La Iglesia, sacramento de salvación para el mundo

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Author: José María Osés · Year of first publication: 1976 · Source: 4ª Semana de Estudios Vicencianos..
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Me habéis invitado a participar en estas Jornadas vicencia­nas; estas Jornadas que ya van teniendo una tradición en el afán de poner en común las experiencias, los problemas, las posibilidades de estas organizaciones cuyo fundamento, espíritu y objetivo es el amor cristiano. Y el amor cristiano proyectado hacia los que más necesitados están de amor.

La razón de ser es siempre la misma, idéntica: la vivencia y testimonio de la caridad, pues caridad y amor cristiano se identifican.

La razón de ser es la misma, pero no es igual la realidad en la que esa caridad debe expresarse; ni es igual el contenido en el que aquélla puede y debe concretarse.

Ni es igual la visión que se tiene de algunas realidades bá­sicas: el hombres, la sociedad, incluso el concepto de la misma Iglesia y aun de la salvación.

Cuando nos enfrentamos con diferentes modos de enten­der el amor al prójimo, sería bueno que profundizásemos en las ideas básicas que dan pie a tan diversas interpretaciones.

Con motivo de la Jornada del día Nacional de la Caridad, Cáritas Española lanzó el lema «¿Lo tuyo es tuyo? Piénsalo». El lema quería ser una llamada a las conciencias para contem­plar los bienes de todas las ciases a la luz de la Fe. Sin embar­go, han llegado protestas durísimas tachando el lema de peli­groso y anticristiano porque sembraba la mala conciencia so­bre la propiedad. ¿Véis? En el fondo dos concepciones distin­tas de una misma realidad.

Destaco esto para que veamos cómo, con mucha frecuen­cia, hacemos juicios sin analizar las razones que los motivan.

A veces pensamos que algunas afirmaciones son verdades religiosas, y hasta dogmáticas, porque siempre las hemos escu­chado y creído, sin plantearnos si nacen de la Fe en Jesucristo o de una cultura y una tradición que a lo mejor descubrimos que de cristiano tiene muy poco.

Con relación a la vivencia de la caridad esto tiene dema­siada actualidad, porque a veces la inercia de los años impide la serenidad en la reflexión. Hace 200 años casi todo el mun­do creía que la realidad del mundo —reyes, vasallos, ricos, po­bres, sabios, enfermos— era así porque Dios así lo había que­rido; por tanto había que aceptar esa realidad; eso sí, procu­rando aliviar los sufrimientos de los más desvalidos. Uno debe­ría dar gracias a Dios por ser rico y el otro por ser pobre; y así, unidos todos, se vivía la hermandad.

Y posiblemente en aquella cultura no estaba mal, no se po­día pensar de otro modo. Y la Iglesia era la primera en crear instituciones y organizaciones para los necesitados. El pensa­miento teológico nos daba una clave de interpretación condi­cionada por la cultura de aquel tiempo.

Tenemos encíclicas de los Papas en las que late aún esta concepción. Hasta los comienzos de Pío XII era muy corriente esta mentalidad, en cuya base está una cultura escolástica que mira al mundo como obra perfecta de Dios, con su organiza­ción y estructuras básicas que es preciso respetar.

Así León XIII:

«La Iglesia, sin embargo, no descuida la defensa de los pobres. Como piadosa madre, no deja de proveer a las necesidades de éstos. Por el contrario, abrazándolos en su seno con materno afecto y teniendo en cuenta que repre­sentan la persona de Cristo, el cual recibe como hechos a Sí mismo los bienes concedidos al más pequeño de los pobres, los honra grandemente y los alivia de todos los modos posibles. Se preocupa solícitamente por levantar en todas partes casas y hospicios, en que son recogidos, ali­mentados y cuidados, y cuida de colocar estos estableci­mientos bajo su protección. Además, impone a los ricos el estricto deber de dar lo superfluo a los pobres y les re­cuerda que deben temer el juicio divino, que los, condenará a los suplicios eternos si no alivian las necesidades de los indigentes. Por último, eleva y consuela el espíritu de los pobres, proponiéndoles el ejemplo de Jesucristo, quien siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro (2 Cor. 8, 9), y recordándoles las palabras con las que el Señor les de­claró bienaventurados, prometiéndoles la eterna felicidad. ¿Quién no ve en esta doctrina el medio mejor para arreglar el antiguo conflicto entre pobres y ricos? La experiencia de la historia y de la vida diaria demuestra que, si se desco­noce o posterga esta doctrina, se llega forzosamente a uno de estos dos extremos: o la mayor parte del género huma­no queda reducida a la vil condición de siervo, como su­cedió antiguamente entre las naciones paganas, o la socie­dad humana se ve sacudida con continuas revoluciones y devorada por el robo y la rapiña, como hemos podido comprobarlo desgraciadamente en estos últimos tiempos.»

(Quod Apostolici muneris. Doc. Soc. BAC, pp. 188-189).

«Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frá­giles y perecederas, sino para las celestiales y eternas, dán­donos la tierra como lugar de exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas de riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos. Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las tri­bulaciones diversas de que está tejida casi por completo la vida mortal, sino que hizo de ellas estímulo de virtudes y materia de merecimientos, hasta el punto de que ningún mortal podrá alcanzar los premios eternos si no sigue las huellas ensangrentadas de Cristo.»

(Rerum novarum. Doc. Soc. BAC, p. 327).

Y así Pío X:

«De aquí viene que, en la sociedad humana, sea conforme a la ordenación de Dios que haya gobernantes y goberna­dos, patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e igno­rantes, nobles y plebeyos, los cuales, unidos todos por un vínculo de amor, se ayuden mutuamente a conseguir su último fin en el cielo y, sobre la tierra, su bienestar mate­rial y moral (encícl. Quod Apostolici muneris).

(Fin dalla prima nostra Enciclica. Doc. Soc. BAC, p. 464). Y así Pío xu:

«La memoria de todos los tiempos enseña que siempre hubo pobres y ricos, y la inflexible condición de las cosas presagia que los habrá siempre. Son honorables los pobres que temen a Dios, porque de ellos es el reino de los cielos y fácilmente abundan en gracias espirituales; los ricos, en cambio, si son rectos y probos, son los dispensadores y administradores de los bienes terrenales de Dios; como auxiliares de la Provindencia divina, socorren a los nece­sitados, por cuyas manos reciben frecuentemente los dones del espíritu y bajo cuya dirección esperan conseguir la vida eterna. Dios, óptimo provisor de las cosas, ha esta­blecido que, para ejercicio de las virtudes y acrisolamiento de los méritos, haya en el mundo a la vez ricos y pobres; pero no quiere que unos disfruten de excesiva abundancia, otros se vean arrastrados a tal extrema estrechez, que ca­rezcan aun de lo necesario para la vida. «

(Sertum laetitiae. Doc. Soc. BAC, p. 939).

Esto sintoniza muy bien con todos aquellos que quieren ayudar al prójimo pero sin cuestionar si la situación social actual —clases altas y clases bajas, ricos y pobres— quizás sea expresión y manifestación de un pecado que hay que destruir. Siempre hemos dicho que el hombre es imagen de Dios, pero nos ha costado mucho creer que si todo hombre es imagen de Dios, todo hombre tiene unos derechos fundamentales; siem­pre hemos creído que la Iglesia es la continuadora de la obra de Cristo, pero la salvación de Cristo, y por tanto la obra de la Iglesia, pensábamos que nada tenía que ver con los problemas de este mundo.

Con esta larga introducción he querido destacar por qué en el comienzo de estas Jornadas hay un tema dedicado a algo que parece alejado de las Jornadas: «Realidad sacramental de la Iglesia».

I. El Concilio define a la Iglesia como realidad sacramental

Se ha afirmado que el Concilio abre una nueva época en la historia de la Iglesia; todos estamos asistiendo, creo que gozo­samente, a las consecuencias del avance doctrinal y pastoral del Vaticano u.

Y, sobre todo, el Vaticano u ha abierto nuevos caminos con la gran constitución dogmática sobre la Iglesia. Algunos han creído que lo avanzado, lo nuevo del Concilio está en la Gau­dium et Spes. Donde está la base de toda reflexión, la gran obra del Concilio, es en la Lumen Gentium, porque está en ella el nuevo rostro de la Iglesia.

Esta Constitución repite constantemente la realidad sacra­mental de la Iglesia:

«La Iglesia es como sacramento, es decir, signo e instru­mento de la unión íntima con Dios y de la unidad del gé­nero humano.» (LG. 1)

«Dios… constituyó la Iglesia, que sea para todos y para cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica». (LG. 9)

«Cristo Resucitado envió su Espíritu vivificante y por El constituyó su Cuerpo que es la Iglesia como sacramento universal de salvación.» (LG. 48)

Yo creo que en la medida que los creyentes vayamos asi­milando esta visión de la Iglesia, se realizará un cambio pro­fundo en ella.

Sabéis muy bien que la reflexión sobre algunas realidades surge cuando llega la crisis; mientras se vive una realidad sin crisis y problemas, no se teoriza sobre ella. Mientras, por ejem­plo, no hubo peligro alguno sobre la estabilidad familiar no se planteó como tema el amor en el matrimonio. Los peligros que acechaban a esta institución han provocado una reflexión fe­cunda en hallazgos de posibilidades cristianas; se vive la sa­cramentalidad del matrimonio desde la raíz más profunda del amor humano.

Lo mismo ha ocurrido con la Iglesia; los primeros cristia­nos no se preocuparon de definir la Iglesia, se vivía como rea­lidad misteriosa. Pero cuando el poder de los césares amenaza la estructura de la Iglesia, ésta se autodefine como comunidad de fieles bajo la obediencia al Papa.

Cuando se niega la visibilidad de la Iglesia y cuando apare­cen diversas iglesias, se teoriza para descubrir los signos que ayuden a distinguir la verdadera Iglesia: Una, santa, católica apostólica. Una jerarquía y en ella el Papa. Y el Papa, infali­ble. Esto ha sido lo esencial de la Eclesiología que hemos apren­dido y enseñado hasta el Concilio; esto lo sabe todo fiel católico.

De esta visión no nace una relación directa con el mun­do, con la historia, con los problemas de los hombres. Se vive la Iglesia, se tiene fe, y se aprenden las pruebas para demostrar que la iglesia católica es la verdadera.

En este contexto la caridad no aparece como exigencia de la misma definición de la Iglesia. La Iglesia aparece como un medio para obtener la salvación; en ella se reciben sacramen­tos y se aprende a cumplir los mandamientos; existe el amor al prójimo porque es la señal del cristiano, y los mejores cris­tianos, los que más aman, los más caritativos. El cristiano, los cristianos debíamos amar al prójimo, pero no aparecía una re­lación teológica entre el ser mismo de la Iglesia y los problemas del mundo; ni se plantea desde la Fe el desorden establecido en el mundo. Caridad se confunde con limosna.

Mientras tanto se iba abriendo una gran separación entre la Iglesia y el mundo. No es ya el problema de demostrar cuál es la verdadera Iglesia; esto apenas preocupa ya a los hombres; sino de cómo anunciar a un mundo que pierde su sentido re­ligioso y la misma Fe, que Jesús es el Señor; cómo trasparen­tar la comunidad de creyentes el sentido de la Fe.

Al alargarse la historia hacia atrás en miles de siglos, ¿cómo les ha llegado la salvación? Cada vez somos menos los cre­yentes, ¿cómo se realiza el plan de Dios que quiere que todos se salven? Dios es Creador, pero el hombre se encuentra en una relación nueva con el mundo, ¿cuál es la voluntad de Dios en esas posibilidades del hombre? Surgen nuevas ideas, nuevas aspiraciones; los débiles no extienden la mano a los poderosos, sino que se unen para conseguir lo que consideran suyo; frente a un mundo de ricos y pobres, crecen las aspiraciones de igual­dad, de justicia, de fraternidad. En un mundo de opresión sue­nan voces liberadoras.

¿Qué es la Iglesia? ¿Cuál es su misión? ¿Cómo manifestar el amor?

Nuevos interrogantes. Se puede estar mirando al pasado, hasta que la realidad nos haya sepultado en las olas de la his­toria. Pero se puede enfrentar desde la Fe con toda la realidad y asumir actitudes coherentes con la Fe. Esto es lo que ha he­cho el Concilio; plantearse toda la realidad: salvación, Iglesia, mundo, desde la eterna fe en Jesucristo.

Porque ha sido volviendo a la Palabra de Dios y mirando al mundo desde esa Palabra como ha encontrado más clara­mente su identidad. Mirándose en la Historia de la Salvación.

La Iglesia para comprenderse a sí misma contempla la His­toria de la Salvación, la historia sagrada en la que Dios se ha revelado a los hombres, y contemplando esta comunicación del plan de Dios se reconoce como signo e instrumento de esa gran vocación de todos los hombres a la unión entre sí y con Dios: realidad sacramental.

No se mira a sí misma, sino que mira al plan de Dios:

«El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina.» (LG. 2)

«Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora, en esta etapa fi­nal nos ha hablado por el Hijo (Hebr. 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la inti­midad de Dios (cf. 10 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, ‘hombre enviado a los hombres’, habla las palabras de Dios (10 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. 10 5, 36; 17, 4).» (DV. 4)

Mientras la salvación se entendía como algo que solo se da dentro de la Iglesia, la misión parecía que debía consistir en hacer que todos entrasen en ella. «Extra Ecclesiam nulla salus».

Pero cuando constatamos la creciente ola de ateísmo, la re­ducción proporcional de los cristianos y de los católicos, ¿cuál es el ser y la misión de la Iglesia? ¿Cómo es ella el instrumen­to de la salvación para el mundo? ¿Cuál es la salvación que Dios quiere para los hombres?

La Iglesia, contemplando la Historia de la Salvación des­cubre con más claridad la dimensión social de la fe, la dimen­sión social de la salvación, y las exigencias sociales de su reali­dad sacramental. La salvación consistirá en la plena unión real, verdadera, de los hombres entre sí y con Dios, y ella sera el signo e instrumento: Sacramento de salvación.

II. La Iglesia, sacramento de salvación

La autocomprensión de la Iglesia como sacramento de sal­vación tiene una gran importancia, afecta a toda la vida de la Iglesia. Desde Trento había prevalecido una visión jurídica; el Vaticano II define a la Iglesia centrándola en el misterio de Cristo.

El concepto de sacramento expresa la unidad entre lo hu­mano y lo divino, lo visible y lo invisible. Esto aparece con claridad en los siete sacramentos confiados por Cristo a la Igle­sia. Los signos, realidades visibles, indican, expresan, la reali­dad misteriosa de la gracia de Dios.

La Iglesia tiene una estructura sacramental antes que jerár­quica. No es este el lugar para exponer la teología sacramental, sino que pretendemos destacar la fuerza y exigencia que tiene la realidad sacramental de la Iglesia para la acción caritativa de los creyentes.

Jesús es el primordial sacramento para el mundo, la mani­festación en el mundo de la salvación divina. Cuando aparece Jesús en Palestina no comienza afirmando y proclamando su divinidad, sino que comienza predicando un mensaje y testimo­niándolo con su vida, y los hombres, en su vida y su palabra, descubren que en El Dios nos da la salvación. Jesús es para los hombres la manifestación visible del Dios invisible.

«En Cristo, la voluntad salvífica de Dios ha recibido una real presencia histórica en el mundo. En El, la voluntad salví­fica de Dios no sólo vela sobre el cosmos, sino que ha sido im­plantada en la tierra y se ha hecho palpable en medio de nues­tro mundo espacio temporal. Como Palabra encarnada de Dios, Cristo es el signo de la voluntad salvífica y de la misericordia divina; y simultáneamente, la misma realidad de la gracia de Dios palpablemente presente en medio de la historia».

(J. Feiner, citado por Smulders «La Iglesia como sacramento de salvación en La Iglesia del Vaticano ir», p. 393).

Para nuestro objeto, creo que es necesario insistir en dos cosas:

  1. ¿Qué exigencias, qué contenidos tiene la salvación de Cristo, de la que la Iglesia debe ser signo y realidad?
  2. ¿Cómo puede expresarse, ser signo de esta realidad?

1. Contenido social de la salvación

Uno de los problemas de la teología es el de precisar el sig­nificado de esta gran realidad: la salvación. Cuando ésta se en­tendía como algo que ocurre más allá de la muerte, no tenía mayores dificultades el afirmar que la salvación cristiana hoy no basta con decir que Cristo nos salvó del pecado y del cau­tiverio del demonio.

Por contraposición existe el peligro de pretender reducir la salvación a un horizontalismo liberador, equiparando progreso y Reino. La salvación es un término clave en toda la Biblia, pero la realidad que encarna es compleja y se va enriqueciendo con el avance de la Historia de la Salvación.

Dejando otros aspectos importantes, interesa destacar que el aspecto social es esencial a la salvación de Jesucristo.

La salvación de Jesucristo es la realización del plan de Dios que ha creado todo el mundo para el hombre (LG. 2; DV. 2,3; Act. Apost. 5).

El cristiano descubre el sentido de su realidad y de la del mundo en la revelación de Dios, manifestada en la Historia de la Salvación (DV. 6, 7; GS. 22, 32).

Dios ha creado todo para el hombre, a quien ha constituido como representante —imagen— de Dios en el mundo (Gn. 1, 26; GS. 12, 34); por eso el hombre es la norma y medida de la actividad humana (1 Cor. 3, 22-23; GS. 35, 38).

Toda la creación encuentra su perfección unida al hombre y en la medida que sirve al hombre (GS. 35, 36, 41; Act. Apost. 7).

Las exigencias del dominio que debe tener el hombre so­bre la creación terrestre nacen de la misma antropología reve­lada: el ser del hombre entraña por su propia constitución la solidaridad con todos los hombres y en relación ontológica con las realidades terrenas, pues son mediación absoluta para la vida de los hombres (LG. 2, 9; GS. 24-25, 30, 32, 34, 57; PP. 22).

Tan esencial es, esta relación que el cristiano encuentra en todas las exigencias descubiertas por el hombre un mandato divino. Los mismos mandamientos se deben interpretar como exigencias del ser mismo del hombre, expresadas por la revelación acomodadas a cada época histórica (GS. 34, 39, 42, 43).

El hombre con su actividad modela el mundo proyectando y cosificando en él sus valores y contravalores: el amor y el odio, la división y la solidaridad. El mundo es reflejo del hom­bre, solidario con toda la historia, en la humanización y en la deshumanización de la civilización (GS. 2, 8, 37-39; PP. 28; La justicia en el mundo, PPC, 50).

El creyente afirma que la dimensión religiosa pertenece al ser del hombre. El hombre ha sido creado con la vocación de participar comunitariamente en la vida divina, llamado a formar la familia de Dios (LG. 2, 13, 14; GS. 22, 24, 32).

En esta vocación divina radica la mayor dignidad del hom­bre y la fuerza más radical de todos sus derechos (GS. 22, 26, 29; Mensaje del Sínodo a todos los hombres, 23-X-1974).

Cuanto se opone al hombre, al desarrollo de todas sus exi­gencias, el cristiano descubre el pecado, la oposición a la vo­luntad de Dios (GS. 27, 28, 30; La justicia en el mundo, PPC, 50; PP. 53).

La fe es el fundamento y norma desde la que el creyente asume la actitud crítica ante toda realización humana (GS. 41, 43, 45; LG. 36).

Pero la antropología teológica no agota ni explicita todas las exigencias del hombre. La historia, que también está traba­jada por el Espíritu, va adquiriendo un conocimiento mejor del hombre y de sus derechos. Estas conquistas de la humanidad las ve el cristiano como expresión de la voluntad divina (GS. 34, 45, 57, 58).

Como cada época alcanza mayor conciencia de los dere­chos humanos, desde cada conquista realizada, el creyente pro­fundiza, con los ojos de la fe, en el espesor de la realidad pa­ra denunciar como pecado las situaciones que se oponen al hom­bre, por muy legitimadas que hayan sido tales situaciones en otras épocas de la historia (GS. 7, 27, 34, 41; La justicia en el mundo, PPC, 50).

El pecado no solamente anida en el corazón del hombre, sino que desde el corazón deformado —egoísta, insolidario, am­bicioso— se trasfunde en la realidad producto del hombre, el pecado queda cosificado en las estructuras y en la misma cul­tura, y desde ellas se introduce en el interior del hombre. Cuanto más insensiblemente se asume produce mayores males (GS. 13, 37; Medellín. Paz 1, 16; I.D. Pobreza de la Iglesia, 47).

Pero el cristiano sabe que la gracia de la salvación de Je­sucristo es más fuerte que el pecado. La salvación de Jesucristo va más allá que el pecado. «Donde sobreabundó el pecado so­breabundó la gracia». El vencimiento del pecado no puede que­darse solamente en el interior del hombre; toda la creación, unida al hombre, es salvada en Jesucristo, es liberada del pecado (Rom. 5, 8-10; 8, 19-21; Ef. 1, 10; GS. 39).

Jesucristo con su vida y su muerte hace de su existencia una entrega total a la voluntad del Padre y, con esta entrega, vence todo pecado. Radicalmente ha sido vencido el pecado en el mundo. Con el vencimiento del pecado y de la muerte toda la creación es reconciliada, pacificada. Jesús es el Señor de toda la creación, todo ha sido sometido a su Reino. Y el señorío de Cristo consiste en que toda la creación responde a la volun­tad de Dios, que toda la creación sirva al hombre, a su pleno y total desarrolo (GS. 34, 39, 69).

El Reino de Dios, la salvación en Cristo, no es algo sola­mente metahistórico, ha comenzado con la misma existencia del hombre, porque toda realidad se salva en Cristo. La salva­ción total de Jesucristo comienza en la tierra con la existencia del hombre, y al final de la historia de cada hombre y de toda la humanidad se consuma la salvación total en Jesucristo (LG. 36; GS. 2, 22, 38).

Desde la fe adquiere armonía la creación. Jesucristo nos re­vela a los hombres el gozo inmenso, insondable y luminoso de que Dios es Padre de todos los hombres. Y junto —y en inse­parable realidad— que todos los hombres somos hermanos. Desde esta revelación fluye de modo necesario la necesidad de que los hermanos pongan los bienes de todas las clases al ser­vicio de todos los hombres, especialmente al servicio de los más débiles y necesitados en todas las clases de bienes, del mismo modo que el padre mira con especial ternura y preferencia al hijo más débil (Jn. 5, 34; 15, 9-14; 17, 4; Mt. 5, 45; Tt. 3, 4-5; Lc. 10, 29-37; 1 Jn. 2, 7-11).

La fe en Jesucristo tiene, pues, esencialmente, inevitable­mente, una dimensión social, la existencia real de los hombres que se historifica en todo el contexto social en su más amplio sentido.

La salvación cristiana pasa por la mediación de todo el con­texto de la vida humana en toda su realidad. «El mismo Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza, crea la ‘tierra y todo lo que en ella se contiene para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados puedan llegar a todos, en forma más justa’, y le da poder para que so­lidariamente transforme y perfeccione el mundo. Es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su Hijo para que hecho carne, venga a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hombre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injus­ticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano » (Medellín. Justicia, 3).

2. ¿Cómo puede ser hoy la Iglesia signo de esta salvación?

La dimensión social no es accidental o marginal a la fe y a la Iglesia, sino que es parte esencial de su misión (GS. 42; PP. 13; La justicia en el mundo, PPC, 51-52).

La Iglesia es la comunidad de creyentes que, porque creen en Jesucristo y en su mensaje, trabajan para que los hombres vivan más plenamente su propio ser:

a) como hijos de Dios, están abiertos expresamente a la dimensión trascendente en la confesión explícita de su fe;

b) como hermanos de todos los hombres, se esfuerzan pa­ra que los derechos de los hombres sean respetados y promovi­dos para que el mundo se parezca más a la familia divina que todos estamos llamados a formar;

c) consecuentemente, se comprometen en la transforma­ción del mundo para que todos los bienes se desarrollen y sir­van a todos los hombres (GS. 42-45).

La Iglesia es el sacramento universal de salvación. Para lo cual tiene que ser signo de esa salvación, para ello es necesario que exprese ante el mundo esa misma salvación que consiste en la unión de los hombres entre sí y con Dios. La unión con Dios y con los hombres es absolutamente necesaria para que sea sacramento, signo eficaz de la salvación que anuncia (LG. 1, 9, 48; Mensaje del Sínodo a todos los hombres, 23-X-1974).

Esta salvación tiene que realizarse a través de las circuns­tancias históricas que viven los creyentes en cada época. Desde la existencia real se debe interpretar las exigencias de la fe, y desde la fe analizar y poner en crisis toda conquista humana (OA. 4-5).

Porque cree en la Palabra de Dios la Iglesia se siente soli­daria de los gozos y las esperanzas de la humanidad y se une a todos los hombres para, desde su misión, trabajar para que la salvación del hombre sea lo más plenamente posible en cada momento (GS. 4, 11).

Esta salvación consiste en la liberación del hombre de todas sus servidumbres y esclavitudes, que es lo mismo que decir que es la liberación de todo pecado para llenar el mundo de amor. No se puede anunciar el Evangelio sin trabajar por la libera­ción de los hombres; es constitutivo del anuncio del Evangelio la acción en favor de la justicia y la participación en la trans­formación del mundo (La justicia en el mundo, PPC, 42; Me­dellín. La pobreza en la Iglesia 7; Id. Juventud, 15).

La misión de predicar el Evangelio en nuestro mundo im­plica, si ha de ser creído, el trabajar por la liberación integral del hombre (La justicia en el mundo, PPC, 51; Declaración fi­nal del Sínodo, 1974, n. 9).

Pero la liberación del hombre carecería de aplicación si no se concretara en algunos valores. La humanidad y la Iglesia, a nivel mismo de magisterio, han llegado a la convicción de que estos valores se concretan en los derechos fundamentales de la persona. Este es el campo en el que la Iglesia debe mostrar la fuerza salvadora del Evangelio. «El desarrollo integral de las personas vuelve más clara la imagen divina en ellas. En nuestro tiempo la Iglesia ha llegado a comprender más profundamente esta verdad en virtud de lo cual cree firmemente que la promoción de los derechos humanos es requerida por el Evangelio y es central a su ministerio.» (Mensaje del Sínodo a todos los hombres, 23-X-1974).

Aunque la Iglesia se debe comprometer por su misma mi­sión salvadora en la promoción de estos derechos del hombre, no reduce a esta tarea su misión; el Evangelio no se reduce a una ética y, si bien la Iglesia se alegra y goza de los trabajos que llevan a cabo los hombres creyentes y no creyentes en la demostración eficaz del amor a los demás, ella sabe que sus­traería al hombre lo mejor para él mismo si renunciara al anun­cio explícito del Evangelio, de su fe explícita en Jesucristo y en la manifestación de todas las exigencias, entre las cuales des­taca, sin duda, el esfuerzo por liberar a todos los hombres de todas sus servidumbres, que es tanto como liberado del pecado y de sus consecuencias (La Iglesia y la comunidad política; Declaración final del Sínodo, 1974, n. 12).

La Iglesia siempre será «el instrumento de salvación uni­versal» (LG. 48). Pero cada comunidad, cada cristiano puede ser signo o contrasigno de esa salvación. Dios tiene muchos ca­minos, pero los creyentes sabemos que la fe nos urge a estar unidos con Dios y con los hombres y, en la medida que lo es­temos, lo expresaremos.

Una misa, celebrada con pasividad, con rutina, es la cele­bración de la Eucaristía, pero los no cristianos que asistan a ello difícilmente descubrirán la llamada del misterio. Una Eu­caristía celebrada con entusiasmo, con participación, es la mis­ma Eucaristía, pero es signo más claro de la realidad que sig­nifica.

La Iglesia tiene que esforzarse por ser el signo de esa uni­dad; en un mundo estático pudo ser la grandiosidad de la li­turgia signo de la grandeza de Dios y llamada al misterio de la Fe. Tiene que tener un lenguaje válido, que lo puedan entender todos.

Hay una estrecha relación en los designios de Dios y los an­helos de los hombres. La Iglesia, atenta a los signos de los tiem­pos, descubre en las necesidades del mundo la llamada de Dios para que transmita la salvación, para que realice y exprese la vocación de los hombres a formar la gran familia de los hijos de Dios. En esa fidelidad puede encontrar el lenguaje a través del cual exprese a los hombres la salvación de Jesucristo.

Hay una gran relación entre la liberación que comporta la salvación de Jesucristo y los impulsos liberadores que laten en el mundo.

Nuestra respuesta

Ante este panorama, pienso que vosotros debéis descubrir cuáles son las exigencias que os marca la misión de la Iglesia para vivir hoy el amor cristiano.

Toda la misión de la Iglesia debe ser realizada por toda la Iglesia, pero no toda la misión debe ser realizada por cada uno de los miembros o de las organizaciones de la Iglesia.

Pero una cosa creo que es importante, que todo lo que haga cada Organización debe estar en armonía con la misión de la Iglesia. Por ejemplo, una limosna que encubra la injusticia, no sería una limosna cristiana; unas acciones que se orientasen realmente a mantener situaciones de injusticia, no serían cris­tianas, aunque pareciese que eran caritativas.

Pero creo que las consecuencias es mejor que las saquéis vosotros mismos.

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