Botánica espiritual
¡Cuándo nos convenceremos que los caminos del Señor no son nuestros caminos! Ya en muchas ocasiones hemos escuchado y referido así este pensamiento pero cada vez más llega a nosotros como si no nos comprometiera. Al contrario, lo hemos adoptado asumiéndolo con una actitud de «conformismo piadoso» o de absoluta resignación.
El diálogo de la fe queda muy bien reflejado a través de la imagen de la semilla que crece en el campo (solo encontrada en Marcos 4,36s), en esta tierra maravillosa salida de las manos de Dios. Es verdad, que Dios es providente, que sostiene su creación; pero hay algo especial y distinto cuando se habla de esa relación específica con el ser humano. Éste, está llamado a responder a la iniciativa divina con la alegría de existir, de llevar a plenitud la vida que ha recibido.
Los evangelios están colmados de relecturas del Antiguo Testamento y en ello se vislumbra la catequesis de los discípulos de Jesús y todos aquellos que buscan la verdad del evangelio como parte de un plan salvífico. Jesús habla en parábolas (Mc 4,33) y usa este recurso práctico para dar a entender el misterio del Reino de Dios para lo cual va recogiendo diversas comparaciones de la vida cotidiana, que de seguro ya habrían sido escuchadas por sus contemporáneos, pero que esta vez, tomaban un matiz particular.
La alegoría de aquél brote o esqueje que es trasplantado por Dios, según recoge el escrito de Ezequiel (17,22); es un mensaje de esperanza para el pueblo de Israel que ve lejana su liberación del poder de Babilonia en el tiempo del exilio. Nabucodonosor, aquel rey pagano, siguiendo su parecer quiso poner un gobernante sobre los que se habían quedado y el profeta lo recrea con la alegoría del águila (Ez 17,1,3). El profeta presenta esto como un atrevimiento y recrea usando los mismos elementos de la anterior alegoría, el designio verdadero de Dios quien pondrá pronto a su elegido, reavivando así la esperanza de un tiempo nuevo, donde Israel se sentirá cobijado bajo la sombra del verdadero gobernante: un simple brote que tiene que ser trasplantado para llegar a ser paradójicamente un cedro frondoso (Ez 17,23). De esta forma, lo que no parece a la vista de los exiliados posible, pues para Dios sí lo es.
La dinámica del Reino, recogida en este testimonio del evangelio por medio de estas parábolas, intenta subrayar esta misma intención del profeta. La rutina del trabajo del campo puede alejar al campesino de la comprensión profunda del ofrecimiento de la tierra para el ser humano. Aquel hombre se preocupa de sembrar la semilla; pero de allí no hace sino esperar a que llegue el tiempo de la siega, cuando está llamado a pasar la hoz y cosechar. ¿Cómo se dio el crecimiento? Quizá para el campesino le baste con la rutina de todos los años, sin llegar a comprender realmente el proceso que tiene ante sus ojos; no tanto en la cuestión racional de saberse de memoria el proceso, sino a comprender el misterio de lo que realmente está sucediendo.
Así también nos puede pasar en nuestra vida de fe. Podemos llegar a una rutina tan fuerte en nuestra vida religiosa que al final no tomamos en cuenta la maravillosa fecundidad de la tierra y que es en definitiva lo que hace posible mantener nuestra confianza en el Señor. Hemos llegado incluso a considerar de tan poca importancia nuestra fe, a no tomarla con cariño; que no hemos sido capaces de ser árboles frondosos o arbustos espléndidos como el del grano de mostaza donde podamos cobijar a otros (Ez 17,23; cf Dn 4,7-9; Mc 4,32), sino más bien nos hemos engañado de tal manera que hemos sido para otros zarzas y abrojos secos en vez de árboles espléndidos, a donde nadie puede venir a guarecerse ni posarse (Jue 9,7-15).
Es verdad que los caminos del Señor no son nuestros caminos; pero estoy convencido de que, si creemos en un Dios que se ha revelado a nosotros en el rostro de su elegido, Cristo; en algún momento, por no decir, en muchos, los caminos tienen que encontrarse. Claro que no siempre buscamos el camino del Señor, y es porque nos gusta trazar nuestra propia senda. El misterio de la
semilla que crece sola, no hace sino estimularnos a dar gracias a Dios porque nos acompaña y traza con nosotros el destino de nuestra propia vida. Pablo habla de esto con certeza: no podemos partirnos en dos; somos uno ante Dios; y ya sea pendientes de las cosas de este mundo como en nuestra dimensión de fe, tenemos que buscar ser agradables a Dios (2 Cor 5,9); porque él quiere lo mejor para nosotros.
Aquí viene la gran tarea del cristiano, ¿cuántos de nosotros queremos llegar a coincidir nuestro camino con el del Señor? ¿Cómo nos motivamos a atender más de cerca esta presencia vivificadora de Cristo en nuestro interior? ¿Qué tenemos que hacer para hacer realidad ese misterioso crecimiento y que haga posible ese efecto gratificante en los demás?
¡Cuánto hay que rogar para que podamos, a pesar de los años, llegar a ser un árbol frondoso plantado en la casa del Señor! Esto es una gran verdad manifestada por el salmo, incluso en la vejez estamos llamados a dar fruto. Así, al final de nuestra vida, cuando nos demos cuenta de que solo hay un camino ya por recorrer, quizá comprenderemos plenamente todo lo que hizo Dios por caminar a nuestro lado. No esperemos a ello, dejémonos trasplantar para acoger su savia de amor.







