Placeta.- Desgracia.- Sustituto.- Otra desgracia.- Consecuencias.- ¿Y por qué no gracia?
El primer cuerpo del edificio quedó efectivamente cubierto a fin de Octubre de 1902, como se dijo al final del párrafo XVIII. Pero téngase en cuenta que solamente estaba formado el armazón, es decir, las paredes y el tejado. Faltaba formar el interior, las vueltas y los tabiques, y por la proximidad del invierno hubo que dejarlo para proseguir en la primavera siguiente.
Lo mismo sucedió con la cerca de la finca. Era indispensable cerrar el bancal y el edificio de algún modo, y se hizo en Noviembre con valla de madera por el Norte, o sea por la parte que confrontaba con el otro medio bancal, que no habían querido vender, y con pared sólida y definitiva por el Poniente, que es el lado más largo que tiene la posesión, lindante con el camino de Cantavieja. Pero se quedó sin hacer un trozo de pared, el cual corresponde a una placeta que hay al Sur de la finca.
Este trozo era el más importante y exigía un trabajo serio, porque es el punto adonde afluyen todas las aguas de la finca, que suelen ser muy abundantes, las cuales, al decir de los trabajadores, varias veces habían derribado los enormes paredones de piedra seca, otras tantas renovados por el dueño anterior. Se dejó, pues, para la primavera, y por aquí comenzaron los trabajos a mediados de Marzo de 1903.
Quince días hacía que se estaba trabajando simultáneamente en el gran paredón que había de resistir, como resiste, todas las futuras avenidas de aguas y deshielos, y en las vueltas que habían de servir de cubierta o techo al piso bajo, y de base al de arriba, cuando ocurrió una sensible desgracia. Estaba el Sr. Ibáñez, aplicado y laborioso como era, clavando puntas de París en las vigas de las vueltas para sujetar una cimbra, y, de repente, se siente herido en un ojo. ¿Qué sucedió?
La cosa más sencilla. Una punta, topando sin duda con un nudo del madero, rebotó con violencia y fue a dar (¡como si no hubiera habido otro blanco a que dirigirse en toda la cara!) fue a dar en la misma pupila del ojo. Y no reventó éste gracias a su forma esférica, por la cual se deslizó la punta hasta los párpados, y en éstos produjo una herida, de la que manó alguna cantidad de sangre.
El dolor debió de ser grande. La fortaleza y serenidad del paciente no lo fueron menos. Tres días estuvo en casa. Apenas comprendió el Superior que el médico del pueblo andaba a tientas en el conocimiento del mal, y, por consiguiente, de su curación, le abordó francamente; francamente también contestó este señor, y el Sr. Ibáñez fue enviado a Madrid el día 30 de Marzo. Estuvo curándose allí cuatro meses completos, y volvió a La Iglesuela el 4 de Agosto. Afortunadamente no quedó deformidad alguna en el ojo.
Imposible que pudiera manejarse solo el Superior. La capillita del desván era un hervidero de confesiones por mañana y tarde, de comuniones y otros ejercicios espirituales. Las atenciones eran multiplicadas. Vigilancia necesaria en la pared de la placeta, en los pisos que se estaban echando, en el sitio donde se arrancaba la piedra, en la inspección de caballerías y carros que aportaban materiales. Y, además, era el Superior el predicador cuaresmero de la Parroquia. ¿Cómo atender a todo? Urgía, claro está, la venida inmediata de un auxiliar capaz de sustituir al herido.
No era tiempo oportuno para disponer en Madrid de individuos aptos para el caso. Pero Dios lo tenía todo dispuesto, y no se hizo esperar mucho el que en verdad lo era. Hacía pocos meses que habían regresado del Brasil algunos de los nuestros. Entre ellos se contaba el Sr. Tabar (Eduardo). Y se presentó en La Iglesuela el 17 de Abril. Dijo y repitió que iba interinamente, Porque parece que lo tenían destinado para otra parte. Más como siempre es Dios quien dispone, aunque compongan los hombres, es lo cierto que seis meses después, el 11 de Octubre, fue confirmado su destino en la Casa de La Iglesuela, donde continúa todavía.
Este señor era el que convenía, y aun el que se necesitaba, porque es inteligente en tales asuntos, y, por tanto, podía aliviar al Superior en las dificultades y agobios referidos. Y, además, el Superior había de quedar tres semanas después físicamente inutilizado para algunos meses, lo cual era entonces ignorado de los hombres, pero lo sabía Dios, quien dispone siempre de todo y de todos, máxime de los suyos y para los suyos, de modo suave, benigno y amoroso.
Durante los meses de Abril y Mayo se concluyó el muro de la placeta, que mide de tres a cuatro metros de altura y tiene más de un metro de espesor hasta flor de tierra y poco menos después; se concluyeron de hacer las vueltas y se dio principio a los tabiques para formar las habitaciones, y a la colocación de puertas y ventanas.
Estas operaciones, lo mismo que la formación del segundo cuerpo del edificio que siguió a ellas, no habían de ser presenciadas y dirigidas materialmente por el Superior. Únicamente había de dar el diseño y responder desde la cama o desde el sillón, según los tiempos, a las consultas que sobre todos esos asuntos se le hicieran.
Dios quiso que el 4 de Mayo sufriese una caída violenta, y que, dando media vuelta su cuerpo, fuese a chocar con fuerza su pantorrilla izquierda con el borde o canto de una tabla, y se abriese en ella —en la pantorrilla, no en la tabla, ¿eh?— un corte de unos ocho centímetros de longitud por uno de profundidad, y que, al desprenderse el cuerpo hasta el suelo, se produjesen en el extremo delgado de la pierna y en el tobillo unas excoriaciones de peor curación que la herida de la pantorrilla.
Fajó toda la pierna con dos pañuelos, y resistió tres días completos sin declarar a nadie lo sucedido, juzgando que no sería tan grande el mal, y que, con haber contenido la hemorragia, se cicatrizaría y se curaría todo. ¡Ilusión imprudente! Cojeaba sin poderlo remediar el paciente, sentía sin cesar agudos dolores, se preocupaba con interés su nuevo compañero, y el cuarto día, después de haber celebrado con grandísima dificultad la Santa Misa, metiose en la cama; se llamó al médico, y de éste, y más aún del compañero, tuvo que aguantar aquel día, y otras cien veces después, el justísimo reproche de que por su culpa, por no haberse descubierto a tiempo, se hizo la curación más difícil. ¡Todo sea por dios! A mí me parece que lo mismo hubiera sucedido; pero esos reproches son muy propios del interés médico y del cariño fraternal, y hay que agradecerlos.
Resultado: Primeramente, cuatro o cinco semanas de cama fija, con la sujeción y los dolores que se suponen. Después, otras tantas semanas de muletas dentro de casa, durante las cuales era preciso que un hermano le subiera a cuestas, o sobre sus espaldas, a la capillita del desván para oír Misa, o celebrarla posteriormente. También merece consignarse que el 29 de Junio hubo de cargar, en cierto modo, con él su compañero, para llevarlo apoyado en su hombro —y los tiene buenos, por cierto— a la Parroquia a predicar el sermón de San Pedro, el cual predicó teniendo la pierna enferma doblada y sobre una silla con almohada, y la otra verticalmente apoyada sobre el suelo, sin que nadie conociera ni sospechara esa posición. Luego, tres o cuatro meses de salidas para ver las obras, montando sobre un caballito pamplonés, cuyo dueño era el carpintero de casa, o sobre una burra ligera, pacífica y segura como ella sola, propiedad de la ínclita y conocidísima señora Pepa. Y por fin, cinco años hasta la fecha, y toda la vida después, de debilidad de piernas —en plural, porque la otra ya había sufrido otro percance en Alcorisa, cuatro o cinco años antes— y de inutilización para andar, pasear y estar de pie.
Tales han sido las consecuencias de la caída, que ocurrió el 4 de Mayo de 1903. Al parecer, y aun, si lo queréis, en realidad, fue una desgracia. Pero ¿por qué no también gracia y merced? Desgracia relativa, merced y gracia relativas también. Los sucesos de los hombres tienen diversos aspectos, y aparecen con el color del cristal a través del cual son mirados. No obtendréis la misma visión si atendéis en el suceso actual a la vida corporal, que si ponéis la mira en la vida espiritual del alma. E igual criterio se debe aplicar a todos los acontecimientos favorables a adversos, amargos o placenteros.
Tiene razón, pues, ese superior, que de tal caída fue víctima, para exclamar, cuando se le da pie para hablar o se le pone en el caso de explicar sus inevitables cansancios, tiene razón para decir: «¡Ya está bien, ya está bien! Ya sabe Dios lo que hace y todo lo hace bien y lo dispone bien todo. Por algo tenían que comenzar los achaques propios de la vejez; algo convenía que fuese el indicador y revelador de la proximidad de la muerte; y ese algo son las piernas flojas, pobres e inútiles. Perfectamente, perfectamente sabe el Señor lo que hace, y yo también sé lo que digo cuando digo lo que digo». Más dejemos a ese Sr. Superior engolfado en sus reflexiones anacoréticas, y pasemos a otro párrafo para dar cuenta de las ampliaciones de la casa y finca que constituyen la propiedad de los Paúles en La Iglesuela.
XXI.- COMPLEMENTOS
El huerto del Carrascal.- Otro huerto.- Permuta.- Vetos y alarmas.- Manolito.- El otro medio bancal.
Se dijo en el párrafo XVII que solamente vendieron a los Paúles medio bancal, y que éstos tuvieron que contentarse con él, aunque mejor hubiera sido la adquisición de toda la finca, no solo por el desahogo, sino más aún por la independencia. Para conseguir lo primero se hizo una permuta de un huerto por otro huerto. La consecución de lo segundo fue efecto de conveniencias mutuas, como se va a ver.
Nosotros éramos dueños de un huerto que nos legó la señora fundadora. No se expresa en el testamento que tal legado nos hacía, pero nos lo hizo, y el Señor se lo ha recompensado ya seguramente en el Cielo. Allí, en el testamento, se lee: «Deja y lega a Fernando Matutano Gil el huerto de la partida del Carrascal». Este Sr. D. Fernando, abogado propietario, natural de La Iglesuela, que reside en ella en verano y en invierno en San Mateo (Castellón), era amigo de la difunta, y nuestro también lo es desde el principio. En el testamento no se dice más. Pero al Sr. Matutano declaró verbalmente Dña. Carmen que le dejaba el huerto como en depósito, para que lo entregara a los Padres cuando hicieran la fundación. Aceptó aquél el compromiso, y, piadoso y leal como es, lo cumplió fidelísimamente.
Cuando el P. Garcés fue a fundar a La Iglesuela a primeros de Enero de 1902, según se lee en el párrafo XI de esta historia, se hospedó en casa de Mosén Camilo Lor, y allí se le presentó una noche el dicho D. Fernando, le explicó el caso del legado, preguntóle si, en efecto, venía a fundar, y, obtenida respuesta afirmativa, hízole verbalmente la entrega del legado, y también le entregó sesenta pesetas que importaba la renta del huerto durante los dos años últimos, y las llaves de una casita que en el huerto hay y que nos adjudicaron los señores albaceas al verificar el contrato de fundación, como consta en el expediente canónico de 18 de Noviembre de 1901 que poseemos. La renta del arrendamiento de los años anteriores habíanla incluido en las cuentas de los réditos de la Granja.
Junto al medio bancal que nos vendieron había un huerto, también con su casita, propiedad de Ramón Ibáñez y Bono, que, agregado al sitio comprado, podían darle ensanche y forma más regular. La situación de esta casita y huerto era al Oriente del sitio, o sea al lado que da a la calle de Raballa, única frontera que podía tener nuestro edificio hacia el pueblo.
Al momento en que se posesionaron los nuestros del medio bancal comprado y empezaron los preliminares de las obras, a todos, de casa y de fuera, se ocurrió la idea de la adquisición de aquel huerto y casita. Se habló con el dueño, se disputó algún tanto, tirando cada cual para sí, y por fin convinieron en hacer una permuta, pelo a pelo, de los dos huertos. Valía el nuestro trescientas pesetas más que el otro; pero el dueño de éste dejaba el que tenía contiguo a su casa por el otro, que está a tres cuartos de hora de distancia, y no quería pasar adelante si había de abonar algo. A nosotros convenía el cambio para edificar, y no nos convenía el huerto del Carrascal por la distancia y por el corto rendimiento que tributaba. Que tributaba a los frailes, por ser frailes, que en la actualidad se paga a la viuda de Ramón Ibáñez más del doble. Sino que… a los frailes…ya me entienden ustedes. «En fin, todo pensado, dijo el Superior, huerto por huerto, mejor es tenerlo en casa, y de seguro que así lo ve, y lo juzga y lo quiere también desde el Cielo la fundadora; a cerrar, pues, el contrato». Y se verificó la permuta, según consta en instrumento escrito que en casa se guarda.
Este hecho, cambió de plan el Superior. Tenía ideado el de hacer el edificio en medio del sitio, a manera de hotel, o sea con cerca en el bancal y jardín o huerto intermedio, dejando el lado oriental, que daba al huertecito y casita, para capilla, y entrando por la placeta en el párrafo anterior mencionada, por medio de una escalinata de piedra. La cosa hubiera resultado vistosa, bonita, pero reducida y de poco provecho. Adquiridos el huerto y casita, ampliado de este modo el sitio, formó otro plan, que da a la casa y al huerto más amplitud, gallardía y utilidad, en el que la fachada principal del edificio, ya realizado, que se describirá en el párrafo siguiente, y la de la capilla, que se edificará… cuando se edifique, dan a la calle de Raballa, y, por tanto a la población.
Vamos ahora a la segunda ampliación, o al segundo complemento, que antes llamé de mutuas conveniencias, porque sin ellas difícilmente, y acaso nunca, se hubiera conseguido. A los sobrinos de la señora que nos vendió el medio bancal, los cuales ejercían sobre su ánimo influencia dominante, no les cuadraba lo que iban edificando los Paúles, y seguramente les pesaba haber hecho la venta. Ya en el año anterior, a la terminación de las paredes del primer cuerpo, cuando los albañiles estaban formando el rafe, o alero del tejado, envió uno de esos sobrinos un recado al Superior, con intención de que no echasen las aguas a su bancal; porque, amparándose de la ley, después de un año ejercitarían su acción para obligar a mudar el tejado. No se movió a dar este paso por caridad, claro está, pero el aviso fue caritativo, o si quiera provechoso, y habría de habérsele dado gracias, aunque no se le dieron. No se echaron las aguas, y santas pascuas.
Este año, cuando vieron que iba a edificarse el segundo cuerpo, se preocuparon ya más, porque evidente era que quedaría muy sombría una buena parte de su medio bancal, con notable perjuicio para las cosechas. En consecuencia, se determinó otro sobrino a tener una entrevista con el Superior, para impedir, si pudiera, que pasara adelante la obra. Y fue a visitarle y le habló insinuando ciertas amenazas envueltas en buenos modos y con su color de consejos de amistad. Porque este sobrino era y es un joven de finísima educación, que nunca tuvo repugnancia y siempre se mostró y se muestra benévolo y amable.
Dijo, pues, al Superior, en tono de confianza amistosa, que no nos convenía seguir edificando, porque llegaría día en que, o ellos ú otros que les comprasen el terreno, y ya lo estaban apeteciendo para sitios, edificarían también y nos privarían de las luces. ¡Candidez como la suya! Lo menos que se figuraba fue que el Superior no tenía la cuenta esa eventualidad. Así que, en el mismo tono de intimidad y de insinuante sonrisa, le dió las gracias por el interés que demostraba a favor nuestro, y le declaró que ya tenía previsto el caso y la solución. —Pues no comprendo, padre, cómo va usted a salvar las ventanas… — ¡Bah! Manolito (tenía entonces unos diez y nueve años de edad), no te apures; petróleo ya venderán, ¿me entiendes? Además de que no es menester luz artificial para alumbrar de día el claustro que se va a echar en aquel lado. Con un balcón en cada uno de los extremos estará suficientemente iluminado para entrar en las habitaciones. Y no pasó de ahí la cosa. Y el edificio pasó adelante.
Y los sobrinos aconsejaron entonces de otro modo a su tía. Que sería mejor vendernos el otro medio bancal. Y todos insinuaron a su administrador que nos indicase la idea de comprarlo. Hízolo éste, entró el Superior en el pensamiento, porque estaba conforme con su deseo y con la conveniencia de la casa, y comprado está, y escritura pública fehaciente tenemos. Y con estas ampliaciones la casa y la finca de los Paúles en La Iglesuela, rodeada únicamente de calles y de caminos públicos, son completamente independientes.