Asociacion Internacional de Caridades: Solidaridad y Autopromoción

Francisco Javier Fernández ChentoAsociación Internacional de CaridadesLeave a Comment

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Author: Jaime Corera, C.M. .
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Recién terminado el Concilio Vaticano II la Asocia­ción Internacional de Caridades (A.I.C.) enfrentó con va­lentía en el llamado Documento Base (D.B.) un cambio de perspectiva en la imagen que la asociación tenía de sí misma y en la imagen que tenía de ella la opinión común. Las Damas de la Caridad, bien conocidas por su trabajo de asistencia benéfica a los necesitados, no sólo cambian de nombre («dama» quiere decir señora, y ellas no quieren ser señoras de nadie sino sólo servidoras), sino también de vi­sión en su relación con los pobres. Quieren pasar de una función que era básicamente asistencial a una función de participación (D.B.,3.10). En la asamblea de delegadas te­nida en Asís en 1990 vuelven a redefinir la naturaleza de su acción caritativa con los términos de «solidaridad y autopromoción». No ha habido en esta segunda redefini­ción un cambio muy importante de contenido en relación a la del D.B. Pero el cambio de términos parece oportuno: solidaridad y autopromoción sugieren mejor y sugieren más cosas que la palabra participación.

Ahora bien, ante esos cambios de términos y de pers­pectivas la A.I.C. tiene que hacerse tres preguntas:

  1. ¿Sigue siendo la asociación fiel al espíritu del fundador al cambiar los términos y al cambiar las perspectivas?
  2. Y más importante: ¿tienen también estos nuevos tér­minos una auténtica raíz evangélica, o son sólo térmi­nos que se aceptan porque están de moda, y que podría usar cualquier agente social que trabaja por los nece­sitados sin tener en cuenta para nada el evangelio?
  3. ¿Está suficientemente motivado el cambio de térmi­nos y de perspectivas para responder mejor a la rea­lidad de la pobreza en el mundo de hoy?

La respuesta a esta tercera pregunta le corresponde en­teramente a la misma asociación. También le correspon­den las respuestas a las dos primeras, pues la asociación debe asegurarse por sí misma de que sigue siendo fiel a san Vicente de Paúl y al evangelio en todo momento histó­rico, al cambiar los términos y las perspectivas que defi­nen su acción caritativa.

Las ideas que siguen quieren ser una ayuda para la re­flexión en relación a las dos primeras preguntas solamen­te, las que se refieren al aspecto vicenciano y evangélico de la autopromoción y solidaridad.

Autopromoción

Desde la primera encíclica social, la Rerum novarum de León XIII de 1891, la Iglesia ha venido proporcionando a lo largo de ya más de cien años un rico y variado cuerpo de ideas que tratan de iluminar los problemas sociales del mundo moderno con la luz del espíritu del evangelio. Este es el propósito fundamental de la llamada Doctrina Social. Si Jesucristo y su mensaje evangélico de salvación son pa­ra todo tiempo y lugar, tienen que tener algún valor de sal­vación también para los hombres de hoy.

La Doctrina Social contiene, decíamos, una gran varie­dad de ideas sobre multitud de aspectos de la sociedad moderna, pero no se extravía en el bosque de los muchos problemas. Tiene un hilo conductor que nunca deja de la­do: la idea cristiana de la dignidad de toda persona huma­na, idea que es, por supuesto, muy anterior a la Doctrina Social, y que encuentra sus raíces en la enseñanza explí­cita de Jesucristo, y aún antes, en la enseñanza bíblica desde el Génesis.

El libro del Génesis nos dice que el hombre ha sido he­cho por Dios a imagen suya, imagen en lo que se distingue de los demás seres, pues de éstos no se dice que están he­chos a imagen de Dios: la capacidad de pensar y la capa­cidad de elegir, racionalidad y libertad. Esto se dice de to­dos los seres humanos, y no sólo de algunos privilegiados como podrían ser los miembros del pueblo elegido, o los cristianos, o los ricos, o los cultos, o los blancos.

El evangelio va más allá que el Antiguo Testamento y nos revela que todos los hombres somos, o estamos llama­dos a ser, hijos de Dios, y por lo tanto hermanos, pues uno solo es nuestro Padre. Este es el fundamento de la Doctri­na Social. Nos provee de un criterio seguro para discernir entre los programas de organización y de acción social: es legítimo todo lo que respeta y promueve la dignidad del ser humano, lo que le ayuda a ser más imagen y más hijo de Dios; es ilegítimo lo que degrada la imagen.

A pesar de lo que se dijo arriba, sí que hay unos seres humanos privilegiados por Dios de los que dice su hijo Je­sucristo que son además imágenes vivas de su humanidad, y a los que él vino a evangelizar. Estos seres humanos son los pobres. Solía decir san Vicente: ‘Dad la vuelta a la medalla, y veréis por la luz de la fe que el hijo de Dios, que ha querido ser pobre, nos es representado por estos pobres» (XI 725). Son los preferidos del Señor precisa­mente porque en ellos aparece la humanidad disminuida y deficiente. La sociedad (a veces los «fallos» de la naturale­za, a veces sus propias deficiencias morales) los ha hecho así. A Dios «se le revuelven las entrañas» de misericordia a favor de ellos, pues es padre, y por eso los prefiere.

Ahora bien, el ayudar a redimir a los pobres, el ayudar a liberarlos de sus limitaciones, no se consigue dejando de lado lo que les hace humanos, sino apelando a los recursos de humanidad que les queden; o sea, apelando a un uso mayor de su racionalidad y de su capacidad de obrar libre. A esto se llama autopromoción. Todo ser humano sigue siendo, a pesar de sus limitaciones, una imagen de Dios, racional y libre. Para él, para cada uno de ellos, tiene Dios pensado un proyecto de vida, una vocación, que otros se­res humanos le pueden ayudar a descubrir y a llevar a ca­bo. Pero es él, el pobre, el que tiene que responder a esa vocación, con la ayuda de Dios, por sus propias fuerzas. Al hacerlo, se autopromociona. Los demás no pueden, y no deben, más que intentar ayudarle a hacerlo. Por lo de­más, ése es el caso también con cualquiera de nosotros: los demás nos pueden ayudar, pero no hacer en nuestro lugar lo que debemos hacer para responder al plan de Dios sobre cada uno de nosotros.

Hay que admitir con sinceridad que una buena parte de la actividad caritativa tradicional no tenía en cuenta (ni la tiene hoy en muchos casos) estas ideas. Pensemos en el caso de familias pobres a las que se ha proporcionado una asistencia benéfica que les ha ayudado a sobrevivir du­rante años, y que se encuentran al final exactamente en la misma situación social, e incluso religiosa, que al princi­pio. La ayuda benéfica ha resultado ser no una ayuda a la autopromoción, sino un mecanismo para perpetuar la de­pendencia. En algunos casos podría ser aún peor, pues las mismas personas y organismos que sienten una gran auto­satisfacción sicológica en «ayudar a los pobres» se oponen tal vez cuando ven en ellos gestos de protesta por su situa­ción, o intentos de autoorganización para salir de su po­breza. De esto último no se ha visto siempre libre, ni de lejos, la conciencia de muchas gentes católicas que eran, por otro lado, muy practicantes y muy caritativas. La au­topromoción exige que no sólo no se les pongan trabas en sus esfuerzos para salir de su pobreza, sino que se les ayu­de en esos esfuerzos desinteresadamente y generosamente.

Pasemos al aspecto vicenciano. En la rica y variada iconografía de san Vicente de Paúl ha predominado, con mucho, la imagen del sacerdote anciano de rostro amable con un niño en sus brazos. Es casi seguro que esa imagen no responde a ningún hecho real de su vida. Pero sí refleja perfectamente la imagen predominante que tiene de san Vicente la opinión pública, dentro y fuera de la Iglesia. Tal vez sea inevitable que la opinión del gran público se con­tente con lo que sugiere esa imagen por no ser capaz de mayores profundidades.

Pero sería muy lamentable que sucediera lo mismo a los miembros de las instituciones que él fundó. No pueden contentarse con esa imagen, pues ésta no sólo no refleja todo lo que hizo y lo que fue san Vicente de Paúl, sino que deja en oscuridad total los aspectos principales de su per­sonalidad caritativa. Entre ellos el relativo al tema que es­tamos viendo, la autopromoción.

Es muy cierto que buena parte de la actuación personal de san Vicente y de la de sus instituciones consistió en acti­vidades de carácter asistencial para remediar necesidades extremas y urgentes. No fue otro que un motivo asistencial (corporal y espiritual) el que dio origen a las dos institucio­nes de las que procede la A.I.C., la cofradía parroquial de Chátillon y las Damas de la Caridad del Hótel-Dieu. De la actuación asistencial de éstas últimas a las provincias de­vastadas por las guerras les decía sólo tres años antes de mo­rir: «La ayuda enviada a las provincias desoladas es muy grande. No hay ejemplo con el que se pueda comparar lo que habéis hecho para ayudar a esas provincias reducidas a necesidad extrema enviando grandes sumas de dinero. ali­mentos y ropa para atender a una infinidad de pobres. Nun­ca se ha oído hablar de una asociación de mujeres que, co­mo la vuestra, haya hecho algo semejante» (X 959).

De manera que el aspecto de asistencia fue no sólo el motivo histórico de la fundación de la A.I.C., sino que es­tuvo presente en gran escala a lo largo de su existencia mientras vivió el fundador. Ese fue el motivo histórico de la fundación, pero no dice toda la historia. Pues sólo tres años después de fundada la cofradía de Chátillon ya apa­rece en el reglamento de otra cofradía, la de Folleville, además de la asistencia a los enfermos pobres, el plan de enseñar algún oficio a niños y jóvenes, y el ayudar con un suplemento a los trabajadores cuyos salarios fueran insufi­cientes para mantener un nivel digno de vida (X 629). Ambas estrategias apuntan claramente a la idea de auto-promoción. En efecto: en ambos casos se ayuda a los ne­cesitados para que ellos mismos puedan valerse por sus propios medios. Otro reglamento escrito por san Vicente, el de Macon, lo dice expresamente: «Para no fomentar la pobreza de los pobres ni de sus familias, no se les dará más que lo necesario para suplir el salario módico que reciban por sus trabajos» (X 636). Aún más: uno de los reglamentos prevé que los jóvenes aprendices, una vez aprendido su oficio, «enseñarán gratis a los niños pobres de la ciudad», lo cual implica no sólo la idea de la auto-promoción personal, sino la aún más rica de la autopromo­ción mutua entre los pobres.

La misma idea de autopromoción aparece en el trabajo de ayuda a las provincias devastadas por las guerras. Bue­na parte de esa ayuda fue distribuida por las damas, no en forma de alimentos, sino en forma de simiente y de herra­mientas para hacer posible el trabajo de los campesinos arruinados por el pillaje de los ejércitos. Les dice san Vi­cente: «El trigo que se ha enviado ha dado la vida a un gran número de familias. No tenían ni un grano para sembrar. Nadie se lo ha querido prestar. Las tierras per­manecían yermas, y aquellas aldeas se quedaban desiertas por la muerte y por el abandono de sus habitantes. Se les ha enviado hasta 22.000 libras en simientes. Vean, seño­ras, el bien que han hecho y la desgracia que sería el no haberles ayudado» (X 954).

La idea de autopromoción aparece con mayor claridad aún en el trabajo de las damas a favor de los niños aban­donados. El primer impulso que les llevó a ocuparse de ellos fue la idea asistencial de librarlos de la muerte pre­matura (X 918). Pero pronto, una vez crecidos, se les planteó el problema de qué hacer con ellos. Se resolvió el problema con una medida netamente promocional: «edu­carles y ponerles en situación de ganarse la vida, según las habilidades de cada uno, para que puedan no sólo vi­vir, sino vivir bien» (X 951).

Como resumen de la obra conjunta de damas e hijas de la caridad a favor de los niños abandonados, dice el primer biógrafo de san Vicente que cuidaban de los niños hasta ponerlos «en estado de subsistir por su propio trabajo e industria» (Abelly, p.147). 0 sea: hasta el momento y si­tuación en que ellos mismos pudieran cuidarse – autopro­mocionarse – de sí mismos.

Solidaridad

La solidaridad brota de la existencia de caracteres co­munes entre los seres humanos: sangre, raza, religión, pa­tria, aficiones culturales, deportivas, trabajo…No es, pues, de suyo un sentimiento específicamente cristiano. Se da en cualquier religión y en cualquier cultura. La solidaridad de carácter más profundo entre los seres humanos es preci­samente la que se basa en la humanidad compartida. En virtud de ella cualquier ser humano tiende a sentirse soli­dario de cualquier otro ser humano, a pesar de las diferen­cias que tienden a separarlos, diferencias de raza, de clase social, de religión, de cultura… Tampoco este tipo profundo de solidaridad es específicamente cristiano, aunque se acerca mucho a ello. En todas partes hay (gracias sin duda a Dios y a la influencia de su Espíritu en todo ser humano) mucha gente que, sin ser cristiana, se siente solidaria de todo ser humano, cualesquiera que sean las diferencias que tienden a separarle de él.

La solidaridad suprema es la de quien, siendo superior por naturaleza, se olvida de su superioridad y se pone al nivel del inferior y se solidariza con él. De este tipo de so­lidaridad sólo se ha dado un caso en toda la historia de la humanidad: el de Jesucristo, que «aunque era de condi­ción divina, se despojó de su rango, tomó la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres, y se humilló a sí mismo hasta la muerte en cruz» (Flp 2,6-8).

Esta es la verdadera solidaridad cristiana. De esto no es capaz por sí mismo ningún ser humano, pues no hay nadie que sea en principio superior a ningún otro ser humano. La solidaridad con los pobres, inspirada por el Espíritu del Señor, nos hace saltar por encima de todas las aparentes superioridades creadas por la sociedad (autoridad, presti­gio, nivel cultural, dinero, clase social), para hacernos ver en el que es aparentemente inferior un ser humano tan digno al menos como nosotros. Aún más: en el caso del pobre, el Espíritu de Jesucristo nos hace ver en él un ser humano preferido por el Dios de Jesucristo; la solidaridad nos lleva, como llevó a Jesucristo, a encarnarnos en el mundo de los pobres y en sus preocupaciones, a ponernos a su nivel.

Con razón, pues, se critica con tanta fuerza todo tipo de paternalismo, pues éste brota de una conciencia falsa de superioridad. Qué lejos está todo tipo de paternalismo de aquella tremenda frase de san Vicente que expresa lo mejor de su espíritu de solidaridad con los pobres: «Los pobres son nuestros amos y señores» (idea que repite muchas ve­ces. Ver, por ejemplo, IX 43). Si hay alguna superioridad entre los seres humanos, ésa está en manos de los pobres, pues son ellos los preferidos de Jesucristo, y a ellos va diri­gido en primer lugar el anuncio de salvación. No nos deben nada, ni siquiera gratitud, por lo que podamos hacer por ellos; a ellos se les debe todo: «Dios nos conceda la gracia de convencernos de que al socorrer a los pobres estamos haciendo justicia y no misericordia» (VII 90).

La solidaridad con los pobres no excluye la solidaridad con el resto de la humanidad, sino que la incluye expresa­mente. Tampoco el Señor excluye de su anuncio de salva­ción a los que no son pobres, sino que está dirigido a todos los hombres, pues «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4). Pero Jesucristo empieza su obra de salvación por los pobres, no por los ricos y poderosos; a ellos, a los pobres, se anuncia la Buena Noticia (Lc 4,18); el que los pobres sean evangelizados es la señal infalible de que el Mesías ya está en el mundo (Mt 11,5).

Esta enseñanza central de Jesucristo define la esencia de la espiritualidad y de la acción de san Vicente de Paúl. También él se cree enviado, en seguimiento de Jesucristo, a evangelizar a los pobres. Todas sus instituciones, sin una sola excepción, fueron creadas por ese hombre y ese espí­ritu para dedicarse sólo a la redención de los pobres. Ni san Vicente ni sus instituciones deben excluir a nadie, por su­puesto, de su solidaridad, pues con todos los seres humanos, también con los que no son pobres, compartimos una mis­ma humanidad y una misma vocación a la vida eterna.

Pero las instituciones de san Vicente de Paúl, también la A.I.C. y en primer lugar, pues fue la primera que él fundó, deben tener bien claro que su «opción» por los pobres, op­ción en la que expresan su solidaridad, no debe ser prefe­rencial, sino exclusiva. No deben «preferir» a los pobres en sus actividades, sino que éstas deben estar dirigidas sólo hacia ellos. Otras personas y otras instituciones habrá en la Iglesia que se sientan llamadas a evangelizar a los que no son pobres. El conjunto de la Iglesia sí debe hacer una op­ción preferencial por los pobres; es decir, debe mostrar por el conjunto de su actuación que la Iglesia de Jesucristo pre­fiere, igual que quien la fundó, a los pobres. Pero la opción por los pobres de quienes se sienten llamados a inspirar su vida cristiana por el espíritu de san Vicente de Paúl no debe ser preferencial, sino, como decíamos, exclusiva.

Solidaridad para la autopromoción

Todo el que quiera dedicar su vida a ayudar a los pobres a autopromocionarse por solidaridad con ellos, deberá ser, a su vez, un experto en la autopromoción propia. Es decir, de­berá haber experimentado en su propia vida los mecanismos de la autopromoción y de los bienes que produce en la vida personal. Hablamos, por supuesto, de autopromoción en el vivir como cristiano y como servidor de los pobres.

1. La necesidad de conversión a una vida de siguimiento de Cristo…

La voluntaria vicenciana no puede verse a sí misma como una simple trabajadora social, por hermosa que sea esta vocación, sino como una seguidora-imitadora de Je­sucristo. El seguimiento de Cristo exige siempre una con­versión. Lo que quiere decir: hacer de Jesucristo, de sus enseñanzas, de su modo de obrar y de amar, el centro de la vida propia. Tiene la voluntaria dos modelos muy dife­rentes para aprender cómo se hace eso: los dos fundadores, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac.

El primero vivió hasta los treinta y siete años como sa­cerdote honrado, sin duda, pero obsesionado no por imitar a Cristo o dedicar su vida a los pobres de Cristo, sino por el ideal de hacer de su sacerdocio un medio para asegurar­se la propia vida y la de sus familiares. Dios intervino oportunamente, le destrozó ese ideal, le llamó a dedicar su sacerdocio a otra cosa, y Vicente respondió con toda radi­calidad y sinceridad hasta su muerte.

Luisa fue santa casi desde la cuna. Al quedarse viuda a los treinta y cuatro años estuvo a punto de encerrar su viu­dez en el ideal de un programa denso y apretado de actos de piedad y de vida prácticamente enclaustrada en su pro­pia casa. Pero Dios, con la ayuda del señor Vicente, le mostró otro camino de seguimiento de Cristo y de santidad a través del trabajo incansable por los pobres, trabajo que exigió de ella un cambio muy radical en el ritmo tranquilo de su vida de viuda piadosa, para hacer de ella, sin dejar en absoluto su piedad profunda y sincera, uno de los ejemplos más admirables de dedicación a los pobres que se han dado en la historia de la Iglesia.

Para seguir a Jesucristo hay que cambiar muchas cosas, hay que convertirse de muchas cosas. Así hablaba san Vi­cente a las primeras damas de la caridad:

«Así pues, el primer medio que os presento (para perse­verar en el camino comenzado de trabajo por los pobres), señoras, es tener un interés continuo y sólido por traba­jar en vuestro progreso espiritual y vivir con toda la perfección que os sea posible, teniendo siempre dentro de vosotras la lámpara encendida, esto es, un deseo de corazón, ardiente y perseverante de agradar y obedecer a Dios; en una palabra, de vivir como verdaderas sier­vas de Dios. Y como las máximas del mundo no están de acuerdo con esto, y no hay nada que nos prive tanto del espíritu de Dios como el vivir mundanamente en el siglo, y como cuanto mayor es el lujo y el fasto, más indigno se hace uno de poseer a Jesucristo, las damas de la caridad tienen que apartarse de ese espíritu del mundo como de un aire contaminado; deben declararse partidarias de Dios y de la caridad. Y tiene que ser por entero, puesto que Dios no puede tolerar un corazón compartido. Lo quiere todo; sí, lo quiere todo. Tengo el consuelo de ha­blarles a unas almas que son totalmente de Dios, apar­tadas de todo lo que podría hacerlas desagradables a sus ojos. Antiguamente, entre aquellas que se presenta­ban para entrar en esta compañía, se elegía a las que no frecuentaban el juego, ni las comedias, ni otros pasa­tiempos peligrosos, y que no buscaban la vanagloria en las prácticas de devoción. Hemos de creer que Dios no derrama sus gracias más que sobre aquellas que se se­paran del gran mundo, que se acercan a Dios de forma que todo el mundo pueda ver que han hecho profesión de servir a Dios » (X 955-956).

Obsérvese que lo que espera san Vicente de las damas es una verdadera autopromoción personal en el aspecto más importante de su vida, su vida de fe: «un interés continuo y sólido por trabajar en vuestro progreso espiritual…».

2. …para el servicio de los pobres

Pues éste es el aspecto que la llamada de Cristo nos pro­pone a todos los seguidores de san Vicente. A Cristo se le puede imitar de muchas maneras. Cada santo, cada cristiano que lo es de verdad escoge (más bien se lo señala Dios: vo­cación) un aspecto de la figura de Jesucristo y alrededor de ese aspecto orienta los diversos elementos de su vida cris­tiana. A san Vicente, y a cuantos se sienten inspirados por él, el Señor ofrece el ejemplo del Cristo evangelizador de los pobres. Ese es el modelo que tienen que apropiarse cada vez con mayor profundidad a lo largo de la vida. Al hacer­lo, la voluntaria se autopromociona a sí misma como ser­vidora de los pobres.

Esta idea tiene muchas implicaciones para la vida de la voluntaria como cristiana: implicaciones en su vida espi­ritual, en su vida familiar, en su vida social. Pero aquí va­mos a comentar brevemente sólo un aspecto, el aspecto que podríamos denominar «profesional», pues se refiere a su «profesión» de servidora de los pobres.

Para servir con sinceridad y desprendimiento a los pobres hace falta, por supuesto y ante todo, un gran corazón, como lo tenía san Vicente, o, aún mejor, como lo tenía el Señor. Sin eso, el servicio se convierte en mera actividad social. Pe­ro el corazón no basta en muchos casos. No basta querer servir; hay que saber hacerlo. Eso se exige hoy aún más que en tiempos de san Vicente, por lo complicadas que son hoy las formas de pobreza y lo imbricadas que están con las rea­lidades tan complejas de las sociedades modernas.

Un ejemplo sencillo: a san Vicente y a las damas de su tiempo les podía bastar, para ayudar a los campesinos a salir de la necesidad extrema, con enviarles semillas que aseguraran la próxima cosecha. Pero hoy lo que pueda ha­cer un campesino con sus semillas está fuertemente condi­cionado por el precio, sobre el que no tiene ningún control, de la maquinaria agrícola, de los fertilizantes y herbicidas, de la política agraria de su gobierno, y hasta de los precios fluctuantes de los cereales en el mercado internacional.

La complicación de las formas de pobreza y la compleji­dad de nuestra sociedad moderna piden que quienes se de­dican a la redención de los pobres procuren tener, además de un gran corazón, un conocimiento lo más rico posible de lo que exige su «profesión». Es cierto que no hace falta, aunque no viene mal, ser especializados en nada para servir a los pobres. Aún hay muchas situaciones de pobreza que no requieren conocimientos demasiado especializados. Pero el conjunto de la A.I.C. y cada miembro de ella en la medi­da en que pueda, debe, porque lo exige precisamente su profesión de servidora de los pobres, procurar estar al día en los modos y maneras de trabajar por los pobres. Debe la voluntaria, en otras palabras, mantenerse ella misma en es­tado permanente de autopromoción, o, como se dice hoy con expresión aceptada comúnmente, en estado de forma­ción permanente para servir mejor a los pobres.

3. Solidaridad en la autopromoción

Ahora bien, ese trabajo de autopromoción personal para capacitarse en el trabajo por los pobres la voluntaria lo tie­ne que hacer ella misma, pero no lo va a hacer sola. La asociación debe crear entre todas un fuerte vínculo de so­lidaridad mutua, solidaridad basada en la fe y en el amor al mismo Señor, y en la vocación común de servicio a los pobres. Juntas y asociadas, las voluntarias pueden hacer muchas cosas que cada una por su lado no sería capaz de hacer; juntas y asociadas se pueden ayudar mutuamente a formarse, a autopromocionarse, en los dos aspectos bási­cos de su vocación vicenciana, que son:

Vivir una vida cristiana más auténtica.

Ya en el reglamento primero de Chátillon san Vicente preveía y quería que las mujeres de la cofradía , además de asistir asociadamente a los enfermos, tomaran parte en una vida participada de piedad y sacramentos, y de afecto mutuo, afecto que debía alcanzar incluso más allá de la muerte: «Se querrán mutuamente como personas a las que Nuestro Señor ha unido y ligado con su amor, se visitarán y consolarán en sus aflicciones y enfermedades, asistirán en corporación al entierro de las que fallezcan y comulga­rán por su intención» (X 573).

Para ayudarles a profundizar en las exigencias de su vi­da de cristianas seglares (para ayudarles a autopromocio­narse como seglares) san Vicente les recomienda la lectura de un libro que estaba entonces de moda, la Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales (X 584). No se lo recomienda porque estuviera de moda, pues ese libro ha sido durante casi tres siglos la mejor y más sólida obra de espiritualidad seglar, hasta la célebre Jalones para una teología del laicado, del teólogo dominico padre Congar, hace unos cuarenta años, y hasta las enseñanzas del conci­lio Vaticano II sobre el papel de los seglares en la misión de la Iglesia.

La obra de san Francisco de Sales se puede leer aún hoy con mucho provecho si se le añaden aspectos que san Francisco de Sales no tuvo mucho en cuenta, pero que en la enseñanza del concilio aparecen como muy importantes. El principal: que «los seglares, pues han recibido – por el bautismo – participación en el ministerio sacerdotal, pro­fético y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mun­do la parte que les atañe en la misión total del pueblo de Dios. Como lo propio del estado seglar es vivir en medio del mundo y de los asuntos temporales, Dios les llama a que ejerzan su apostolado dentro del mundo a manera de fermento» (Apostolicam actuositatem, 2). Aunque con otras palabras, no otra cosa repetía con frecuencia san Vi­cente a las damas de la caridad de su tiempo.

Para trabajar mejor por los pobres.

Mejor, ya se dijo arriba, porque asociadas solidaria­mente, las voluntarias serán capaces de llevar a cabo obras que cada una por separado no podría hacer. Mejor, porque de la actividad de otras puede aprender cada una, en parti­cular las recién asociadas, mil aspectos prácticos que a ella no se le ocurrirían si trabajara sola. Mejor, porque cuando el desaliento, o la enfermedad, o las obligaciones de la profesión o de la familia propia, no permitan a la volunta­ria una participación plena en las actividades de la asocia­ción, seguirá, a pesar de todo, tomando parte en sus actividades con su oración, su apoyo moral y económico, su colaboración activa, aunque sea corta y limitada. Seguirá siendo, a pesar de las limitaciones de su participación, so­lidaria con las personas y las obras de la asociación, la autopromoción continua de sus miembros, y con las obras de autopromoción emprendidas a favor de los pobres, y en solidaridad con ellos.

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