El día 15 de diciembre del pasado ario 1963 voló al cielo el alma de Sor Gregoria Oyarzábal Martínez de Lecea. Nos dejó para recibir la recompensa de sus cincuenta y dos años de entrega total al servicio de Dios en la persona de los pobres. Mucho les amó y se sacrificó por ellos; eran su continuo pensamiento y constante preocupación.
Nacida en Ozaeta (Alvara) el 9 de mayo de 1889, de padres cristianísimos, don Esteban Oyarzábal y doña Epifania Martínez de Lecea, que supieron entregar al Señor, con toda generosidad, las tres hijas que el cielo les concediera. Las dos mayores ingre-: salan en el convento de Concepcionrstas de Agreda (Soria) y nuez ira Sor Gregaria en la Compañía de las Hijas dé la Caridad,. el 8 de septiembre de 1911.
Cuando sus hermanas mayores pretendieron consagrarse al Señor, ella les dijo con resolución: «Yo me consagraré al Señor antes que vosotras.» Y así sucedió, en efecto, aunque las circunstancias demostraban lo contrario. Al consultar su vocación con el confesor, éste le dijo: «Usted será Hija de la Caridad.» «No, Padre—contestó Sor Gregoria—. No las conozco; sólo las he visto por la calle con las niñas.» Y el Padre le contestó: «Pues a usted la llama el Señor por ese camino.» Y aunque sentía repugnancia según nos comunicó, se sometió y obedeció ciegamente a él, viendo en ello la voluntad de Dios. Esta virtud de la obediencia sería el distintivo de toda su vida. Siempre sumisa a sus Superiores, viendo en ellos los representantes de Dios, cumplía todas sus órdenes con gran fidelidad, y así, en los seis destinos que recibió, nunca quiso que se hiciese nada para impedir su traslado. «Soy hija de obediencia», decía, y hasta el final de su vida le acompañó esta virtud, pues momentos antes de expirar pidió permiso a la Superiora para morir (aunque ésta le contestó que ella no podía conceder ese permiso, sino solo Dios).
Al salir del Seminario vestida ya con la librea de las Hijas de la Caridad fue destinada a Pontevedra, y su primer oficio fue el atender a los pequeñines de la Casa Cuna. Más de 1.000 niños recibió por el torno, y muchos de ellos fueron al cielo con el bautismo recibido de sus manos. Y así, más adelante, se la oía exclamar: «Tengo una gran esperanza en estos angelitos que rogarán por mí.»
A los 15 años de vocación, recibió su primera Patente de Superiora del Hogar Provincial de Ciudad Real. En él desplegó todo su celo, y transformó la Casa en el orden material y espiritual.
En esta Casa le sorprendió la guerra de liberación de 1936 y durante ella, veló por todas las Hermanas como si fuera una verdadera madre. Cuando les obligaron a dejar el santo hábito, ella les animaba y decía: «No se dejen dominar por la pena. Somos Hijas de la Caridad siempre, el hábito interior nadie nos le puede quitar». Y también cuando los comunistas obligaron a quitar las imágenes les decía: «¿Para qué se van ustedes a molestar, si son ellas Cristos vivos?»
Intrépida y varonil, a todas nos daba ánimos, haciendo frente a todas las penalidades, pero siempre conservó la paz de los hijos de Dios, como ella nos decía. Aunque se le presentó ocasión de pasar a la zona nacional, no quiso hacerlo, por no dejar a las Hermanas ancianas y al mismo tiempo proporcionó los medios a todas las Hermanas que se pasaron a ella.
Al terminar la guerra, no se acobardó ante el desastroso estado en que se encontró la Casa y los pobres, y como si no hubiera, pasado nada comenzó a trabajar con todo empeño, y así, cuando la tuvo que abandonar para donde la obediencia la destinaba, dejó la Casa provista de todo lo necesario y los pobres con la misma abundancia que antes tenían.
Era el año 1941 cuando un nuevo destino la obligó a abandonar aquella Casa. Los Superiores le encargaron organizar el colegio de San Diego (El Cisne) que había sido en aquello aciagos días, cuartel, hospital y cárcel. Grandes esfuerzos tuvo que hacer, para organizar aquella Casa y en aquellas circunstancias de la posguerra, pero todo se llevó a cabo, gracias a su carácter emprendedor y su mucho tesón.
Gratos recuerdos dejó su paso por este colegio, siendo también muchas las vocaciones que en él florecieron tanto de Hijas de la Caridad como de otras Congregaciones.
Su corazón bondadoso no podía sufrir que las huérfanas de militares despreciasen a las de la fundación, y su talento y virtud consiguieron que se uniesen de tal manera que se amaran como hermanas.
El coronel militar más de una vez le dio la enhorabuena por la buena organización, trato y enseñanza que recibían allí sus huérfanas; tanto, que le suplicó que una de sus hijas la recibiesen como alumna pagando lo que fuera.
A los seis años, un nuevo destino le puso al frente del colegio de las Mercedes, en el que continuó dando siempre pruebas de amor al pobre y trabajando hasta conseguir que el colegio de las Mercedes sea hoy uno de los mejores colegios de la Diputación.
Durante su permanencia en éste, su amor a la Compañía la impulsó a tomar un grupo de aspirantes a Hijas de la Caridad y proporcionarles en él la ayuda necesaria a su cultura y buena formación.
En Santander, Córdoba y Almería continuó haciendo el bien a manos llenas. En este último destino sólo año y medio pudo desplegar sus actividades y sin embargo pudo hacer que los pobres mejorasen en todos sentidos, y prueba de ello fue que al quedarse ya ciega y marchar a Madrid para ser reemplazada de su cargo, las autoridades eclesiásticas y civiles acudieron a nuestros Respetables Superiores para que no saliese del Hogar Provincial de Almería.
Celebró sus Bodas de Oro el 8 de septiembre de 1961, y desde entonces escribió a los Respetables Superiores para que la destituyesen. Insistió en ello, porque decía «que las Casas se desmoronan cuando la Hermana Sirviente no puede actuar».
Como estaba enferma, las Hermanas le decían que no se levantase tan temprano. «No contestaba—; hasta que venga la nueva Superiora me levantaré, porque tengo responsabilidad». En estos últimos meses de su vida, tuvo que luchar mucho consigo misma, dado su carácter emprendedor y dinámico. ¡Encontrarse ciega y, por consiguiente, inútil para toda acción! Fue cosa para ella muy dura. No obstante, nos dio ejemplos de paciencia y conformidad admirables.
Muchas veces decía: «Doy gracias a Dios, porque esto me convenía; no quiero más que santificarme». Le costaba muchísimo subir la escalera y, a pesar de esto, con gran sacrificio, no dejó nunca la santa misa.
Se hizo ella un reglamento para estar ocupada todo el día y el rosario era su ocupación constante. Cuántas veces dijo: «Gracias a ese arma tengo fuerzas y llevo mi cruz conformándome con la voluntad de Dios. Si el Señor me diera a escoger, diría: no quiero la vista, esto me conviene, me hacía falta». Y, sin embargo, al despertar exclamaba: «Un día más en oscuridad y tinieblas, ¿hasta, cuándo, Señor? Hasta que Tú quieras yo también lo quiero». Aquí se ve la lucha entre la naturaleza y la gracia.
… Los primeros días que le leíamos la oración de los enfermos misioneros, al oír aquella frase: MI ENFERMEDAD E INVALIDEZ, alguna vez decía: «Qué invalidez; no estoy tan inútil». Mas luego reflexionaba y exclamaba: «Siga; es verdad, no sirvo para nada».
Tanto se venció que últimamente estaba tan contenta con su rincón y decía se encontraba tan feliz en la soledad que no se cambiaba por nadie.
Sintió gran satisfacción en su vida al servir al pobre y sacrificarse por él. Por eso nos decía: «No sé si tendré mérito, porque disfruto mucho en ayudar y mejorar la situación del pobre». Por eso, fue grande su sacrificio, cuando tuvo que retirarse por completo
Como era de corazón grande y bondadoso, siempre supo devolver bien –por el mal que recibió. En Ciudad Real, en tiempo de guerra, fue el portero de la Casa el que peor se portó con nosotras, y antes de salir las Hermanas del Hogar, enterada ella de que se había puesto enfermo, le faltó tiempo para visitarlo y llevarle ella misma un exquisito caldo y todos los remedios necesarios, y ante la protesta de las Hermanas, ella decía: «Es nuestro prójimo y hay que devolverle bien por mal y hay que olvidar y perdonar los agravios que nos hacen». La misma conducta siguió con los evacuados que llegaban de Málaga; ella misma los servía muchas veces con toda delicadeza y nos decía: «¿No hay que ver a Jesucristo en toda clase de pobres?» Cuando llegaba el recreo de la noche, eran estas estas sus palabras: «Hoy ha sido un día feliz; hemos consolado a estos pobres y les hemos hecho ver qué grande es Dios y la Religión».
Su devoción al Patriarca San José fue muy grande, y a él le encomendó el arreglo de todas las Casas que la obediencia le confiar’, y así realizar con éxito la reforma de todas ellas. Ella siempre el fruto de todo esto se lo atribuyó al bendito Patriarca.
Fue sencilla, sin doblez; no era capaz de engañar a nadie. Su puntualidad fue grande durante toda su vida; lo mismo de súbdita que de Superiora, fue siempre la primera en todos los ejercicios de Comunidad, arrastrándonos con su ejemplo.
En noviembre del pasado año 1963. al ver que se avecinaban los días de traslado al Hogar nuevo, y ante la perspectiva de que tendría gran dificultad para oír allí la santa misa diaria, expuso a los Respetables Superiores su deseo de pasar unos días en Ciudad Real, permiso que le fue concedido. ¡Quién le iba a decir que aquel viaje era el preludio del que haría muy pronto para la eternidad!
Allí era feliz, porque no tenía que subir las escaleras y podría asistir a todos los actos de Comunidad; pero esta felicidad le duró poco A los pocos días se metió en la cama para no volver a levantarse más. Como ella presintiese cercana su muerte, pidió que le administrasen los santos sacramentos, y con tal insistencia, que a pesar de no ver ni el médico la gravedad, se los administraron, quedando completamente tranquila y con deseo grande de ir al cielo a unirse con Nuestro Señor y a la Santísima Virgen; y así, repetía a las Hermanas con frecuencia: «Me voy a morir pronto; estoy muy mal. Quiero morir; la muerte es para mí ganancia». Y sin embargo, ella había tenido siempre miedo a los juicios de Dios y por eso temía la muerte. ¿Cómo se obró entonces ese cambio? Es que en ella se cumplió la máxima de San Vicente: «EL QUE HAYA AMADO A LOS POBRES EN VID A, VERA SIN ESPANTO ACERCARSE LA HORA DE SU MUERTE».
Una Hija de la Caridad