Susana Guillemin: Conferencia a las Hermanas, Ejercicios de septiembre de 1964

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Susana GuilleminLeave a Comment

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Author: Susana Guillemin, H.C. .
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Susana Guillemin, H.C.

Susana Guillemin, H.C.

Estos son los últimos Ejercicios que hacemos tocadas con la corneta. Son unos Ejercicios históricos, como todo este año será un año histórico para la Compañía, que marcará una gran curva exterior. La interior la verá solamente el Señor. Esa curva exterior está siendo objeto de muchas habladurías, de muchos comentarios y reflexiones, de los que la mayoría son totalmente falsos y provienen de fuentes muy mal informadas. Los periódicos han publicado muchas tonterías en esta última temporada y nos hemos visto obligadas a poner las cosas en su punto. Hemos mandado una nota a la Jefatura de Prensa para desmentir, por ejemplo, que a partir del 21 de septiembre nos vestirá a todas Dior. Semejante necedad va más allá de lo que se podía imaginar. Era, pues, preciso desmentirla. Primero me dije: «es una tontería a la que nadie va a dar crédito»; pero, al parecer, la gente del pueblo empezaba ya a comentar. «Las Hermanas de San Vicente de Paul eran pobres, estaban con nosotros, pero ahora se ve que se han hecho ricas y se visten en los grandes modistos». El pueblo sencillo e ingenuo cree todo lo que se le dice, y sería muy de lamentar que llegaran a creer este disparate. Así, pues, nos hemos visto obligadas a publicar un mentís, y ustedes podrán todas rechazar la afirmación de que Dios ha diseñado el modelo, Tampoco es el Vaticano el que lo ha escogido, como se ha dicho también, No es Monseñor Roncal quien lo mandó, hace quince años. Todo esto son notícias imaginarias que carecen en absoluto de fundamento.

Volviendo al hecho del cambio de Hábito en sí, se están dando las reacciones más diversas, las más extraordinaras. He leído un artículo muy bueno, muy bien escrito, en una excelente revista, que hablaba del cambio sin darle mayor importancia. He leído otros que lo presentaban con carácter de catástrofe. Nosotras podemos decir: exteriormente hablando, es un cambio sin importancia. ¿Qué más da que se vaya vestida de una forma o de otra? No es eso lo que cambia el valor de un alma. Cada una de nosotras, al día siguiente al cambio, seguiremos siendo ante Dios lo que somos, con nuestras faltas, nuestros deseos, nuestro grado de amor, seguiremos siendo lo que somos ante Dios, sencillamente. Y la Comunidad seguirá siendo lo que es ante Dios, ni más ni menos.

De todas formas, no podemos minimizar este cambio, quitarle importancia. Es algo grande. Exteriormente perdemos todo un patrimonio de honor, de reputación, de todo lo que iba vinculado al hábito que llevamos. En cierto modo era para nosotras un signo de nobleza. Esto es cierto y no podemos olvidarlo, no tanto para afligirnos como para hacer de ello la ofrenda que debemos al Señor.

Hay una cosa cierta y es que tenemos que hacerlo. La Iglesia lo pide, la Iglesia lo quiere y las circunstancias lo exigen San Vicente nos diría que nos encontramos frente a una «voluntad de Dios»; no tenemos que adelantamos a la Providencia, pero tenemos que seguirla. Nos vemos arrastradas, obligadas a ese cambio de hábito por voluntad de la Iglesia y por la corriente del mundo en que vivimos, y tenemos que ser fieles a una y a otra. Tenemos que ser fieles a la Iglesia y tenemos que estar cercanas al mundo. Esta motivación debe ser nuestra fuerza y llevamos a hacer este cambio con el espíritu con que debemos hacerlo, es decir, convirtiéndolo en una ofrenda hecha al Señor.

Recibo cartas de personas que lamentan este cambío, que nos preguntan si lo hemos pensado bien, si no sería posible retrasar la fecha, si es Roma quien nos lo ha impuesto. Ha habido una persona que ha detenido a una de nuestras Hermanas, en la calle, para decirle: «Hermana, acabo de enterarme de que el Vaticano las obliga a cambiar su hábito. ¿Lo saben sus superiores?» Ya se dan ustedes cuenta de toda la serie de necedades que se pueden decir. Los superiores lo saben, claro que sí, y Roma también. El Santo Padre, en más de una de las audiencias de este año, ha hablado del cambio de hábito de las Hijas de la Caridad. He oído lo que ha dicho en la última, aprobando y bendiciendo la desaparición de la cometa, aun cuando él mismo lo sentía. Todos los sentimos, pero cuando me arrodillé a sus pies, a fines de agosto, fue él quien me habló prímero del asunto, lo que quiere decír que lo tiene muy presente. Me dio una bendición especial con esta intención.

Tenemos que hacernos conscientes del sacrificio que ofrecemos al Señor y de la ofrenda que todas juntas depositaremos a sus plantas el 20 de septiembre. Porque este cambio presenta otro aspecto que admira a los que saben reflexionar y en particular a los Jefes de nuestras Iglesias, los Obispos. Ellos tropiezan con muchas dificultades para conseguir la unidad en sus diócesis, en sus parroquias, con dificultades para conseguir la unidad en toda la Iglesia extendida por todo el mundo. En el Concilio han podido apreciar la diversidad de situaciones en todos los países en general.

Y conciben la admiración más profunda cuando se dan cuenta de que la orden dada se ejecutará en todos los países, por todas las hijas de la Caridad, en las cinco partes del mundo, y el mismo día. No salen de su admiración. Varios me han dicho: «i45.000 el mismo día! ¿No hay ninguna que proteste?» Las hay profundamente apenadas, pero aceptan y obedecen. Esto es espléndido y nos da gran confianza.

No podemos contentamos, el 20 de septiembre por la mañana, con hacer un pequeño ofrecimiento individual de nuestro pequeño sufrimiento, de nuestra nostalgia particular. De ningún modo. Tenemos en ese día que hacer, conscientemente, un acto más grande en la Iglesia de Dios. Un acto de sumisión, de sumisión colectiva de toda una Compañía que se une para ser fiel a Dios y a la Iglesia. Es algo muy grande, de lo que no podemos ser inconscientes. No nos contentemos nunca con hacer actos personales; tomemos la costumbre de unirnos, en lo más íntimo de nuestro pensamiento y de nuestras intenciones, de unirnos, digo, a la Compañía y, por la Compañía, a la Iglesia. La Compañía es siempre nuestro medio de ir a la Iglesia.

He pedido que el 20 de septiembre, en todas las Casas donde sea posible, es decir, allí donde tienen misa, que celebren la Misa del domingo, evidentemente, puesto que es domingo, pero con la intención de alcanzar del Señor la conservación de la unidad por la caridad en toda la Compañía. Que cada una de ustedes tenga esa misma intención y pida al Señor esa gracia inmensa. Es verdaderamete la gracia de las gracias.

Quizá nosotras, aquí en Francia, no nos demos bastante cuenta de los esfuerzos y dificultades que algunas de nuestras Privincias han tenido y tienen todavía que vencer para conservar esta uniformidad, para permanecer unidas, para perseverar en la unidad con la Compañía simplemente bajo este aspecto del santo hábito. Pensemos en los países que se hallan tras el telón de acero, Hungría, por ejemplo. Hace catorce años que las Hermanas van de seglares. Viven trabajando cada una en un oficio, un trabajo, sin formar comunidad, pero unidas, sin embargo, a nosotras por lazos de afecto profundo, por lazos de voluntad, por la vida religiosa que llevan, a pesar de todo, de forma magnífica, en medio de sus pruebas. Para tener la seguridad de que permanece en comunión de espíritu, ya que no puede estarlo en comunión material —existe la prohibición de llevar cualquier hábito religioso— Hungría nos ha pedido un patrón de hábito, y se las han arreglado para hacerlo llegar, con el fin de saber cómo íbamos y estar dispuestas, cuando les sea posible, a unirse a nosotras.

Pienso también en Polonia en donde hay tantas dificultades para proporcionarse el tejido. Hace unos días recibí una carta conmovedora, manifestando su voluntad de permanecer fieles, de permanecer unidas, de vincularse a nosotras por el espíritu de fe y la obediencia. Tropiezan con dificultades que nosotras no conocemos aquí. Para ellas es heroico permanecer fieles. Su sacrificio es infinitamente mayor que el nuestro.

En México, nuestro santo hábito es el único hábito religioso reconocido. No hay ni siquiera dos, sino uno sólo, el de las Hijas de la Caridad. La Visitadora de México, desde un principio me ha dicho: «haremos como todas, porque no queremos separarnos del conjunto de la Comunidad aunque sólo fuera exteriormente». Una carta suya recibida recientemente me dice que todo está listo, los hábitos confeccionados ó, en todo caso, en vías de confección ya los últimos, como en todas partes. Esperan no tener demasiadas dificultades con el Gobierno. Se han puesto en contacto con las autoridades, todas las Hermanas tendrán dos carnets de identidad: uno con el hábito nuevo y otro con el antiguo para demostrar que se trata de la misma persona y de la misma Comunidad. Son éstas, situaciones en las que el acto de obediencia adquiere ciertamente mayor valor.

En nuestra misa del 20 de septiembre, tomemos conciencia de todas estas cosas y ofrezcámoslas de manera lúcida,. Ofrezcan ustedes a Nuestro Señor esa gran sumisión, ese gran acto de caridad y de unidad. Aún no lo hemos decidido en Consejo, pero pienso que la víspera, o el mismo día, enviemos un telegrama al Santo Padre para ofrecerle esta sumisión de toda la Compañía de las Hijas de la Caridad que quieren permanecer en la línea de la Iglesia, de los deseos del Papa, y que se unen en ese acto de fidelidad y sumisión a su persona.

Nos diremos que si es cierto que el hábito no hace al monje, también lo es que el monje sí hace al hábito. Es lo que van ustedes a hacer después, lo que va a conseguir que el hábito que vamos a vestir siga siendo a los ojos de todos el hábito de la caridad y conservando la misma reputación que el otro tenía.

Ya sean los pobres, ya los ricos, cuando se dirigen a nosotras esperan encontrar un corazón y una mentalidad abiertos a la miseria y a las necesidades espirituales y corporales. A una Hija de la Caridad se le tiene que poder exponer siempre, en cualquier circunstancia, sin precauciones, y sin preliminares, lo que es una necesidad, lo que es un sufrimiento; y se tiene derecho a encontrar en ella una respuesta inmediata, toda la atención y toda la actividad necesaria para remediarlo. Esto es lo prímero que se espera de una Hija de la Caridad.

Hay otra cosa que he oído decir varias veces: «Es curioso, ustedes, las Hijas de la Caridad, tienen todas la misma manera de tratar con la gente. Cuando uno se dirige a ustedes, se las ve siempre sencillas, directas. Se diría que se las conoce, que se las ha tratado antes, de tal modo resulta sencillo el diálogo; no hay nada artificial o amanerado». Cuando se habla con una Hija de la Caridad, no se saca la impresión de que se busque a sí misma, de que trate de mirar el efecto que produce, de que quiera llamar la atención de quien le habla, o hacerse valer.

Una Hija de la Caridad es una persona abierta a los demás y por lo mismo, una persona completamente sencilla, recta, directa. Es normal, es lo que se espera de ella. Ya se sabe que, cuando se encuentra a una Hermana, va a ser así, y cuando por casualidad no es así, se produce una gran desedificación, un escándalo. Guardémonos de ello, tengamos mucho cuidado. No nos damos cuenta hasta qué punto el comportamiento de cada una puede llegar a centrar la opinión, la idea que se tiene de toda la Compañía.

Ahora, cuando ya no llevemos este hábito que nos rodea de un prestigio a prion; será menester que, tras el hábito nuevo, el mundo pueda reconocer a la Hija de la Caridad por su trato humilde y sencillo, por su disponibilidad hecha toda caridad, por su acogida atenta, por su actividad inmediata para prestar servicio, para darse a los demás. Somos siervas de los Pobres. Es muy hermoso serlo. Somos Hijas de la Caridad, es decir, nacidas de la caridad de Dios que nos envía a los pobres, a los que tienen una necesidad, cualquiera que sea.

Deberíamos, de cuando en cuando, hacer oración sobre el nombre de Hijas de Caridad que llevamos. Procedemos de la Caridad (con mayúscula), no de nuestra pobre y pequeña caridad, limitada, insuficiente, sino de la Caridad de Dios. Es El quien nos ha dado la vida por medio de San Vicente y de Santa Luisa. Nos ha colocado en la tierra para que seamos los testigos, los órganos de su amor y su caridad, para que los pobres, los que padecen cualquier necesidad, tengan la seguridad de encontrar en nosotras no ya la respuesta de una criatura —lo que siempre es demasiado limitado— sino la respuesta de la caridad de Dios. Debemos ser Hijas de la Caridad siempre, y en todas partes en donde nos hallemos debemos transmitir la caridad, no sólo en las relaciones con determinadas personas que acuden a nosotras, sino en todas nuestras relaciones, con un grupo de enfermeras, de maestras, con los administradores, en las reuníones a las que tenemos que asistir, reuniones de religiosas o profesionales, en todas partes y en todo aquello en que participamos. Debemos ser siempre la manifestación de la Caridad de Dios. La caridad no se dirige solamente a los pobres: es para todos, para todos los que nos rodean. Para todos ellos tenemos que ser el camino, el canal de la Caridad de Cristo. En todas partes donde se hallare una Hija de la Caridad, tendría que reinar esa atmósfera de amor, de sentido de los demás, de atención a las necesidades de todos, de respeto a la palabra y a la opinión ajenas. Eso es la caridad, ese sentido del otro, ese respeto al otro, ese deseo de hacerle el bien, de ayudarle en sus dificultades, no sólo a los pobres sino a todos, absolutamente a todos. Hagan de vez en cuando la oración sobre esta palabra, esta expresión: Hija de la Caridad.

Y también sobre la de sierva de los pobres. Se pueden llamar pobres —pero guardémonos, sin embargo, de emplear esa palabra porque lleva consigo una como etiqueta que ahora no se tolera— a los que se ven oprimidos por algo. En países como el nuestro, como Francia, los pobres son los que se podrían denominar: los pobres del mundo moderno; son la masa obrera. Se ven oprimidos por las estructuras sociales. Al no cumplir con ellos los deberes de la justicia social, se ven privados del ejercicio de su libertad. Son pobres con una pobreza de dinero, que no es miseria, pero que lleva consigo una inseguridad. Son pobres también con una pobreza de cultura. Como no tienen dinero no tienen tampoco acceso a los bienes del espíritu. Y, lo que es mucho más doloroso, junto a esa pobreza de cultura está la imposibilidad de proporcionar a sus hijos los bienes de que ellos carecen. ¡Es tan penoso todo lo que pesa sobre la masa obrera!

Son pobres también, fuerza es decirlo, todos los que se ven privados del bien supremo que es Dios. Se les dice a ustedes y se les repite en todos los tonos por ser suma actualidad, que la Hija de la Caridad es catequista por antonomasia. Pues bien, tenemos que tener la preocupación de esa pobreza espiritual que es la de la mayoría de nuestros contemporáneos, esa pobreza espiritual de la gente, de todos los que nos rodean, que nos conocen pero que no aman a Dios y no creen en El. Ayer tarde regresaba yo a París atravesando los barrios de la periferia. Veía esa población inmensa, esas casas que parecen brotar del suelo como hongos. Se veían centenares de millares de luces, que representaban cada una un hogar, un alma que vive. Y yo me decía: «Entre tantos, ¿cuántos hay que creen en Dios?» Son irmumerables los que no creen; hay otros que, según ellos, creen pero no practican: no tienen tiempo. Son indiferentes, están alejados por cuestiones morales…, etcétera. ¡Cuánta pobreza espiritual!

De todas estas gentes somos las siervas, no sólo directamente, sino por una acción indirecta. En todas partes donde nos encontremos, somos las siervas de los que nos rodean. Cuando vamos en el metro, por la calle, donde sea, recordemos el rasgo de San Francisco de Asís, que decía al Hermano León: «Vamos a predicar, vamos a recorrer la ciudad de Asís». Y regresaron sin haber pronunciado una sola palabra. Pero San Francisco dijo a su compañero: «Sí, hemos predicado, hemos mostrado la pobreza, la modestia, el recogimiento, hemos dejado ver nuestra pertenencia al Señor».

Recuérdenlo, Hermanas. En todas partes por donde pasan, predican, y así son, a la vez, siervas de los que las contemplan. Más de una persona se ha visto atraída a Dios simplemente por ver pasar a una Hija de la Caridad. Tal fue el caso de un pobre hombre, comunista, ateo en el fondo de su corazón. Durante muchos años había visto pasar a una Hermana que iba a servir a los pobres. Era una auténtica Hija de la Caridad, muy sencilla, muy modesta, profundamente unida a Dios y, en Dios, a sus hermanos. La Hermana murió, y el buen hombre dijo en una exclamación espontánea: «¡Qué desgracia! Ya no veremos más pasar a Dios entre nosotros». Dense ustedes cuenta de lo que representa este hecho. Un hombre que se declaraba incrédulo y, sin casi advertirlo, el paso de la Hermana le había penetrado de tal manera que la fe despertaba en él, como lo revela su exclamación instintiva: «ya no veremos más pasar a Dios». A través de la Hermana, había descubierto a Dios.

Por todas partes, son ustedes siervas de las gentes que las miran. Tienen un deber con ellas, no sólo en un momento determinado, como cuando están ustedes dando clase, cuando cuidan a los enfermos en el Hospital, cuando están realizando un acto concreto de servicio de los pobres. Somos siervas de los pobres siempre y en todas partes, de los pobres de bienes espirituales, pobres de corazón, de alma, pobres de bienes materiales, de bienes de este mundo. Tenemos el deber —y deber que nos viene de Dios lo que es infinitamente más grave— de presentarles al Señor, de dárselo a conocer. Debemos vernos devoradas por ese deseo de dar a Dios al mundo, no de una manera exaltada —no es la mejor forma de hacerlo ni la que empleó San Vicente— sino de una manera consciente y profunda. Tenemos que tomar conciencia de nuestro deber, es decir, de la obligación que tenemos de ser profundamente, en nuestra vida personal y en nuestro interior, Hijas de la Caridad, nacidas del amor de Dios.

Tenemos que transparentar a Dios, porque verdaderamente El habita en nosotras, y llegar así a que los que nos rodean y nos ven pasar no dejen de tener, a través de nosotras, una como relación con Dios. Esto se dará sin que lo sepamos, progresivamente, como en el caso de la Hermana que durante veinticinco años pasó por el barrio y fue dejando poco a poco en el corazón de un incrédulo el pensamiento de Dios, que llegó a tomar cuerpo en él porque la Hermana estaba ella misma penetrada de Dios. Esto forma parte de nuestro servicio de los pobres.

Nuestra vida interior, nuestra vida de unión con Dios, nuestra vida de oración, es un aspecto de nuestro servicio de los pobres. Esa vida interior, de oración, no es sólo algo que debemos hacer para salvarnos; no es sólo algo que responde a las obligaciones que hemos contraído al entrar en Comunidad: es una parte, un aspecto de nuestro servicio de los pobres. Les debemos, tenemos para con ellos el deber de ser verdaderas Hijas de la Caridad, llenas de Dios. Debemos a los pobres a quienes servimos el proporcinarnos los recursos necesarios para serles útiles. Antes parecía normal que una Hija de la Caridad pidiera a los ricos el dinero necesario para los pobres. Ahora eso se ha terminado.

Una buena Hija de la Caridad tiene que conocer las leyes sociales. Tiene que saber lo que puede conseguir para los pobres por la vía legal. Para cumplir con su servicio a los pobres, tiene que saber encauzar hacia ellos los bienes materiales e intelectuales. Tiene el deber de justicia, si es maestra, de poseer los conocimientos pedagógicos suficientes. Si es enfermera, tiene el deber de conocer bien su oficio para cuidar a los enfermos, para conservar en ellos o devolverles el bien inapreciable de la salud, uno de los mayores que se puede poseer en este mundo.

Pero, además de todo esto, ya sea hospitalaria o visitadora a domicilio, educadora parroquial o catequista, profesora o maestra, tien el deber de Llenarse de los bienes espirituales, para que, por ella, Dios se haga presente a los pobres. Alguien ha dicho: «el Señor no puede hacer mejor regalo a los pobres que darles una Hija de la Caridad». Pero tiene que ser una auténtica.

En algunos lugares de Francia y en otros países estamos suprimiendo ciertas casas para ir a instalarnos en barrios nuevos. Por medio de las que se envían a esos barrios, se tiene la intención de enviar a Dios. Se pretende también, claro está, proporcíonar asistencia, posibilidades de ayuda a aquellas gentes en el plano social, educativo, etcétera. Pero sobre todo lo que se busca es llevar allá la presencia de Dios, y si las Hermanas enviadas son lo que deben ser, si llevan una vida espiritual profunda, ¡cuántas gracias lloverán sobre el barrio, aun independientemente de toda acción! Hay una presencia de Dios en el alma en estado de gracia, y hay en ella también una fuerza de testimonio, una predicación muda, una transmisión, fruto de una vida vivida según las enseñanzas del Evangelio. Todo esto tiene un valor incalculable.

Es menester, Hermanas, que seamos verdaderamente conscientes de la grandeza de nuestra misión y de nuestra responsabilidad. Imagínense por un momento a una Hermana que no cree en lo que debe ser. Al no tener esa profundidad de vida interior, su presencia va a ser algo vulgar. No emanará de ella gran cosa. Imaginen que su vida sea mediocre —no digo mala, sino simplemente mediocre: saca adelante su pequeño trabajo, y tan pronto como puede descansar, descansa—; tan pronto como puede concederse un pequeño capricho, se lo concede. Esas cosas se palpan, se ven. Las personas que la rodean no descubrirán al Señor a través de una vida así; descubrirán a una persona que tiene un poco de caridad para con ellos, a la «Hermanita». Con ello no va a sublimarse mucho la idea que tienen de Dios ni el concepto que han formado de la Iglesia.

Es algo muy exigente llevar un hábito religioso; es algo muy exigente presentarse en nombre de Dios, en nombre de la Iglesia. Se dice actualmente que la vida religiosa ha perdido parte de su valor. Se la ha ridiculizado; una parte del clero no está a su favor. Corren «slogans», maneras de pensar que proceden de conceptos erróneos. En todo ello hay también algo de culpa nuestra. Si todas las religiosas —es imposible mientras estemos en este mundo, lo sé— se hubieran mostrado en todas partes como modelos de fervor, no digo como santas canonizables, sino como modelos de fervor, viviendo como hermanas, como almas que han renunciado a este mundo para ser continuadoras de Cristo, la vida religiosa, se lo garantizo a ustedes, no hubiera sufrido esta crisis de desvalorizackín actual.

Hay que ser auténticas cuando se hace algo o se toma una opción. Si nos damos a Cristo, si al pronunciar nuestros votos decimos: renuncío a los bienes de la tierra, por la pobreza; renuncio a los bienes del corazón, por la castidad; renuncio a los bienes de la voluntad, por la obediencia; renuncio a la organización de mi actividad, por el servicio de los pobres… si decimos eso, y luego en la práctica de nuestra vida nos concedemos todas las facilidades de los bienes materiales de una manera visible, eso no escapa a las miradas de los que nos rodean. Si estamos tan apegadas a las personas con quienes vivimos, si al recibir un cambio de destino, mostramos una verdadera desesperación, como si el mundo se hundiera a nuestros pies, es claro que Cristo no ocupa el primer lugar en nuestro corazón… Si frente a un acto de obediencia, por ejemplo, cuando un sacerdote en una parroquia nos pide que actuemos en tal sentido, mostramos una contrariedad profunda porque tenemos que inclinarnos a lo que él piensa… no estamos dando ejemplo de obediencia. Entonces nuestra actitud es una actitud de mentira.

Tenemos que ser auténticas. Es menester que lo que un día prometimos se trasluzca en nuestra vida. Es menester que estemos dando testimonio de verdad ante los que nos contemplan.

Dios no se revelará más que si los que nos ven pueden comprobar en nuestra conducta que vivimos conforme a nuestra condición, de acuerdo con lo que anuncia nuestro hábito. Nos hemos comprometido, y un compromiso tiene que cumplirse de manera evidente.

Me van ustedes a objetar: «Es muy fácil de decir, pero muy difícil de llevar a la práctica». Siempre es fácil hablar y hasta es bastante fácil saber lo que se tiene que hacer. Pero es muy difícil hacerlo. Estoy de acuerdo con ustedes. En este plano voy todavía más lejos que ustedes, al menos que las más jóvenes: dígo que es hasta absolutamente imposible de realizarlo por completo en el mundo. Pero lo que Dios nos pide no es que lleguemos a la realización perfecta de lo que hemos prometido. Nos conoce bien, mejor que nosotras mismas. Sabe que no podemos hacer más que lo que su gracia nos permite. Esto es absolutamente cierto.

Pero lo que constituye para nosotras una obligación estricta es el mantener en nuestro espíritu, en nuestro corazón, en nuestra voluntad renovada de continuo en la oración y la comunión de cada mañana, un deseo ardiente, firme, consciente de proseguir nuestro camino hacia la perfección en la que nos hemos comprometido a trabajar. Lo que el Señor quiere de nosotras y de lo que nos pedirá cuenta cuando comparezcamos ante El, no es el haber logrado ser santas o intachablemente perfectas, sino que no cejemos en nuestro deseo, que no nos detengamos en el camino de hacer mejor. Nunca debemos detenemos. Somos responsables ante Dios de mantener alta en nosotras la idea, el conocimiento que tenemos de los compromisos que hemos contraído, compromisos que van unidos al estado que hemos abrazado y de reanimar en nosotras el deseo de proseguir hacia la meta y trabajar sin desmayo.

El Santo Padre, en la Encíclica «Eclesiam Suam» da tres grandes directrices a la Iglesia actual:

1ª Ahondar en la conciencia que se tiene de sí. Es algo parecido a lo que les estoy diciendo. No tenemos derecho a vivir a ciegas. Es una responsabilidad permanecer en la ceguera. Tenemos, por el contrario, que tener los ojos muy abiertos acerca de nuestras obligaciones con Dios y con aquellos a quienes nos envía.

Durante la oración tenemos que meditarlo, profundizarlo una y otra vez, examinarlo, purificar nuestra mirada para ver mejor la meta que tenemos que alcanzar, tomar conciencia de lo que debemos ser, de lo que debemos dar.

2ª La renovación.

3ª El diálogo.

Todo este trabajo sobre nosotras mismas, tenemos que hacerlo con el mundo, es decir, con aquellos con quienes convivimos.

El Santo Padre termina con unas palabras, que he recogido, porque coincide plenamente con lo que yo pienso. Dice así: «La Iglesia está viva, hoy más que nunca. Pero, considerándolo bien, parece como si todo estuviera aún por hacer». En realidad, este trabajo no se terminará nunca, como ocurre, por lo demás, con nuestro trabajo personal sobre nosotras mismas. Asimismo puede decirse del trabajo sobre una casa y del que hay que hacer sobre una Comunidad entera. Es verdad que, en fin de cuentas, una y otra son realidades eclesiales.

Con frecuencia se oye la expresión: «Trabajar en Iglesia». ¿Qué es ese trabajo de Iglesia para nosotras?

Es trabajár, cultivar nuestra alma, pequeña parcela de la Iglesia, que tenemos cada una a nuestro cargo; nuestra alma, esposa de Cristo y miembro de esa gran Esposa del Señor que es la Iglesia. Nuestra casa local es también una realidad eclesial que tenemos que entregar al Señor. Trabajar en Iglesia no es, para ustedes, presentarse a trabajar en el Concilio o en los grandes organismos católicos internacionales. Es, en cambio, hacer pura, irreprochable, agradable a los ojos de Dios esa pobre alma nuestra, o esa pequeña comunidad local en la que estamos insertas. Ese es nuestro trabajo de Iglesia. Y abriendo más los ojos, es trabajar en hacer pura, agradable al Señor esa gran Comunidad a la que pertenecemos, la Compañía de las Hijas de la Caridad, una de las joyas de la Iglesia de Dios. No digo que sea la más bella, pero sí una de sus joyas. Cada una de las Congregaciones puede decir de sí misma: «somos una de las joyas de la Iglesia de Dios». Pues bien, cada una desde su puesto es responsable de ese trabajo Conciliar, de ese trabajo de Iglesia dentro de la realidad eclesial a la que pertenece, es decir, de ese trabajo que tenemos que realizar en nosotras mismas, nuestras Casas, en la Compañía. Tal es, precisamente, la postura que propugna el Santo Padre.

Si miramos atrás, nos decimos: «es mucho lo que ya se ha hecho». La Comunidad ha trabajado mucho ante el Señor. Se ha mantenido en el espiritu de San Vicente; ha servido a los pobres; ha sido fiel a su carisma. El Santo Padre habla de las deficiencias de la Iglesia. ¿Cómo no reconocer que hay grandes deficiencias en la Comunidad? ¿grandes deficiencias en cada una de nosotras? Lo sabemos muy bien y si dijéramos lo contrario, no estaríamos en la verdad. Sin embargo, junto a eso, ¡hay tantas bellezas! Abramos los ojos a la belleza y luego detengámoslos en el trabajo que queda por hacer.

Todo está por hacer. Hay que trabajar, hay que examinarse, hay que ponerse al día. Hay que perfeccionar el servicio que prestamos a Dios. Tenemos que hacer de n9sotras, Hijas de la Caridad, en el plano personal, de nuestras casas, de nuestra Compañía, un instrumento apostólico, animado por un espíritu misionero más alto que el que ahora poseemos, mejor adaptado a las condiciones de nuestra época. Tenemos que entrar en ese trabajo del Concilio. Todo está por hacer.

Miramos al pasado y nos decimos: «Es mucho lo que se ha hecho, ¡que hermosura!» Pero miramos al porvenir y decimos, y el Santo Padre lo dice con cierta impaciencia: «Todo está por hacer». Hasta el final de nuestra vida tendremos que decírnoslo. Cuando tengan ustedes 92 ó 93 años y se encuentren junto a una cama de enfermería, tendrán que decírse: «hoy está todo por hacer; hoy empiezo. Hoy empiezo a amar a Dios, hoy empiezo a purificarme».

Tenemos que mantenemos en ese estado de marcha al encuentro del Señor. Mientras vivamos en este mundo no habremos llegado, tendremos que proseguir la marcha.

Tal vez fuera éste el propósito’ que habría que hacer después de unos Ejercicios: reconocer que no se ha llegado todavía; convencerse que durante la vida, no se llegará, sino que es preciso mantenerse en marcha hacia el Señor. Cuando se hace una marcha, no hay desaliento ni desesperanza; se mira uno a sí mismo y se ve que, después de todas las faltas y deficiencias de los años pasados, quedan todas las faltas y deficiencias de los días presentes. Y se sabe, además, que vendrán después las faltas y deficiencias de mañana. Pero ¡qué importa, después de todo, si estamos decididas a querer superarnos y a caminar sin desmayo al encuentro del Señor! Nuestras faltas y deficiencias no tienen tanta importancia. Son un bien porque nos humillan. Las depositamos a los pies del Señor, después de reconocerlas en el fervor de nuestros exámenes de conciencia. Las reparamos con actos de caridad y de contricción salidos del corazón y con confesiones bien hechas.

No dejemos nuestra confesión semanal. Tengamos el culto de la confesión. Actualmente, no se tiene mucho ese culto. Tengámoslo. Es un gran sacramento que nos enriquece dándonos la gracia para proseguir ininterrumpidamente nuestra marcha hacia el Señor. En el sacramento de la penitencia, bien recibido, se encuentra una gracia de reanudación y de renovación. Amemos la confesión y hagámosla bien, no por rutina, sino para pedir perdón al Señor y encontrar nuevas fuerzas espirituales. Se olvida esto demasiado fácilmente: no es sólo el perdón lo que vamos a recibir con la confesión, sino también la fuerza, la fortaleza necesaria para continuar el trabajo, para proseguir la marcha.

Al terminar unos Ejercicios, Hermanas, no sólo éstos predsamente, sino cualquiera otra tanda que hagan a lo largo de su vida, afiáncense en esa voluntad de mantenerse, decididamente, en marcha, en camino hacia el Señor. Cuando se aviva en el alma esa llama del deseo de correr al encuentro del Señor y esa voluntad de no darse por satisfecha con lo que se ha hecho sino de aspirar siempre a más, creo que se puede tener cierta seguridad de que se es fiel a Dios.

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