Siervos y esclavos como Cristo
El misterioso «Siervo de Yahvé» (53,11) se convierte en el reflejo del misterio salvífico del Dios de Israel. Toda imagen de un salvador, de aquel que está llamado a rescatar de la opresión, en muchas ocasiones ha sido enmarcado entre triunfos y victorias, con esplendor y gloria, con la venganza hecha realidad hacia sus enemigos y de todo esto muchos textos de la Sagrada Escritura han ido recogiendo esta proyección de un deseo humano en la acción prodigiosa de Dios. Pero cuando llegamos a estos cánticos del Siervo que recoge el escrito profético de Isaías, irremediablemente nos topamos con la pared del Misterio de un Dios que confía en llevar adelante su obra salvífica por medio de «su siervo justo», que es capaz de soportar desde el sufrimiento, la ignominia y el desprecio para poder justificar a muchos, salvarlos y rescatarlos (53,11). La vida misma nos enseña cómo manejar los golpes que sufrimos en las diferentes experiencias de nuestra existencia. Por ello, el profeta ve necesario remarcar nuestra limitación ante el Misterio de Dios y reconocer la perspectiva del sufrimiento desde una óptica liberadora. Si aquel siervo justo, se convierte en el signo de la confianza en la salvación de Dios a pesar de toda esa experiencia de sufrimiento al cual es vinculado; también el pueblo puede asumir esa misma experiencia: la de saber esperar y confiar en que el Señor puede conducirle a su salvación. La promesa al Israel del exilio está claramente manifestada en los deseos más profundos y fundamentales: contemplar su descendencia, prolongarse sus días y la prosperidad del futuro (53,10)
En la segunda lectura, continuamos leyendo la Carta a los Hebreos. Esta vez, el autor discierne sobre aquel que es capaz de llevarnos hacia ese descanso en Dios y obviamente sólo puede hacerlo quien de Dios ha venido, aquel que ha penetrado los cielos constituyéndose así en un sacerdote, un mediador de lo sagrado (4,14). Para el autor no basta con que Jesús el Hijo de Dios, posea en sí mismo esa dignidad sino que es preciso que el cristiano abra los ojos ante quien ha compartido en todas las pruebas posibles la realidad del ser humano, menos en el pecado (4,15), concediéndole la credibilidad de un ejercicio sacerdotal pleno y auténtico y por quien podemos alcanzar misericordia y encontrar gracia, ya que Dios ha intervenido portentosamente en la historia por medio de Él, para concedernos su apoyo y ayuda (4,16).
En el evangelio de Marcos, estamos en la última recta del camino de Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. Jesús ha interrumpido el camino para anunciar su pasión, muerte y resurrección por tercera vez (10,32-34). Ya no hay más intervenciones ante esto por parte de sus discípulos. Pero el autor inmediatamente, introduce este pedido particular que, sin duda alguna, conmociona a todo lector: ¿Cómo se les puede ocurrir tamaño pedido sabiendo lo que Jesús les ha hablado sobre su pasión por tercera vez? No hay más referencia al respecto. Santiago y Juan, aquellos primeros llamados y que dejaron a su padre con sus jornaleros, la barca y sus redes; desean que Jesús les cumpla un pedido: «sentarse en la gloria uno a la derecha y el otro a la izquierda» (10,35-37). Esta vez Jesús da la respuesta antes y les recalca su ignorancia sobre lo que están pidiendo (10,38). Lo demás es la confirmación de lo anterior. Cada quien cumplirá su misión y tarea y será recompensado por ello. Lo de sentarse en la gloria, eso no es un objetivo a alcanzar para el discípulo, eso es un tema de Dios (10,40). No es por los puestos o lugares en
el cielo por donde hay que comprender el reinado de Dios. Una vez los esquemas humanos parecen imponerse en los dos hermanos y Jesús tiene que salir al paso de esto. Lo peor viene después, ya que los otros diez empezaron a indignarse contra Santiago y Juan (10,41). ¿De qué se indignaron concretamente? Marcos lo deja en el misterio aunque después debido a la intervención de Jesús se podría aclarar la razón. Jesús reconoce en ellos la inquietud sobre el liderazgo, puesto que son doce, y hay una pretensión humana de condicionar con las características del mundo, el esquema de autoridad. Para Jesús es importante definir claramente la tarea de sus seguidores y por parte del evangelista hacia los discípulos de todos los tiempos y quiere que se entienda la diferencia fundamental con la forma en que el mundo se organiza y por ello los reúne en torno a sí (10,42). Si el estilo de aquellos es someter y ejercer autoridad en las naciones, entre los discípulos la clave debe ser el servicio y la esclavitud (10,43-44). Ser grande y ser el primero tienen su correlato en ser siervo y esclavo, convirtiéndose así en el criterio de autoridad y liderazgo para la comunidad cristiana. Pero cuidado, el referente no es el mandato de Jesús en cuanto a sus palabras, sino es su propia misión, su vida misma y que sus discípulos están contemplando: su vida puesta al servicio de los demás como siervo y que como esclavo es capaz de ofrecer su propia vida por rescate de muchos (10,45).
«Los caminos de Dios no son nuestros caminos», es una expresión conocida en la Sagrada Escritura y que resuena como un eco en estos capítulos de Marcos de la instrucción a sus discípulos. Dios ejerce su plan de salvación desde esquemas que no coinciden muchas veces con lo que podemos esperar nosotros. Nuestras expectativas se diluyen ante un siervo justo que sufre, o ante la incomprensibilidad de un Dios que en su Hijo Jesucristo, ha penetrado los cielos para establecer un puente de salvación pero participando en nuestra propia realidad humana. Los deseos de poder y de autoridad se desvanecen ante un criterio totalmente contrario a las pretensiones humanas: ser servidor y hasta esclavo. Jesús lo asumió plenamente y esto lo confirma la relectura de la comunidad cristiana de las instancias posibles de mediación en la historia salvífica de esa necesaria relación de Dios con el creyente, como la del Siervo justo, el sacerdocio y el poder real. Todas vistas desde la otra cara de la moneda. Es una invitación a saber aguardar en el Señor y, aún más, poder introducirnos también cada uno de nosotros, en este misterio de salvación, desde la propia experiencia de Cristo. Unamos una vez nuestra voz al salmista: «Nosotros aguardamos al Señor, Él es nuestro auxilio y escudo».