cito campesino a 70 kilómetros al oeste de Paris. La parada de la diligen­cia estaba a un kilómetro del pueblo y habían venido a despedir a Bárba­ra Angiboust, que marchaba a Paris y no volvería más. Quería unirse a una cofradía de caridad dedicada a ayudar a los pobres. Ella había queri­do ser monja, pero el cura del pueblo le había descubierto una nueva cofradía de mujeres, distinta de las ya existentes. A él le parecía una mezcla de religiosas y seglares, apropiada para las jóvenes que no tenían fortuna, pues no exigían dote. Por otro lado, eran más modernas, ya que no se encerraban en clausura, cuidaban de los enfermos pobres en sus casas y hacían de maestras allí donde no había escuelas para niñas que no podían pagar.

De pronto, a lo lejos, divisaron una polvareda avisando la llegada de la diligencia. Abrazó a su hermano, besó a sus hermanas y a las amigas que la acompañaron hasta el cruce, y se echó al cuello de su padre, lo abrazó, lo besó y las lágrimas llenaron los ojos del padre y de la hija. Los últimos consejos se los dio justo al parar la diligencia. Bárbara subió con un bolso lleno de sus ropas y de un poco de comida. Los cuatro caballos arrancaron. Mientras se veía la diligencia todos movían el brazo en señal de adiós. Dejaron el cruce y a Maturino, el padre, le parecía que se había derrumbado la casa. Se sintió solo; tan solo como el día que enterró a su mujer. Y es que desde entonces Bárbara, la hija mayor, había llevado la casa y había hecho de madre.

Él se había opuesto con todas sus fuerzas a esta marcha. Aunque era religioso y un católico sincero, era mucho desprenderse de su hija mayor. Campesino acomodado, había pagado para que sus hijos aprendieran doc­trina, cuentas, letras y, sobre todo, a ser católicos. Ciertamente, al morir su esposa, Bárbara había abandonado la escuela para hacerse cargo de la casa, de su padre y de sus hermanos. Tenía, por lo mismo, menos escuela que ellos. Leía muy bien y sabía cuentas, pero escribía mal. El padre ya no podía retenerla por más tiempo. Bárbara había nacido el 30 de junio de 1605. Es decir, la víspera había cumplido 29 años y comenzaba los treinta; desde el 1 de julio de 1634 Bárbara era mayor de edad y nadie podía impedirle tomar sus decisiones. Bárbara Angiboust, aunque calla­da, era enérgica y le dijo a su padre que el 1 de julio entraba en la Cofra­día de la Caridad en Paris. Su padre ya no se opuso.

Por la ventanilla de la diligencia, Bárbara contemplaba aldeas que jamás había visitado y de las que nunca había oído hablar. Hacia el me­diodía la diligencia rebotaba sobre los adoquines de Paris. Entró por la Puerta de Saint-Honoré. Cruzada la Puerta, un viajero señaló a la iz­quierda, todavía en construcción, el Palais Royal, el palacio del podero­so ministro Cardenal Richelieu. Y a la derecha el Louvre, el palacio de los reyes de Francia. Bárbara miraba extasiada tanta maravilla, de la que a veces había oído hablar como perteneciente a un mundo lejano.

Siguieron por las calles Tiroien, Ferronnerie, Lombard y la Verrerie; aquí la diligencia giró a la derecha y se detuvo en la Plaza de Gréve, enfrente del Ayuntamiento. Hacía un calor achicharrante. Una joven la esperaba, se llamaba Micaela. El cura de Serville había escrito a Vicente de Paúl, comunicándole la llegada de Bárbara Angiboust. Se abrazaron las dos jóvenes y a pie se dirigieron hacia la calle Versailles. La veterana Micaela le iba mostrando las maravillas de Paris. Cruzaron el puente de Notre-Dame y, unos metros después, se les presentó la Catedral de Nues­tra Señora, la joya de Paris, junto con la Capilla de San Luis que tenían a sus espaldas. En su vida, ni soñando, Bárbara se había imaginado igle­sias parecidas. A la derecha de la catedral junto al Sena, dormía a esas horas el Gran Hospital de Paris; le llamaban el Hótel-Dieu (Palacio de Dios). Dirigidas por la Señorita Le Gras allí atendían a los enfermos algunas compañeras.

Aunque el sol abrasaba, aligeraron el paso y cruzaron el Petit-Pont y por la calle de la Boucherie y la plaza de Maubert entraron en la calle de Saint-Victor. Un poco a la derecha estaba la casa. La Señorita y otras dos jóvenes que habían vuelto del servicio a los pobres ya habían comido. Luisa de Marillac, mientras le servía algo de comer a Bárbara, charlaba con ella y con las otras. Hablaban de la familia, del pueblo, de la cose­cha, de todo. Le preguntó sobre el motivo de venir a Paris, de su salud, de los pobres, si sabía leer y coser y cuidar de las personas, si sabía el catecismo. Bárbara respondía con toda sencillez, pero no se atrevía a preguntar. Muchas preguntas le venían a la cabeza, y sin manifestarlas, la Señorita las respondía. En un momento Bárbara concluyó para sus adentros: o es una santa o es una adivina, ¡pues no está respondiendo a lo que pienso!

Cuando terminaron la conversación, Luisa de Marillac ya tenía un retrato de la joven: sencilla, humilde, muy responsable, trabajadora, un poco inflexible; tiene carácter, de familia muy religiosa.

Ese mismo día por la tarde comenzó la formación de Bárbara. Ella estaba bien preparada, pero debía aprender a ser Hija de la Caridad. Al día siguiente la Señorita la puso a ayudar a Micaela en la visita a los enfermos pobres de la parroquia de San Nicolás de Chardonnet. Las dos estaban a las órdenes de las señoras de la Caridad. Era la Caridad mima­da por Luisa de Marillac. La había fundado ella, había sido su presidenta y estaba situada en su parroquia.

Así durante 30 días. En esos días Vicente de Paúl, el superior, les había dado las dos primeras conferencias, explicándoles a todas el pe­queño reglamento que había compuesto Luisa de Marillac. El día 31 las reunió de nuevo y les presentó el horario, escrito también por la señorita Le Gras. Casi al final de la charla, el superior distribuyó a las jóvenes los oficios como los había confeccionado Luisa. A Bárbara le tocó seguir trabajando en la Caridad de San Nicolás a las órdenes de Micaela. Aun­que fuera maravillosa, llevaba poco tiempo en la Compañía y tenía que aprender, antes de tener una responsabilidad, a vivir y a servir como Hija de la Caridad. La responsable, la «superiora», era su compañera Micaela que llevaba unos meses en el grupo. En San Nicolás pasó dos años.

El 26 de mayo de 1636 recibió aviso de Vicente de Paúl que fuera al palacio de la señora de Combalet (años después será la duquesa de Aiguillon), sobrina del Primer Ministro del reino, Cardenal Richelieu. Barbara salió de la ciudad por la Puerta de Saint-Marcel y rodeando las murallas de Paris se presentó en menos de media hora delante del palacio de Luxembourg. Era un palacio nuevo que se había acabado de construir, hacía unos diez años, para que la reina María de Médicis viviera en él al dejar el poder. A la derecha estaba el Petit-Luxembourg, un palacio más modesto que Luis XIII había puesto a disposición de Richelieu mientras construía el Palais-Royal. En el Petit-Luxembourg la señora de Combalet atendía a su tío el cardenal. San Vicente decía de la sobrina que «era quien más autoridad tenía en el reino, después de los reyes».

Un lacayo con librea le abrió la puerta y la introdujo en una pequeña sala. Allí la esperaba el padre Vicente. Después de una introducción diplo­mática, el superior Vicente le dijo que de allí en adelante trabajaría en ese palacio, unas veces para la futura duquesa de Aiguillon y otras con los pobres. Lo que no le dijo fue que antes que a ella se lo había encarga­do a María Dionisia, pero esta se le había negado, con admiración del santo, porque «ella había abandonado a su padre y a su madre para servir a los pobres por amor de Dios» y no a una gran señora. Bárbara se quedó blanca y muda y se echó a llorar. San Vicente la calmó y se la entregó a dos sirvientas para que la presentaran a la señora.

Tranquilizada por el momento, cruzaron el patio repleto de carrozas y caballos, de señoras enjoyadas, de caballeros con espada, de oficiales y abogados. A Bárbara le temblaban las piernas; no podía andar. Aquello parecía una corte de reyes. Se fijó en las criadas que parecían señoras por lo bien vestidas y les dijo: «Me he olvidado de decirle una cosa al padre Vicente» y echó a correr a la sala. El padre Vicente ya no estaba. Pregun­tó por él al lacayo de la puerta, y éste le indicó que había ido a casa del párroco de Loyac, cerca de allí. Salió corriendo, llamó a la puerta y entró jadeando. Se echó a los pies de su superior y, asustada, le dijo: «Pero, padre, ¿adónde me envía usted? ¡Si eso es una corte!». Con la admira­ción del párroco de Loyac, Vicente de Paúl la convenció para que proba­ra siquiera unos días.

En el palacio de la señora de Combalet Bárbara estaba triste, no co­mía y languidecía. Un día le preguntó la Señora ¿por qué no quería ser­virla?, y ella le contestó: «Señora, he salido de casa de mi padre para servir a los pobres, y usted es una gran dama. Si usted fuera pobre. señora, la serviría de buena gana». La futura duquesa reflexionó y al cabo de unos días se la devolvió a la señorita Le Gras.

Cuando volvió a casa de la señorita Le Gras otra compañera había ocupado su puesto en la parroquia de San Nicolás. A ella la pusieron en la Caridad de la parroquia de San Pablo, en el aristócrata distrito del Marais. Como en todos los tiempos y en todos los lugares, los pobres pululaban alrededor de las parroquias burguesas. Y sin embargo, la Cari­dad de la parroquia era pobre. La mayoría de las señoras, aunque tenían su morada en el Marais, pertenecían a la Caridad del Gran Hospital. Por eso, la Caridad de la parroquia de San Pablo tenía pocos recursos y pocas rentas, pero el número de pobres que acudían era innumerable. Tanto San Vicente como Santa Luisa lo sabían. Y allá enviaron a la Bárbara enamorada de los pobres. Ya conocían su valer.

Unos meses después la pusieron en la Caridad de la parroquia de San Sulpicio, en los suburbios del suroeste de Paris, fuera de la ciudad. Sus feligreses eran pobres y poco religiosos. ¡Cuántas veces pasó delante del Petit-Luxembourg, allí cerca, donde no quiso vivir con los grandes! Aho­ra vivía en el mismo barrio, pero con los pobres.

Al de unos meses nuevo cambio: a la parroquia de Santiago de la Boucherie, en el centro de Paris, al otro lado del Sena. Zona de mercados y de pobres malhablados, de picaresca y de mendigos. Los superiores saben que responde y la envían donde descubren alguna dificultad o una situación delicada.

Es lo que sucedió en enero de 1638. La Corte pasaba el invierno en el palacio de Saint-Germain-en-Laye, a algo más de 20 kilómetros al oeste de Paris. Al arrimo de la Corte frecuentaban el lugar numerosos nobles y burgueses que atraían pobres, mendigos y soldados lisiados. En enero de 1638 los sacerdotes de las Conferencias de los Martes, que organizaba San Vicente de Paúl, dieron una misión en Saint-Germaint-en-Laye a la que asistieron los cortesanos. Con ocasión de la misión se fundó una Cofradía de la Caridad para atender a tantos pobres enfermos. A ella se apuntaron las Damas de Honor de la reina, las damas de compañía, las camareras, peluqueras, etc. La presidenta era la señora Chaumont. Pero no sabían cómo empezar y pidieron a Vicente de Paúl una Hija de la Caridad para que les enseñara a organizarla. San Vicente comprendió la transcendencia de esta Caridad y la importancia de la Hermana que en­viaría allá. Le hubiera gustado que fuera la misma Luisa de Marillac, pero la necesitaba en Paris y temía, además, que el invierno la hiciera daño. Los dos fundadores escogieron sin dudarlo a Bárbara Angiboust, considerándola ya como uno de los puntales de la Compañía.

Bárbara fue con otra compañera. En pocas semanas la Caridad estaba en marcha y ella metida entre los pobres. Sin pretenderlo se ganó a las señoras y a los abandonados. Callada y enérgica, era la mujer apropiada para aquel lugar. Pero también para otros. Una vez organizada la Cari­dad, los fundadores la mandaron volver con intención de destinarla a Richelieu. Sin embargo las señoras de Saint Germain la reclamaron ur­gentemente. Casi sin tiempo de sacar sus pocas ropas del famoso bolso, tuvo que meterlas de nuevo y marchar para Saint-Germain.

Al de unos días descubrió la situación: su compañera se había aseglarado; se desahogaba con todo el mundo, visitaba las casas de los burgueses; se había ganado el afecto de la gente, en especial, de dos ancianos que le regalaban botellas de vino y paté. Cuando los superiores la quisieron retirar de allí, el pueblo se opuso y amenazó con no recibir a la sustituta. Al enterarse Luisa de Marillac, propuso actuar prontamente; Vicente de Paúl repetía una y otra vez: «¡Cómo me ha engañado esa pobre criatura!». Pensaron varios caminos para traer a la Hermana: es­cribirle el mismo San Vicente o enviar por ella a la Dama fundadora o a un misionero paúl o que fuera Santa Luisa a llevar a la sustituta o dejarselo todo a Bárbara Angiboust que sabría ganársela y convencerla de que volviera a Paris. Se optó por esto último. A pesar de haberse implicado algunas nobles en favor de la Hija de la Caridad, Sor Bárbara logró que la Hermana volviera.

En Saint-Germain permaneció hasta finales de setiembre 1638. Los superiores la necesitaban para comenzar una fundación muy delicada y muy entrañable para Vicente de Paúl: en Richelieu, la ciudad que había mandado construir el omnipotente ministro Cardenal Richelieu y que se había llenado de pobres venidos de todas partes. Era la primera vez que las Hijas de la Caridad se alejaban tantos kilómetros de Paris. La elec­ción de las dos Hermanas tenía que hacerse con mucho tiento. El Carde­nal Richelieu había entregado la ciudad a los padres paúles para que fueran su párroco y la atendieran religiosamente. Poco después se creó una Cofradía de la Caridad. Ante la abundancia de enfermos pobres, el Lamberto pidió urgentemente dos Hijas de la Caridad. San Vicente y Santa Luisa enviaron allá lo mejor que tenían: a Bárbara con una compa­ñera, Luisa Ganset. Bárbara iba de superiora. Las pobres aldeanas del señor Vicente no podían fracasar ante la Corte.

Una mañana plomiza de los primeros días de octubre las dos Herma­nas cogieron la diligencia que las llevaba hasta Tours. Pero aún faltaban más de 40 kilómetros para llegar a su destino. Vicente de Paúl les había indicado que en Tours preguntaran por un hombre que solía guiar a los viajeros hasta Richelieu haciendo las veces de correo. Alquilaron un bu­rro y una carreta y el buen hombre las condujo hasta Richelieu.

En la nueva ciudad, construida como los campamentos romanos, las dos Hermanas se asombraron de las calles rectas y derechas que se cru­zaban entre sí, haciendo un rectángulo perfecto alrededor de dos plazas simétricas, situadas en cada extremo de la ciudad: la Plaza del Mercado y la Plaza de las Religiosas.

La duquesa de Aiguillon se sonrió cuando escribió una carta al conde de Grandpré para que alojara a Bárbara y a su compañera y pidió a su tío el Cardenal que diera órdenes para su manutención. ¡Qué curioso es el destino! No quiso servir a la sobrina del Cardenal y ahora vivirá años en su ciudad.

Inmediatamente después de llegar, el padre paúl Lamberto les mostró su trabajo. Sor Bárbara se ocuparía de los enfermos y Sor Luisa de ense­ñar en una escuelita a las niñas pobres. El pueblo se asombraba de aque­llas dos mujeres que, sin ser monjas, lo parecían y entregaban su vida a los pobres. Dos meses después pasó por la ciudad Vicente de Paúl y tan bien le hablaron de las dos Hermanas que, al llegar a Paris, a todo el mundo contaba las maravillas que hacían con los enfermos y las niñas.

Sor Bárbara se manifiesta alegre y de buen humor, exageradamente responsable, exigente en el cumplimiento de los reglamentos consigo misma y con la compañera, se muestra inflexible. Sor Luisa, sin embar­go, es diferente. Ciertamente es muy trabajadora y responsable en la escuela, pero le encantan las relaciones sociales, salir a la calle, visitar a las señoras y recibir visitas. Todo sin permiso de Sor Bárbara, su superio­ra. No da importancia al manejo de dinero y, como tiene bienes de fami­lia, compra cosas y hace regalos sin que lo sepa su compañera. Pero Sor Bárbara lo sabe y no lo tolera. Le habla claro, la corrige y la exige. Pero ésta ni la hace caso ni se preocupa por cambiar. La gente descubre que las dos Hermanas no se llevan bien y se faltan a la caridad.

Justo un año después de llegar, en octubre de 1639, Sor Bárbara reci­bió una carta de la señorita Le Gras. La abrió alegre, como siempre que recibía sus cartas. No obstante, mientras la leía, se ponía seria, pálida, temblaba. Cuando terminó de leerla, no lloró, pero fue a rezar a la parro­quia. Allí, sentada en un banco, volvió a leer la carta despacio: la Seño­rita las felicitaba por el servicio sacrificado y entregado con los pobres; eran la admiración de la ciudad, pero estaba enfadada con ellas por la poca caridad que se tenían y el escándalo que producía esta situación en la gente. La reñía a ella porque era demasiado dura y exigente e inflexi­ble con su compañera. Era más superiora que madre y ella, Luisa, consi­deraba a todas las superioras madres más que las madres naturales. Im­ponía sus órdenes, pero debía de saber que toda superiora en las Hijas de la Caridad tiene la autoridad por obediencia y no por ella misma. Le rogaba que cambiase y se mostrase humilde, tolerante, cordial y dulce con su compañera.

Delante del Sagrario Bárbara le prometió al Señor que cambiaría. Guardó la carta y volvió a casa.

Tenía que leérsela a Sor Luisa, pero tenía miedo a cómo reaccionaría. Se la leyó después de comer. Primero lo que decía de ella y luego lo que decía de Luisa: su independencia, su callejear y frecuentar las visitas de señoras y su manejo del dinero. Todo sin permiso. Bárbara la miró. Tenía los ojos bajos. Pasaron unos segundo y confesó: es verdad. Se abrazaron y las dos se prometieron cambiar. Y cambiaron.

A finales de noviembre pasó de nuevo por Richelieu Vicente de Paúl y le escribió a Luisa de Marillac que su carta había surtido efecto, que la gente estaba admirada de cómo se querían; que la comunidad era una casa de paz, en calma y armonía entre las dos Hermanas. El impacto en el pueblo fue tan penetrante que, a los pocos meses, algunas chicas pidie­ron entrar en la Compañía. La vocación de una de las jóvenes muestra ese halo de visión divina. Era una mañana, camino de la misa se encon­tró con una joven y trabó conversación con ella. Se llamaba Vicenta Aucher y se preparaba para contraer matrimonio. Sin embargo Sor Bár­bara le dijo que no estaba indicada para el matrimonio, que Dios pedía otra cosa de ella. Todo esto lo contó, después de morir Sor Bárbara, la misma Sor Vicenta Aucher.

Santa Luisa se confirmó de la santidad y personalidad de Sor Bárbara e indicó a San Vicente que sería acertado mandarla a Angers a pasar Visita a la comunidad recién establecida. Meses más adelante le propuso al superior nombrarla superiora de Angers por lo difícil que sería dirigir aquella comunidad, la primera que se fundaba independiente de las Se­ñoras de las Caridades. Santa Luisa la consideraba «una mujer juiciosa que no se espantaba por nada, que tenía todas las cualidades para go­bernar la comunidad de Angers, ya que era una de las más capaces del grupo». Pero ¿a quién poner en Richelieu? Sor Luisa Ganset recibió un susto tremendo. Ahora que se comprendían, se aceptaban y se querían pretendían quitarle la superiora. Ella no supo que también fue propuesta para Sedán, a cientos de kilómetros de Paris, cerca de la frontera con Bélgica, aunque se prefirió a María Joly. Más que susto sintió temor, cuando el P. Lamberto les dijo que iba a pasar visita a Angers con poderes de nombrar superiora a Bárbara si lo veía necesario.

No fue necesario y las dos compañeras continuaron ayudando a los pobres y fascinando a la ciudad hasta verano de 1641. Eran felices, te­niendo, además, cerca una comunidad de padres paúles que las confesa­ban y las dirigían. Cuando se enteró San Vicente que acudían mucho al director, lo cortó secamente: no debían acudir frecuentemente a casa de los misioneros porque la gente es maliciosa y mal pensada, y pueden interpretarlo mal y, aunque injustamente, hasta sospechar. Las Hermanas obedecieron, a pesar de que Santa Luisa tenía confianza plena en los misioneros y en sus hijas y sabía que la gente sencilla nunca pensaría mal si no eran imprudentes y se entregaban a los pobres. No veía mal que fueran a saludarlos y a darles noticias de la Compañía.

Sin embargo la dicha no se alargó. Lo sabían las dos Hermanas. Ellas no habían entrado en la Compañía para vivir cómodamente sino para hacer felices a los pobres. En el verano de 1641, el año en que Sor María Joly fue a Sedan, a Sor Bárbara la trasladaron a aliviar el sufrimiento de los galeotes. Bárbara había oído hablar muchas veces de aquellos des­graciados a los pocos días de entrar en la Compañía, cuando servía en la Parroquia de San Nicolás de Chardonnet. La prisión estaba cerca.

¡Cuántas veces pasó rozando los muros de aquella torre, la Tournelle, en la Puerta de San Bernardo! Al tocar los gruesos muros de piedra algu­na vez sintió terror. Decían que estaba repleta de criminales, asesinos, violentos sin piedad ni compasión. Allí se apiñaban hombres crueles lle­nos de sangre y de odio mientras esperaban salir para las galeras de Mar­sella. Su comida era tan solo pan y agua. El pueblo les juzgaba merecedores del castigo. Todos eran fuertes, capaces de remar en las galeras del Mediterráneo encadenados a los bancos.

Ahora las Hermanas vivían a unos doscientos metros de la Torre. Todas las semanas les lavaban la ropa y con los donativos que recibían hacían cada día comidas en las que echaban siempre un trozo de carne para cada forzado. Por fin Bárbara iba a entrar en la misteriosa y terrorí­fica cárcel.

A las diez de la mañana se presentaron dos guardias de la Torre en la casa de las Hijas de la Caridad. Eran fuertes; cogieron la pesada marmita y seguidos de las dos Hermanas se acercaron a la prisión. Un guardia abrió el portón y entraron en un patio empedrado. Enfrente dos torreones y en medio otro portón que daba a unas escaleras. Descendieron y Bárbara tocó las paredes húmedas: el río Sena mojaba los muros por el lado norte. En un descansillo, una puerta pequeña. Otro guardia la abrió y una bocanada de aire enrarecido por el sudor frotó la cara de Bárbara. Entra­ron y delante de ella apareció un espectáculo aterrador: más que calabo­zo era una cueva llena de gruesas vigas de madera de roble que servían de banco, de cabecera y de mesa para aquellos desdichados. En el suelo un montón de paja les servía de cama. Bárbara no pudo contar el número de vigas o bancos; lo que sí contó fueron veinte presos en cada viga. Cada uno tenía una argolla de hierro en el cuello, remachada a una cade­na sujeta a la viga. No podían ponerse ni de pie ni sentados a no ser que tuvieran continuamente inclinada la cabeza.

Las Hijas de la Caridad llevaron a la mazmorra un aire de delicadeza y de frescor femeninos. San Vicente de Paúl logró que todos los días les permitieran salir al patio a pasear y a tomar el aire, sus hijas consiguie­ron que a la paja no se la dejara criar gusanos y en vez de cambiarla cada mes se la cambiara cada semana. Ellas se encargaron de lavarles la ropa semanalmente y de añadir potaje y carne al pan solo que les daba la prisión.

Los guardias dejaron en el suelo la marmita y las dos Hermanas em­pezaron a servir la comida pasando entre los bancos separados un metro uno de otro. Mientras servía la comida Bárbara se fijaba en los rostros duros como troncos, en las madejas de sus cabellos, en los nervios de hierro sin limpiar de sus manos. Todo le daba miedo. Algunos por lo bajo le decían palabrotas soeces, le alargaban los pies para que tropezara o se le acercaban descaradamente. A veces sentía qué fácil sería estrangularla entre todos aquellos desesperados que ya nada temían. La condena a galeras, si era perpetua, era la pena más dura después de la muerte. Sin embargo, también le pareció descubrir caras pacíficas, angustiadas, ino­centes; eran las de aquellos pobres infelices que, por un motivo cualquie­ra, se les había condenado a galeras porque simplemente el rey necesita­ba más remeros para los nuevos barcos.

Cuando terminaron y salió a la calle le pareció resucitar de una tum­ba. Su compañera notó la impresión y le dijo que ya se iría acostumbran­do. Se acostumbró. Su carácter era enérgico y dulce a la vez. Los forza­dos llegaron a quererla y a respetarla, lo que no impedía que tuviera sus contratiempos.

Un día helador de invierno la comida se enfrió en el camino de los doscientos metros que separaba su casa de la Tournelle. Un galeote pro­bó la carne fría y su sicología desesperada lanzó un grito y tiró la comida al suelo. En la mazmorra se hizo un silencio hiriente y todos miraron a Sor Bárbara. Esta se arrodilló, cogió la carne y la limpió en una jarra de agua, luego sonriendo se la volvió a ofrecer al preso. Éste, sin dejar de mirarla, la tomó y la comió en silencio.

Cuando se volvió Bárbara dos fornidos guardias se acercaban con un látigo. Sor Bárbara comprendió y rápida se interpuso entre los guardias y el preso. Enérgicamente rogó y suplicó que no lo azotaran. Los guardias no comprendían a aquella mujer, pero paso a paso fueron retrocediendo hasta sus puestos y guardaron el látigo. Desde aquel día los condenados a galeras la consideraron no ya solo su ángel bendito sino también su intercesora.

Sor Bárbara se iba agotando con un trabajo ingrato e incomprendido por todo el mundo. Estaba débil y hubo que aumentar a tres las Hijas de la Caridad. Pero ella era la responsable de buscar dinero o de entramparse pidiendo a fiado la comida para no disminuir la ración cuando aumenta­ba el número de presos.

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