Apresados por Jesucristo

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Author: Miguel Lloret, C.M. · Year of first publication: 1985 · Source: Ecos de la Compañía, 1985.
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jesus-de-nazaretHemos visto cómo en su consideración de Jesucristo, los Fundadores tienen un «enfoque selectivo» que constituye precisamente su «carisma» y que nosotros debe­mos hacer nuestro al vivir el espíritu de la Compañía:

«Cuando se dice: «El Espíritu de Nuestro Señor está en tal persona o en tales ­ obras», ¿cómo se entiende esto? ¿Es que se ha derramado sobre ellas el mismo Espíritu Santo? Sí, el Espíritu Santo, en cuanto a su Persona, se derrama sobre los justos y habita personalmente en ellos. Cuando se dice que el Espíritu Santo actúa en una persona, quiere decirse que este Espíritu, al habitar en ella, le da las mismas inclinaciones y disposiciones que tenía Jesucristo en la tierra, y éstas le hacen obrar en igual manera, no digo que con la misma perfección, pero sí según la medida de los dones de este divino Espíritu». (Coste XII, 108; Síg. IX/3, 41.)

Ahí tenemos, pues, a la Hija de la Caridad llamada a centrar su vida en Jesucristo, en Jesucristo como consagrado y enviado a llevar la Buena Nueva a los pobres. Por eso, «los Consejos Evangé­licos» son, por lo que a ella se refiere, ante todo y sobre todo, ese Amor, esa humildad, esa sencillez que la identifi­can con El en tal aspecto y que, al mis­mo tiempo y también con El, la acercan a los más desheredados. El Amor de Jesús Crucificado la apremia, porque «si el amor de Dios es un fuego, el celo es su llama; si el Amor de Dios es un sol, el celo es su rayo; el celo (el verda­dero, por supuesto) es lo más puro que tiene el Amor de Dios». Y si de la hu­mildad se trata, «decidme, puntualiza San Vicente, ¿cómo podría un orgulloso acomodarse con la pobreza? Nuestro fin es el pobre pueblo, gente ruda y gro­sera. Ahora bien, si no nos ponemos a su alcance, no les seremos de ningún provecho»… Lo mismo en cuanto a la sencillez: «Pues bien, si debe haber en el mundo personas que tengan que po­seer la sencillez, son los Misioneros, porque toda nuestra vida está dedicada a ejercer actos de caridad, ya hacia Dios ya hacia el prójimo. Y tanto para una cosa como para otra, hace falta sencillez.»

No era distinto el lenguaje empleado por Santa Luisa:

«¡Ah! ¡Cuánto he deseado que este di­vino Espíritu perfeccione de continuo a la Iglesia, según el deseo del Hijo de Dios, que, al despedirse de ella, dijo lo necesi­taba!
Pero ¡oh Espíritu Santol, os dais en
particular a cada alma, ¿Para qué? para depositar en ella el verdadero espíritu de Jesucristo y enseñarle de manera eficaz sus máximas.»

Y convencida de que el Espíritu actúa en ella y en sus Hermanas para hacer que vivan el Bautismo según las «máxi­mas evangélicas» que hacen de ellas verdaderas Hijas de la Caridad, añade:

«¡Dad sencillez a mi alma, Unidad per­fecta! ¡Humillad mi corazón, para asentar el fundamento de vuestras gracias! Y que la capacidad de amar que habéis puesto en mi alma no se detenga ya nun­ca más en el desarreglo de mi propia su­ficiencia, que no es, en efecto, más que un obstáculo y un impedimento al puro amor que he de recibir con la efusión del Espíritu Santo».

A la luz de estos textos tan profundos se comprende mejor por qué el acoger al Espíritu y el acercamiento a los pobres no constituyen más que una sola cosa: es el Espíritu el que crea en nosotros, como dicen las Constituciones, la semejanza con Cristo, manso y humilde de Corazón, centro o núcleo de nuestra vocación:

«Practicarán todos sus ejercicios, tanto espirituales como corporales, con espíritu de humildad, sencillez y caridad y en unión de los que Nuestro Señor Jesucristo hizo en la tierra, dirigiendo su intención a este fin desde la mañana y al principio de cada acción principal, particularmente cuando van a servir a los enfermos, y no deben olvidar que es­tas tres virtudes son como las tres facultades del alma que deben animar a todo el cuer­po en general y a cada miembro en particular de su Comunidad, y que, en una palabra, éste es el espíritu propio de su Compañía.» (Reg. Com., I, 4.).

Puesto que aquí se trata del «Seguimiento de Cristo» en la vida de las Hijas de la Caridad, volvámonos hacia El con tal propósito:

A. Adorador del Padre

1) Contemplar a Cristo y contemplar con Cristo

Jesús nos ha dicho que El es el «Ca­mino, la Verdad y la Vida». Pero es, a la vez, el camino y lo que se encuentra al término de ese camino, porque es, a la vez también, Dios y hombre. Le adora­mos y le contemplamos porque es Dios —un solo Dios— con el Padre y el Espí­ritu Santo. Ahora bien, en un sentido no menos exacto y no menos importante, podemos y debemos decir que es, para el hombre, como gusta de recordar Juan Pablo II, el Camino, el único Cami­no que lo conduce al Padre en el Espí­ritu.

Cristo está enteramente «vuelto ha­cia el Padre» y hacia el cumplimiento de su voluntad. Se podría decir que esto es lo más esencial, lo más consti­tucional, que se da en El puesto que es lo que traduce su actitud filial. De tal suerte, que no hay para nosotros forma más perfecta de entrar en su actitud de Hijo que la de unirnos a El en esa «mi­rada hacia el Padre», la de hacernos «contemplativos» con El. Esta «con­templación» tendrá indudablemente as­pectos y modalidades muy diversos se­gún las vocaciones y las situaciones en que estemos llamados a vivir. Pero no hay vida espiritual digna de este nom­bre que no conlleve su dimensión con­templativa y sus tiempos fuertes de contemplación. Y aquí es donde la Hija de la Caridad, siguiendo las insistentes enseñanzas de los Fundadores, tiene que encontrar su manera peculiar de contemplar a Cristo y de contemplar con Cristo, lo mismo cuando se encuentre junto a los pobres que se lo represen­tan, como en los tiempos propiamente dichos de oración, ya personal, ya co­munitaria. Será el Espíritu quien se lo dictará, quien se lo enseñará, en la me­dida en que ella sea dócil.

2) Humildad, sencillez, caridad y actitud filial

Si hay una expresión privilegiada de la actitud filial, es indudablemente la (le un amor sencillo y humilde. Y al tratar aquí más especialmente de la vida de oración, recordemos dos cosas:

• Es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros.

Nos referimos, por supuesto, a la en­señanza tan explícita de San Pablo a este respecto. Pero ¿por qué ora en no­sotros el Espíritu filial con gemidos ine­narrables? Porque —precisamente por ser Espíritu filial— desea ente todo que crezcamos como hijos de Dios en el Hijo, de la misma manera que el niño pequeñito llora reclamando su alimento, esencial para crecer, para llegar a ser adulto. Observemos de paso porque esto tiene una vinculación especial con nuestra vocación, que esta oración he­cha bajo la acción del Espíritu es, por el motivo que acabamos de apuntar, inse­parable de la Esperanza, que es la vir­tud del crecimiento en Cristo: ahora bien, nadie, tanto como las Hijas de la Caridad, necesita ser mensajero de Es­peranza. Y nadie, sino el Espíritu, im­pregnará su oración de ese amor senci­llo y humilde que debe caracterizarla.

• Contemplación y sencillez marchan unidas.

Si la contemplación es esencialmente una mirada filial dirigida con Jesús ha­cia el Padre, ¿cómo no ha de ir ante todo unida a la sencillez? De hecho, los Fundadores siempre situaron la senci­llez en primer lugar en cuanto a su rela­ción con Dios, simplicísimo en su per­fecta unidad.

Si tantas dificultades tenemos para entrar en contemplación, ello es debido a nuestra «complicación». Empezamos por considerarla como algo muy por en­cima de nuestro alcance, como algo ex­cepcional, cuando en realidad se trata de la misma sencillez de nuestra mira­da filial dirigida al Padre en unión con Cristo. Y esto tendría que ser tanto más evidente para las Hijas de la Caridad, cuanto que, en función de su vocación, San Vicente no ha dejado de ponerlas en guardia frente a confusiones de este tipo y, sobre todo, de orientarlas en una línea de sencillez (Cf. conf. sobre la ora­ción del 31 de mayo de 1648 y del 13 de octubre de 1658).

B. Srevidor de su designio de amor

1) Servidor

Sin duda la palabra «Servidor» es la que mejor expresa y sintetiza las di­mensiones preferenciales de Cristo como «Regia de las Hijas de la Cari­dad». En Cristo Servidor es donde de­ben ellas buscar su inspiración más fundamental, es decir

• El sentido profundo del servicio.

San Vicente decía a los Misioneros, el 15 de octubre de 1655:

«Las razones que tenemos para entre­garnos a Dios con el fin de adquirir esta santa práctica de cumplir la voluntad de Dios siempre y en todas las cosas… es que Nuestro Señor nos ha dado ejemplo de ello, pues no vino a la tierra más que para esto, para hacer la voluntad de Dios su Padre, llevando a cabo la obra de nuestra redención; en esto consistían sus delicias, en hacer la voluntad de Dios su Padre… iQué dicha hacer siempre y en todas las cosas la voluntad de Dios! ¿No es esto hacer lo que el Hijo de Dios vino a hacer en la tierra, como ya hemos dicho? El Hijo de Dios vino a evangelizar a los pobres; y nosotros, ¿no hemos sido enviados a lo mismo? Sí, los misioneros han sido enviados a evangelizar a los po­bres. iQué dicha hacer en la tierra lo mis­mo que hizo Nuestro Señor, que es ense­ñar el camino del Cielo a los pobres!» (Coste XI, 313; Síg. IX/3, 208.)

Vemos, pues, cómo Nuestro Señor se pone en estado y en actitud de servicio y que nosotros estamos llamados a en­trar, con El, en ese mismo estado y en esa misma actitud junto a los pobres. San Vicente habrá de usar el mismo lenguaje con las Hijas de la Caridad es­pecialmente en sus célebres conferen­cias sobre las buenas aldeanas y sobre el espíritu de la Compañía. El acta de erección de las Hijas de la Caridad como «Cofradía», el 20 de noviembre de 1646, decía:

«… Y para mejor honrar a Nuestro Se­ñor, su patrono, tendrán en todas sus ac­ciones la recta intención de complacerle y procurarán conformar su vida a la suya, particularmente en su pobreza, su humildad, su mansedumbre, su sencillez y su sobriedad.» (C. XIII, 563; Síg. X, 703.)

Son éstos, en efecto, los rasgos del Espíritu de Servidor que encontrará su punto culminante en el Misterio Pas­cual. Resultará, entonces, evidente que las opciones de Cristo son las de un Servidor que se pone de rodillas ante sus hermanos para lavarles los pies. El mismo, en ese momento, nos dirá que por ese «amor-servicio» se conocerá a sus discípulos, amor que sólo de El puede venir, como se lo explica a Pedro no sin cierta severidad. Eso mismo que­remos significar nosotros también por medio de nuestro compromiso vicen­ciano y, pese a nuestras debilidades, podremos llegar a anunciar algo de la Buena Nueva si intentamos unirnos e imitar a Cristo Servidor en esa «Pas­cua» que es el acontecimiento fundador de la Nueva Alianza.

• El sentido profundo de la disponibili­dad.

«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.» Ya sabemos que ese «hasta el fin» tiene el doble significado de «hasta el fin de su vida» y «hasta el extremo».

Aquí también necesitamos de todas las luces de la Fe, de todos los recursos del Espíritu de Amor —especialmente de un amor sencillo y humilde— para poder seguir a Jesucristo, para descu­brirle, y servirle en el pobre. Su abati­miento, ya tan impresionante si le con­templamos Niño en el Pesebre o Cruci­ficado del Viernes Santo, va a hacerse todavía más impresionante en esa iden­tificación suya con el pobre. Verdadera­mente, nos será necesario «dar la vuel­ta a la medalla» para poder reconocerle en ese indigente que, humanamente hablando, acaso me repugna. En ver­dad, necesitaremos de mucha perseve­rancia en el amor, de «estar, flexibles, en la mano de Dios», según la bella expre­sión de San Vicente (C. IX, 126; conf. esp. n. 208), es decir realmente dispo­nibles al Espíritu, para participar en la misma fidelidad de Cristo a su Misión de Servidor del

2) Designio de Amor del Padre

Si la expresión «Dios ha muerto en Jesucristo» tiene un sentido, no puede ser otro que el de Filipenses (2, 6): «El cual, siendo de condición divina, no re­tuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, to­mando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, etc.» Siguien­do la línea de los Fundadores, hemos hecho repetidas veces alusión a ese «anonadamiento». Dios, en Jesucristo, se ha hecho «Mendigo de Amor», por­que su Designio sobre nosotros es un Designio de Amor Misericordioso y re­quiere de nuestra parte una respuesta de amor.

• Amor Misericordioso.

Este calificativo es el que le conviene con mayor exactitud, como tan bien lo ha expuesto Juan Pablo II en una encí­clica que debemos meditar con fre­cuencia. La palabra no está ahora quizá muy de moda, porque evoca la idea de «tener piedad», «infundir piedad», que puede, en efecto, tener resonancias peyorativas, máxime en nuestro tiempo en que tanto se exalta la persona y su promoción. Expresa, sin embargo, una verdad esencial, lo mismo que la pala­bra «condescendencia», que tampoco tiene buena prensa, por razones similares.

El Amor de Dios por nosotros no puede ser más que un Amor que tiene piedad, que tiene misericordia, porque somos pobres criaturas y sobre todo pobres pecadores. Y para mostrarnos ese Amor, ha tenido que tomar la iniciativa inaudita de «descender» entre nosotros, de hacerse uno de los nuestros. Se comprende por qué Santa Luisa no se cansaba de admirar esa «humildad», esa «sencillez» extraordinarias de Dios en su Amor hacia nosotros y en el que nos pide le tengamos a El, del mismo modo que Isabel de la Trinidad, recien­temente beatificada, no se cansaba de meditar en «el grande amor» (propter nimian caritatem) de que habla el Após­tol (Ef. 2, 4).

Ahora bien, el Espíritu Santo es ese Amor en persona, esa misericordia en persona: «Recibid el Espíritu Santo: a quien perdonaréis los pecados, les se­rán perdonados, etc.» (Jn. 20, 22, ss.) Si hay bautizados que deban, más que ninguno otro, estar impregnados de este Amor, de este Espíritu, en segui­miento de Jesús, son indudablemente las Hijas de la Caridad.

• Amor efectivo.

La docilidad al Espíritu será la que les permita pasar, incesantemente, del amor afectivo al amor efectivo, del que San Vicente dice que es «el servicio de los pobres emprendido con alegría, va­lor, constancia, amor».

Nos encontramos como ante el esta­llido, la explosión de Pentecostés, ja­más terminada, que no deja a nadie fuera de ese Amor: a todos los hombres y a todo el hombre, a todos los pobres y a todo el pobre, todos amados en Cristo y como Cristo los ama. En cuanto a los Misioneros, como a las hijas de la Cari­dad, San Vicente no sólo no fijaba nin­gún límite a las obras que había que emprender desde el momento en que se trataba de auténticas llamadas de Dios a través de los pobres, sino que quería estuviéramos en constante alar ta para poderlas oír y responder a ellas lo mejor posible. Nos ponía en guardia contra los «que se limitan a una peque­ña circunferencia» (periferia, era la pa­labra empleada por San Vicente, C. XII, 92; Síg. IX/3, 397), contra los que creen siempre que se hace demasiado, y pro­fetizaba para la Compañía un futuro en que el Señor habría de confiarle cada vez mayor número de pobres, a condi­ción de que se mantuviera fiel a su es­píritu original.

C. Evangelizador de los pobres

1) La Ley de las Bienaventuranzas

Podemos escuchar a los Fundadores que con frecuencia nos dicen: ¿Cómo encontrar al Señor en los pobres, si no­sotros mismos no tenemos un corazón de pobres, según el Evangelio? Por eso, pasar por la Ley de las Bienaventuran­zas es la primera condición para vivir de este espíritu. Y hemos de tener en cuen­ta las dos versiones que nos ofrecen San Mateo y San Lucas.

Según el primero, Jesús empieza por felicitar (iBienaventurados!) a los que se encuentran en esa situación, la más cercana, la más favorable para recibir el Reino. Son verdaderamente sus discí­pulos y a ellos ha sido enviado. Se trata esencialmente de una llamada a la po­breza interior.

San Lucas opone los pobres a los ri­cos por medio de cuatro bienaventuran­zas y cuatro maldiciones.

En efecto, en el Evangelio, los pobres son a la vez los que no tienen nada pro­pio (con frecuencia como resultado de la opresión y de la injusticia, como los profetas lo habían denunciado ya en términos llenos de vigor) y los que es­tán cercanos al Reino por su disponibili­dad interior, por el amplio espacio de su corazón. Los signos de la venida del Mesías son a la vez las curaciones, el remedio ofrecido a los pobres y la bue­na Noticia que se les anuncia. Sabemos muy bien que el pobre, el desprovisto de todo, pide que se le defienda, que se le acoja; molesta a todo el mundo, obli­ga a los corazones a revelarse. Por eso estamos llamados a una disponibilidad total y a no contar más que con Dios.

Las otras bienaventuranzas son como una explicación, una glosa de la pobre­za. Vivir esas Bienaventuranzas no pue­de ser sino fruto del Espíritu, y a cuan­tos las viven lo más perfectamente que pueden, Jesús les dice: iBienaventurados!… Dios no os abandona… El Espíritu no se os escatima. iQué lejos queda esto de las falsas tranquilidades que denunciaba San Vicente!

2) La Humildad y la Sencillez del Pobre por excelencia

Jesús es el Pobre por excelencia. Con El es con quien las Hijas de la Caridad tienen que identificarse, día tras día, si es que quieren encontrarle en el pobre. En este punto fundamental, pueden darse tentaciones sutiles contra las que los Fundadores no cesan de poner en guardia.

Y se comprende por qué, en esta misma línea, insistían tanto en la humil­dad y la sencillez. No podemos ser dis­cípulos de Cristo, discípulos que cono­cen verdaderamente a su Maestro, si no conocemos profundamente su hu­mildad y «comulgamos» con ella. A este Cristo humilde, lo encontramos in­separablemente en el Evangelio y en el pobre, con tal de que dirijamos tanto a uno como a otro una mirada sencilla­mente abierta, con tal de que ajuste­mos nuestra vida a las interpelaciones que de uno y otro emanan.

Y lo mismo podemos decir de la sen­cillez, porque en ella encontramos la misma disposición do rocoptividad y de disponibilidad a lo divino:

«Creedme, hijas mías, nuestra bajeza no aparta al Hijo de Dios de nosotros; El no tiene nada que ver con la grandeza. Es la grandeza misma, pero quiere cora­zones sencillos y humildes, y cuando los encuentra, iqué hermoso es verle hacer en ellos su morada! En la Sagrada Escri­tura nos dice que sus delicias consisten en tratar con los pequeños. Sí, Hermanas mías, el gusto de Dios, la alegría de Dios, el contento de Dios, por así decirlo, con­siste en estar con los humildes y senci­llos que permanecen en el conocimiento de su miseria; iqué gran motivo de con­suelo y de esperanza es para nosotros y cómo tenemos que humillarnos por ello!» (C. IX, 392; conf. esp. n. 656.)

San Vicente precisa que la oración es uno de los lugares privilegiados para esta comunicación:

«¡Qué bondad de Dios, tan grande e in­comprensible al poner sus delicias en co­municarse a los sencillos y a los ignoran­tes, para darnos a conocer que toda la ciencia del mundo no es más que igno­rancia en comparación con la que El da a los que se esfuerzan en buscarle por el camino de la santa oración!» (C. IX, 422; conf. esp. n. 701.)

Al terminar esta reflexión sobre la manera cómo las Hijas de la Caridad están llamadas a seguir a Cristo para ser testigos de su amor hacia los po­bres, recordemos que dichas Hijas de la Caridad confirman su entrega total a Dios por medio de votos que sitúan a plena luz lo específico de su vocación.. por una parte, su voto «especial» es el de servir a Cristo en los pobres, en la Com­pañía y según su espíritu, con lo que dan su tonalidad a los compromisos de castidad, pobreza y obediencia. Por otra parte, como hemos tenido muchas ve­ces ocasión de decirlo, estos votos son esencialmente —no obstante las impli­caciones jurídicas que se les han adherido a lo largo de toda una evolución histórica— la expresión de un amor que quiere llegar hasta las últimas exigen­cias de la radicalidad, dentro de la línea propia de la vocación, el término de un caminar espiritual que lleva el compro­miso de la Hija de la Caridad hasta el vínculo más sagrado entre ella y Jesu­cristo. Sabemos que Santa Luisa suele hablar de ese «pacto» entre el alma y Dios, designando con esa palabra los votos o, más exactamente, el voto.

Asimilando y viviendo cada vez más su Regla de vida, las Constituciones, las Hi­jas de la Caridad pueden estar seguras de que en ellas encuentran «un compendio del Evangelio, acomodado al uso que les es más adecuado para unirse a Jesucristo y res­ponder a sus designios» (Cf. C. XII, 129; Síg. IX/3, 427). ¿Sería exagerado decir que es, para ellas, «el Santo Evangelio según San Vicente y Santa Luisa»?… En todo caso, esa es «su espiritualidad».

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