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P. Alfonso Aisa |
18-07-00 |
Pamplona |
BPZ, Julio, 2000 |
(Eslava, 22 de Abril de 1927 – Pamplona, 18 de Julio de 2000)
En el clima de esperanza, acción de gracias y vida que provocan los textos de la Sagrada Escritura que acabamos de escuchar, celebramos esta Eucaristía por el eterno descanso del P. Alfonso Aisa Goñi, que fallecía ayer en esta ciudad de Pamplona a los 73 años de edad. Hacía ya tiempo que la enfermedad le iba acosando y hace ya unos meses que él mismo presentía la proximidad del fin. Al menos, así me lo venía manifestando en mis últimas visitas. Pese a todo, nos ha sorprendido su muerte y sentimos la despedida.
El P. Alfonso había nacido en la localidad navarra de Eslava el 22 de Abril de 1927, siendo sus padres D.Equicio y Dña. Luisa. Superados los estudios de Humanidades en esta Apostólica de Pamplona, ingresa el 19 de Septiembre de 1944 en el Noviciado de la Congrega ción de la Misión en Hortaleza (Madrid), donde también cursará los estudios filosóficos hasta 1948. En este año parte para Cuenca, permaneciendo en esta ciudad durante tres cursos que dedica a la Teología. Ordenado sacerdote en nuestra Basílica de la Milagrosa de Madrid el 9 de Septiembre de 1951, pasa un año a Londres para culminar los estudios teológicos.
Tras toda esa etapa de formación, comienza para el P. Alfonso una vida activa en el ministerio gastada fundamentalmente en tierras americanas. Llega a la capital de México en 1952 dedicándose en un primer momento a las misiones y posteriormente a la labor de vicario parroquial tanto en la capital azteca como en Mérida. En 1956 es destinado a Monterrey, donde permanece durante 10 años primero como coadjutor y después como superior y párroco de San Vicente de Paúl. En 1966 es trasladado a la casa central en México-capital, donde atiende los ministerios de la comunidad y desempeña el oficio de superior y consejero provincial. Posteriormente, se dedica de nuevo a la pastoral parroquial en la casa que la Provincia tiene en Weslaco (U.S.A.) entre 1972 y 1975. En este año, es nombrado Director Provincial de las Hijas de la Caridad de México, por lo que residirá de nuevo en la capital del país durante los seis años en que se entrega a ese servicio. A partir de 1982, y hasta 1991, sirve como superior y párroco en la parroquia de la Milagrosa de la ciudad de México, a la vez que colabora de nuevo como consejero provincial en el gobierno de la Provincia. En el mismo año 91 se traslada a Pamplona donde acompaña a su hermano sacerdote con ocasión de su enfermedad y defunción. Se incorpora entonces a esta Provincia de Zaragoza y desde 1992 se encuentra destinado en la casa de Pamplona-Residencia, colaborando en los ministerios de la comunidad y cuidando su maltrecha salud. Aquí fallecía ayer a los 73 años.
En mi trato con el P. Alfonso en estos últimos años he podido observar, sobre todo, un amor grande a la Congregación, una clara conciencia de su identidad vicenciana y una sincera devoción a la Virgen.
El amor a la Congregación lo expresaba en el interés por cuanto acontecía en la Provincia. Eran constantes, cuando lo visitaba, las preguntas que me hacía por los asuntos y los misioneros, los ministerios y las vocaciones. Era también permanente su recuerdo y cercanía a la Provincia de México, de la que me hablaba con nostalgia y cariño. La identidad vicenciana la sentía en lo más hondo. Identidad reforzada por su dedicación pastoral, por su servicio a la Provincia mexicana como consejero y por su ministerio entre las Hijas de la Caridad. Valoraba enormemente el trabajo de nuestras Hermanas y destacaba la seriedad de ese trabajo en la entrega a los pobres. Y su sincera devoción a la Virgen aparecía en todas nuestras conversaciones y venía ilustrada por una hermosa lámina de la Guadalupana que presidía su cuarto.
En el P. Alfonso, podemos decir, se cumplía en buena medida cuanto referían las dos lecturas que hemos escuchado. San Pablo, con palabra precisa e idea densa, nos hablaba de una vida nueva. Incorporados a Cristo por el Bautismo, nos decía el apóstol, experimentamos en el Señor el misterio de la muerte y de la resurrección. En Cristo ha quedado crucificada nuestra condición de pecadores y en Cristo hemos sido engendrados a una vida nueva: vida de fe en el Padre, de esperanza en la gloria y de caridad para con los hermanos. Vida nueva, por tanto, que ha de granar en nosotros en un decidido amor a Dios y en un comprometido servicio a los pobres.
¡Y qué entrañables resonaban en este ambiente las delicadas palabras de Jesús en el Evangelio! «Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente .sencilla… Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré». Son palabras de aliento y de esperanza, de sosiego y de calma. Porque nos sentimos reflejados en esa gente a la que Jesús acoge para revelar su mensaje y a la que da a conocer los secretos del Padre. Porque encontramos, además, en Cristo reposo y quietud en tantos momentos de nuestra vida agobiada: momentos, como los de ahora, de despedida y muerte; momentos otras veces de enfermedad, problemas o abatimiento. En cualquiera de los casos, Cristo es siempre para nosotros el Compañero y el Hermano, el Pastor y el Guía, el Confidente y el Amigo.
Hay, por tanto, en esta celebración distintos aspectos que podemos destacar para impulsar nuestra vida cristiana. En primer lugar, la necesidad de nuestra cercanía a Cristo. Vivimos tiempos de nerviosismo y de agobios, de desasosiego y de prisas. Tanto nos afanamos en unos y otros asuntos que perdemos con frecuencia el sentido de nuestro vivir. Y aparecen entonces entre nosotros variados personajes con distintos proyectos. ¡No nos distraigamos! ¡Sólo en Cristo está la salvación, y la plenitud, y la felicidad, y la vida! Un Cristo que conoce nuestra experiencia humana y nuestra lucha, nuestra condición y nuestra muerte. Un Cristo que se nos ofrece hoy en el Evangelio como reposo y apoyo. Un Cristo que aparece siempre como Camino, Verdad y Vida. ¡Acojámoslo, pues, en nuestro interior como horizonte único de salvación!
Esto nos ha de llevar, en segundo lugar, a participar de su vida. Es ya su Espíritu el que alienta en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Es su Eucaristía el alimento de nuestra fe y de nuestra comunión. Es su Evangelio el proyecto de nuestro existir. Y es su llamada la que nos recuerda cada día los acentos de nuestra misión. Es, por tanto, su vida la que tiene que latir en nosotros. A ella se refería el apóstol san Pablo en la primera lectura: vida de fe que nos lleve a buscar siempre en la voluntad del Padre la razón de nuestro vivir; vida de esperanza que nos permita la posesión de un talante optimista y alegre que distinga nuestro ser; vida de amor que verifique en nuestro compromiso con los pobres nuestra cercanía a Dios.
Desde esa vida en Cristo será posible, en tercer lugar, nuestro implicarnos en la misión de Cristo. A esa misión estamos asociados por el carácter de nuestra vocación vicenciana. Y en esa misión ‘de alentar esperanza, acompañar soledades, sostener a los decaídos, dignificar a los marginados y evangelizar a los pobres hemos de empeñarnos hasta el final. Apoyados en la fuerza de Cristo e impulsados por la gracia de su Espíritu.
Dedicado a esta misión vivió el P. Alfonso, que descansa ahora con Cristo en el cielo, liberado de todo agobio. ¡Quiera el Señor ser ahora también para nosotros estímulo y consuelo! ¡Y que la mirada a nuestra Madre, Santa María, nos alcance de Dios esperanza y gozo!
Santiago Azcárate