La santidad de Federico Ozanam (IV)

Mitxel OlabuénagaFederico OzanamLeave a Comment

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  1. EL NACIMIENTO PARA EL CIELO

¿Qué mejor conclusión a este bosquejo del recorrido humano y espiritual de Federico Ozanam que meditar en su maravilloso adiós a la vida terrestre, último acto de fe, amor y esperanza, que se abrió a la luz de la eternidad?

La vida de oración de Federico Ozanam dibuja la curva de su vida interior. En sus primeros años tiene tendencia a una oración discursiva y, poco a poco, pasa a otra más sencilla, silenciosa y contemplativa, más entregada y profunda, sin resistencia a la acción de Dios sobre él.

Agotado y afectado por una grave enfermedad, los últimos años de su vida fueron años de sufrimientos físicos y morales. Su alma experimenta, en sus bellas plegarias de Pisa y de Antignano, un gran gozo recordando los bienes de Dios y gracias recibidas, y entona un himno a la bondad de Dios… Es el momento del abandono total, el sacrificio de su gran obra. La separación de todo y de todos los que ama.

Ya en noviembre de 1849, se encontró agotado. El día 3 consultó a su amigo de Lyón, el Dr. Joseph Arthaud:

Heme aquí todo desmoralizado, dame valor, dime si puedo conti­nuar con mis trabajos, y en qué medida, dime si puedo conducirme como un hombre que puede todavía confiar en el porvenir o sola­mente conducirme como un padre de familia, que amenazado por enfermedades precoces, debe «librarse de cargas», y ya no pensar sino en asegurar humildemente la existencia de los suyos. Ruega por mí, si Dios no quiere que le sirva trabajando, me resigno con servirle sufriendo…

Cuatro años más tarde se vio obligado a cambiar de ambien­te y se trasladó al norte de Italia, a Pisa. Sin saberlo su esposa, el día 23 de abril de 1853, el día de sus 40 cumpleaños, Federico Ozanam escribió su testamento. En él podemos descubrir el resumen de su vivir. En uno de sus párrafos sintetiza y confiesa su amor por la Iglesia y el deseo de perseverancia en la fe de aque­llos que ama.

Muero en el seno de la Iglesia católica, apostólica y romana. He conocido las dudas de nuestro siglo, pero a lo largo de mi vida me he convencido de que no hay reposo para el espíritu y el corazón más que en la Iglesia y bajo su autoridad…

Ruego por mi familia, mi esposa, mi hija y demás parientes para que perseveren en la fe y sean testigos a pesar de los escándalos y demás sufrimientos de la vida.

El mismo día elevó a Dios una rica plegaria apoyándose en el comienzo del cántico de Ezequías (Is 38,10-20).

Dice el profeta: «Yo pensé en medio de mis días, tengo que marchar hacia las puertas del abismo…

Me privan del resto de mis años…

Como un tejedor devanaba yo mi vida… y me cortan la trama…

A la luz de este Cántico, se puso en la presencia de Dios y se sintió inclinado a hacer un balance de su existencia, un examen de sus éxitos y de sus miserias. Se hizo un juicio crítico sobre sus obras y también sobre sus omisiones. Realizó un largo recorrido de los bienes recibidos del cielo y encontró ánimo para hacer su inmolación llegando a la conclusión de que Dios no quiere sus bienes, ni sus logros intelectuales, ni a sus seres queridos, le quiere a él. Sigue preguntándose:

No sé si Dios permitirá que yo pueda apropiarme del fin. Sé que cumplo hoy mis 40 años, más de la mitad del camino de la vida. Sé que tengo una mujer joven y bien amada, una hija encantadora, excelentes hermanos, una segunda madre, muchos amigos, una carrera honorable, trabajos conducidos a un punto en que podrían servir de fundamento a una obra siempre soñada. Sin embargo, estoy aquí aquejado de un mal grave, pertinaz y cada vez más peli­groso ya que esconde probablemente un agotamiento completo.

¿Es pues necesario, dejar todos estos bienes, que tú mismo, Dios mío, me has dado? ¿No queréis, Señor, contentaros con una parte del sacrificio? ¿Cuál de ellos deseas que te inmole entre mis afectos desordenados? ¿No aceptarías el holocausto de mi amor propio lite­rario, de mis ambiciones académicas, de mis proyectos de estudio en los que tal vez se mezclaba más orgullo que celo por la verdad?

¿Cuál es la parte que queréis que inmole?… Si yo vendiera la mitad de mis libros y entregara su importe a los pobres y dedicara el resto de mi vida al servicio de los indigentes, a instruir a los aprendices y a los soldados, ¿estarías Señor satisfecho y me dejaríais envejecer al lado de mi esposa y completar la educación de mi hija? Pero ésta no es vuestra voluntad, rechazáis mis ofrendas y sacrificios. Soy yo mismo a quien queréis. Está escrito al comienzo del libro, que debo hacer vuestra voluntad.

Vengo, Señor. Vengo si tú me llamas y no tengo derecho a quejarme. Me has dado cuarenta años de vida. Si yo repaso ante ti mis años con amargura, es a causa de los pecados con los que los he manchado. Mas cuando considero las gracias con que me habéis enriquecido, repaso mi vida delante de Vos, Señor, con agradecimiento.

Si queréis que esté postrado en una cama el resto de mis días, tam­bién lo recibiré con gozo y estaré contento de haberlo superado. Si estas páginas son las últimas que yo escribo, quiero que sean un himno a vuestra bondad…

Da la impresión de un hombre que se siente acabado, pero al mismo tiempo nos descubre un estado de donación que, lejos de proceder de una resignación fatalista, es propio de quien está abierto a la voluntad de su Creador. Esta oración, llamada la ora­ción de Pisa, nos descubre el grado de santidad que había alcanzado y su relación con la trascendencia. Es el momento del aban­dono total. El gran sacrificio de su vida. Termina exclamando:

HEME AQUÍ, SEÑOR.

La enfermedad iba progresando de una manera alarmante, llegando hasta el extremo de no poder caminar. Una profunda melancolía se apodera de Federico Ozanam que se refleja en su rostro y se traduce en sus parcas palabras. Los hermanos son avisados y junto con su esposa deciden abandonar Italia ante el peligro de un cercano desenlace.

La víspera, llegado el momento de abandonar la casa, vuelve a dirigirse a Dios con una sentida y profunda oración, la «Oración de Antignano»:

Dios mío, os doy gracias por los sufrimientos y aflicciones que me habéis dado en esta casa, acéptalos como expiación de mis pecados…

Y dirigiéndose a su esposa le dijo: «Quiero que bendigas a Dios por mis dolores…».

Y abrazándola añadió: «También bendigo a Dios por los consuelos que me ha dado».

Iniciaron el regreso a París y en Marsella el 8 de septiembre tuvo lugar el encuentro con el Padre.

RESUMEN

Esta breve exposición sobre Federico Ozanam no podría cubrir todos los aspectos de su asombrosa personalidad, en sus diferen­tes facetas pero es, sin duda, suficiente para explicar y justificar las cálidas palabras del Papa Juan Pablo II, durante la audiencia con­cedida en Roma el 27 de abril de 1983, a los vicentinos proceden­tes de todo el mundo, en el marco de la conmemoración de los 150 años de actividad de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

«Hace 150 años, exactamente, que la primera «Conferencia de Caridad» nació en París: Una iniciativa de jóvenes laicos cristianos, agrupados en torno a Federico Ozanam. Se queda uno maravillado de todo lo que ha podido emprender para la Iglesia durante su vida, rápidamente consumida, para la sociedad y para los pobres, este estudiante, profesor y padre de familia, de una fe ardiente y de caridad inventiva. Su nombre queda asociado al de San Vicente de Paúl, que dos siglos antes había fundado las Damas de la Caridad.

¿Y cómo no desear que la Iglesia le ponga también en las filas de los bienaventurados y de los santos?». Cinco años después sería la beatificación.

Creo que vale la pena ahondar en el estudio de este personaje vicentino y tomarlo como ejemplo de santidad.

María Teresa Candelas

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