2º Domingo de Pascua (reflexión de José Cervantes Gabarrón)

Francisco Javier Fernández ChentoHomilías y reflexiones, Año CLeave a Comment

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Author: José Cervantes Gabarrón .
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El Espíritu del Crucificado en el Resucitado

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura.

El primer domingo de pascua nos brindaba el relato del sepulcro abierto sin el cuerpo de Jesús y con el mensaje pascual que anunciaba el acontecimiento de que la resurrección de Cristo ya ha tenido lugar. Las mujeres, que reciben este gran mensaje, lo comunican a los discípulos, pero estos no terminan de creer. En este segundo domingo de Pascua el evangelio de Juan anuncia la presencia de Cristo Resucitado en la vida humana y el mensaje se centra en la doble aparición del resucitado a los discípulos y a Tomás y su repercusión en la vida de los cristianos de todas las épocas (Jn 20,14-31). A ello contribuye la segunda parte del relato que muestra la incredulidad de Tomás y exalta la fe de los creyentes a lo largo de toda la historia. El relato se sitúa en el atardecer del mismo día de la resurrección, el primer día de la semana, el “día del Señor”. En este texto se pueden destacar tres elementos teológicos fundamentales: la presencia de Jesús que muestra la identidad del crucificado y resucitado, la donación del Espíritu del Resucitado a los discípulos para hacerlos partícipes de la misma misión de Jesús, comunicando paz, alegría y perdón, y la gran dicha de la nueva vida por la fe en el Resucitado comunicada por la Iglesia mediante el testimonio y la palabra.

Jesús comunica la paz al mundo como primera palabra de su mensaje pascual. Una paz que nace del Espíritu de amor que le llevó hasta el sacrificio de la cruz y ahora puede cambiar el rumbo de la historia humana. En nuestro mundo hoy la paz está muy amenazada y violentada, desde la violencia imperante en la vida familiar y en la inseguridad ciudadana, particularmente en las periferias de marginación de nuestras sociedades, hasta la violencia estructural y silenciosa, pero verdaderamente mortífera, que genera, desde la desigualdad y la injusticia, carestías, hambrunas y todas las consecuencias de la gran crisis económica, y no en último lugar debemos mencionar los conflictos permanentes de Oriente Medio y África Central, y el temido estallido de las dos Coreas. En medio de estos miedos del mundo y de la Iglesia Jesús resucitado se hace presente en medio de nosotros para reiterarnos su mensaje de paz, que nace del Espíritu que él tiene y que comunica. La paz se construye con Su Espíritu, de sacrificio, de perdón, de entrega, de fidelidad a la verdad, de solidaridad con los últimos, de servicio a todos y de liberación de los pobres y marginados. Ese Espíritu es el que Jesús comunica.

La resurrección de Cristo es el acontecimiento decisivo de transformación del ser humano en su proceso evolutivo filogenético, pues el Espíritu de Cristo da un nuevo vigor al ser humano que quiera recibirlo. La victoria sobre la muerte y sobre el mal es el comienzo de la nueva creación. Jesús, Señor de la muerte y la vida, sigue dando su aliento de vida, soplando su fuerza de amor e infundiendo su Espíritu divino a la humanidad entera. Juan cuenta la comunicación del Espíritu Santo por parte de Jesús de manera mucho más personal que Lucas en pentecostés, pues Jesus transmite como un nuevo aliento, una nueva atmósfera, un nuevo brío: “Reciban Espíritu Santo”. La ausencia del artículo determinado ante la palabra “Espíritu” acentúa el carácter cristocéntrico. Lo que reciben los discípulos es el mismo Espíritu de Cristo.

En el segundo relato de la creación del libro del Génesis (Gn 2, 4-25) se cuenta que el hombre recibió el aliento de Dios y se convirtió en ser vivo. De modo semejante, en la nueva creación el ser humano recibe el aliento de Jesús y se convierte en Hombre Nuevo. Este cambio cualitativo en el hombre es un fenómeno del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que ha convulsionado la tierra entera difundiendo por doquier la potencia de su amor. Este Espíritu se hace presente en la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital. Pero Jesús lo sigue haciendo desde dentro de la historia, en medio del sufrimiento y de la injusticia de la vida humana, a través de la palabra y del testimonio de los creyentes.

El primer fruto del Espíritu Santo es la capacidad para perdonar y para hacerlo en nombre de Dios. El perdón de Dios es el gran don del Resucitado a su Iglesia para que ésta lleve a cabo la evangelización en el mundo y para ser ene l mundo instrumento de la paz. Al conferir a sus apóstoles el poder de remitir los pecados, el Señor no instituye tan solo el sacramento de penitencia sino comparte su triunfo sobre el mal y su autoridad sobre el pecado. Actualizando el mensaje podríamos decir que generar una cultura de Perdón, donde se sepa pedir perdón y perdonar es una gran tarea de la nueva evangelización, especialmente en nuestro contexto de Bolivia, donde la palabra “perdón” apenas forma parte de nuestro lenguaje habitual y cotidiano.

La falta de fe de Tomás revela dos aspectos que pueden servirnos a nosotros para revisar nuestra propia fe. Tomás no cree en la comunidad de la Iglesia que transmite claramente la fe: “Hemos visto al Señor”. Tampoco cree en Jesús hasta que lo ve físicamente con las marcas indiscutibles de su identidad como crucificado. El evangelista repite todos los datos de la primera aparición, y reorientando la atención hacia la grandeza de la fe, que consiste en la acogida del mensaje de los apóstoles y en la superación de la percepción de los meros sentidos para experimentar la presencia del Resucitado en la Iglesia. Con la fórmula de un macarismo de estilo sapiencial concluye Jesús sus palabras a Tomás: “Dichosos los que creen sin haber visto” y felicita así a los creyentes de toda la historia. Creer en Jesús requiere la mediación de la palabra y el testimonio de la Iglesia y reconocer en el Crucificado la Vida Nueva comunicada por Dios al mundo, mediante la resurrección de su Hijo, el Mesías.

Los Apóstoles reciben el Espíritu del Crucificado y Resucitado. Con su fuerza dan testimonio del Señor Jesús, realizando los signos y prodigios que anuncian la llegada de los tiempos nuevos (Hch 5,12-16). En el Apocalipsis la visión gloriosa del “día del Señor” acontece para Juan en el destierro y en la tribulación por haber predicado la Palabra de Dios dando testimonio de Jesús (Ap 1,9-19). El camino de la Iglesia naciente es un camino tortuoso de dolor y de tribulación, como también lo es a lo largo de la historia y del presente. Sin embargo, el viviente Jesús tiene las llaves de la muerte. El realismo de la muerte violenta e injusta sufrida por Jesús como víctima del poder político imperial y del poder religioso conservador ha dejado la huella imborrable de la limitación humana en aquel cuyo amor ha traspasado definitivamente el límite en virtud de su apertura al Espíritu transformador de Dios. La losa del sepulcro ha sido removida desde las entrañas de la tierra. La muerte ha sido vencida desde dentro. En el Resucitado y en el encuentro con él la humanidad encuentra la vida y la esperanza que nos colma de alegría.

A partir de la resurrección, Jesús, Señor de la muerte, sigue dando su aliento de vida, soplando su fuerza de amor e infundiendo su Espiritu divino a la humanidad entera. Pero lo sigue haciendo desde dentro de la historia, en medio del sufrimiento y de la injusticia de la vida humana, a través de la palabra y del testimonio de los creyentes. Creer en el crucificado y resucitado genera un nuevo estilo de vida que supera todos los miedos y se nutre continuamente de los dones del Espíritu, la paz verdadera, la alegría plena y el perdón. Pero la credibilidad del testimonio cristiano depende de la autenticidad de la comunidad, de su fidelidad en el seguimiento del crucificado y de su capacidad de resistencia en la lucha contra el mal. Esto es lo que hace el autor del Apocalipsis en un lenguaje simbólico e imaginativo que representa el triunfo del Resucitado, pero visto desde la perspectiva del reverso de la historia, desde los que, como Juan, experimentan el destierro y la persecución por haber predicado la palabra de Dios y haber resistido con firmeza a los envites aniquiladores del poder político imperial y del mismo cristianismo acomodaticio.

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