En mis visitas a distintas Provincias acostumbro a preguntar a las Hermanas en qué aspectos creen ellas que yo debería poner el acento en las distintas intervenciones que tendré. Frecuentemente recibo esta respuesta: quizá estamos perdiendo hondura de vida espiritual; no vivimos con radicalidad nuestra vocación. Reconocen que cierto clima de superficialidad y de activismo, reinante en la cultura actual, puede estar infiltrándose en sus vidas, tanto a nivel personal como comunitario. De ser real el diagnóstico, naturalmente que no debe dejarnos indiferentes.
Lógicamente, en mis encuentros con las Hermanas, he tratado también el tema de la próxima Asamblea. Y en el diálogo posterior, otras Hermanas han expresado su inquietud ante lo que llaman «riesgo» que corre la Compañía al tratar el tema de la «inculturación del carisma en un mundo en cambio». Riesgo sin duda, pero eso no equivale a lo que algunas Hermanas temen: que la inculturación del carisma vaya a suponer un desvirtuar sus exigencias, o diluir en adaptaciones superficiales los valores evangélicos que constituyen su identidad.
Como respuesta a esas inquietudes y temores, y confiando en que no se confirmarán, ofrezco las reflexiones siguientes.
La novedad del Reino
Anunciar y hacer presente el Reino de Dios constituía el centro de la persona y de las enseñanzas y milagros de Jesús.
El Reino de Dios significa que Dios actúa en favor del hombre salvándole, reinando sobre todo lo que le oprime, sobre el mal. Con Jesús se manifestó ese Reino de Dios. Por eso hacía milagros como expresión de que Dios vence todo mal: curaciones a enfermos, multiplicación de panes, calmar la tempestad, expulsar los malos espíritus, perdonar los pecados… Dios reina; el bien es más fuerte que el mal.
La novedad del Reino de Dios y del proyecto de vida que eso implica, es un vino nuevo que no puede contenerse en los odres viejos de las leyes y prácticas de la religión judía1.4Tal es el significado también de los otros pasajes evangélicos: «nacer de nuevo»; beber de un agua viva (no la del viejo pozo de Jacob), cambio del agua en vino’.
La fe es creer que Dios ha enviado a su Hijo como el Salvador y que nos revela una manera nueva de existir y ser felices. Y eso sólo se puede descubrir si hay un cambio total de mentalidad y de vida, naciendo de nuevo del agua y del Espíritu, convirtiéndose a la novedad del Reino.
Significado de la conversión
La conversión que pedía y pide Jesús no es tanto una mejora moral cuanto un cambio en el modo de comprender y situarnos ante Dios, el mundo, los demás, las cosas… a semejanza de Jesús. Eso es hacerse discípulo de El, seguirle, ser cristiano. El cambio moral será consecuencia de haber aceptado por la conversión la novedad del Reino y el proyecto de Jesús. Antes que ser más buenos, convertirse es aceptar ser distintos.
Convertirse es, en primer lugar, cambiar de mentalidad, y, como consecuencia, concretarlo en una vida nueva. Convertirse es abrirse a la novedad del Reino de Dios, al proyecto evangélico de Jesús, al amor y a la bondad infinita de Dios Padre, a la salvación que nos ofrece en Cristo y por Cristo. Y eso porque todo es gracia, don gratuito del Padre. Lo nuestro es acogerlo como don y aventurar la vida siguiendo el proyecto de vida de Jesús.
El programa del Reino
Las bienaventuranzas se pueden considerar como la síntesis de las enseñanzas de Jesús y el programa que ofrece a los que aceptan el Reino de Dios que El anunció y encarnó. Si todo el evangelio es una buena y nueva noticia, es lógico que las bienaventuranzas —síntesis del evangelio sean la máxima expresión de esa novedad. Nos resultan extrañas y desconcertantes porque rompen nuestros esquemas y criterios.
El «orden de valores» que Cristo propone en ellas contrasta con el «orden de valores» que el mundo maneja para conseguir la felicidad. Pero son las actitudes de las bienaventuranzas las que cambiarían el mundo y harían presente el Reino de Dios.
• La radicalidad del seguimiento
Seguir a Jesús, ser discípulo del Maestro, es dejarse transformar por la acción del Espíritu Santo, el único que puede recrear todo. Seguir a Jesús no consiste en el cumplimiento de unas prácticas externas y en unas normas morales de comportamiento. Eso ya lo hacían perfectamente los fariseos.
Seguir a Jesús es fiarse de su palabra, aceptarle por la fe, reconocerle como el único salvador, prefiriéndole a nuestros padres, hermanos, bienes, incluso a la propia vida. El es Absoluto. Por eso no se puede servir a dos señores. Es el tesoro descubierto que vale la pena comprar, incluso vendiendo y relativizando todos los demás bienes.
Tal modo de seguimiento a Jesús no es fácil. El mismo lo comparó con un camino estrecho por el que transitan pocos y con una puerta que pocos se atreven a pasar. El que se decida a seguirle tiene que estar dispuesto a tomar la cruz, porque el discípulo no es más que su maestro’. Y algunas de las consecuencias de tal seguimiento serán: verse rechazados, odiados, perseguidos hasta por la propia familia.
«… Les hablaba en parábolas»
Hay dos breves parábolas en el evangelio especialmente aclaratorias de las exigencias del seguimiento a Cristo. Jesús comparó a quienes quieran seguirle con un rey que va a plantear batalla a otro rey que viene a atacarle; y con un hombre que quiere edificar una casa. Ambos saben que se enfrentan a dos situaciones importantes para su vida. Por eso se lo deben pensar bien antes, calculando sus fuerzas y recursos. La conclusión es que seguir a Jesús es un asunto tan serio e importante que tampoco se puede dejar a la improvisación ni tomárselo a la ligera. Hay que examinar qué fuerzas vamos a emplear en ese asunto, pues no vale la pena comenzar si no estamos dispuestos a llegar al final. Por eso no son aptos para el seguimiento quienes ponen la mano en el arado y miran hacia atrás.
Otro pasaje significativo es la escena del joven rico. Un joven se acerca a Jesús con intención de seguirle, y pregunta: «¿Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?» (Es decir, para ir al cielo). Jesús responde que para ir al cielo hay que guardar los mandamientos (no robar, no matar…). El joven responde que los viene cumpliendo desde niño. Jesús reconoce que es cierto: «le miró complacido». Luego, ese joven se salvaba por ese camino. Pero Jesús le invita a un proyecto de vida nuevo, al seguimiento radical, a unirse a El renunciando a todos sus bienes. Fue a tal novedad y radicalidad a lo que no estuvo dispuesto el joven. El seguimiento a Jesús es más que guardar los mandamientos; pertenece al ámbito de los nuevos valores, es distinto; es la novedad y radicalidad evangélicas.
Tal novedad y radicalidad es lo que viene a confirmar otro largo pasaje en el que reiteradamente dice Jesús: «oísteis que se dijo a vuestros antepasados… pero yo os digo…» Y toda la novedad que Jesús añade es en línea de una mayor exigencia y radicalidad, especialmente en lo referente al amor fraterno que El pondrá más tarde como el distintivo de sus seguidores. La conclusión de ese largo pasaje es aquella afirmación sublime y desconcertante: «sed perfectos como el Padre celestial es perfecto», palabras que indican la altísima meta a la que está llamado el seguidor de Jesús, y más en concreto en línea de caridad.
• La radicalidad del seguimiento a Cristo en la Compañía
San Vicente, comentando esta máxima evangélica a los misioneros, les decía que si por negligencia algunos cristianos no tienden a tal grado de perfección, la Congregación ha sido suscitada para aspirar a esta meta.
Y como eco de la exigencia evangélica de abandonar todos los bienes y preferir a Cristo sobre la familia, san Vicente decía a las Hermanas: «Para ser Hijas de la Caridad es preciso haberlo dejado todo: padre, madre, bienes, pretensión al matrimonio; es lo que el Hijo de Dios enseña en el Evangelio. Además hay que dejarse a sí mismo… Ser Hijas de la Caridad es ser Hijas de Dios, hijas que pertenecen por entero a Dios».
El Fundador estaba convencido de la grandeza de la vocación de la Compañía, pues aunque no sea el «estado de perfección» de las religiosas, es tanto o más agradable a Dios que la vida religiosa. Por eso les preguntaba: «¿habéis pensado bien en ello alguna vez? (en la grandeza de la vocación de Hija de la Caridad). ¡Hacer lo que el mismo Dios hizo en la tierra! ¿Verdad que tenéis que ser perfectas? Sí, Hermanas mías, ¿verdad que habría que ser ángeles encarnados?»
Dos grados de virtud
San Vicente tenía un gran concepto y estima de la vida religiosa, hasta afirmar repetidamente que la Compañía no era digna de tal gracia. Pero también reiteradamente decía a las Hermanas que deben ser más virtuosas que si fueran religiosas: «Si hay un grado de perfección para las personas que viven en religión, se necesitan dos para las Hijas de la Caridad». «Tendrán que tener tanta o más virtud que si hubiesen profesado en una orden religiosa». Eso es lo que exige su vocación y el bien que está llamada a producir en la Iglesia’. La vocación de Hija de la Caridad les exige ser buenas cristianas y «no os diría tanto si os dijese que seáis buenas religiosas. ¿Por qué se han hecho religiosos y religiosas sino para ser buenos cristianos y buenas cristianas? Sí, hijas mías, poned mucho empeño en haceros buenas cristianas».
Estado de caridad
El seguimiento radical a Cristo lo concretan las Hijas de la Caridad viviendo auténticamente ese proyecto evangélico vicenciano consistente en una entrega total de su vida a Dios, para servirle en los pobres, revestidas del espíritu de humildad, sencillez y caridad, en una comunidad de vida fraterna, cumpliendo las máximas evangélicas del hacerse pobres, castas y obedientes por el Reino y para mejor cumplir el fin de la Compañía. Es su «estado de caridad». «Y no es posible encontrar un estado más perfecto»»; «dais toda vuestra vida por la práctica de la caridad, por tanto la dais por Dios… y el que da su vida por Dios es tenido como mártir. Y la verdad es que vuestras vidas han quedado consumidas por el trabajo que tenéis; y por eso sois mártires», «¡Qué consolada se sentirá a la hora de la muerte por haber consumido su vida por el mismo motivo por el que nuestro Señor dio la suya! ¡Por la caridad, por Dios, por los pobres!»
Ser radicales
El seguimiento a Cristo requiere radicalidad. La Compañía no es sino un modo radical de seguir a Cristo. En el lenguaje político, un «partido radical» es un partido de extremos. Pues en el seguimiento a Cristo hay que ser radicales. Es decir, apuntar a la raíz, a lo más profundo del proyecto. Al contentarse con la medianía, el Apocalipsis lo llama tibieza, algo que Dios detesta. Radical significa «no irse por las ramas», no contentarse con apariencias externas. Radicalidad en el seguimiento a Cristo significa dejarnos transformar desde lo hondo para vivir la novedad evangélica con coherencia, con todas las consecuencias.
Los seguidores de Jesús deben ser luz, sal y levadura. Si no iluminan, salan y transforman la masa han desvirtuado su razón de ser. Es el «todo o nada»; por eso «al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará eso poco que tiene». Es el darse a fondo, es el ideal evangélico sin rebajas.
Aplicado a la Compañía, radicalidad evangélica equivale a vivir con intensidad los valores del propio carisma: una entrega a Dios sin condicionamientos ni zonas reservadas; un servicio integral a los pobres desde una visión de fe y con las actitudes de una sierva; una vida en común con el amor y el dinamismo de hermanas que Dios ha llamado y reunido para una misma misión; unos consejos evangélicos que confirman y expresan el nuevo modo de situarse ante los demás, ante los bienes, ante uno mismo, a la vez que nos disponen mejor para el «fin». Y todo esto interpretado e identificado por un «espíritu propio», el espíritu del Cristo humilde, sencillo y lleno de caridad. Sin esta intensidad, el carisma de la Compañía pierde la fuerza profética y la tensión que le son consustanciales. Se queda sin razón de ser.
Vivir el propio carisma con radicalidad ha sido siempre la máxima preocupación y prioridad de la Compañía. Santa Luisa prefería la destrucción de la Compañía antes que su continuidad, si ésta no se hacía en fidelidad al espíritu. El Documento Inter-Asambleas expresaba así el deseo de radicalidad que en el presente vuelve a reiterar la Compañía: «A través de la diversidad de situaciones y de culturas, una misma voluntad nos ha hecho vibrar a todas: la de vivir más RADICALMENTE nuestra ENTREGA TOTAL a DIOS, para el SERVICIO y en el SERVICIO A LOS POBRES, EN COMUNIDAD DE VIDA FRATERNA.
Adentrarse en la RADICALIDAD de la ENTREGA obliga a ponerse en camino, a abandonar ciertas seguridades, a entrar con audacia y creatividad por la senda de la CONVERSION personal y comunitaria. «La Compañía… desea ardientemente ser por completo de Cristo, en Cristo y para Cristo, igualmente por completo de los pobres, para los pobres y estar entre los pobres»».
Y más adelante insiste: «Por la RADICALIDAD de nuestro DON TOTAL A DIOS, confirmado por los VOTOS, queremos ser para ese mundo una VOZ PROFETICA que dé testimonio del Dios vivo»
¿Posible? ¿Cómo?
¿Es posible esto? ¿Acaso no somos limitados, pecadores y débiles por naturaleza? Efectivamente, lo somos. Lo han sido también los santos, pues mientras vivamos en este mundo no somos ángeles y estaremos necesitados del perdón y de la misericordia del Padre. El pecado aparecerá en nuestras vidas. Pero no es tanto el pecado como debilidad lo que se opone al radicalismo evangélico, sino un modo de vida instalado en la mediocridad, en la apatía, en la rutina, en el desánimo, en la falta de exigencia e ideales coherentes con el evangelio y con el proyecto de vida evangélico vicenciano.
San Pedro es un ejemplo aleccionador de lo que implica el seguimiento realista y radical a Cristo. En el evangelio de Juan está aquel pasaje de la triple requisitoria de Jesús: «Pedro, ¿me amas?» Y la respuesta última de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». Seguir a Cristo es amarle profundamente, estar enamorado de El, tenerle en lo profundo del corazón. Entonces seremos capaces de fiarnos totalmente de El, de seguirle incondicionalmente asumiendo lo que el seguimiento implica: amar a Dios con todo el corazón, el alma y las fuerzas y al prójimo como a nosotros mismos. Las Hijas de la Caridad se comprometen a realizarlo en el proyecto de vida de la Compañía. Seguir siendo fieles a este «modo de vida» es su razón de ser en la Iglesia. Si lo desvirtuasen se asemejarían a la sal que ha perdido su sabor, y, por tanto, su razón de ser.
• La verdadera inculturación
El tiempo que nos ha tocado vivir requiere vivir con radicalidad el evangelio, ser antes testigos que predicadores. Algunas corrientes de la cultura actual —determinados contravalores evangélicos que la impulsan— pueden estar golpeando fuertemente el edificio de nuestra fe y de nuestra vocación específica. Sólo cimentados sobre roca firme seremos capaces de permanecer de pie, sin que el edificio se derrumbe.
(El peligro de la superficialidad sólo se superará con una vida espiritual sólida y profunda. Lo que equivale a vivir cimentados en criterios evangélicos y convicciones sólidas, que se encarnan y expresan en una vida de fe cultivada en la oración, celebrada en los sacramentos y verificada en la práctica diaria del amor. Comprender todo esto desde la óptica de la Compañía y encarnarlo en su proyecto de vida es lo que dará hondura a la vida espiritual de las Hijas de la Caridad).
Inculturar el carisma requiere convertirse continuamente a los valores evangélicos que lo caracterizan, ahondar en sus exigencias, asumir los valores que hay en las culturas y ahí meter también los del carisma, como fuerza transformadora y levadura en la masa… Pero nunca rebajar sus exigencias con fáciles adaptaciones a otros proyectos que no apunten a la alta meta evangélica vicenciana.
Y no olvidar que cuando Jesús promulgó el sermón de la montaña el programa nuevo y exigente del Reino declaró que quienes lo siguen son «bienaventurados», «serán llamados hijos de Dios», de ellos es el Reino de los cielos». Siguiendo radicalmente a Cristo —también por la senda vicenciana tenemos que ser felices. Porque El vino a que tengamos vida y vida en abundancia.