La gran ofrenda de los dos «leptones»
Hoy se nos habla de una gran verdad, siempre aceptada, pero pocas veces comprendida en su máxima expresión: la generosidad.
El ciclo de Elías en el Primer Libro de los Reyes, no puede empezar de peor manera. Se anuncia un tiempo de sequía para Israel (17,1). Esto se convierte en un signo para el rey y el pueblo, pero no se comprenderá hasta que Elías se enfrente vivamente con la idolatría promovida por el rey Ajab. El profeta tiene que guarecerse pero Dios también tiene una enseñanza para el propio profeta en este contexto de necesidad. Es enviado a un territorio ajeno a Israel, un pueblo sidonio (17,8). Allí Dios le reserva un encuentro particular. Es una mujer viuda quien le atenderá en su desgracia. Para Israel, las viudas viven una situación de desgracia y abandono, por lo cual tienen que ser cuidadas por sus familias cercanas o por el pueblo. Esto a pesar de estar normado, no siempre se cumplía, haciendo más grande la realidad de pobreza de estas mujeres. Siendo un pueblo fronterizo con Israel, es de seguro que aquella viuda también viviría de alguna manera esta misma situación. La hospitalidad no se pone en duda desde el primer instante en que Elías le pide un vaso de agua cuando ella recogía leña a la entrada de la ciudad (17,10). La cosa se complica cuando pide un pedazo de pan. La mujer sabe que no tiene sino lo suficiente para ella y su hijo, comer y morir (17,11-12). Dios le había dicho a Elías que esta mujer la iba a sustentar y Elías confirma esta palabra a los oídos de esta mujer. Sin duda, la llegada de extranjeros en el mundo antiguo podía ser signo de bendición o de maldición; así es que aquella mujer, hospitalaria en sus posibilidades, puso su confianza en la palabra del Dios de Israel en boca de Elías y así «ni el cántaro se agotó ni el recipiente de aceite disminuyó», y pudieron comer su familia y Elías (17,14-16).
La Carta a los Hebreos sigue manifestando el excelso sacrificio de Cristo como el único que conlleva una eficacia tal, que no solo se queda en un nivel de lo «hecho por manos humanas», sin por ello dejar de lado su importancia, sino que es capaz de introducirnos en el santuario del cielo (9,24). Ante la veracidad de nuestro itinerario en la vida que concluye con la muerte (9,27), se pone en pie la gran verdad de la esperanza de quien se ha ofrecido una sola vez para siempre y por quien hemos sido religados nuevamente a Dios, puesto que por nuestros pecados estábamos alejados de él (9,25.28). Es el mayor ejemplo de donación manifestado a los hombres: la ofrenda de su propia vida.
El evangelio de Marcos nos presenta dos realidades contrapuestas. En primer lugar, Jesús lanza una advertencia contra la opulencia que viven los escribas y que se puede convertir en una influencia negativa para los demás. Pero la clave no está tanto en describir actitudes sin más de corrupción, sino desea hilvanar fino desde la realidad de las «viudas» que se repite en tanto en relación a los escribas (12,40) como en el ejemplo que pasa a contar a sus discípulos después (12,43ss). Siendo como eran los escribas, hombres letrados y conocedores de la Ley, sin duda que eran reconocidos por el pueblo y por tanto tendrían cierta distinción y fama ante el pueblo ocupando los mejores puestos en los banquetes. Ahora bien, en ese intento de guardarse el respeto, quizá innecesario, serían partidarios de la exigencia mayor para todos insistiendo de sobremanera en las dádivas en el Templo y en ello sin considerar la pobreza o situación en que vivían los demás estratos sociales del
pueblo. ¡Cuántas veces aquella viuda junto con otras habrían escuchado las palabras de exigencia de los escribas en este aspecto! De allí, que Jesús sentado en la caja de las ofrendas, observa la coherencia de quienes ofrecen sus dádivas de acuerdo a sus posibilidades (monedas de bronce) y, entre ellos, los ricos que echan mucho más. Aquí es donde entra a tener sentido la advertencia anterior. Aquella mujer viuda, no era solamente pobre como podemos entenderlo hoy en día, era una mujer que no tenía más que esos dos «leptones» para vivir. Es decir, vivía de la absoluta «mano abierta» de los demás, y aún así, era capaz de ofrecerlo en la caja de las ofrendas para Dios.
Jesús había cuestionado la insensibilidad de quienes pueden ser capaces de aprovecharse de la inocencia de tantos, explotando no solo su condición social sino también su condición religiosa. No tienen como afrontar el día a día y a pesar de todo dan. Por eso aquella mujer en la enseñanza a sus discípulos, es reconocida por Jesús como la que echado más.
Siempre cuando se tiene un corazón solidario, se es capaz de echar hasta de lo que uno tiene para vivir, porque se pone en práctica la confianza en Dios y su providencia; pero también es preciso atender que no podemos ser colaboradores de una indigencia innecesaria (como los escribas), sino mas bien, necesitamos aprender a vivir la hospitalidad desde la generosidad auténtica, así seamos ricos o pobres. No está en juego el criterio de oposición de que uno es rico o es pobre; está el criterio de quien sabe valorar qué es lo que hace con lo que tiene y con qué actitud lo ofrece o comparte.
Tenemos suficientes criterios para discernir sobre nuestra generosidad: la viuda de Sarepta ofreció su puñado de harina y su poco aceite a Elías; Jesús ofreció su vida por nosotros como el sacrificio más puro y auténtico; la pobre viuda echó dos «leptones» en la ofrenda y era todo lo que tenía. Y yo, ¿qué ofrendo?
Confiemos y oremos a Dios con el salmo, y así como pedimos a Dios que sea generoso con nosotros, colaboremos con nuestras posibilidades para que se haga realidad esta acción providencial para con los demás: «Que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos»