(16.08.41)
Ya estamos aquí reunidos, por la gracia de Dios, mis queridas hermanas. Hace tiempo que debería haberos reunido, pero me lo han impedido especialmente mi miseria y mis quehaceres. Además, hijas mías, espero que la bondad de Dios habrá suplido ella misma todo lo que yo os debo. Esta mi permite que se tenga esta reunión en el día de san Roque, que es uno de los santos a los que habéis de tener gran afecto, ya que pasó su vida en el ejercicio de la caridad hasta ganarse el contagio entre los apestados, a quienes servía por amor de Dios. ¡Qué felices sois, mis queridas hermanas, al haberos llamado Dios a una tan santa ocupación! Hay entre vosotras alguna que asisten a los pobres enfermos con tanto fervor que se sienten felices de exponerse al mismo peligro que nuestro buen san Roque. Nuestras buenas hermanas de Angers entraron en el hospital en medio de un ambiente contagioso, e incluso asistieron a los enfermos de la peste con la misma facilidad que a los demás enfermos. Parecía que este mal se iba a cebar también en ellas, porque los cuidaban a todos sin excepción.
¡Oh! ¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios, mis queridas hermanas! Es esa la caridad que el Espíritu Santo nos enseña, cuando dice que no hay mayor caridad que la de perder su alma, esto es, su vida, por amor al prójimo (1). ¡Cuán santa es nuestra condición! Porque ¡no es verdad que la mayor felicidad que podemos tener, es la de ser amados por Dios! Nada nos asegura tanto ese amor como el ejercicio que nuestra condición requiere y que vosotras practicáis, mis buenas hermanas, porque no puede haber mayor caridad que la de exponer su vida por el prójimo. ¿Y no es eso lo que hacéis to con vuestro trabajo? ¡Oh! ¡qué felices sois!
Sed muy agradecidas por este don y procurad conservarlo: y para eso sed fieles en la observancia exacta de vuestro pequeño reglamento, tanto si estáis fuera de casa como dentro. ¡Oh! ¡cuán peligroso es, hijas mías, ponerse en peligro de perderla! Huid de todas las ocasiones, para evitar las desgracias en que caen las almas que pierden su vocación y abandonan el servicio de Dios ¿Sabéis lo que les sucede? Abandonadas por Dios, cometen mayores faltas y están a merced de sus sentidos. Yo no puedo exponeros mejor esta situación que por medio de aquel desgraciado sacerdote que, por haberse hecho indigno de su carácter, gracias a una falta señalada, mereció ser degradado. Ved lo que hace el obispo: le arranca de las manos el cáliz con palabras de execración; luego la estola, reprochándole su indignidad; y luego, el manípulo y los demás hábitos sacerdotales, continuando con las mismas maldiciones; y finalmente, lo entrega al brazo secular. Así sucede, hijas mías, con las personas que, por inconstancia, pierden su vocación: Dios les va retirando poco a poco sus gracias y acaba abandonándolas por entero. Temamos este justo castigo y hagamos todo lo posible por conservar este precioso tesoro.
Uno de los medios para conservar esta vocación es tenerla en gran estima y pensar muchas veces en la gracia que Dios os ha hecho, sacándoos de vuestro pueblo, de vuestras casas, de vuestras amistades, para poneros en un estado de vida tan santo.
Me había propuesto leer vuestro reglamento y las santas prácticas de la casa; pero me urge el tiempo; sin embargo, no lo dejaré.
Decid, por favor, ¿las Hijas de la Caridad se tienen que levantar a las cinco y hacer luego oración? Las respuestas de las hermanas demostraron que ninguna faltaba, a no ser, en lo tocante a la oración, las que no sabían leer, y las que a causa del gran número de enfermos, por no poder hacer la oración en casa, ocupaban en ello el tiempo de la santa Misa.
Una de las hermanas preguntó si sería mejor hacer la oración o escuchar la santa Misa.
– Es una buena pregunta, hijas mías, dijo el padre Vicente; es preciso hacer todo lo posible por oír misa todos los días, pero si el servicio de la casa lo requiere, o el de los pobres, no deberíais poner ninguna dificultad en omitirla. Os diré lo que un abad de la orden de San Bernardo me dijo sobre esto. En una ocasión, sólo había en su casa tres o cuatro sacerdotes, y otros muchos religiosos que, apenas terminada su oración, se iban a su trabajo. Un señor, al saber esto, le dijo un día:
– Padre, ¿cómo es que sus religiosos no oyen la misa todos los días?
– Señor, esto nos perjudicaría mucho, por la necesidad de nuestro sustento.
Dígame, por favor, ¿cuánto perderíais cada año?
Contaron las ganancias que hacían, teniendo en cuenta el tiempo que cada uno emplearía en escuchar la misa, y resultó que perdería cuarenta escudos, lo cual era mucho en aquel tiempo. Aquel señor les dio aquella cantidad, y con ello, la facilidad de oír Misa.
Ved, hermanas mías, por este ejemplo, cómo no tenéis que poner ninguna dificultad, en medio de las circunstancias que os he señalado, en no asistir a misa todos los días.
En cuanto a saber lo que tenéis que preferir, la oración o la misa, cuando tengáis media hora de tiempo, os diré que no podéis omitir ni la una ni la otra. Id a la iglesia, y después de la preparación, hecha en unión con el sacerdote, decid el Confiteor, para que, habiéndose perdonado vuestros pecados, vuestras oraciones sean más agradables a Dios. Entrad luego en el tema de vuestra oración, que leeréis en el libro tal como la habéis hecho el día anterior por la tarde.
Pero, hijas mías, acostumbraos todo lo que podáis a hacer la oración en casa, tal como vuestro reglamento y la costumbre de la casa lo requieren.
Después de la misa, tenéis que ejercitaros en la lectura, para haceros capaces de enseñar a las niñas.
Es preciso, mis queridas hermanas, dedicarse seriamente a ello, puesto que se trata de uno de los dos fines por los que os habéis entregado a Dios: el servicio a los enfermos y la instrucción de la juventud, y esto principalmente en los campos. La ciudad está casi toda ella llena de religiosos, por tanto es justo que vayáis a trabajar a los campos. ¿No estéis todas en esta disposición, mis buenas hermanas, sin tener en consideración el pueblo, las amistades, ni los lugares lejanos o próximos?
Todas las hermanas, con un rostro alegre, respondieron que su intención era ir a donde la obediencia las enviase.
– Y sobre vuestro examen antes de comer, sed fieles, hijas mías; sabéis que hay que hacerlo sobre la resolución que se tomó en la oración de la mañana, y dad gracias a Dios, si con su ayuda, la habéis puesto en práctica, o pedidle perdón, si por negligencia habéis faltado.
La mayor parte de las hermanas prometieron no faltar a ese examen.
– Y el recuerdo de Dios, hermanas mías, ¿lo tenéis con frecuencia?
Algunas hermanas respondieron que elevaban su corazón a Dios mucha veces cada hora; otras, con ocasión de los pequeños disgustos; la mayor parte, todas las horas; un pequeño número, casi nunca.
– Hijas mías, la práctica de leer un capítulo de la Introducción de nuestro bienaventurado Padre os ha servido de mucho provecho. No olvidéis este medio.
Para la reconciliación, cuando hay algún disgusto entre vosotras, ¿os ponéis de rodillas la una ante la otra para pediros perdón?
Esta práctica es muy necesaria, como también la de avisarse caritativamente, cuando veáis que vuestra hermana cae en alguna falta; pero ¿sabéis cómo hay que hacerlo? Si una hermana se da cuenta que una de sus compañeras ha caído en una falta oculta, la tiene que avisar una o dos veces para practicar la corrección fraterna. Si el aviso queda sin efecto, tiene que decírmelo a mí o a la directora, según su mayor comodidad. Bien, hijas mías, esto es de orden divino, ya que Dios mismo dijo que nos pedirá cuenta a cada uno del alma de nuestro hermano. Estamos encargados los unos de los otros, y por lo que a mi se refiere, es el padre Dehorgny el que tiene que avisarme de las faltas que cometo. Que lo mismo pase con vosotras. Os recomiendo esta práctica; es de gran bendición para las personas que la aceptan.
Al preguntarles, el padre Vicente vio que este ejercicio no se practicaba más que entre algunas hermanas, y muy raramente entre otras.
– Hijas mías, seamos fieles a Dios, y aceptemos sus juicios, especialmente cuando haya que dar cuenta del ejercicio de nuestra vocación. Yo tengo muchos motivos para temerlos.
Me urge el tiempo; tenemos que quedarnos aquí y dejar la próxima charla para dentro de quince días. Os ruego que vengáis sin necesidad de otro aviso. Quiera Dios, hijas mías, sacar gloria de todo lo que hemos dicho, y concedernos la gracia de imitar la caridad de aquel gran san Roque, para que sin temer nada, ejercitemos la caridad puramente por amor a Dios. Le suplico de todo mi corazón que os bendiga.
En el nombre del Padre, etc.