Memorias de un Paúl: la Iglesuela del Cid (IX)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

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Author: Jaime Daudén · Year of first publication: 2011 · Source: Anales.
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La Iglesuela-3XXII.- ECCE

¡Domum habemus!.- Razón de la alegría.- De gusto.- Descripción. ¿Petróleo y pedrea?

La elección de los Papas suele ser con frecuencia laboriosa. Muchas veces es preciso hacer varias votaciones y varios escrutinios para conseguirla. El pueblo de Roma, cuando sabe que se está verificando el escrutinio, se agrupa ansioso, como es natural, en la gran plaza del Vaticano, deseando vivamente conocer el resultado, saber quién ha sido elegido Papa. Y cuando, efectivamente, está hecha la legítima y definitiva elec­ción, el Secretario del Cónclave, según rúbrica, se apresura a salir a un balcón, ya se­ñalado para el objeto, y exclama: Papam habemus, es fulano y ha tomado tal nombre. Instantáneamente, cual efecto de una corriente eléctrica, se produce en los espectadores el regocijo y el entusiasmo que son naturales.

Pues bien; algo parecido sucedió a los Paúles de la Iglesuela cuando llegaron a ver algún tanto habitable su casa. La habían levantado trabajosamente. Sus ansias por verla capaz de cobijarlos fueron grandes. Anhelaban con ardor dejar la casita alquilada y vivir en casa propia. ¿Qué cosa más natural? Por eso cuando la tuvieron en disposición de ser habitada, acordándose del expresado dicho referente al nuevo Papa, se sintieron impelidos por natural alegría a exclamar a su vez: ¡Domum habemus; ya tenemos casa, gracias a Dios! ¡Oh!, sí, os lo aseguro; muchas, muchísimas veces fueron las que se les oyó decir al Sr. Superior ya tenemos casa, gracias a Dios que tenemos casa. Como se le había oído decir antes con frecuencia y con gran pena: ¡Qué lástima no haber tenido casa nuestra desde el principio! ¡Qué ganas tengo de tener casa propia!

Y no precisamente por haberse evitado el trabajo y la molestia de hacer una casa de planta o por haber tenido desde el principio la comodidad de residir en casa bien aco­modada, no. Otro motivo había más poderoso, y muy legítimo, para prorrumpir en aquellas lamentaciones. La Comunidad no podía vivir con regularidad. Con la casita alquilada no tenían, no podían tener los servicios necesarios. Indeclinablemente tenía que ser allanada por los amigos, y por los que habían de tratar negocios, y por lo que iban a obsequiarles con regalos de hortalizas y otros frutos que los Paúles no cosechaban ni podían cosechar. Preciso era, cuando estos amigos llamaban, responderles desde la cocina: ¡Arriba! Y en la cocina se plantaban, fuera de día, fuera de noche, estuvieran co­miendo, o cenando, o rezando, porque la cocina era el refectorio, y el recibidor, y todo.

Y es claro; con este modo de trabajar no podían las gentes formarse idea justa del modo de vivir de las Comunidades religiosas. Y habían de tomarse franquezas nada convenientes. Y habían de habituarse a estas llanezas, que conducen a lamentables abu­sos, por parte de unos y de otros. Ya me entendéis, ¿sí? Y luego, cuando se tuviera casa con su portería, con sus llaves, con su recibidor, ¡qué difícil quitar esos hábitos y esos abusos e introducir costumbres nuevas y detener a los amigos sin penetrar en el interior! Como sucedió, hasta llegar a censurar y juicios sobre rigorismo, austeridades, desaten­ciones, incivilidades y demás piropos de ese género, por no facilitarse el acceso, las vi­sitas, las familiaridades, siempre dañosas, y tan condenadas y prohibidas por nuestro Santo Padre. Y los más de los externos se retrajeron, gracias a Dios. Y algunos pocos comprendieron, penetraron en la idea y se sujetaron. También gracias a Dios, porque se edificaron, y aprendieron, y cobraron respeto y deferencia, y estimación. Y aun así son molestos a veces, por la prolongación de sus amistosas y apreciables visitas.

Y ahora, mirad. Ecce. Ahí está; esa es la casa de los Paúles de La Iglesuela. ¿Os parece de gusto? No podéis juzgar a satisfacción, porque no veis sino el exterior de ella. Y no todo, sino sólo tres lados de los seis que tiene. Y los veis en figura de grabados fotográficos, no en la realidad, que no es la misma visión, sino a larga distancia. No podéis pues, decir si es o no de gusto. Pero lo han afirmado testigos de vista, abonados e irrecusables por lo inteligentes, prácticos y sinceros. El Sr. Arzobispo de Zaragoza y el Sr. Visitador de los Paúles y Paúlas de España. Con los que hicieron coro cuantos a esos personajes acompañaban. Y lo mismo han afirmado todos los que la han visto.

El primer grabado representa la fachada oriental del primer cuerpo de edificio, que se levantó el año 1902, como se dijo en los párrafos XVIII y XX, y da a la calle de Ra­balla y, por tanto, mira hacia el pueblo. Esta calle, por donde veis que suben unas mu­jeres, baja desde el barrio más alto, que de tiempo inmemorial se llama El Convento, hasta la plaza de la Iglesia parroquial, que se halla en el centro de la población. Está bien arreglada, con aceras y abundantes y continuadas casas a los dos lados, desde la nuestra hacia abajo. Hacia arriba hay pocas. Enfrente veis dos cercaditos, y a ellos co­rresponden seis u ocho casas de pobre aspecto. El pasillo, por el cual veis en opuesta dirección un hombre y un cerdo, es un callizo que conduce a la calle Mayor. Ese hom­bre, esas mujeres y ese animalillo fueron cogidos in fraganti, sin haber sido previstos. Las dos ventanas de cristales más pequeñas dan luz a la escalera de la casa. En la parte opuesta se ve un pedacito de edificio más bajo. Es la casita que, con el huertecito, re­cibimos por el nuestro, según se dijo en el párrafo XXI. Está destinado este sitio para futura Capilla o Iglesia. La faja negra que se destaca por encima del tejado se llama el cerro de Morrón, por su terminación redonda a la parte del Sur. ¡Qué! ¿Os sonreís? ¿Por qué, por el campanario? Pues, amigos míos, no hay más cera que la que arde. Dos pequeños maderos de metro y medio, en forma de postes, sujetos por un palo crucero, del cual pende una pequeña campana y sobre la cual descansa una cruz. Ese es nuestro actual campanario. Suficiente para el objeto, porque está la casa en posición dominante y se oyen los toques en casi todo el pueblo. Menos se oía la campanilla que San Fran­cisco Javier y otros Misioneros hacían sonar por las calles. Y el que no se consuela es porque no quiere. Y a falta de pan, buenas son tortas.

Mirad ahora el segundo grabado. Es la fachada occidental del primer cuerpo del edificio en conjunción con el segundo, cuya parte meridional se ofrece a vuestra vista. Las ochos ventanas de cristales, y las otras seis que les siguen en el piso alto, son hoy catorce balcones, con la circunstancia de que también los huecos de las seis son ac­tualmente arcos, como los de las ocho. Tanto las habitaciones como sus correspon­dientes balcones son semejantes a los del piso primero de nuestra casa de Madrid. ¿Queréis que os hable del huerto? Pues a la vista está. Y además ahí tenéis también, recto como un huso y tieso como un pino, al Hermano Julián Tobar, quien podrá daros las explicaciones convenientes. ¿Para qué queréis más?

Las paredes, ya lo veis, están aún sin revocar, o sin lucir con cal. ¡Qué queréis, lec­tores míos! No ha habido más tela que cortar en todos estos años, y todavía ha de caer en muchos otros, abundante nieve, con la que desde mi mesa estoy viendo caer hoy todo el día, antes que se vea terminada esta casa. Y gracias que en Octubre de 1907, cuando vino a pasar la Visita el P. Arnáiz, tuvo compasión de los pobres habitantes de ella, y se rascó el bolsillo y alargó la mano dadivosa. ¡Dios se lo pague! De esta manera se pudieron revocar interiormente las paredes durante la primavera de 1908, y este in­vierno ya no se experimenta el frío tan intenso como en los años anteriores. Porque antes, ya lo podéis comprender, penetraban los vientos por las paredes, y entraban en los claustros y en las habitaciones, como Pedro por su casa, y muchas veces, para le­vantarse por la mañana, era necesario romper antes el hielo que se había formado en las mismas aljofainas.

Y cortemos, cortemos ya el hilo de esta historia, porque se va haciendo pesada e insoportable. No porque no haya episodios que pudieran producir amenidad y entre­tenimiento delicioso si se contaran detallada y vivamente. Suponed que os dijera que el año 1906 se intentó pegar fuego a la casa, o se hicieron alardes de tener ánimo para pegar fuego al convento y a los frailes, menudeando al mismo tiempo las copillas, y se llegó a rociar la puerta de la calle con petróleo. Suponed que os dijera que el año 1907 fueron apedreadas las ventanas de la fachada principal, y rotos varios cristales; y que después hubo su remedo de mitin de hombres buenos para protestar contra los malos; y que de estos hechos se hicieron eco los periódicos y los juzgados municipal y de pri­mera instancia. ¿No os parece que podría entreteneros sabrosamente un buen rato con la descripción de la escena a que dieron lugar estos hechos y algunos otros de mayor o menor cuantía? Y no falta tampoco en los compañeros deseos, muy razonables por cierto, de que todo esto se relate y exorne. Pero entiendo que los lectores y lectoras de los Anales estarán ya hartos, pletóricos de historia de la Casa de La Iglesuela, y, por no molestar más, me daré aire para terminar con un par de párrafos.

XXIII.- LA SEGUNDA CAPILLA

Respuesta del centinela.- Una bicoca.- Sueño dorado.- Provisional.- Confesionarios originales.- Cultos y frutos.

Desde el principio se pensó, ¿cómo no?, en levantar una Capilla de alguna capaci­dad, por la esperanza que lo sucedido en la Capillita del desván de la Costera hacía concebir, de que concurría mucha gente a nuestras Misas, a nuestros confesionarios, a nuestras funciones religiosas. Pero se luchó, y se sigue y seguirá luchando con la im­posibilidad, hasta que nos muramos más de la mitad de los que leemos u oímos leer este relato, por la sencilla razón que tuvo el centinela aquel del cuento, o del sucedido. ¿Lo sabéis? Escuchad. —Diga usted, centinela; ¿por qué ha dejado usted pasar tales hombres al cuartel?, le preguntó el capitán de guardia. ¿No sabía usted que la ordenanza prohíbe esos abusos? —Sí, señor, lo sabía. —Pues ¿por qué no lo impidió? —Porque no pude. —¡Cómo no pudo! ¿Echó usted el quién vive? —Sí, mi capitán. —Apuntó usted con el fusil? —Sí, señor. —Pues ¿por qué no disparó usted, aunque hubiera sido al aire? —Mire usted, mi capitán, por muchas y fuertes razones. —¡Qué razones, ni que cuernos eran esos! —Mire usted, mi capitán, la primera razón fue porque no tenía pólvora.–¡Hombre, acabáramos! No diga usted más. Sí no tenía usted pólvora ¿cómo había de disparar?

¿Me comprendéis, amigos y amigas mías? Y el caso es que se trata de una bicoca. Así calificó la cosa el Sr. Visitador cuando se interesó por el estado de la Casa de La Iglesuela en Octubre de 1907, según se ha dicho en el párrafo anterior; o, si no empleó esa palabra, expresó el concepto. Desde las primeras obras tuvo interés en que cuanto antes se levantase una Capilla. Ya lo conocéis, ya sabéis cuál es su celo. En la ocasión, pues, referida y a vista del sitio destinado, preguntó al Superior: ¿Y cuánto podrá costar esa Capilla? ¿Tiene usted hecho el cálculo? —Sí, señor, lo tengo hecho ya desde el principio. Que se me entreguen tres mil duros, y al año justo tengo la Capilla hecha. —¡Hombre, pues no son cosa del otro mundo quince mil pesetas!

¡Claro! Lo que le he dicho antes; una bicoca. En un adorno cualquiera de cualquier chapitel de iglesia se invierten sesenta mil reales. Pero si esos sesenta mil reales, o esas quince mil pesetas, o esos tres mil duros, se han de reunir, como es necesario, para dar principio a la Capilla, con solas las rentas de La Iglesuela, ya tardaréis a ver abiertas las zanjas en las que se ha de acomodar los cimientos de ella. Y si no, al tiempo. Ya me di­réis, digo, os lo diréis, los que penséis vivir, dentro de veinte o veinticinco años. Porque yo tengo intención de morirme antes.

Pero ¿qué estáis pensando y diciendo, o soñando? ¿Qué no faltará en estas sierras quien quiera desprenderse de tres mil duros para edificar una Capilla al culto del Señor del mundo, y de su Madre benditísima y de sus gloriosos Santos? ¿Qué bien habrá en la sierra o en las llanuras, quien quiera hacer el pequeño sacrificio de cercar un local suficientemente desahogado para contener un buen número de gente, y en el que, con el ejercicio del Cielo, se facilite la salvación de las almas en beneficio de la propia? ¿Eso pensabais? No es mal pensamiento. Y tan natural, que a cualquiera se le ocurre. Pero escuchad mi opinión. Siete años hace que estoy oyendo con frecuencia esas cantinelas, y siempre he dicho: ¿Eso? Música celestial. Eso es un sueño. Y con soñar que se vuela no se obtienen alas para volar. Ni se construyen capillas con imaginarse que hay quien las construya. No, no hay tal piadosa y bienhechora persona que eso pueda, o quiera hacer, en estas montañas, ni en aquellos valles y llanos, ni en las otras poblaciones y ciudades donde han resonado, durante todo ese tiempo, las indicaciones que quedan estampadas.

Fué preciso, pues, es, y seguirá siendo, contentarse con la segunda Capilla provi­sional que los Paúles tienen en La Iglesuela, que no es tal Capilla, sino un salón de diez y siete y medio metros por cuatro y medio, en el que se han de hacer, con el tiempo, cinco habitaciones, para las cuales están ya dispuestas las ventanas y huecos de las puertas correspondientes.

Mirad en el primer grabado las cinco primeras ventanas, a contar desde la puerta que hay en el piso bajo, y ellas os indicarán el local de esta Capilla.

Su primer altar, dedicado a la Milagrosa, fue limosna hecha por la Superiora del Asilo de San Juan Bautista, vulgarmente de Romero, en Valencia. La Virgen se lo habrá recompensado ya en el Cielo. Se celebró la primera Misa en esta Capilla el 28 de Oc­tubre de 1903, fiesta de los Santos Apóstoles San Simón y San Judas. Esta fecha y esta coincidencia puede servir para excitar perpetuamente en los Misioneros de esta Casa el celo apostólico, de que deben estar animados por su vocación los Paúles.

Como el local es reducido, no se podía pensar en poner confesionarios, según se estilan, porque hubieran robado mucho espacio y necesariamente se hubieran oído las confesiones. Se hizo, pues, un cuartito al pie de la Capilla, con su correspondiente re­jilla movible, y en él entraban a confesarse hombres y mujeres. Esto era pobre, muy deficiente. Aquí confesaba el Superior. Su compañero iba ciertos días a la Parroquia. Allí había inconvenientes inevitables, que no hay para qué explicar. Los lamentos de las gentes piadosas se multiplican. Y discurriendo, discurriendo, se le ocurre al Superior una verdadera originalidad. Pronto se ven en las tres primeras puertas, que están tabi­cadas con ladrillos, arrancados cuatro de éstos, y en su lugar tres rejillas movibles. Ahora ya tenemos tres confesionarios en casa y de buen servicio. Raros, pero útiles. Las paredes son anchas; los tabiques se encuentran en medio; queda espacio suficiente para ocultar el cuerpo de las mujeres. Los hombres meten la cabeza por el hueco de la rejilla, que se abre hacia dentro. En el claustro se han hecho tres garitas, de ladrillo también, con su puerta. El confesor entra por el claustro en su garita, y se salvaron todos los inconvenientes de aquí y de allá.

¿De las funciones religiosas, de los frutos espirituales os he de hablar? Habría mucho que decir, y me da pena que este escrito se prolongue tanto. Os digo que estoy pade­ciendo de veras. Y, además, ya os dije mucho en el párrafo XIX al hablar de la Capilla del desván. Me contentaré con hacer una sucinta enumeración; oíd: En este salón-ca­pilla se han hecho triduos, quinarios y novenarios de ánimas, triduos y novenarios de la Milagrosa, novenarios del Espíritu Santo, novenarios y fiestas del Santo Padre, y hasta oncenario de Misas cantadas se hizo una vez, comenzando el día de la Virgen del Carmen; funciones vespertinas la mayor parte de los domingos y fiestas, con sus meditaciones prácticas, hasta novenario al Ángel de la Guarda se ha hecho, con apro­vechamiento del pueblo devoto. No hay para qué decir que en todas estas funciones se han predicado pláticas nutridas de doctrinas alimenticias para la vida espiritual. Se han hecho algún año meditaciones diarias durante la Cuaresma; Vía Crucis solemní­simos en los domingos de idem; funciones devotísimas en Jueves y Viernes Santos; las Siete Palabras, algunos años; el mes de entero del Sagrado Corazón; el mes de Diciem­bre entero, en que empieza con los Benditos, se sigue con las Jornadas y se concluye con el novenario al Niño Jesús, Villancicos, etc.

Y todas las funciones y todos los ejercicios mencionados, y los que han quedado sin mención, inclusive las meditaciones cuaresmales, animados, salpicados, amenizados con bellísimos cánticos, encantadoramente ejecutados por coros de niñas angelicales. En niños no hay que pensar. Son absorbidos por las faenas de los montes y de los cam­pos. A los diez años de edad desaparecen de la Escuela y del pueblo. ¿Os ha parecido exagerado el calificativo de angelicales criaturas? Pues no hay exageración ni pondera­ción alguna. Porque hubo, sí, algunos años en que se tomó lo primero que se pudo, y a las aspirantes a Hermanas nuestras se agregaron algunas mayor- citas que no por eso dejaban de ser modestas y piadosas; pero ya van dos años en que las admirables can­toras, que ejecutan cuanto se les quiere enseñar más perfectamente que las anteriores, son escogidas niñas de la Escuela, que están entre nueve y once años de edad, y son verdaderamente un encanto, por su habilidad, por su docilidad, por su inocencia y por su candor. Cuando estas alabanzas estampo, no hago sino reflejar las opiniones y exclamaciones públicas, inclusive de los nuestros.

Entre los frutos espirituales, además de una numerosa, cotidiana y ejemplar fre­cuencia de confesiones y comuniones, que ha trascendido también a la Parroquia, con todas las gracias y virtudes y gloria de Dios que ese movimiento sobrenatural repre­senta; y de la implantación, en gran número de almas buenas, de la vida interior, pre­sencia de Dios continua y afectuosas jaculatorias que de los devotos corazones se exhalan repetidamente; y de la limpieza, mudanzas y cambios obrados en el fondo de las conciencias, que quedan sellados con el sigilo sacramental; y de la influencia que toda esta labor ejerce en las costumbres generales del pueblo, hay que hacer mención de las monjas, de la cofradía de la Santa Agonía y de las Misiones, objetos todos dignos de piadosa atención, a los que dedicaremos el último párrafo de esta ya prolija, cansada y fastidiosa historia.

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